Es bien conocido, comenta en su blog "Torre de marfil" Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974), filósofo, sociólogo, ensayista y profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, que apenas dos años después de la derrota del nazismo, el filólogo alemán Viktor Klemperer publicó un libro de formidable importancia –titulado LTI. Notizbuch eines Philologen– que documentaba, a partir de las notas tomadas diariamente por su autor desde la llegada de Hitler al poder, base también de un diario personal de varios volúmenes publicado en 1995, la resignificación del lenguaje llevada a término por la maquinaria política nazi. Lingua Tertii Imperii: la lengua del Tercer Reich. O, como explica él mismo, el «habla del nazismo»: desde el empleo constante del «heroísmo» asociado al militarismo a la «maldición del superlativo» que caracteriza su discurso político. Klemperer analiza con frialdad cómo el totalitarismo hitleriano logró acabar con la noción de verdad pública y distorsionar el empleo de las palabras para hacerles decir lo que sus dirigentes querían que dijera. «¡Cuántos conceptos y sentimientos han deshonrado y envenenado», lamenta. Y nosotros, setenta años después, sólo podemos asentir con tristeza.
Es evidente que nada parecido al nazismo ha asomado en nuestro horizonte. Pero estamos padeciendo las desgraciadas consecuencias políticas de otra exitosa operación de contaminación lingüística, que es aquella que el independentismo catalán ha llevado a cabo durante los últimos años. No es un efecto colateral, ni el producto de una contaminación espontánea: la llamada hoja de ruta del independentismo tenía claro desde el principio –está incluso escrito negro sobre blanco– que era necesario subvertir el lenguaje, distorsionando el sentido habitual de las palabras, para que un significado favorable a sus fines se extendiese en la medida suficiente por el cuerpo social. Sólo así sería posible acumular el capital político necesario para desafiar al Estado desde el poder autonómico y hacerlo, como observamos con perplejidad, hasta el final. O casi: este fin de semana empezaremos a saberlo. Podemos, así, hablar sin complejos del «habla del independentismo», últimamente sostenida también por los partidos de extrema izquierda (Podemos y los Comunes) que se han alineado con las fuerzas separatistas y aportan, en ocasiones, sus propios hallazgos conceptuales.
Huelga decir que vivimos en una sociedad pluralista que goza de una amplia libertad de expresión y, por tanto, el independentismo no puede monopolizar los instrumentos a través de los cuales el lenguaje público se hace presente a oídos de los ciudadanos. Sin embargo, el éxito de la resignificación independentista no es gratuito. Algunos resortes decisivos sí han sido utilizados para ese fin, que, por lo demás, se beneficia de las lógicas sociales descritas por psicólogos y sociólogos: espirales de silencio, dinámicas de emulación, conformidad con los pares. Por añadidura, no solamente los medios de comunicación públicos, sino también la mayoría de los medios privados (y las redes sociales) se han hecho eco de este lenguaje, contribuyendo así decisivamente a su insidiosa difusión durante unos años de crisis donde la receptividad de los ciudadanos al nuevo lenguaje ha aumentado considerablemente: una vez más se hace necesario recordar que, allá por 2006, sólo el 11% de los ciudadanos catalanes apoyaba la independencia. Esto supone, entre otras cosas, que todo aquello que ha sucedido desde entonces ha sido utilizado por el independentismo: lo importante no es lo que sucede, sino el modo en que lo percibimos. Y cualquier gramsciano convendrá en que no puede ser casualidad que sean precisamente las elites catalanas −por definición más influyentes en la definición de los contenidos de la comunicación– las que con más ahínco han perseguido la independencia. Los datos al respecto son concluyentes: a más renta, más deseo de independencia. Y a más renta, claro, más influencia.
Por supuesto, otros factores son necesarios para explicar un fenómeno que ha precipitado la mayor crisis constitucional de la España democrática. Con todo, el lenguaje tiene una importancia singular debido a su carácter constitutivo: no hace falta ser lacaniano para reconocer que el lenguaje es algo más que un simple medio de comunicación interpersonal. Es a través del lenguaje como vemos la realidad, con el auxilio indispensable de los afectos; afectos que, dejando a un lado las emociones más básicas ligadas a la supervivencia, son también moldeados por el lenguaje o, si se quiere, se hallan entrelazados con él de manera compleja. En consecuencia, el propio lenguaje adquiere una valencia afectiva: los conceptos políticos despiertan en nosotros determinadas sensaciones o emociones, a menudo vinculadas al sentido de pertenencia a un grupo social o tribu moral.
