Dos enseñanzas fundamentales cabe extraer del proceso si se aceptan los términos inevitablemente sintéticos y simplificados que acabamos de exponer. La primera y principal, porque lo determina todo, se refiere a la mencionada funcionalidad del supremo texto legal, que a su vez posibilita su vigencia. Muchas eran las dudas, como se ha señalado, pero lo cierto es que la política española empezó a transitar por aquellos cauces institucionales con cierta normalidad. Toda la normalidad que era posible en una época caracterizada por un cuádruple desafío que puso a prueba las costuras del sistema: en primer lugar, por su impacto sangriento, la ofensiva terrorista de ETA y la extrema izquierda (GRAPO); además, el hostigamiento de los grupos de extrema derecha, las pulsiones centrífugas de las autonomías ‒y en especial de las llamadas «autonomías históricas»‒ y, en cuarto lugar, la presión de los entonces calificados de «poderes fácticos», entre los que destacaba, por su hostilidad, buena parte del estamento militar. Al cabo, como es bien sabido, fue este último sector, alarmado por la acción conjunta de los tres anteriores, el que intentó el asalto al sistema constitucional. La forma chapucera en que se hizo y la resistencia de elementos claves ‒empezando por la Corona‒ dio al traste con la intentona y vino a significar a la larga una especie de vacuna para el orden constitucional. El «ruido de sables», acompañamiento permanente de la política española en toda la historia contemporánea, pasó a ser así un elemento del pasado.
Con la llegada de los socialistas al poder a comienzos de la década de los ochenta, el sistema se robusteció. El mismo acceso del PSOE al gobierno mostraba irrebatiblemente que la alternancia era posible y que con el mismo texto constitucional se podía hacer otra política. La Transición había terminado. España ingresaba de pleno derecho en un sistema de libertades homologable al de sus vecinos europeos. La entrada en la OTAN y en la Comunidad Económica Europea –luego Unión Europea‒ sancionaba solemnemente el nuevo estatus y la nueva consideración del país. No se trataba tan solo de que el sistema constitucional funcionase. Eso estaba fuera de duda. De lo que ahora se hablaba, abiertamente, era del modelo español de transición y de milagro económico español. España asombraba al mundo con una transición modélica y pacífica, con su modernidad, su capacidad de innovación, su creatividad. Algunos pusieron en marcha la etiqueta de «alemanes del Sur». Constatamos así que el eslogan «Spain is different» era sólo una añagaza franquista. Desde el punto de vista historiográfico, los historiadores se apresuraron a cambiar las pautas de interpretación de la trayectoria de los últimos siglos. Atrás debían quedar arrumbados los paradigmas de decadencia, atraso y excepcionalidad hispanas. Ahora se hablaba de éxito o, en la más atemperada de las actitudes, «normalidad». Según el nuevo planteamiento, España no sólo era «normal» en el momento histórico al que nos referimos (finales del siglo XX), sino que había sido también «normal» en todo el transcurso del siglo XX, en el XIX, e incluso antes. Los fastos de 1992 marcaron el punto más alto de esa actitud, que desembocó en franca complacencia.
Esta es la segunda enseñanza antes aludida: la incuestionable operatividad desemboca en conciencia de éxito y, si tenemos en cuenta la percepción o vivencia del momento, hasta en sensación de euforia. Dijimos líneas arriba que los artífices de la Constitución y los grupos políticos que en su momento se implicaron en la misma eran plenamente conscientes de los defectos e insuficiencias de la Carta Magna. Pero lo cierto es que, con más o menos problemas o disfuncionalidades –no exageremos: tampoco más de las que podía tener cualquier otro sistema político semejante en cualquier país del mundo‒, la Constitución de 1978 y el régimen que se acogía a ella marchaban razonablemente bien. Si tomamos en consideración la convulsa trayectoria hispana en la Edad Contemporánea, habría que reconocer que, por contraste con ella, la Constitución y el nuevo régimen democrático gozaban de una envidiable salud y una indudable fortaleza. Un observador mínimamente distanciado debe reconocer que, en su conjunto, pese a algunas crisis puntuales, el último cuarto del siglo XX representa así uno de los períodos de la historia española más satisfactorio en todos los órdenes. Cuando llegó el centenario del desastre de 1898, una de las simas más significativas de la España postrada, algunos historiadores (Fernando García de Cortázar) acogían la efeméride aludiendo a que esta vez vivíamos «un 98 sin llanto». Otro de los historiadores más reputados del momento, Santos Juliá, escribía un artículo irónico sobre la herencia noventayochista y el unamuniano «Me duele España»: «Anomalía, dolor y fracaso de España» (luego recogido en el volumen Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX, Barcelona, RBA, 2010). El mismo Aznar, una vez alcanzada la presidencia del Gobierno, se olvidó de sus anteriores diagnósticos catastrofistas sobre el país gobernado por los socialistas y puso en boga la muletilla «España va bien».
Y, básicamente, era verdad: España iba (razonablemente) bien. Hoy puede decirse desde la distancia temporal y la perspectiva histórica, por más que quienes viviéramos en aquel momento nos resistiésemos de una u otra forma a reconocerlo sin ambages. Los datos sobre la convergencia en todos los parámetros fundamentales con los países más desarrollados del Occidente europeo –nuestra sempiterna referencia histórica‒ así lo atestiguaban. Pensar que este reconocimiento comporta o implica la negación de problemas concretos, e incluso la ocultación de algunas importantes lacras estructurales, es una actitud de necios. Por supuesto que, bajo la apariencia amable y, sobre todo, la insufrible complacencia de algunos sectores de la España oficial, los más críticos detectábamos severos desequilibrios en el desarrollo económico, un modelo productivo con los pies de barro (construcción, turismo) y unos graves problemas políticos que delataban los primeros síntomas de fatiga del sistema. A riesgo de caer en una excesiva esquematización, podríamos señalar seis grandes áreas de problemas: en el ámbito educativo, año tras año, legislatura tras legislatura, se ponía de manifiesto la incapacidad de las elites políticas para ponerse de acuerdo en un plan que pudiera ser suscrito por todos y que diera un mínimo de estabilidad al ámbito educativo, desde la enseñanza primaria a la Universidad. Aquí, al parecer, era imposible el consenso. El resultado, aunque oculto o silenciado durante largos años por las autoridades educativas, terminó saliendo a la luz en forma aparatosa cuando el llamado «fracaso escolar» se convirtió en un fenómeno sociológico y cuando los informes comparativos internacionales pusieron de relieve las graves deficiencias formativas de nuestros escolares.
