miércoles, 6 de marzo de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Roma vincit. [Publicada el 07/06/2019]











¿Qué han hecho los romanos por nosotros?, se pregunta en El País el escritor y periodista Jorge Marirrodriga. Vuelven las declinaciones y la pasiva de los verbos regulares, comienza diciendo, pero sólo a través de la tele. 
Proca, rex Albanorum, duos filios, Numitorem et Amulium habuit. Reconocer, o no, esta frase marca una línea divisoria entre los lectores; aquellos que han tenido que lidiar con las declinaciones y los que no. Todos son iguales en derecho y dignidad, pero mientras para los segundos la idea de Roma es la de una ciudad fantástica, o no, para visitar, los primeros se miran entre ellos como quienes han compartido trinchera en la oscura y lluviosa Britannia, mientras alrededor volaban la pasiva de los tiempos compuestos, el genitivo de la segunda declinación y los verbos regulares en voz pasiva.
Con el latín pasa un poco como con los documentales, que reciben alabanzas, pero luego los ven muy pocos. Sí, ha sido una lengua muy importante, nadie lo duda, pero otra cosa es que en esta sociedad de la inmediatez y la utilidad se encuentre a quien decida emplear su tiempo en traducir a unos tíos con nombres como Catulo, Virgilio o Cicerón cuando pueden dedicarse provechosamente, por ejemplo, a sacar fotos del café con leche que se están tomando y subirlas a Instagram.
Menos mal que vivimos en tiempos de “la letra con series entra” y, según nos cuenta la sección Televisión, se está preparando una serie de 10 capítulos que explicará la historia de Rómulo y Remo y cuya lengua será una versión antigua del latín. Su director, Matteo Rovere, lo explica con entusiasmo: “Será un viaje a un mundo arcaico, aterrador, donde todo es sagrado y la gente siente la presencia, hostil y misteriosa, de los dioses en cada esquina”. Cualquiera diría que para los romanos los dioses eran como Hacienda para nosotros.
Es una gran noticia que una serie hable de uno de los orígenes de nuestra civilización. Y más en una época de descreimiento y desarraigo. Porque sucede que la gente que desconoce de dónde viene busca esa explicación en cualquier sitio o, simplemente, se la inventa. Somos romanos, por ejemplo, cuando alquilamos una casa, nos inscribimos en el censo o nos casamos. Somos romanos cuando hablamos de los días de la semana o de los meses. De hecho, somos romanos cuando hablamos sobre cualquier cosa en español, catalán, gallego, portugués, francés, italiano o rumano. Decía Indro Montanelli, autor de una Historia de Roma que “jamás ciudad del mundo tuvo una aventura más maravillosa”. Está bien saber cómo empezó todo. Y en latín. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 













martes, 5 de marzo de 2024

De la muerte de un árbol

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Lo imaginé resistiendo las aflicciones del tiempo y las depredaciones de los contaminadores, dice en El País el escritor Ariel Dorfman refiriéndose al arbolito que plantó de niño en el Jardín Botánico de Viña del Mar, manteniéndose erguido contra el desperdicio y la erosión, hasta que el incendio acabó con él. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Muere un árbol en Chile
ARIEL DORFMAN
27 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