No es éste el lugar para presentar un estudio detallado del «habla independentista», pero sí podemos esbozar una descripción de sus muestras más representativas. Manifiestan todas ellas una voluntad subversiva que dificulta sobremanera cualquier diálogo político digno de tal nombre: tal es la divergencia entre el significado habitual –decantado históricamente– de las palabras o los conceptos y su significado sobrevenido. En orden alfabético:
Cataluña. Son catalanes, o son buenos catalanes, aquellos que apoyan la independencia y no son catalanes, o son malos catalanes, aquellos que no la apoyan. Haciendo constante referencia a «los catalanes» y «la voluntad de los catalanes», el nacionalismo persigue un efecto metonímico por medio del cual el todo (Cataluña) es designado por la parte (los independentistas). En consecuencia, quienes no comulgan con el nacionalismo –o, alternativamente, se ven a sí mismos como catalanistas no independentistas− quedarían fuera de una definición restrictiva de Cataluña y lo catalán. Basta recordar cómo personas tan relevantes en la cultura catalana como Juan Marsé han sido calificadas como «renegados», traidores a Cataluña, por no suscribir el ideario independentista.
Democracia. En nuestro sistema político, que corresponde a la forma de la democracia constitucional, la democracia es democracia representativa y pluralista sometida a garantías tales como el imperio de la ley, la división de poderes (incluida la independencia de los tribunales) o las instituciones contramayoritarias. Cuando el independentismo habla de democracia, en cambio, se refiere habitualmente a otra cosa: a una democracia plebiscitaria o aclamativa donde la voluntad soberana del «pueblo» está por encima de las leyes. Sólo hay una democracia, pues, y es aquella que haría posible sobre el papel la consecución del objetivo de la independencia. El pleno del Parlament del 6 de septiembre constituye una lograda escenificación −o anticipo− de la misma; la Ley de Transitoriedad aprobada al día siguiente, por su parte, anticipa un régimen de tintes iliberales donde se debilitan las garantías ordinarias del constitucionalismo. Más aún: cuando se identifica al catalán con el independentista y a la democracia con el plebiscitarismo se hace posible desacreditar al «mal catalán» como «mal demócrata». ¡Dos por el precio de uno! Análogamente, España no sería una verdadera democracia y por eso el independentismo llega a presentarse en ocasiones como desinteresado cómplice en la necesaria regeneración del podrido cuerpo político español.
Derecho a decidir. Astuto sintagma que defiende la idea de que existe un demos catalán legítimo que debe decidir su futuro por sí mismo celebrando un referéndum de independencia, aun cuando el sentido de aquello que se «decide» permanece fuera de la frase. Su eficacia es tal que los catalanes que dicen querer votar son muchos más de los que dicen querer votar a favor de la independencia, pese a que la independencia sería mucho más probable si llegara a votarse. Se da así la paradoja de que un derecho inexistente en las circunstancias aquí concurrentes –el derecho a la autodeterminación– es presentado in phantasma como un derecho inalienable de los ciudadanos catalanes. Y la democracia es implícitamente presentada como aquel régimen político que debe permitir que se vote cualquier contenido.
Derechos humanos. En este caso, el secesionismo realiza una operación diferente: empleando una noción jurídica de alcance universal y alto contenido político e incluso emocional, procede a estirarla con objeto de que cubra supuestos en los que no resulta aplicable. Por ejemplo, la limitada violencia policial del 1 de octubre sería «un atentado contra los derechos humanos», como lo sería la prohibición misma del referéndum. Estaríamos ante algo parecido al «mal del superlativo» que denuncia Klemperer: una exageración destinada a hacer pasar algo por lo que no es. La exageración, dicho sea de paso, es un arma esencial para dar forma al victimismo inherente a cualquier nacionalismo.