En segundo lugar, la justicia en su conjunto como pilar fundamental e independiente del Estado de Derecho sufrió los embates y acometidas del poder político. Los socialistas comenzaron el proceso de socavamiento de la independencia del poder judicial (se atribuye a todo un vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, la consigna o, como mínimo, la intención de sepultar a Montesquieu), pero después la derecha se sintió cómoda con ese control ‒cada vez menos embozado, cada vez más voraz‒ del Ejecutivo sobre el poder judicial. Como en el caso de la educación, se trataba de cuestiones que no podían aflorar de la noche a la mañana, pero que a la larga constituían auténticas bombas de relojería colocadas en los cimientos del sistema. La hipertrofia del Ejecutivo en detrimento de los otros dos grandes poderes clásicos, el legislativo y el judicial, conllevó una degeneración del modelo representativo: los partidos políticos se convirtieron en grandes máquinas de acceso al poder o administración del mismo con una organización poco o nada democrática. De hecho, la mayoría de ellos, por no decir la totalidad, se convirtieron en organismos cerrados e impermeables, con una estructura fuertemente piramidal, un comportamiento decididamente sectario y una dinámica cada vez menos disimulada de acatamiento acrítico al líder. De este modo, todo el entramado político partidista, desde las organizaciones de base o barrio hasta los grupos parlamentarios, estaban manejadas por pequeñas camarillas que exigían sometimiento a los militantes, convertidos en disciplinados autómatas a las órdenes de sus superiores. El sistema político adquirió de este modo el típico esquema de la llamada selección al revés: la política expulsaba de su seno a los más capaces y los más críticos, y entraban en ella los incapaces que no sabían o podían medrar de otra manera.
No es extraño que un sistema como el descrito termine desembocando en la corrupción. Antes bien, podría considerarse que, a medio o largo plazo, era la consecuencia natural e inevitable. Es obvio que la corrupción tiene otros factores y escenarios, pero, para lo que aquí interesa, un entramado como el que fue formándose a lo largo de varias décadas propiciaba la opacidad y el comportamiento ilícito, por la sencilla razón de que faltaban o fallaban los controles y la transparencia. Donde no hay contrapeso de poderes ni vigilancia se instala más pronto que tarde y de manera inapelable la corrupción. Y eso fue lo que pasó en la España del pelotazo, del negocio fácil, la especulación inmobiliaria y las comisiones. Y como en ningún momento hubo voluntad política de atajar el problema, porque todos estaban implicados de un modo u otro, desde la cúspide hasta la base, los manejos corruptos fueron extendiéndose hasta estallar de un modo aparatoso. Desde hace tiempo, con razón o sin ella, la opinión pública ha extendido la sospecha a todo el conjunto de la clase política: «Todos son iguales», sin más especificaciones, significa, como es sabido, no que defiendan las mismas ideas, sino que todos están donde están –en las instituciones, desde el gobierno a los ayuntamientos, pasando por todos los organismos intermedios‒ para fines inconfesables. Ese juicio inapelable de la ciudadanía –indudablemente injusto en su universalidad y contundencia‒ constituye, sin duda, uno de los factores fundamentales de deslegitimación del régimen.
Hemos citado cuatro grandes fallas del sistema: educación, justicia, partidos y corrupción. Hay una quinta que pertenece a una esfera muy distinta: la cuestión de la memoria histórica. Se han derramado tantos ríos de tinta sobre ella que se comprenderá que no nos detengamos aquí más que para señalar un par de cosas. La primera y principal, que la Transición y el régimen de 1978 se construyeron sobre un determinado modo de entender la memoria y la historia. Unos dirán que se hizo sobre el olvido y la traición. Otros, por el contrario, que se edificó sobre el recuerdo lacerante y que se trató precisamente de no repetir los errores del pasado. Sin entrar ahora en polémica alguna, lo cierto es que el resultado inmediato de esas actitudes de los partidos y dirigentes de la Transición fue lo que desde entonces se denomina el consenso como instrumento político. El consenso primaba la operatividad –el presente y el futuro‒ por encima del pasado o del recuerdo del pasado. Dicho de otro modo, se renunciaba de modo explícito o implícito a hacer uso de ese pasado para deslegitimar al adversario, porque lo que se pretendía era lo contrario: aceptar al contrincante y llegar a un acuerdo con él. Es verdad que este es un modelo ideal que sólo se llevó a rajatabla en momentos puntuales y, sobre todo, que, una vez aprobada la Constitución del consenso, cada partido utilizó las armas que le resultaron más adecuadas para conseguir sus propósitos. De hecho, el PSOE, sin ir más lejos, usó su más potente arsenal desde los primeros momentos contra Adolfo Suárez, recordándole su pasado franquista. Pero una vez conseguido su objetivo de abatir a Suárez y acceder al poder –con la sacudida intermedia del 23-F‒, el PSOE, con una amplia o suficiente mayoría absoluta durante varias legislaturas, no sintió la necesidad de instrumentalizar políticamente el pasado, es decir, utilizarlo de modo partidista o sectario. Sólo cuando vio peligrar su hegemonía a las alturas de 1993, empezaron los socialistas a intentar deslegitimar a sus adversarios de la derecha aludiendo a sus responsabilidades en el pasado (léase colaboradores, cómplices o herederos de la dictadura franquista). De modo especular y por las mismas fechas, el líder popular, José María Aznar, desesperado por la larga permanencia del PSOE en el poder, acuñó el marchamo de «la segunda transición», que de modo más o menos explícito manifestaba como mínimo una cierta insatisfacción con la primera, esto es, con la única transición real.
