jueves, 15 de febrero de 2024

Del arte de la mentira





 



Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. El manejo de la percepción, comenta en El País el escritor Jordi Soler. desde antes de que tuviera este nombre, ha sido una pieza imprescindible del instrumental que tiene el político para hablarle a los ciudadanos. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com



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El arte de la mentira
JORDI SOLER
11 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

“La hoja del cuchillo es un destello de luz y no un objeto con el que cortar”. Lo que estás viendo es un resplandor y no el puñal que te crees que traigo en la mano, propone en la novela Las olas, un personaje de Virginia Woolf. Pero la intención del personaje de Woolf no es mentirnos, sino suplantar la contundente realidad de la herramienta por otra realidad, que también es suya, como si echara mano de ese truco que los asesores de Ronald Reagan, en los años ochenta del siglo XX, llamaron “perception management”, el manejo de la percepción.
No hace falta decir que lo deseable en una novelista como Virginia Woolf es que manipule la realidad para nosotros, que nos engañe todo lo que pueda, que nos mienta, una circunstancia que en el plano político ya no tiene tanta gracia porque del presidente Reagan el ciudadano estadounidense esperaba que le contara la verdad y no su percepción, siempre mutante y acomodaticia, de la realidad.
El manejo de la percepción, desde antes de que tuviera este nombre, ha sido una pieza imprescindible del instrumental que tiene el político para hablarle a los ciudadanos, así ha sido siempre pero hoy, en esta era de la transparencia, ya es más difícil hacernos creer que eso que trae en la mano el político no es un puñal, sino un destello de luz.
En 1712 comenzó a circular en Inglaterra un panfleto titulado The art of political lying, El arte de la mentira política, un explosivo texto que, de entrada, se presentaba arropado por una mentira; se le atribuía a Jonathan Swift, incluso en su traducción, años más tarde, al francés, cuando en realidad era obra de John Arbuthrot, un escritor que era verdad que compartía con Swift, dicho sea esto para atenuar la mentira, el exclusivo cenáculo Scriblerus Club, un antro londinense donde los hombres de letras de orientación conservadora, se reunían para destripar la movediza realidad de la política inglesa. Aunque este panfleto, en el que sin duda abundan las ideas de Jonathan Swift, fue publicado hace más de trescientos años, tiene en el siglo XXI una actualidad y una vigencia, digamos, ofensivas.
Para empezar el autor llama pseudology, seudología, a la mentira de la que se valen los políticos para conseguir sus objetivos, un término que el diccionario de la RAE define como: “trastorno mental que consiste en creer sucesos fantásticos como realmente sucedidos”. Esta patología corre en dos direcciones, se ajusta tanto al político que miente como al ciudadano que cree lo que le dice. La mentira política, dice el panfleto, es “el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo a buen fin”. No olvidemos que Jonathan Swift, que contribuyó con algunos elementos a la hora de la concepción del texto, fue el autor de Los viajes de Gulliver, esa historia donde, entre otras cosas, los políticos tienen la estatura de un enano de Liliput.
La mentira política es un arte, nos dice el autor, porque es más difícil “convencer al pueblo de una verdad saludable, que hacer creer y aceptar una falsedad saludable”, de lo cual se entiende que la clave de estas mentiras es que no hagan daño al pueblo, como lo hacen las mentiras tóxicas, que en este milenio abundan en el discurso de los políticos, de aquí y de todo el mundo.
El pueblo tiene derecho a la verdad privada, nos dice el panfleto, “pero no tiene derecho alguno a pretender ser instruido en la verdad de la práctica del gobierno”.
Las mentiras que suelen utilizar los gobernantes se dividen, en el texto, en tres tipos que parecen francamente tóxicos; tenemos la mentira difamatoria (detractory), que no requiere mayor explicación; la mentira por anexión (additory), que es aquella en la que el gobernante agrega a su persona “mayor reputación de la que tiene”; y la mentira por traslación (translatory), que es la que transfiere los méritos de una persona a otra”.