Desobediencia civil. Es tal la justicia de la causa independentista a ojos de sus defensores que la resistencia a la aplicación de las leyes es presentada como un caso de «desobediencia civil» que situaría –la comparación se ha hecho– al independentista rebelde a la altura de Rosa Parks, la mujer que se negó a ocupar el espacio reservado por los blancos a los negros en un autobús sureño de su país allá por 1955. Se sugiere con ello que el «pueblo catalán» estaría siendo objeto de una injusticia cuya magnitud justifica la desobediencia civil generalizada, al carecer de legitimidad las normas que emanan del «régimen del 78» y derivarse aquella legitimidad exclusivamente de la «voluntad del pueblo catalán». Ya lo ha dicho Pep Guardiola: «La voz del pueblo es más fuerte que cualquier ley». Y, por tanto, ante un poder injusto, la desobediencia estaría justificada. Esta exaltación tiene la función suplementaria de escamotear el apoyo real, insuficiente, a la secesión.
Diálogo. Si esta palabra designa el medio más civilizado para la mutua comprensión y la canalización de los conflictos políticos, el independentismo catalán la emplea, en cambio, con una doble finalidad: una, retratarse a sí mismo como pacífico y democrático frente a la intransigencia «de Madrid», a menudo contraponiéndose «hacer política» con «blandir las leyes»; otra, enmascarando la imposición de sus exigencias –ya sea la celebración forzosa de un referéndum de autodeterminación o la negociación sobre los términos de una independencia unilateralmente declarada– bajo la careta de la deliberación democrática. Es bien sabido que el diálogo requiere de ciertas condiciones y posee ciertos límites; no miente Rajoy cuando dice que hay asuntos que el presidente del Gobierno no tiene competencias para abordar. Por lo demás, la filtración de una «hoja de ruta» separatista donde se describe a las claras la estrategia para «generar conflicto con el Estado» confirma que sus apelaciones al diálogo son una maniobra de distracción y no la expresión de una genuina vocación de entendimiento dentro del marco constitucional.
Facha. Término peyorativo de larga trayectoria semántica en toda España, es en origen una forma abreviada y coloquial de referirse al falangista o al defensor del falangismo, variante ideológica del fascismo que proporcionó sustento a la dictadura franquista. Durante el período democrático abierto por la Constitución de 1978, ha sido un descalificativo de uso frecuente: si primero designaba a los nostálgicos del franquismo, pronto pasó a describir a los votantes de centro-derecha y a los críticos del nacionalismo catalán y vasco. Su actual empleo por parte del independentismo constituye casi una parodia semántica, pues ha terminado por utilizarse –a partir de la identificación de la democracia española con una suerte de reedición o continuación de la dictadura– para denigrar a cualquier oponente a la independencia, ya sea dentro o fuera de Cataluña. Es testimonio de la fuerza simbólica negativa que todavía hoy, cuarenta y dos años después de la muerte del dictador, sigue teniendo su figura. Hemos visto ya incluso alguna pintada en ese sentido: «Franco ha vuelto», se lee en algunas paredes de Barcelona.
Legítimo. El independentismo no sólo presenta la secesión como un fin legítimo (a pesar de que no tiene cabida en el orden constitucional español), sino que deriva esa legitimidad de la movilización popular tal como se expresa en las Diadas anuales o en la asistencia a las votaciones organizadas por los presidentes Artur Mas (la «consulta participativa» del 9 de noviembre de 2014) y Carles Puigdemont (el referéndum del pasado 1 de octubre). Se retuerce así el concepto de legitimidad política, haciéndolo depender de situaciones de hecho –la movilización– y haciendo pasar por democrático aquello que sólo es plebiscitario. En realidad, la legitimidad democrática es un refinamiento de la legitimidad fáctica (es legítimo lo que creemos legítimo, sea lo que sea) y de la legitimidad legal-racional (aquella que se plasma en normas vigentes), pues para que una determinada institución o decisión sean legítimas es necesario no sólo que sean legales, sino que los procedimientos empleados para instaurarla o acordarla sean democrático-liberales: respetuosos de la legalidad constitucional y de los límites establecidos para el autogobierno en defensa de los derechos individuales y las minorías.