Con todo, esas controversias interpartidistas no hubieran tenido mayor trascendencia si no hubiera sido por dos factores distintos pero coadyuvantes que se manifestaron en el cambio de siglo: por un lado, la obtención de mayoría absoluta del PP en las elecciones de 2000 desencadenó todas las alarmas en sus adversarios; por otro, el surgimiento en esos años de una nueva generación que no había vivido o protagonizado la Transición y que reclamaba ahora con fuerza un ajuste de cuentas democrático con el pasado y, en especial, la exhumación de los restos de las víctimas de la represión franquista que estaban dispersos por las cunetas o fosas comunes de toda la geografía peninsular. A todo ello habría que añadir un tercer elemento, esta vez externo: la guerra de Irak, que propició una gran agitación social. El descontento de amplios sectores sociales –perceptible sobre todo en las jóvenes generaciones‒ se exacerbó con un dramático episodio: los grandes atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. El acceso al poder de un nuevo líder socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, significó, entre otras cosas, un gran impulso a esas tendencias antedichas, que se alimentaban mutuamente: recuperación de la memoria histórica y deslegitimación (o al menos distanciamiento crítico) de la Transición. El malestar social quedó latente hasta que la crisis económica golpeó con fuerza al conjunto de la sociedad española. En 2011, un movimiento aparentemente espontáneo tomó las calles y plazas de las grandes ciudades españolas al grito de «No nos representan» (en alusión a los líderes políticos y partidos parlamentarios): era la marea del 15-M (por la fecha de comienzo, el 15 de mayo) o de los indignados (por la actitud de sus integrantes). Aunque el movimiento de masas fue diluyéndose, el sistema político establecido acusó el golpe. Aparentemente todo volvía a su cauce con el nuevo acceso del PP al poder en ese mismo año de 2011. Pero la dinámica desatada era ya imparable. Nuevos movimientos sociales, medios cada vez más críticos y propuestas políticas más audaces fueron abriéndose camino: el fenómeno de Podemos, sus confluencias, allegados y satélites, es el mejor exponente de ese radical cambio social y político. El denominador común, una enmienda a la totalidad al llamado «régimen del 78» desde sus mismos orígenes (cómo se había hecho la Transición), en sus propios fundamentos (críticas al rey y cuestionamiento de la monarquía), en sus pilares económicos (rechazo a una oligarquía corrupta) y en su dinámica política (partidos cerrados, viciados, ajenos a la ciudadanía).
El lector que haya llegado hasta aquí contará hasta cinco grandes áreas o ámbitos de problemas que golpean desde hace tiempo al entramado institucional de España, según han ido desgranándose en los párrafos anteriores. Nos queda uno. Hemos dejado para el final, en efecto, el problema fundamental, el que a la postre va a asestar el golpe definitivo al orden constituido en diciembre de 1978. Durante un tiempo, en los años recientes, se pensó que ese golpe decisivo estaba llamado a protagonizarlo el descontento ciudadano, el malestar provocado por la crisis, la movilización de cientos de miles de personas, la impaciencia de las nuevas generaciones. Se habló largo y tendido de la imprescindible regeneración del sistema para dar cabida a las nuevas demandas y las nuevas realidades que habían ido abriéndose paso en estas últimas décadas. Sin embargo, había un problema mayor, perceptible desde primera hora, latente en determinadas fases, emponzoñado en otras, crónico en todas ellas, que ahora estallaba con más fuerza que nunca: la tensión centrífuga, el asunto nunca resuelto de las reivindicaciones de los nacionalismos periféricos. Si durante ciertos períodos parecía que el destinado inevitablemente a romper las costuras del régimen llamado de las autonomías era el nacionalismo vasco –con la punta de lanza del terrorismo etarra‒, en los últimos años ha ido dibujándose con nitidez una amenaza mucho más consistente y mejor urdida: la proveniente del nacionalismo catalán.
No podemos llamarnos a engaño ni hacernos los sorprendidos. El problema no viene de ahora, sino que hunde sus raíces en el mismo período constituyente: ¿cómo se daba satisfacción a la extendida aspiración al autogobierno de las llamadas –con más o menos fundamento‒ nacionalidades históricas? ¿Cómo se articulaba en el texto constitucional? ¿Cómo se conjugaba con la imprescindible vertebración del país y la salvaguarda de la unidad de España? Más concretamente, ¿cómo otorgar ventajas, privilegios o, simplemente, ceder prerrogativas autonómicas a Cataluña, País Vasco y, en menor medida, Galicia, y negar todo ello al resto de regiones y territorios españoles? La solución se plasmó en el llamado Estado de las autonomías, un invento –engendro o chapuza, depende de los matices‒ a medio camino entre el Estado descentralizado, el federal y el confederal, tomando cosas de cada uno de ellos sin coincidir en todo con ninguno. «Café para todos», dijeron algunos. Una vez más, se trataba de un recurso in extremis para salir del apuro, para obtener la cuadratura del círculo. O, en otras palabras, el castizo «Mantente mientras cobro». A nadie se le escapaba que, si el conjunto del texto constitucional era ya de por sí un delicado equilibrio de juegos y fuerzas, lo relativo al ordenamiento territorial era el triple salto mortal ¡y sin red! Pero, una vez más, lo cierto es que, milagrosamente, el andamiaje se sostuvo. Bien es verdad que con no pocas tensiones en un sentido y en su contrario. Mientras que unos tiraban para ampliar las cotas de autogobierno, otros buscaban el modo de frenar una deriva centrífuga que desde el momento en que se había desatado parecía difícil de parar. Andalucía, con su referéndum del 28 de febrero de 1980, marcó el camino por el que transitarían el resto de las regiones: ¡nada de autonomías de primera y de segunda! ¡Todas por la misma vía! De este modo, se servía en bandeja una dinámica perversa, pues el techo competencial ganado por una autonomía se convertía pronto en objetivo para todas las demás y, a corto plazo, en suelo firme a partir del cual seguir reclamando más competencias.