¿Cómo llorar la muerte de un árbol solitario, cuando bosques enteros se queman a mansalva? ¿Y cómo hacerlo en una nación como Chile, donde cientos de seres humanos acaban de morir y muchos más han quedado heridos en la reciente conflagración abrasadora que ha devorado miles de hectáreas y demolido innumerables viviendas en vastas regiones de mi atribulado país?
Y, sin embargo, desde el amparo de mi casa en Santiago, a cien kilómetros de las carbonizaciones, por mucho que me horrorizaba la devastación que iba cobrando ingentes vidas y medios de subsistencia, no pude evitar preocuparme por un árbol en particular, una de las tantas víctimas desapercibidas de la catástrofe.
Se trata de un árbol que mis manos habían sembrado hace casi tres cuartos de siglo.
Yo era un niño argentino de siete años, que visitaba Chile por unas semanas, en mi camino de regreso a Nueva York, donde había vivido con mi familia desde la infancia. Mi papá decidió que yo era lo suficientemente grandecito para un ritual que él había llevado a cabo con su propio padre: plantar un árbol. Cumpliendo esa tarea, dijo, me quedaban por delante solo dos misiones adicionales: escribir un libro y tener un hijo varón (era bastante machista, mi viejo).
Y fue así que me llevó al Jardín Botánico de Viña del Mar, uno de los viveros más grandes del continente, fundado, según mi papá, en 1817, casi junto a la independencia de América. Una joven cuidadora nos guio a un sitio con condiciones óptimas para el crecimiento de un bosque colosal y me proporcionó una espátula menuda y una semilla aún más diminuta. La cubrí con tierra, me despedí como si fuéramos amigos íntimos y le prometí que volvería en algún futuro a ver si había prosperado.
Nunca logré visitar ese lugar (el tosco mapa que había dibujado en nuestro hotel se extravió rápidamente), pero lo que sí hice cinco años más tarde fue regresar a Chile, que se convirtió en mi patria permanente. Pruebas al canto: me hice ciudadano y me casé y publiqué mi primer libro y engendré, en efecto, un hijo varón. Si no llegué a cumplir esa promesa a mi árbol de saludarlo de nuevo, tampoco lo había olvidado. Y se me tornó más presente, paradójicamente, y más significativo, cuando partí al exilio, después del golpe militar que derrocó al presidente Salvador Allende en 1973.
Ese árbol mítico se me fue transformando en una forma de vencer la distancia impuesta por la dictadura. A menudo me consolaba con la idea de que el árbol que mi yo más joven había puesto en la tierra se estaba elevando desde ese suelo tan chileno, ramificándose mientras daba la bienvenida a pájaros y escarabajos, bendiciendo el Jardín Botánico con un verdor esplendoroso, haciéndome señas desde lejos, murmurando que me esperaba un pedazo de mi pasado, que no todo se había perdido y desarraigado en el cataclismo del golpe. Una promesa que pareció materializarse cuando, después de una larga lucha, la democracia retornó al terruño que había visto madurar ese árbol múltiple.
En estos últimos años, a medida que el cambio climático comenzó a obsesionarme hasta el punto de escribir una novela sobre cómo nuestra especie iba cometiendo un lento suicidio colectivo, ese árbol llegó a representar cada vez más para mí algo así como la esperanza. Lo imaginé resistiendo las aflicciones del tiempo y las depredaciones de los contaminadores, manteniéndose erguido contra el desperdicio y la erosión, ofreciendo sombra y colores junto con sus otros hermanos a lo largo del mundo, un símbolo de resistencia y continuidad.
Con toda probabilidad, ese árbol sembrado por ese niño ha sido ahora reducido a cenizas. De las casi 400 hectáreas del parque, el 90% de las plantas del Jardín (algunas estimaciones dicen que el 98%) fue destruido en el último incendio, provocando la pérdida irreparable de 1.300 especies, algunas de ellas ya en peligro de extinción. Junto con otras víctimas: 30 cachorros murieron en una perrera y se quemaron una inconmensurable cantidad de animalitos y pájaros y, por desgracia, cuatro seres humanos. Entre ellos se encontraba Patricia Araya, quien, durante las últimas tres décadas, había estado trabajando como horticultora, preparando nuevas semillas para la germinación. También murieron sus dos pequeños sobrinos. Y la madre de Patricia, de 92 años, que, cuando era más joven, había realizado las mismas labores que su hija. Y me pregunto, con pavor, si esta anciana no habría sido la misma adolescente que, en aquel entonces, proporcionó una semilla y una pala a un ansioso niño de siete años, me pregunto si la guardiana y madrina de mi árbol fue la que pereció.
De aquel árbol únicamente queda la historia de su origen legendario y su desenlace letal. Y de la miríada de otros árboles anónimos que perecieron ese día, ni siquiera permanece una historia como la que estoy mínimamente relatando. Y al igual que esos árboles sin vida, cada hombre, mujer y niño que murió en ese incendio era alguien con una historia propia que yo no tengo cómo contar. Y más allá de la hecatombe chilena se ciernen otras tragedias, una a una, una tras otra, convulsiones de magnitud incalculable en un planeta en llamas, cada vez más amenazado, cada vez más expuesto a medida que calentamos la atmósfera de manera intolerable y caminamos sonámbulos y ciegos hacia el apocalipsis.
¿Puede el árbol que sembré hace tanto tiempo prestarnos un último servicio y ayudar a que nuestra humanidad despierte a lo que le estamos haciendo a la Tierra y a nosotros mismos? ¿Cómo darles esperanza, dárselos de verdad, sin mentir, a los pequeños, un niño o una niña, que, en este mismo momento, colocan una semilla en la tierra y se despiden del árbol que crecerá allí y prometen volver a visitarlo, cómo podemos crear un mundo donde el árbol y los niños crezcan sin temer los incendios infernales que vienen por ellos y nosotros? Ariel Dorfman es escritor, autor de La muerte y la doncella y, más recientemente, de Allende y el museo del suicidio (Galaxia Gutenberg).
