Opresión. A fin de justificar la necesidad de la independencia y de ganar adeptos para su causa, el nacionalismo se ha acostumbrado a describir la democracia española como una dictadura represiva y recentralizadora que vulnera gravemente los intereses del «pueblo catalán» y viola sus «derechos humanos». En este aspecto, el nacionalismo ha convergido con el discurso populista desplegado por Podemos desde su irrupción en la escena política española, que ha girado en torno a la denuncia del así llamado «régimen del 78», presentado como una continuación del franquismo por otros medios. Esta opresión española –a veces, simplemente, «castellana»– se demostraría en episodios o situaciones tales como el «robo» permanente por parte del Estado, unas políticas recentralizadoras que nadie acierta a concretar o una «anulación» del Estatut que nunca tuvo lugar. Y, por supuesto, tras haber quedado patente en la «brutal violencia policial» del 1 de octubre (bastante disminuida con los datos en la mano), esa opresión estatal culminaría en la «desproporcionada» y «antidemocrática» activación del artículo 155 de la Constitución, con el que se pretente restaurar la legalidad constitucional en Cataluña. No es que Franco haya vuelto, es que al parecer nunca se fue.
Presos políticos. Tras el encarcelamiento preventivo de Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, dirigentes de Ómnium Cultural y la Asamblea Nacional Catalana, organizaciones civiles dedicadas a promover la causa de la independencia con generosa financiación pública, por un posible delito de sedición que trae causa de su entusiasta participación en el acoso a los agentes de la Guardia Civil que –ejerciendo funciones de policía judicial– registraban la sede de la Consejería de Economía el pasado 20 de septiembre, el independentismo se ha apresurado a calificarlos como «presos políticos». Es una táctica habitual de los movimientos subversivos, como bien sabemos por la experiencia histórica del País Vasco: se aduce un conflicto político que justifica la vulneración de las leyes, a fin de presentar a quienes las vulneran como presos políticos y no como infractores del Código Penal. Esta muestra de la creciente abertzalización del procés no será la última, como veremos a medida que los jueces apliquen las leyes: todos los imputados serán presos políticos. De este modo, la bondad de las intenciones del secesionista («sólo queremos votar») se proyecta mágicamenrte sobre sus acciones al margen de su tipificación penal: un mecanismo tradicional del pensamiento revolucionario, acostumbrado a no reparar en medios cuando de los fines «correctos» se trata.
Protesta pacífica. O también, a veces, «movilización pacífica». El acento está en el «pacifismo»: se presenta una exigencia inconstitucional que vulnera los derechos de los ciudadanos catalanes no independentistas, a quienes se ha expulsado sistemáticamente del espacio público y señalado como antidemócratas, o fachas, o malos catalanes, como una reclamación legítima e insoslayable por el solo hecho de no ser violenta. Históricamente, esa naturaleza pacífica contrastaba con la violencia terrorista empleada por ETA en el País Vasco: el nacionalismo catalán sería diferente, a pesar de que existió un grupo terrorista (Terra Lliure) que cometió un asesinato y dejó varios heridos durante una actividad prolongada entre 1978 y el alto el fuego declarado en 1991. No obstante, ese carácter pacífico del independentismo bien puede discutirse. La agresividad discursiva mostrada hacia los catalanes no nacionalistas y el empleo de categorías excluyentes para referirse a ellos –algunas han sido descritas más arriba– apuntan hacia formas simbólicas de violencia fácilmente reconocibles. Por otra parte, y al menos durante la intensa oleada de movilización que empezó a mediados de septiembre, hemos conocido ataques a sedes de partidos constitucionalistas y episodios de hostigamiento a la Guardia Civil y la Policía Nacional. Y es interesante, por último, que esa naturaleza presuntamente «pacífica» del independentismo sea presentada como un mérito de obligado reconocimiento: como si fuera de agradecer que no disparen a nadie.