El político que dice mentiras, recomienda el autor, debe procurar que “sus cometas, ballenas o dragones mantengan siempre un tamaño razonable”, pues “cuando el anzuelo está demasiado cargado de lombrices resulta difícil pescar al gobio”.
En una clasificación más amplia el escritor propone un tipo que ha ido ganando protagonismo a lo largo de los siglos: las mentiras de comprobación, (proof-lies), que son aquellas que se dejan caer para “sondear la credibilidad de los presentes”, para ver cómo respira la parroquia y ver si tiene cabida o no una mentira tóxica.
Sobre la forma en la que interaccionan unas con otras, dedica todo un capítulo a esclarecer “si una mentira se contrarresta mejor con una verdad o con otra mentira y concluye que, como hace cualquier político desde entonces, y desde antes también, “la mejor manera de destruir una mentira consiste en oponerle otra”, o, abusando de la imagen de la señora Woolf: cuando falla el puñal hay que exhibir su destello. Jordi Soler es escritor.





































[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la violencia. [Publicada el 22/04/2015]











"Una muerte violenta es siempre una tragedia personal; mil muertes violentas constituyen un drama social y humano; cien mil muertes violentas son únicamente un dato estadístico". La frase anterior, seguramente apócrifa, se le atribuye a Stalin, y dentro de su cínica apariencia guarda una gran verdad: que sola la muerte de los que nos son o resultan próximos nos conmociona. No creo necesario argumentar más al respecto pues pruebas más que suficientes hemos tenido en estos últimos meses: no percibimos de igual manera los atentados islamistas de París o el avión estrellado en los Alpes que las atrocidades del mal llamado Estado Islámico en Oriente Medio, las de Boko Haram en el África Ecuatorial o los miles de inmigrantes ahogados en el Mediterráneo intentando llegar a Europa.  
Me cuesta recomenzar después de casi tres meses de silencio. Silencio motivado en gran parte al reconocer como algo personal que ese exceso de violencia constituye un eficaz antídoto contra el optimismo desbordado de aquellos que piensan, entre los que me cuento, que estamos y vivimos en el mejor de los mundos; quizá no en el mejor de los mundos deseables, pero sí en el mejor de los mundos posibles. Es todo un atrevimiento por mi parte reanudar el blog con un tema como el de la violencia, pero es una deuda que tengo conmigo mismo y deseo saldarla cuanto antes para recuperar el deseo de escribir, tan apagado en estos momentos.
Hay lecturas que apasionan y otras que impresionan. En mis 69 años de vida me ha dado para muchas lecturas. Entre las más recientes, y que me han provocado más profunda impresión, está la del psicólogo canadiense Steven Pinker titulada "Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones" (Paidós, Barcelona, 2014). La tesis central del libro de Pinker, expuesta a lo largo de más de mil páginas -los relatos sin estadísticas están ciegos, pero las estadísticas sin relatos, vacías, dice en él- es la de que, queramos reconocerlo o no, vivimos en el mejor de los mundos posibles si nos atenemos a lo que ha sido y constituido la historia de la violencia a lo largo del proceso civilizador de la humanidad.
Hay una frase en el libro de Pinker (pág. 130) que a mi juicio podría ayudar a entender, que no explicar, el estallido de violencia que estamos viviendo, y lo hace citando a un experto jurista, Donald Black. Este último, en un influyente artículo titulado "El crimen como control social", sostiene que casi todos los actos que denominamos como criminales, desde el punto de vista del perpetrador, tienen su origen en un exceso de moralidad y pretensión de justicia, al menos tal y como éstas son concebidas en las mentes de los autores de los crímenes. "Fiat iustitia et ruat caelum": Hágase justicia aunque se hunda el mundo, que dice el aforismo latino. Que eso la pueda justificar es, desde luego, cosa distinta. 
También el escritor y académico Luis Goytisolo, dedicó un importante artículo hace unas semanas  en El País a este mismo asunto de la violencia titulado "El auge de la crueldad"Casi podría decirse -comenta al comienzo del mismo- que la crueldad está ya en el principio. Es decir: como por encima de los orígenes de la humanidad, en ese tiempo anterior al que se refieren la mayor parte de las creencias religiosas: dioses que devoran a sus hijos, o que destruyen ciudades por la conducta lasciva de sus habitantes, o que castigan a toda la especie humana porque alguien se comió una manzana. De ahí que la imagen que tenemos de las antiguas civilizaciones esté indefectiblemente teñida asimismo de crueldad: sus guerras, sus conquistas, la propia vida cotidiana. Una imagen siempre vinculada, a modo de inevitable contrapartida, a la expansión y el esplendor de absolutamente todos los imperios.
Su brusca reaparición -continúa Goytisolo- tras varias décadas de buenismo que la daba poco menos que por extinguida, no supone de hecho una novedad ni a nivel individual ni colectivo, trátese de la ejecución de prisioneros, rehenes o como se quiera llamarles, o del típico crimen pasional fruto de los celos o el despecho. Lo que sí ha cambiado, lo único que ha cambiado, es su percepción por parte de la sociedad. Y es que desde los asesinatos cometidos por miembros del Califato o por las milicias enfrentadas del ámbito islámico hasta la reconstrucción del asesinato de una mujer a manos de alguien que por lo general tenía ya antecedentes, la televisión y demás pantallas grandes y pequeñas hoy nos informan de los hechos al momento. Esto es lo realmente nuevo: estés donde estés y al momento, dice nuestro autor.
A la vista de lo todo lo anterior, ¿cabe hablar de un progreso moral de la humanidad en lo que atañe a la violencia en la propia historia del proceso de civilización humano? ¿O, cómo se pregunta el filósofo Javier Gomá (pág. 58) en su libro "Ejemplaridad pública" (Taurus, Madrid, 2009), somos mejores nosotros que nuestros mayores? ¿Supone cada generación un avance moral respecto a la anterior? ¿Es la edad contemporánea más virtuosa que la moderna, y esta que la medieval o la antigua? ¿Progresa en suma la humanidad como tal? Gomá responde a lo largo de su libro diciendo que sí, que hemos progresado en cuanto a libertades y derechos individuales,  y que no, o quizá no tanto, en cuanto a progreso moral. Algunos otros, no muchos, entienden que sí, que hemos progresado en todos los órdenes. Yo entre ellos. 
Juan Antonio Rivera, catedrático de Filosofía, ha reseñado en un reciente artículo en Revista de Libros: "Una epopeya del progreso moral", el libro del profesor Pinker. Todos hemos oído o leído alguna vez -dice en él- que nuestros antepasados estaban sumidos en el atraso tecnológico y morían devastados por enfermedades que la medicina moderna es capaz de curar o prevenir con facilidad, pero que, a cambio de esto, estaban bendecidos por la paz social, nacían y morían en comunidades pequeñas y concordes, alejados de atracos, atentados terroristas, genocidios, guerras mundiales, amenazas nucleares y otras muchas formas de violencia que acosan a los integrantes de las sociedades modernas y «civilizadas»"
Por el contrario, el estudio de Pinker demuestra que en ese mundo antiguo no sólo la esperanza de vida era más corta y no había trenes de alta velocidad, ni Internet, ni aire acondicionado, ni donuts, sino que, para colmo de males, la probabilidad de perecer de muerte violenta era considerablemente más alta (entre cuatro y diez veces más alta) que en nuestros días, sobre todo en las sociedades sin Estado, esas supuestas anarquías felices.
No es sólo que hubiera más violencia en tiempos pasados, sino que la gente era más insensible al valor de la vida humana, con el detalle turbador de que todas estas muestras de crueldad no se llevaban a cabo en los sótanos policiales de Estados despóticos, sino a la vista del público, para regocijo y edificación de las masas, que a menudo participaban con entusiasmo en estos aquelarres de violencia. Y no sólo es que hubiera más violencia en tiempos pasados, sino que la gente era más insensible al valor de la vida humana.