[ARCHIVO DEL BLOG] Los virus y nosotros. [Publicada el 08/02/2020]











En Wuhan, -comenta en el A vuelapluma de hoy sábado el escritor Miguel-Anxo Murado- el epicentro de la epidemia del coronavirus, las autoridades sanitarias chinas están construyendo un gran hospital que albergará más de un millar de camas. Docenas de grúas y miles de obreros trabajan día y noche en un solar que mide como cinco campos de fútbol. En principio, se preveía que mañana estuviese terminado, pero quizás se demore aún dos o tres días más. Será un hospital muy simple, hecho a partir de módulos prefabricados, con tan solo salas de cribado, un laboratorio clínico, farmacia y habitaciones con baño individual. En realidad, es un hospital de cuarentena, un lazareto. Lo suficiente como para poder aislar a los que se vayan infectando en la ciudad sitiada de Wuhan, que ya es en sí misma un gigantesco lazareto con más habitantes que Londres. Es una hazaña de ingeniería fascinante de ver. Pero esas imágenes cenitales de la zona en construcción tienen también algo de inquietante. Visto así, desde lo alto y desde lejos, las grúas de colores y los puntos rojos de los obreros con casco y chalecos reflectantes, recuerdan, precisamente, a la imagen coloreada de un virus a través del microscopio, trabajando incansablemente por replicarse, construyendo, él también, su veloz arquitectura efímera. 
Quizás es algo más que una impresión. En muchos sentidos, la sociedad de los virus es una réplica de la humana. Los virus son gregarios, seres sociales que buscan compañía en los grupos numerosos. Primero la encontraron en los animales de rebaño y luego, cuando los humanos alcanzaron la densidad que permite el contagio -los expertos la cifran en 400.000 personas-, empezaron su larga y trágica asociación con nosotros. Como los humanos, también los virus son cosmopolitas que aspiran a expandirse por la superficie de la tierra. Y lo han logrado, usándonos a nosotros como vehículo, precisamente. Se han atrevido aún a más, y en ocasiones han conseguido determinar nuestra propia historia de un modo radical. Fueron ellos, los virus, los que al diezmar la población europea durante la Peste Negra hicieron más valioso el trabajo de los campesinos supervivientes y empezó así, lentamente, el camino hacia la igualdad política, o eso creen muchos historiadores. Fueron los virus quienes en realidad destruyeron los imperios precolombinos -los estudiosos han podido localizar al paciente cero de la infección de viruela, un esclavo negro del séquito de Narváez-. En África, los patógenos impidieron, en cambio, la colonización europea durante siglos, pero ahora impiden el desarrollo del continente. En todo esto, los motivos de los virus han sido idénticos a los de los seres humanos: vivir más tiempo y hacer más copias de sí mismos para expandirse. Llevado al plano más simple posible, es para lo que estamos programados unos y otros. Todo lo demás son detalles y excepciones; aunque sean esos detalles los que llenan nuestras vidas, y la posibilidad de la excepción lo que nos hace humanos. La semana que viene, pues, estará terminado el hospital efímero de Wuhan. Parece ser que ya se ha empezado la construcción de otro. Pronto se llenarán los dos de esa mezcla desigual de sufrimiento y esperanza que caracteriza a todos los sanatorios. Y allí, en un limbo blanco de batas y mascarillas, de ángeles sin rostro, volverán a librar su enésima pelea a muerte los humanos y los virus; dos especies antagónicas, pero condenadas a convivir y a hacerse daño, y que, como los oráculos de la antigüedad, solo se comunican entre sí por medio del delirio místico de la fiebre". 
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