Pueblo catalán. Sujeto único del discurso independentista, entidad legitimadora del derecho a decidir sometida desde tiempo inmemorial a la multiforme represión española, el «pueblo catalán» es definido a la manera populista: como una comunidad orgánica formada por los buenos catalanes –que ahora mismo son sólo los favorables a la independencia–, con exclusión de todos los demás y en lucha contra enemigos exteriores que tratan, una y otra vez, de sofocar su libertad. Este Volk tiene una sola voz y un solo representante: la coalición soberanista que, a pesar de su famosa diversidad interna, se mantiene conmovedoramente unida en su defensa de la independencia como único desenlace posible del no menos famoso procés. Cuando el señor Puigdemont escribe sus misivas o pronuncia sus discursos habla en nombre del «pueblo catalán» y de su «deseo de independencia» –formulado inequívocamente en el referéndum del pasado 1 de octubre con su correspondiente «mandato democrático»– oculta deliberadamente que jamás ha existido una mayoría favorable a la independencia superior al 41% y que, por lo tanto, el «pueblo catalán» no es el «movimiento independentista». La portavocía del Volksgeist tiene detrás una sociedad fracturada y no «un sol poble».
Represión. En línea con su descripción de la democracia española como dictadura neofranquista revestida con los falsos ropajes de la democracia, el independentismo describe invariablemente las acciones del Estado en términos de «represión»: del deseo de votar, de la singularidad de la cultura catalana, de los derechos humanos de los catalanes, de su pacífico ejercicio de la libertad de expresión o de las competencias de la Generalitat. Cualquier sanción derivada del incumplimiento de las leyes es así presentada como la sobrerreacción histérica de un españolismo autoritario. La idea es que cualquier partidario de la independencia perciba las acciones del Estado como intrínsecamente represivas y, por tanto, antidemocráticas, lo que a su vez legitima –en una permanente retroalimentación– las acciones del independentismo. Es el fin que persiguen las campañas de «desobediencia pacífica» promovidas por la CUP o la Asamblea Nacional Catalana: generar una reacción que pueda ser debidamente empaquetada y presentada como sobrerreacción. De paso, se establece una peculiar contraposición entre democracia y ley: sólo la movilización independentista sería democrática; no lo serían ni la Constitución («no la hemos votado», como apostillaría más de uno) ni las leyes. Otra vez, la idea de la democracia plebiscitaria cuyo núcleo es la expresión de la voluntad popular: todo lo demás es irrelevante.
Dejémoslo aquí: la muestra es, me parece, suficientemente ilustrativa. Podríamos añadir algunas de las maniobras retóricas más recientes, la mayoría de ellas derivaciones del marco general que acabo de describir. Es el caso de muchas de las respuestas que ha recibido el recurso del Gobierno al artículo 155 de la Constitución: el señor Puigdemont ha sugerido que el Estado se ha salido de la legalidad y la señora Forcadell ha descrito la susodicha norma como inconstitucional, mientras otros se han referido a un golpe de Estado perpetrado por el Estado e incluso han denunciado una suspensión in toto de la democracia. El patrón es el mismo: inversión del sentido establecido de las palabras; politización del lenguaje para que diga aquello que conviene a nuestros fines; sentimentalización argumentativa destinada a producir indignación y reforzar la pertenencia agresiva a la comunidad orgánica catalana. Pero viendo hasta dónde hemos llegado, no cabe duda de que la operación psicopolítica del nacionalpopulismo ha sido todo un éxito.
Sólo así puede entenderse este peculiar golpe de Estado incruento que se ha producido, primero, en el lenguaje. Y que no es sino el producto de la concienzuda propagación –mediante el discurso y los símbolos políticos, las instituciones y las organizaciones cívicas penetradas por el poder político, los medios de comunicación públicos y el sistema educativo, la comunicación horizontal en las redes sociales– de eso que Klemperer llamaba Sprachkrankenheit, o enfermedad de la lengua. Pocas veces ha sido más pertinente la célebre frase de Humpty Dumpty: lo que importa no es lo que signifiquen las palabras, sino saber quién manda. Sobre quién ha mandado en Cataluña, no tenemos duda; sobre el significado que se ha dado a las palabras, tampoco.
¿Quién sabe? Tal vez algún día haga su aparición algún oscuro filólogo catalán que, armado con un modesto bloc de notas, nos proporcione la crónica minuciosa del asalto independentista al lenguaje. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt