VELAR BAJO LOS RÍOS
Si me horadas las alas, mantendré abiertos todos mis ojos indomables, los que escudriñan los desiertos, se burlan de los pantanos, reúnen las florestas bajo los ríos. Si me cortas las alas, haré danzar el ángel plegado bajo mis párpados.
Entonces ella cederá, pero no concederá nada a las palmas desconocidas que despojan sus caminos, en los olores mojados la floresta de mayo, reconocerá el flujo, lo vivo en ella, la irrupción, y beberá, labios y lengua bebidos por la otra boca, y por el ojo loco de hambre.
Un río, lentamente, los arrastraba hacia el mar, a menos que fuera ella quien viniera a su encuentro, ávida, pesada y violenta, mientras a lo lejos ardían las campiñas, mientras los senderos se ahogaban bajo los erizos e iban hacia el olvido.
Pero acechaban los cazadores y los perros, pisoteando la maleza, saqueando los huertos, aullando bajo el sol, despertando a los niños y a los amantes extenuados y adormecidos bajo los setos.
A cada uno su fuente y a cada uno su fuego, y si los vientres flamean, crecen también los ríos en las cavidades que se impregnan y quieren aprenderlo todo. A cada uno su deseo golpeando donde puede.
Aquel que golpea demasiado fuerte aguza, desuella el rostro. Entonces se echan al fuego los vientres y las crines. Entonces se atraviesa el camino que desafía el deseo y lo anega.
Ven, dice ella, ven a coger en mí el rudo relámpago, el canto estridente, el cielo de hierro, pero escucha los rebaños que enloquecen en mi sangre, me dan el hambre feroz, la fuerza de elevar mis velas y de proteger mis nidos.
¿Quién ha forzado mi pozo amurallado, roto mi nudo, chocado mi tronco bajo mis raíces? ¿Quién se alimenta de mi vigor, de mis fuerzas clandestinas, y me deja sin amparo?
Porque siempre se falta, perseguidos por el invierno y por las pequeñas muertes insolentes y crueles. Entonces vuelve la rabia que nos echa de las aldeas, nos hace perder el hilo, despavoridos y ciegos, nos hace aullar sobre las rocas batidas por los torrentes, el fango y los guijarros en una soledad árida y tan alejada de nosotros mismos.
Cada uno persigue su pista cortando los zarzales, hostigando los bosquecillos, desalojando los claros y los nidos hasta los viejos puentes ennegrecidos que hienden los recuerdos.
Agnès Henrard (1959)
Poetisa belga
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