Desde la atalaya actual es fácil ser crítico con los perpetradores del invento, los artífices de la Constitución y los grupos y partidos que la apoyaron (que, dicho de paso, fueron casi todos, salvo los extremos). Si hacemos un esfuerzo de ponderación, debemos reconocer que no había muchas alternativas viables en los momentos en que se emprende la Transición. Era imposible a esas alturas construir un sistema democrático sin el concurso de las fuerzas políticas catalanas y vascas, que habían hecho de la cuestión del autogobierno una demanda irrenunciable. Hay quien dice que podía haberse limitado ese autogobierno a los tres territorios clásicos, pero eso difícilmente se hubiera aceptado por el ejército y otros poderes del momento. El problema era que, una vez abierto el grifo de vaciamiento del Estado, ¿quién cortaba el agua? No olvidemos que hubo sucesivos intentos para taponar dicha fuga, pero fueron fracasando uno tras otro, empezando por aquella diferenciación imposible entre transitar por el camino del artículo 143 o 151 (vía lenta o vía rápida), siguiendo por la LOAPA y sin olvidar, en fin, las sucesivas resistencias de los gobiernos centrales, que terminaban siempre erosionadas por la fuerza de los hechos. Por dos, fundamentalmente: primero, como no existe el vacío de poder, en cada autonomía fue constituyéndose una elite u oligarquía local que extraía una gran rentabilidad de la dinámica centrífuga del sistema; segundo, las llamadas minorías vasca y catalana (en realidad, sólo los partidos nacionalistas de dichas autonomías) se erigieron en garantes de la estabilidad de los sucesivos gobiernos centrales, fueran conservadores o socialistas. Y usaron ese poder en un sentido que podía confundirse con un vulgar chantaje: apoyo a cambio de más competencias y más partidas presupuestarias. Así las cosas, el margen de maniobra de los protagonistas era escaso. Era prácticamente imposible escapar de la dinámica del círculo vicioso.
Una vez más podría decirse que, pese a todos los problemas apuntados, y a las ostensibles deficiencias del régimen autonómico, el ordenamiento político español resistía los embates con una cierta fortaleza. La cuestión clave, en este caso, era de naturaleza estrictamente política y no procedía del régimen constitucional en sí, sino del encaje en él de los nacionalismos vascos y catalán. Por decirlo sin ambages, la dinámica del Estado de las autonomías resultaba insoportablemente frustrante para las aspiraciones específicas de los mencionados movimientos nacionalistas, hegemónicos en sus respectivas comunidades. Ya fuera porque aspiraban a un reconocimiento explícito y, por supuesto, legal del hecho diferencial catalán o vasco, ya fuera porque ambicionaban directamente la independencia total de España, lo cierto es que los partidos autodenominados nacionalistas en ambas comunidades plantearon unas reivindicaciones de reconocimiento político que iban mucho más allá de lo que el régimen de 1978, por más flexible que se mostrara, podía concederles sin poner en riesgo la propia estructura del sistema. Así las cosas, a menudo surgían voces, sobre todo desde la izquierda, recetando un régimen federal como panacea. Lo cierto es que ni siquiera el federalismo podía satisfacer a esas alturas a los nacionalismos periféricos ni contener sus ansias de romper los límites establecidos. Se ha hablado a menudo de la abierta deslealtad de estos sectores con respecto al orden constitucional español. Sea como fuere, la dinámica centrífuga adquiría visos de desafío sostenido e implacable: se concretó primero en el llamado Plan Ibarretxe (2001), que siguió los cauces establecidos y pudo ser desbaratado por el Congreso (2005). Ya en este texto se hablaba del derecho de autodeterminación y se establecían claramente las bases de una relación de igual a igual entre un futuro Estado vasco y el Estado español, reivindicaciones que, pese al reflujo de las peticiones maximalistas, nunca han desaparecido del todo del horizonte político del nacionalismo vasco.
Por esas fechas –más concretamente, entre 2004 y 2006‒, el Parlament catalán discutía las bases de un nuevo Estatut que ampliaba ostensiblemente el techo competencial sobre la base de la definición de Cataluña como nación que aspiraba a autogobernarse con todas sus consecuencias y, por supuesto, libre de trabas externas (léase interferencias españolas). El compromiso expreso del presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, de suscribir y apoyar el texto que saliera del legislativo catalán se convirtió en un bumerán que golpeó los resortes del sistema. La división entre las fuerzas políticas españolas, e incluso entre los propios partidos catalanes, no fue obstáculo para que el texto siguiera su curso y terminara siendo aprobado por las Cortes españolas en medio de una áspera polémica, con algunas modificaciones que no contentaron a nadie y, sobre todo, sin que se disiparan las dudas y, en algunos casos, las alarmas sobre su incompatibilidad con la Constitución. Fue aprobado en referéndum por la ciudadanía catalana en junio de 2006. Recurrido por diversas instancias –entre ellas el PP y el Defensor del Pueblo‒ ante el Tribunal Constitucional, lo peor, con todo, es que este tardó cuatro años en hacer pública una sentencia que declaraba inconstitucionales catorce artículos, abriendo así una crisis y una frustración que iban a convertirse, convenientemente instrumentalizadas, en el caldo de cultivo del más poderoso movimiento de reivindicación nacional vivido nunca en Cataluña.