lunes, 4 de marzo de 2024

De la esperanza de una Rusia democrática

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Navalny no quería pedir a los rusos que se opusieran a Putin y se arriesgaran la cárcel, o incluso a morir, desde la seguridad del exilio, escribe en El Mundo el politólogo José Ignacio Torreblanca, por eso, el mejor homenaje que podemos hacer a Navalny es albergar la esperanza de una Rusia democrática. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com












La esperanza de una Rusia democrática
JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA 
24 FER 2024 - El Mundo - harendt.blogspot.com

En el segundo aniversario de la invasión de Ucrania toca hablar del agresor, Vladimir Putin, y del hombre, Alexei Navalny, que lo desafío a un combate trágico y desigual que estaba condenado a perder. Vista su muerte, es lógico preguntarse por qué Navalny decidió volver a Rusia después de su intento de envenenamiento, a sabiendas de que lo encarcelarían y, muy probablemente, como así se ha demostrado, lo matarían.
La primera razón fue la coherencia. Navalny no quería pedir a los rusos que se opusieran a Putin y se arriesgaran la cárcel, o incluso a morir, desde la seguridad del exilio. La segunda, más profunda, tenía que ver con su creencia de que Rusia y los rusos eran mejores y más grandes que Putin, y que, por tanto, prevalecerían en su lucha contra él.
La Resistencia no expulsó a los nazis de Francia, pero permitió a los franceses dejar a un lado la ignominia de la colaboración del régimen de Vichy y hacerles creer que habían ganado la guerra. Y aunque la sombre de Pétain sigue ahí, siempre hay una Francia buena con la que disiparla. De igual manera, gracias a gente como Navalny, Boris Nemtsov, tiroteado a las puertas del Kremlin el día del cumpleaños de Putin, la periodista Anna Politkovskaya, asesinada por documentar los crímenes rusos en Chechenia, Vladimir Kara-Murza, que toma el relevo de la oposición rusa, también desde la cárcel, y tantos otros valientes opositores, exiliados, encarcelados o asesinados, los rusos podrán algún día decir que no todos ellos fueron sicarios amorales y embrutecidos de Putin, sino también sus víctimas, como los ucranianos.
Navalny no exculpa la culpabilidad individual y colectiva de tantos y tantos rusos que siguen, por convencimiento o propaganda, creyendo que Rusia tiene el derecho histórico de anexionarse Ucrania y asimilar a los ucranianos, esa nación ficticia e impostora que el Kremlin les dibuja todos los días. Rusia es hoy un Imperio en expansión y piensa y actúa como tal, pero eso no quiere decir que sea un país incapaz de vivir en paz con sus vecinos y con sus propios ciudadanos. Navalny ha mostrado cómo Putin, un hombre con un ejército de un millón de soldados y 5.997 cabezas nucleares, puede ser a la vez débil y cobarde. El mejor homenaje que podemos hacer a Navalny es albergar la esperanza de una Rusia democrática. José Ignacio Torreblanca es politólogo.