¿Cómo puede hablarse de progreso moral si aproximadamente 179 millones de personas murieron en el siglo XX a manos de sus gobiernos, y 55 millones de ellos solo en la Segunda Guerra Mundial? ¿No confirma todo esto que el siglo XX ha sido el peor de todos en cuanto a exhibición de crueldad se refiere?
La respuesta de Pinker, dice el profesor Rivera, es que eso es cierto en términos absolutos, si nos limitamos a contar muertos, pero que ese es cálculo sesgado, pues estamos ignorando la población mundial en cada momento. La Segunda Guerra Mundial ha sido el suceso más destructivo de todos en términos absolutos, pero en ese período había dos mil quinientos millones de personas en el planeta, 4,5 veces más que hacia el año 1600. Esto significa que los desastres acaecidos en el siglo XVII, como la Guerra de los Treinta Años (siete millones de víctimas entre 1618 y 1648), hay que multiplicarlos por 4,5 para alcanzar una perspectiva correcta acerca del peso proporcional de cada una de las dos masacres. Matthew White es un experto que mantiene una activa base de datos sobre las peores cosas que nos hemos hecho los hombres unos a otros, recalibrando los datos sobre bajas humanas según el número de personas que habitaban la Tierra en el momento en que se produjo la masacre, y tomando como referencia la población mundial a mediados del siglo XX. Corregida de este modo (con el dato de la población mundial como telón de fondo), la lista de las veintiuna peores atrocidades está encabezada por una recóndita guerra civil habida durante la dinastía china Tang, en el siglo VIII, y que se estima causó unos treinta y seis millones de muertos, una sexta parte de cuantos pisaban el planeta por entonces. Después de tener en cuenta el porcentaje de víctimas de un conflicto en relación con la población global, la Segunda Guerra Mundial pasa del primero al noveno puesto en esta lista negra (que puede consultarse en la p. 270). Por lo tanto, la primera dificultad que tenemos para apreciar el declive de la violencia es nuestra propensión a considerarla en términos absolutos (número de muertos) y no en términos relativos o proporcionales (porcentaje de víctimas sobre la población mundial).
Fuerza es reconocer -continúa diciendo el profesor Rivera- que el progreso moral es quebradizo y no puede darse por sentado. Por ejemplo, según el análisis estadístico llevado a cabo por el físico Lewis Fry Richardson, las guerras empiezan y acaban por azar, sin responder a patrones causales. ¿Quién podía vaticinar, tras la pacífica segunda mitad del siglo XIX, que estallarían en el siglo XX dos conflagraciones a escala mundial entre las grandes potencias europeas, con miles de millones de muertos a sus espaldas? La contingencia es importante en la historia de la violencia. Pinker llega a afirmar, con un punto de provocativa exageración, que la persona más decisiva en el decurso del siglo XX tal vez sea Gavrilo Princip, un nacionalista serbio de diecinueve años que asesinó al archiduque austro-húngaro Francisco Fernando mientras cursaba una visita de Estado a Bosnia, precipitando con ello la Primera Guerra Mundial, sin la cual habrían quedado reducidas a la irrelevancia figuras como Lenin o Hitler, sin las cuales a su vez serían incomprensibles las hecatombes acaecidas en las décadas inmediatamente posteriores: los exterminios en masa de los comunistas, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto nazi.
No hay manera de descartar estadísticamente que matanzas de ese calibre, o peores, puedan repetirse, señala el profesor Rivera en su artículo. Es absurdo pretenderlo y Pinker se cuida en todo momento de posar de futurólogo. Al contrario, admite sin rebozo que el futuro es impredecible y que, por más visos de no violencia que él advierta en los últimos tiempos, todo esto puede truncarse y tal vez por un acontecimiento en apariencia nimio (como el asesinato perpetrado por Gavrilo Princip). Pequeñas causas pueden tener efectos desproporcionados. 
También entiende que sí hay un evidente progreso moral de la humanidad el profesor Andrés Ortega, que firma un reciente informe del Real Instituto Elcano sobre los Objetivos de Desarrollo de Milenio de Naciones Unidas, suscrito el año 2000, que predice que para el 2030 es muy posible que vivamos en un mundo sin hambre y sin pobreza extrema. 
Termino esta entrada con mi opinión personal, que con toda seguridad resulta irrelevante,  que es, también, la de que aunque no vivamos en el mejor de los mundos deseables es seguro que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Y que a pesar de ello debemos hacer que el de mañana sea mucho mejor que el del presente. Se lo debemos a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros descendientes, a los que han de seguir creando ese "Mundo" del que hablaba sin cesar Hannah Arendt como patria común de la Humanidad. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 14 de febrero de 2024

De las democracias cautivas

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. La incapacidad de construir políticas de Estado en cuestiones básicas, escribe en El País el analista de política internacional Andrea Rizzi, permite a grupos minoritarios en posición influyente obtener rendimientos descomunales, y los regímenes autoritarios observan encantados esta debilidad de las democracias polarizadas. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Democracias cautivas de las minorías
ANDREA RIZZI
10 FEB 2024 - El País - harendt.blogspot.com

La protesta de los tractores que está sacudiendo varios rincones de Europa evidencia importantes problemas de las democracias, cuyos equilibrios de poder y mecanismos de funcionamiento son a menudo tan frágiles que basta la acción decidida de una minoría en posición estratégica para provocar trascendentales reacciones políticas. Independientemente de la mayor o menor validez de los varios argumentos de la protesta agraria, es notable cómo la movilización —instrumentalizada por las derechas— ha logrado ya un fuerte impacto en el debate político, con instituciones comunitarias y gobiernos nacionales enseguida dispuestos a hacer concesiones. La agricultura es sin duda un sector importante, con rasgos estratégicos, pero representa el 1,4% del PIB de la UE. Veremos en qué acaba la negociación, pero tiene mucha pinta de que afectará a políticas de enorme calado, como el cambio climático o las relaciones comerciales con Latinoamérica.
Es un episodio entre muchos. España exhibe en estos meses uno de los más significativos. Un partido que quedó quinto en número de votos obtenidos en una de las comunidades del país resulta, a la vista del estado de la política nacional, necesario para garantizar la gobernabilidad (salvo que se entienda que para ella no hace falta una mayoría parlamentaria capaz de legislar), y el crudo trueque que de ello deriva, todavía irresuelto, monopoliza el debate y paraliza en gran medida la capacidad política de la cuarta economía de la eurozona. Por supuesto, en la historia reciente de Europa hay más casos de puñados de escaños que ejercen una influencia absurda, o de sectores muy minoritarios que, por un motivo u otro, disponen de una capacidad de presión desorbitada.
Esto es la democracia, se dirá. Por supuesto, la democracia es la búsqueda de consensos políticos que permiten formar mayorías, y también escuchar el malestar de sectores socioeconómicos y reaccionar ante ello. La democracia es también evitar la tiranía de las mayorías, un asunto esencial. Los padres fundadores de la República Italiana diseñaron a conciencia una arquitectura constitucional que fragmentara el panorama político con una ley electoral de proporcionalidad absoluta y que dejara a los gobiernos muy expuestos ante la voluntad del Parlamento. Todos sabemos por qué.
Pero, ay, a veces el interés colectivo sucumbe de forma absurda ante las posiciones de minorías, lastrando la propia democracia, su eficacia, por el camino. Últimamente, cada vez más, por una razón muy simple: porque la brutal polarización y fragmentación política ha generado una guerra sin cuartel entre bandos opuestos. Ello impide hasta los consensos más elementales que escudarían a las democracias de los chantajes o presiones de ciertas minorías con ases en la manga. Estados Unidos, donde el desbloqueo de la ayuda a Ucrania se ha tornado en un calvario por mero politiqueo, es otro ejemplo de ello. Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, autores del célebre Cómo mueren las democracias, han publicado recientemente Tyranny of the Minority (”La tiranía de la minoría”), centrado en la disfuncionalidad política de ese país. Pero otros países, en otras formas, sufren problemas similares.