Los acontecimientos sucintamente descritos eran sólo la espuma de una marejada mucho más profunda que empezaba por el control, por parte del nacionalismo catalán, de todos los resortes del sistema educativo a lo largo de varias décadas, así como el no menos férreo dominio de los medios de comunicación, de manera que sucesivas generaciones fueron formándose e informándose en un ambiente de nacionalismo cotidiano, tan natural y espontáneo como el hecho mismo de respirar. Tienen razón quienes señalan que no todo puede imputarse al adoctrinamiento escolar o la manipulación mediática, que muestran claramente sus límites, pero no es menos cierto que ha ido decantándose un espeso entramado de nacionalismo banal que sólo otorga cartas de ciudadanía a quienes comparten, aunque sean trivialmente, los principios nacionalistas (el buen catalán por oposición al español, botifler, charnego, etc.). Del mismo modo, la calle y los espacios públicos han evidenciado desde la Transición a nuestros días el predominio abrumador del catalanismo político y cultural en todas sus formas y manifestaciones. Mientras persistan esas bases, en tanto que no se revierta dicha tendencia o, al menos, despunte una resistencia no puntual sino sostenida, será difícil cosechar otros frutos que los obtenidos hasta ahora. En un mundo globalizado y cada vez más complejo, el nacionalismo –como el populismo, que tanto se le parece‒ ofrece respuestas sencillas y eficaces a unos ciudadanos temerosos y confusos. También da respuesta a los indignados, en cuanto que señala la fuente de todos los males. El ejemplo catalán es un caso de libro del modus operandi de un movimiento nacionalista: identifica primero a un enemigo –España‒, alimenta un orgullo de identidad nacional –ser catalán‒ y canaliza siempre la frustración económica, social y política en un mismo sentido, a saber, que España es el problema, y la independencia, la solución.
Que las elites locales sustentaran ese discurso y alimentaran esos objetivos es algo que a nadie puede sorprender. Que esa oligarquía regional consiguiera el apoyo de un considerable sector de la ciudadanía catalana puede explicarse no sólo porque aquella dispusiera de mecanismos ad hoc bien engrasados con dinero público, sino por las mismas razones que llevan a muchos a defender el proteccionismo: a corto plazo se extraen réditos indudables de un mercado pequeño, controlable y con múltiples cortapisas para permitir la entrada del foráneo. Por decirlo en términos contundentes, hay mucha gente que vive –y vive muy bien‒ gracias al procés, del mismo modo que existen múltiples organismos que sólo tienen su razón de ser en la política de tensión y adoctrinamiento. Que la inmensa mayoría de la izquierda española haya mirado con simpatía o, como mínimo, una alta comprensión una doctrina tan abiertamente contrapuesta al igualitarismo, la solidaridad, el internacionalismo y hasta la libertad, entra dentro de las patologías ideológicas que vienen de lejos en nuestra historia, pero que, sin lugar a dudas, potenció el franquismo y perviven mucho después de la muerte del dictador. Una parte de esa izquierda –En Comú Podem‒ se ha instalado con toda naturalidad en la equidistancia y la ambigüedad, mientras que la más asilvestrada –los grupos antisistema de la CUP‒ se ha sumado a la lucha nacionalista contra el opresor Estado español más por razones tácticas o simplemente oportunistas que por compartir objetivos últimos, pero esto aquí es cuestión secundaria.
Lo que importa, por encima de todo, es que, desde la mencionada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, y muy especialmente desde la formación de una candidatura transversal para las elecciones de 2015 (Junts pel Sí), el nacionalismo catalán adopta resueltamente la formulación independentista, alienta movilizaciones masivas en pos de ese objetivo y pone en marcha una serie de mecanismos políticos que tienen como fin último la constitución de una República Catalana. Los pasos han ido sucediéndose en este sentido sin que el Gobierno español respondiera ante los sucesivos embates con medidas efectivas para detener esa deriva. Sería injusto culpar en este sentido sólo al Ejecutivo de Mariano Rajoy. Siendo ecuánimes, es forzoso reconocer que este Gobierno ha proseguido simplemente la tendencia pusilánime y contemporizadora que, en líneas generales, ha caracterizado al Estado español ante los excesos y chantajes de algunos nacionalismos periféricos. Pero la radicalización –hybris‒ de unos y la pasividad de otros ha conducido en este caso a una situación peculiar, cuyas características han desconcertado a muchos y que, en mi opinión, no han sido bien interpretadas por la mayoría de los analistas. «¿Adónde nos conduce el desafío independentista?», se preguntaban muchos, perplejos ante una dinámica incontrolada que llevaba a lo que muy impropiamente denominaban «choque de trenes». ¿Cómo, en esa carrera alocada hacia una inviable República Catalana, no se dejaba resquicio alguno a la marcha atrás, a una negociación seria, a un plan B?
