No recuerdo como fue mi primer día de colegio. Ni siquiera la fecha: supongo que entre 1951 y 1952. Sí, en cambio, y muy bien, el lugar: un viejo caserón, inmenso para mi tamaño de niño, en el número 32 de la calle Batalla del Salado, en Madrid, donde estaba ubicado el Primer Tercio Móvil de la Guardia Civil, en el que mi padre estaba destinado al mando de una de sus compañías.
El pabellón donde vivían mis padres estaba en la tercera planta, y daba a una inmensa galería descubierta sobre un gran patio de armas de planta cuadrangular. El parvulario, pues no era otra cosa "mi primer colegio", estaba en la primera planta del edificio en cuestión, y en él aprendían sus primeras letras los hijos de los guardias civiles allí destinados..
No recuerdo el nombre ni el aspecto de mi maestra, aunque sí que era una muchacha joven y cariñosa con nosotros. También recuerdo el penetrante olor de la tiza, que no he podido olvidar y que se reproduce en mi cerebro cada vez que entro en un aula escolar, aún hoy...
Recuerdo también muy bien el gravísimo problema que durante mucho tiempo tuve con el nombre de la penúltima letra del abecedario y como bajaba desde mi casa hasta el parvulario repitiendo en voz alta una y otra vez "i griega, i griega, i griega...",
La escritora Soledad Puértolas, académica de la Lengua, recordaba hace unos días en El País como había sido para ella y como recordaba, esa "primera vez": Quizá para que yo no estuviera en casa mucho tiempo sola, ya que mi hermana, que me llevaba dos años, iba ya al colegio, mi madre decidió enviarme al jardín de infancia cuando yo apenas tenía cuatro años, comienza diciendo. Hoy día es más normal, pero en aquella época resultaba un poco prematuro y tengo la impresión de haber escuchado a mi alrededor, a lo largo del curso, algunos comentarios sobre el asunto.
El jardín de infancia se encontraba en el sótano del enorme edificio del colegio, pero no era un sótano lúgubre, sino luminoso. Cuando caía la tarde, se encendían las luces y el aula cobraba una vida distinta, casi agresiva. La luz eléctrica era mucho más invasora que la del sol. Y siempre era igual. La tarde se detenía. En lugar de avanzar, la hora de la salida parecía más y más lejana.
Me impresionó tanto ese día al que había llegado un poco engañada porque nadie me había explicado qué se hacía en el colegio ni cuánto tiempo debía permanecer en él, que cuando, ya en casa, oí decir que había que prepararlo todo para el día siguiente, me quedé paralizada. ¿Tenía que volver mañana?, pregunté, incrédula. Todos los días, me dijeron. Todos los días. ¡Qué tres palabras más terribles bajo su aparente inocencia! Resultaba incomprensible y abrumador. Me parece que fue en ese mismo momento cuando la conciencia del tiempo se instaló dentro de mí de una forma terrible y angustiosa, como si esas palabras -todos los días- hubieran sido una maldición. Y, a partir de ese momento, también, arraigó en mi interior una obsesión: huir de ese tiempo monótono y obstinado que se empeñaba a repetirse día a día, exacto, imperturbable, eliminando toda posibilidad de avanzar, de cambiar.
Ese es el recuerdo que todavía hoy puedo reproducir: echada en la cama, con los ojos abiertos, me estoy diciendo a mí misma que mañana volveré a pasar el día en el colegio, codo con codo con niñas de mi edad, y rodeada de monjas.
Mañana y al día siguiente y al otro. ¿No volvería a tener tiempo para mí?, ¿tendría que estar siempre ahí, observada, empujada, incluida en un grupo? No sé ahora para qué quería yo ese tiempo que me parecía me estaban hurtando. Quizá buena parte de la culpa la tenía la potente luz eléctrica que, después de comer, invadía el sótano. Puede que me asustara demasiado y creyese de verdad que la tarde nunca se iba a terminar.
Pero esa sensación se guardó tan celosamente en mi interior que aún concibo el futuro, ante todo, como una liberación. Las dificultades, penas e inconvenientes que, como es lógico, aguardan dentro de ese tiempo desconocido, aún empalidecen cuando considero su latido. En este mismo momento, el tiempo transcurre. Se oye llover, si llueve, y cada gota cae del cielo adonde vaya a caer, la tierra, un tejado, un paraguas. O hace calor, y son las gotas de sudor las que se deslizan por la piel. Ese caer, ese deslizar, ese avanzar, aún me parece extraordinario. Y sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt
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