La democracia podría ser otra cosa. Podría ser que republicanos y demócratas se pelearan en muchos asuntos, pero no en la ayuda a un país agredido sin justificación ninguna por un dictador y en cuyo territorio se juega el equilibrio geopolítico mundial. Que PSOE y PP se pelearan en muchas cuestiones, pero pactaran con normalidad una política de Estado por la que, por ejemplo, España pueda participar con amplio respaldo parlamentario en una misión europea puramente defensiva en el mar Rojo, que es parte importante de la construcción de esa autonomía que Europa tanto necesita.
Sin llegar al extremo de gobiernos con grandes coaliciones, comunes y útiles en otros países, pero que tienen efectos colaterales y son impensables en otros, ¿es realmente imposible alcanzar pactos de Estado en asuntos como la gestión del agua, cómo ponderar la introducción de las nuevas tecnologías en los coles de nuestros niños y las universidades de nuestros jóvenes (no la cuestión de si pueden llevar móvil, sino pensar en el papel de la IA en la educación), o sobre cómo responder a un dictador que tiene una maquinaria de guerra lanzada hoy contra Ucrania, y mañana veremos?
Es prácticamente imposible cuando se han superado ciertos umbrales de politiqueo, de deslegitimación, de insulto, de medidas gruesas. Ante ello, conviene discernir bien varias cosas: quién empezó, quién tiene la mayor responsabilidad y también qué significa rebajar estándares, ya que el otro juega sucio, o directamente responder ojo por ojo y diente por diente.
Esta debilidad de las democracias, que se pliegan o se paralizan por los chantajes de minorías, que son incapaces de construir unas pocas, esenciales, políticas de Estado, que van lentísimas y timidísimas en asuntos clave, son una enorme alegría para los regímenes autoritarios que, hoy, plantean a las democracias su desafío más brutal en décadas. Putin está construyendo una economía de guerra. Si en EE UU gana Trump, el futuro de la OTAN es incierto. ¿Tendría sentido, al margen de la acción comunitaria, construir en los Estados europeos miembros políticas de Estado sobre esta cuestión, sobre cómo prepararse, cómo disuadir malas intenciones? Parece que sí.
Un funcionamiento más eficaz de las democracias está en el interés del conjunto de la ciudadanía. Pero especialmente para quienes creemos en una visión progresista de la sociedad, hecha de redistribución de la riqueza, cohesión social, ensanche de derechos, porque es solo a través de democracias funcionales que eso puede lograrse. Polarización y partidismo frentista pueden lograr victorias tácticas. Pero el deterioro y descreimiento democrático que producen poco a poco pueden convertirse en terribles descalabros estratégicos, y cuando la democracia sea muy disfuncional serán los más poderosos quienes se apañarán mejor. Ciertos cálculos deberían hacerse sobre balances de largo plazo, no de corto.
Por cierto: este jueves, Xi Jinping y Vladimir Putin volvieron a departir en conversación telefónica. Se han reunido más de 40 veces en una década. Y han puesto, por escrito, que derechos humanos y democracia son conceptos relativos y que quieren cambiar el orden mundial. ¿Convendría un poco más de unión y altura política, y un poco menos de politiqueo partidista de vuelo milimétrico, en nuestras democracias? Andrea Rizzi es analista de política internacional.































[ARCHIVO DEL BLOG] Si cuela, coló... [Publicada el 14/02/2009]











Mi amiga Ana, a pesar de vivir en Ámsterdam, me mantiene muy al tanto de lo que se cuece políticamente en su Galicia natal. Es ella la que me envía el artículo que en La Voz de Galicia de hoy, publica Xosé Luis Barreiro, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de
Santiago de Compostela, y ex consejero de Presidencia del gobierno gallego (1982-1986) con el partido popular. Dice así: "Viendo el enfado de Federico Trillo, o contemplando la fúnebre foto -¡vaya onomatopeya!- del acto en el que Mariano Rajoy, rodeado de todos sus escuderos y de los que esperan un buen momento para darle la puñalada trapera, le declaró la guerra al Ministerio de Justicia, cualquiera diría que el PP jamás se fue de cacería para arreglar pequeños asuntillos, o que no utilizó la justicia para deshacerse de sus enemigos, o que no mantiene prietas las filas a los que integran su finca privada del Poder Judicial, o que no son los inspiradores de la expeditiva ley de partidos que, mediante el democrático sistema de la deducción concatenada y falaz, es capaz de ilegalizar a María Santísima.
Para quien no les conozca como yo los conozco, hasta podría parecer que jamás han roto un plato en los juzgados, o que nunca han cenado con un juez para inspirarle una sentencia, o que nada de lo sucedido en los aledaños del urbanismo mediterráneo -donde dominan el ránking de imputados en proporción 9 a 1- tiene que ver con su partido ni afecta lo más mínimo a su reputación política.
Por eso me parece intolerable que, quienes presumen en toda hora de acatar los pronunciamientos de la Justicia, y quienes no necesitan más que una citación o un rumor para abrir las compuertas de su ira y pedir que dimita el sursum corda, se permitan insultar a Garzón a caño abierto, y transmitir a la ciudadanía la extraña sensación de que la Justicia no tiene ninguna garantía de independencia cuando el ministro del ramo se propone hacer una marrullería.
La idea de que aquí no ha pasado nada, y de que todo es una conspiración arbitraria urdida en pareja de hecho por Bermejo y Garzón, es una obscenidad imperdonable, que en modo alguno puede quedar justificada por la imprudente fiesta cinegética protagonizada por los ahora despellejados. Mi opinión es que, partiendo de la idea de que la cultura política e institucional depende en gran manera del comportamiento de nuestras autoridades y personalidades públicas, no debería salir tan barato insultar a un determinado juez o ministro al¡ amparo de las inmunidades creadas para preservar la libre opinión y el control riguroso del poder.
Si a cualquier ratero que robó un jamón le multan por desacato al segundo estornudo, no tiene sentido que un diputado -y profesional del derecho- se pueda despachar a gusto haciendo entender que Garzón se inventa un caso en beneficio del PSOE, que vive en prevaricación continuada, y que el ministro le va a pagar los servicios en especie. Y por eso creo que Rajoy tiene que intervenir y poner orden. Porque, si todos percibimos que no sabe gobernar este galimatías, menos nos vamos a creer que puede gobernar el país."
A mi cada vez me da más grima hablar de política, y sobre todo de los políticos, y eso que ya llevo tres años hablando de ellos y de ella en este  su blog de ustedes, pero hay ocasiones en que los resortes le saltan a uno, aun sin querer. Una de las últimas, el esperpéntico espectáculo del líder de la oposición, don Mariano Rajoy, rodeado de todos sus acólitos, clamando al cielo y proclamando a voz en grito la inocencia de su partido. Inocencia que nadie pone en duda porque los que delinquen son las personas, no los partidos.
Como soy de Letras y leído, la imagen me trajo casi instantáneamente a la cabeza la famosa escena del Tenorio, en la que don Juan, tras seducir a doña Inés y matar al Comendador, decide poner tierra por medio y huir a Italia. Como buen sinvergüenza, don Juan culpa a los demás de sus problemas y hace responsable al cielo de sus desmanes: "Llamé al cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis actos en la tierra, responda el cielo, y no yo". ("Don Juan Tenorio", de José Zorrilla (1844). Escena X, Acto IV, Parte I). Patético...
El profesor Barreiro, le saca al asunto su punto de ironía. Espero que hayan disfrutado de su artículo. Y sean felices, por favor, porque la verdad es que nos merecemos los españoles la clase política que padecemos. Y aunque sea cierto eso de que en todas partes cuecen habas, no acaba de consolarme... Tamaragua. HArendt