La respuesta creo que puede hallarse en el análisis reposado de la trayectoria de los nacionalismos peninsulares –y, en el caso que nos ocupa, del catalanismo‒ en estas cuatro últimas décadas. Unos nacionalismos que se ven a sí mismos legitimados por la historia y, más concretamente, prestigiados por su vitola supuestamente progresista frente a un siempre acomplejado Estado español, tildado en sus pretensiones de mantener el orden constitucional vigente de centralista, autoritario o abiertamente heredero del franquismo. El mantenimiento de este discurso –ampliamente asumido en el ámbito español‒ ha posibilitado una política de presión constante sobre el Gobierno central del signo que fuese, con provechosos resultados de obtención de fondos públicos y ampliación ininterrumpida del autogobierno. En los últimos años, el catalanismo no ha hecho más que transitar por esa vía, sólo que de modo más acelerado y adelantándose –conviene tenerlo en cuenta‒ a una pulsión que, aunque latente, se halla también en otras comunidades autónomas. En términos más concretos, ante el recorte del Estatut por parte del Tribunal Constitucional, la continuación por esa misma senda le conducía a una inevitable radicalización. Digo inevitable, naturalmente, recogiendo sus propios parámetros, su lógica interna, la seguida hasta ahora. ¿Por qué no iba a hacerlo así? La experiencia indicaba que el Gobierno central –esto es, en último término, el Estado‒ siempre terminaba reculando si percibía una firme resolución, y no digamos ya nada si había dos millones de personas movilizadas (en sus ensoñaciones, Cataluña entera). Analistas y politólogos se preguntaban ingenuamente dónde estaba el seny, la burguesía catalana o incluso las clases medias, profesionales e intelectuales: ¿cómo era posible que marcharan todos ellos, por ejemplo, al paso de los desharrapados de la CUP? La respuesta estaba en la experiencia de estos últimos años, del pujolismo hasta hoy. A todos –unos más, otros menos‒ les había ido muy bien con ese procedimiento.
La estrategia tenazmente reivindicativa del catalanismo –sin asumir apenas contrapartidas y otras responsabilidades‒ se había revelado eficaz. Es verdad que ahora estaba llegándose demasiado lejos o demasiado deprisa y se encendían algunas alarmas, pero era más fácil callar que arriesgarse a una denuncia en solitario. Por no señalarse nadie, todos callaban. Por tanto, el procés seguía, ya imparable, su propia dinámica. ¿Hacía dónde? Eso ya dependería de la reacción del Gobierno de Madrid ante los hechos consumados. La clave de la cuestión es que gran parte de los embarcados en esa estrategia estaban convencidos de que no tenían nada que perder. Madrid no se atrevería a un sometimiento manu militari. Un gobierno débil y en minoría tendría pronto o tarde que ceder. En el peor de los casos, se llegaría por las buenas o por las malas a un pacto y, en este caso, los dirigentes catalanistas estaban convencidos de que, cuanto más se presionara, mejor sería la posición para negociar. Y todo ello sin descartar que el Estado terminara errando gravemente al no modular adecuadamente su respuesta: cualquier medida de tipo represivo contra el pueblo catalán pacíficamente movilizado sería utilizada convenientemente, nutriría el victimismo y, por tanto, revertiría a favor de la causa. Eso fue –y no otra cosa‒ lo que sucedió en el simulacro de referéndum del 1 de octubre. La estrategia no era tan descabellada como en principio podía colegirse de las grotescas declaraciones y la cochambrosa praxis de un conglomerado político heterogéneo –la coalición Junts pel Sí‒, que no sólo mostraba una clamorosa incompetencia factual, sino también su incapacidad para canalizar sus objetivos por cauces democráticos o mínimamente respetuosos con su propia legalidad estatutaria. Es verdad que, ante esa revolución de opereta, no menos sorprendente resultaba la impavidez del Estado. En concreto, el Gobierno se acogía a la virtud de la prudencia, se limitaba a llamar al buen sentido (una formulación muy cara al presidente del Gobierno) y, en último extremo, a activar exclusivamente la respuesta judicial que, por su propia esencia, le hacía parecer siempre a remolque de los acontecimientos.
Los sucesos del 1 de octubre constituyeron la piedra de toque en esa confrontación de estrategias disímiles. Escaldado por la burla del anterior simulacro participativo del 9 de noviembre de 2014, y aguijoneado por las críticas hacia su inacción, el Gobierno no quiso esta vez perder el pulso –el control de la calle‒, pero al actuar tarde, mal y contra objetivos equivocados (la gente común en vez de los dirigentes) hizo a sus adversarios el regalo más preciado: el control propagandístico de los acontecimientos, lo que hoy se llama el relato. Una visión de los hechos, de consecuencias todavía incalculables, en cuanto que ha calado en distintas instancias internacionales, que dibuja un conflicto entre un Estado autoritario y represor, de pulsiones cuasifranquistas, frente a las demandas pacíficas de una comunidad que sólo aspira al derecho a decidir. Otra consecuencia nada desdeñable desde el punto de vista institucional es que, ante la gravedad de la situación, tuvo que ser el propio rey, Felipe VI, quien diera un trascendental paso al frente con un discurso firme frente a la intentona sediciosa, una iniciativa que, por su tono y pot las excepcionales circunstancias que la rodeaban, ha sido asimilada con razón al famoso discurso de su padre el 23-F. Como suele suceder en estos conflictos, llegados a un determinado punto, los acontecimientos se precipitaron sin que los protagonistas pudieran ya controlarlos. De este modo, los independentistas proclamaron una República Catalana que ni querían ni en la que creían y, por otro lado, las fuerzas constitucionales apelaron a una disposición de la Carta Magna (el artículo 155) que tampoco querían ni se atrevían a aplicar con todas sus consecuencias. En este trance, cuando parecía superado por los hechos, Mariano Rajoy tuvo la habilidad de llegar a un acuerdo con otros partidos que le permitió neutralizar las críticas de un importante sector del estamento político por una decisión siempre arriesgada en el actual contexto español, como es intervenir una autonomía. En especial, era determinante el asentimiento de una parte de la izquierda –el PSOE‒ que, en la cuestión de las reivindicaciones nacionalistas, siempre se había mostrado más que comprensiva. Por otro lado, en contra de las predicciones catastrofistas, la aplicación light del artículo 155 no trajo sangre en las calles ni resistencia en los despachos. El catalanismo era otro tigre de papel.
La subsiguiente sensación de alivio –hasta que la campaña electoral enconó nuevamente las proclamas de unos y otros‒ era comprensible, pero un tanto engañosa. El conflicto estaba enquistado porque se había llegado demasiado lejos y, sobre todo, se había atajado demasiado tarde. Aunque no se ha subrayado suficientemente, creo que aquí radica una clave fundamental: si algo ha caracterizado hasta el momento este embrollo, es el hecho de que todo el mundo ha llegado tarde. Reaccionó tarde el Gobierno de la nación, siguiendo la estela de los gobiernos anteriores. Por miedo o falta de confianza en sus propias fuerzas –avasallada por la prepotencia nacionalista‒, reaccionó tarde la sociedad civil para disputar al catalanismo su visibilidad y los espacios públicos. Reaccionó clamorosamente tarde el tejido empresarial, las grandes, pequeñas y medianas empresas, los bancos y las organizaciones patronales, hasta el punto de que pagaron su cobarde silencio con una aparatosa estampida en el último minuto, cuando vieron que el procés los llevaba al desastre. Podría decirse, incluso, que ha llegado tarde el propio independentismo, planteando una secesión inviable en el actual espacio de la Unión Europea (de ahí su nulo reconocimiento internacional, su fracaso más espectacular). Ahora bien, una vez dicho todo eso, las espadas siguen en alto, entre otras cosas porque el catalanismo ha sido muy hábil para formular sus demandas en unos términos engañosamente democráticos: autodeterminación, queremos votar, tenemos derecho a decidir, somos un pueblo maltratado política, económica y culturalmente, etc. Amplios sectores políticos y sociales –no sólo independentistas y no sólo catalanes‒ se han apresurado, por convicción u oportunismo, a comprar esas aspiraciones democráticas. En particular, la izquierda sociológica, con escaso bagaje democrático y una cierta nostalgia revolucionaria, ha contemplado –quizá no con simpatía, pero sí con indulgencia‒ el desafío a las instituciones (sobre todo porque estaba el PP en el Gobierno), sin asumir que no hay democracia sin respeto a la ley. Si las demandas de un sector, por muy legítimas que parezcan, conculcan aquella, entramos en un proceso revolucionario que sólo se resuelve mediante la fuerza. Dar satisfacción a las aspiraciones independentistas tal y como están planteándose supondría, ni más ni menos, que la liquidación del Estado de Derecho tal y como hoy lo disfrutamos.
No voy a extenderme a estas alturas sobre las causas abiertas por la justicia y la detención de algunos dirigentes independentistas, factores destinados a enrarecer aún más el panorama en los próximos meses. Tampoco puedo alargarme sobre el resultado de las elecciones del 21 de diciembre. Hacerlo, desbordaría hasta la desmesura los límites de este análisis urgente. Lo esencial, con todo, es la confirmación de lo sabido: la polarización casi al cincuenta por ciento de la sociedad catalana en dos bloques antagónicos. No hay trasvase de votos de una de esas partes a la otra, sino una reordenación interna de cada uno de los dos sectores según la coyuntura. El triunfo de la firmeza de Ciudadanos puede hacernos albergar esperanzas, pero a corto plazo la aritmética parlamentaria sigue favoreciendo a los independentistas. Las cinco principales lecciones de los comicios son, en mi opinión, las siguientes: en primer y principal término, la confirmación de que el artículo 155 se ha aplicado tarde, mal y en una medida harto insuficiente para despejar un panorama endiablado; segundo, que la estrategia del Gobierno español ante el desafío independentista ha sido torpe, pusilánime y contradictoria; tercero, que la llamada judicialización del conflicto se ha convertido en un bumerán para el Estado; cuarto, que no se ha atajado convenientemente la dimensión internacional en clave de incomprensión o escándalo (esperpento en Bruselas incluido); y quinto y último, que emerge como algo más que vencedor moral de unos comicios celebrados prematuramente y en clave de plebiscito un dirigente enloquecido como el expresidente Carles Puigdemont. La conjunción de todos esos factores no sólo no augura nada bueno, sino que deja el campo de juego embarrado y sin alternativas. Las mediaciones, transacciones o acuerdos entre los bloques se antojan, hoy por hoy, inalcanzables. Y, sin embargo, algo habrá que hacer,
No tengo inconveniente en confesar que, antes de la exacerbación del conflicto, era partidario de la reforma constitucional. Mis razones en pro de esta se desprenden de todo lo expuesto hasta ahora. No hace falta asumir el discurso rupturista de Podemos para reconocer que nuestro sistema político está seriamente desgastado y necesita algunos importantes cambios de rumbo, de contenido y de procedimientos, ya sea en forma de grandes pactos, ya como retoques en la Carta Magna o, más probablemente aún, de ambas maneras. Crisis, como se ha dicho en muchas ocasiones, no tiene por qué ser sinónimo de quiebra, sino de oportunidad. En principio, podría pensarse que esta crisis debía ser, por tanto, nuestra oportunidad para reformar las estructuras de un régimen que durante cuarenta años ha funcionado razonablemente bien, pero que a estas alturas necesita savia nueva. El problema, como antes se dijo, es de tiempo, en el sentido de oportunidad. Estas iniciativas debieron llevarse a cabo hace algunos años, antes del deterioro del bipartidismo de facto. Ahora, además, con el estallido del problema catalán, abrir el melón constitucional probablemente acarrearía más inconvenientes que beneficios. Es obvio que hay que repensar inevitablemente el encaje de Cataluña en España, con dos millones de ciudadanos en esa comunidad que propugnan la secesión, pero confiar en que esto lo resuelve una reforma constitucional en términos federalizantes es una ingenuidad que ya no podemos permitirnos. Y no, paradójicamente, por lo que los constitucionalistas estemos dispuestos o no a ceder, sino porque a los independentistas, aquí y ahora, ya no les basta con dicho encaje, pues aspiran a otra cosa.
Es urgente restañar las heridas para posibilitar la convivencia ‒en primer término, en el propio seno de la sociedad catalana‒, pero no se atisba a estas alturas cuáles pueden ser las vías para conseguir no ya una reconciliación, sino meramente la conllevancia orteguiana (y esta vez no estaríamos hablando de catalanes y el resto de los españoles, sino de los primeros entre sí). Hace falta mucha flexibilidad y mucha negociación, pero lo que abunda es exactamente lo contrario: la visceralidad y el enfrentamiento. La coyuntura es perversa no sólo por ello, sino porque provoca cada vez más radicalidad y polarización, como muestran las últimas elecciones. En mi opinión, hay tres rectificaciones fundamentales que deben ponerse sobre la mesa para encarar el conflicto con algo más que los socorridos paños calientes. Primero, el Gobierno de la nación –es decir, la instancia que representa a todos los españoles‒ debe adoptar una postura política activa y no sólo reactiva: no puede seguir dejando la iniciativa a los independentistas para luego negociar ‒oscilando entre la resistencia y la rendición‒ las propuestas de estos, como se ha hecho habitualmente en las últimas décadas. La obviedad de que Cataluña no pertenece sólo a los catalanes está lejos de ser asumida. Las nefastas consecuencias económicas del procés –contempladas con suicida complacencia por algunos sectores‒ constituyen una factura que deberá abonar España entera, no sólo Cataluña. La huída de empresas y el descenso de los principales indicadores económicos sólo favorecen a la postre al corralito del independentismo, que se alimenta del consabido «cuanto peor, mejor». Por todo ello, el Estado tiene el deber de revertir esa situación con todos los medios a su alcance, abandonando la pasividad mantenida hasta ahora. Nos jugamos mucho en ello, desde la recuperación económica al prestigio internacional.
En segundo lugar, hay que cortar –y cuanto antes, mejor‒ la tendencia centrífuga ilimitada que ha llevado al colapso político y económico del actual Estado de las autonomías y ha convertido en residual la presencia del Estado en algunas comunidades autónomas. Véase el caso de la educación en manos de las oligarquías locales. Y no me refiero tan solo al adoctrinamiento y la manipulación –como se ha denunciado reiteradamente‒, sino que apelo al más primario sentido común: no pueden seguir coexistiendo diecisiete planes educativos. Por otro lado, dejar que los partidos y grupos nacionalistas sigan campando por sus respetos no sólo conduce a flagrantes derivas de insolidaridad interterritorial (el caso vasco como paradigma), sino que conduce a episodios de xenofobia intolerables, como ese «¡Que se vayan!» que espetan los catalanistas a sus conciudadanos que no comparten su credo. Una estrategia, dicho sea de paso, que puede ser tildada de antidemocrática, pero no de irracional, pues les dejaría el campo libre para sus objetivos. Y, por último, en tercer lugar, aceptando lo obvio, es decir, que el independentismo es una opción política tan legítima teóricamente como aquellas que se le oponen, hay que exigir a los partidos que sustentan esa doctrina algo tan básico como que cumplan las leyes, promuevan sus aspiraciones y reformas dentro del marco constitucional y que, en definitiva, sean leales al sistema que permite la convivencia libre y pacífica de todos los españoles. Una lealtad, ocioso es decirlo, perfectamente compatible con la aspiración a cambiar todo lo que les parezca o a salirse fuera del propio sistema (eso sí, siguiendo las vías designadas al efecto y respetando la voluntad de las minorías).
El simple hecho de que haya que explicitar nociones tan elementales nos da la medida de nuestra actual desorientación. Peor aún es que, como sabe cualquier observador, esos tres objetivos ‒que no deberían ser objeto de negociación, sino previos a toda negociación‒ están muy lejos de ser aceptados y asumidos por las partes. Y lo más grave es que todo indica que tanto el Gobierno de la nación como las autonomías se empecinan en marchar en sentido opuesto. Ni el Estado tiene, hoy por hoy, fortaleza ni determinación para recuperar las atribuciones transferidas, ni las instituciones autonómicas se plantean devolver estas, ni los independentistas van a renunciar al permanente sabotaje de un régimen que «ya no les representa», empezando por la Corona. Así las cosas, incluso las iniciativas más generosas para integrar a los exaltados o las propuestas de ingeniería política para el encaje de Cataluña no parecen que puedan ir más allá de parches para ir tirando. Ya antes apuntamos que, si este diagnóstico es correcto, hasta las propuestas federalizantes, en las que distintos expertos pusieron sus esperanzas, llegarían tarde. Se han dado demasiados pasos en la dirección equivocada y ahora es muy complicado no ya repensar todo, sino meramente rectificar. Pese a todo ello, sea como fuere, habrá que negociar, transigir, pactar. Un conflicto de esta gravedad exige que todos los sectores en litigio asuman que es inevitable hacer concesiones, probablemente dolorosas para muchos. Hay que buscar fórmulas para salvar lo esencial: la prosperidad económica que tanto esfuerzo nos ha costado y nuestro sistema de convivencia en paz y libertad. Ya sabemos que el tiempo por si solo no resuelve nada, como no sea la putrefacción de los problemas que no se afrontan. Y no podemos seguir dejando que la fruta siga pudriéndose, porque, siendo ahora grave la crisis, lo que venga después será peor. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt