viernes, 1 de septiembre de 2023

Del mundo en las manos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la socióloga Helena Béjar, va del mundo en las manos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








El mundo en sus manos
HELENA BÉJAR - In memoriam
01/07/1997 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Recensión del libro Historia íntima de la humanidad, de Theodore Zeldin, Alianza, Madrid, 1996


En el campo de las ciencias sociales, el triunfo editorial parece hoy la meta de no pocos autores, desde los diletantes hasta los más ilustres especialistas, impulsados ya sea por afán de difundir el saber al común de los mortales, o por motivaciones menos altruistas. El anuncio de la publicación de esta Historia íntima de la humanidad explicaba que su autor, profesor de historia en Oxford y autor de la muy valiosa France (1848-1945) (2 vols., Clarendon Press, Oxford, 1973 y 1977), había salido de las bibliotecas, tras siete años de encierro, a hablar con la gente. Así habría nacido esta curiosa pieza de historia de las mentalidades, traducida ya a once idiomas y se diría que orientada desde su misma concepción al éxito de ventas. La contraposición entre el encuentro personal y la reclusión erudita evoca la tópica dicotomía entre vida y arte, que en efecto impregna este libro centrado en el ámbito de los valores y las relaciones personales nada menos que de la Humanidad en su conjunto y en todo tiempo. Cada capítulo se abre con una breve historia de vida de mujeres francesas –de clases ilustradas en su mayoría– y se cierra con una extensa bibliografía sobre «cómo hombres y mujeres han aprendido poco a poco a tener conversaciones interesantes», «cómo la gente se ha librado del miedo descubriendo nuevos miedos» o «por qué resulta cada vez más difícil destruir a los enemigos». Zeldin sabe cómo atraer la atención del lector. Quizá por ello alaba la curiosidad, «convertida en clave de la libertad», e invoca el espíritu de eminentes viajeros como René Descartes, Alexander von Humboldt o Richard Burton, ajenos a la especialización que ordena el saber actual. En France, Zeldin ironizaba sobre la imposibilidad de abarcar la ingente literatura académica sobre el tema que le ocupaba (Francia, el acento de la cultura francesa en la inteligencia, su consciencia de nación ilustrada, las elites intelectuales, etc.). Ahora tacha de autodestructivo el imperativo académico de especialización, no sólo porque limita la curiosidad del investigador, sino porque produce un «silencio ensordecedor» en boca de los pares del estudioso. Éstos otorgan cicateramente su reconocimiento, mientras pugnan a su vez por ser reconocidos en un angosto salón de espejos.
Al abandonar la atalaya del academicismo, Zeldin se ha adentrado ahora en algo muy parecido a la divulgación, uniéndose a la reciente popularización de la historia de las mentalidades. Y ha tenido que pagar un alto precio. Los relatos de las mujeres carecen de justificación teórica, más allá de la explícita intención de que nos reconozcamos en ellos. Parecen, pues, una concesión a un vago feminismo. Sin hilo conductor ni hipótesis alguna que los enlace entre sí ni con los demás capítulos, estos relatos se vuelven completamente superfluos al avanzar la lectura. Por otra parte, el grueso de los capítulos está formado por una sucesión de temas, ligeramente hilvanados, cada uno merecedor de unos cuantos párrafos. La yuxtaposición de asuntos y los frecuentes saltos en el tiempo y el espacio implican una levedad teórica tal que acaba por producir irritación, al menos en el lector poco versado. Sobre todo porque Zeldin ofrece a veces un cebo goloso para levantar la caña en seguida: así cuando interpreta la Reforma protestante como un peculiar disolvente de miedos (al infierno y al purgatorio) en el capítulo 4, o cuando apunta a la transformación del ideal de fraternidad: «Todo individuo está constituyendo lentamente una confederación de individuos personalmente escogidos» (pág. 382). ¿Se referirá acaso a Internet?
La confusión, producto de la acumulación de información sin desarrollar, se ve a veces compensada con una fina ironía destinada a los que saben de qué van algunos asuntos que esta historia magna describe. Así se entienden las ácidas alusiones a la tradición utilitaria, hoy tan en boga, que desprecia la acción social altruista: «Los científicos que han estudiado estas cuestiones han sido habitualmente mordaces y han hecho hincapié en que esta clase de personas [las altruistas] siempre quieren algo a cambio y que la envidia es uno de los subproductos necesarios de la existencia, como el anhídrido carbónico» (pág. 384).
Quizá haya que leer este libro al revés, comenzando por la conclusión, donde Zeldin desvela su objetivo: «He intentado ofrecer una base sobre la que construir no una retirada de los asuntos públicos en un repliegue hacia las obsesiones privadas, sino una conciencia de lo que es más genuinamente público, lo que comparten los seres humanos» (pág. 460). La identificación de lo público con lo compartido nos remite a algunos de los supuestos que el autor deja caer aquí y allá. Como por ejemplo, que «no hay felicidad completa si se es egoísta. No ser de provecho para nadie acarrea el descontento con uno mismo» (pág. 373). O que «es difícil realizar cualquier cosa sin recibir ayuda o inspiración de fuera de uno mismo» (pág. 456). A la tríada privacidad-independencia-autoanálisis opone Zeldin los valores fraternidad-interdependencia-curiosidad. Frente a un obsesivo cuidado de sí, Zeldin apunta al valor moral y a la función social de la compasión como parche de la anomia que engendra el proceso de individualización.
Es este proceso, aunque Zeldin no emplee tal expresión, lo que explica la creciente dificultad que tienen hombres y mujeres para entenderse, no sólo porque poseen estructuras cognitivas y morales diferentes (ellos buscan en la conversación soluciones a problemas concretos y exhiben su necesidad de supremacía, mientras que ellas piden acercamiento y calor) sino también porque, en el proceso de transformarse en iguales, hombres y mujeres carecen hoy de «tecnologías adecuadas» para la seducción. Tales son algunos de los muchos temas tratados en esta obra. Es un libro con el cual se puede pasar un rato agradable si no se busca otra cosa que pasear por las intimidades de una historia inconcreta y vistosa.









































[ARCHIVO DEL BLOG] Enfermos. [Publicada el 26/04/2020]









Hay otras enfermedades, afirma en el Especial de este domingo [El mundo de ayer. El País, 25/4/2020] el escritor Leonardo Padura, además de la que provoca el virus, como nacionalismos y fundamentalismos, para los que no habrá vacuna y que despiertan temor sobre cómo se organizarán las cosas.
Stefan Zweig -comienza diciendo Padura- fue un romántico europeo que, poco antes de suicidarse, lejos de una Europa que se desintegraba por la más desoladora de sus muchas guerras, escribió un maravilloso y desgarrado testamento, titulado El mundo de ayer (1942), en el que hablaba no de su propio devenir, “sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia”.
La generación del judío austriaco Zweig es la que nace en la Europa de finales del siglo XIX, vive en su juventud la I Guerra Mundial y el triunfo de la Revolución de Octubre y, en su madurez, la perversión utópica ejecutada por el estalinismo, el ascenso paralelo del nacionalsocialismo y conflictos fratricidas como la contienda civil española. La hornada europea que, ya en su vejez, asiste al inicio de la II Guerra Mundial, con Holocausto incluido.
Mucho más recientemente, el muy reconocido y leído Noah Yuval Harari (también judío, por cierto, también heterodoxo, por supuesto) nos recuerda en sus 21 lecciones para el siglo XXI que el hombre de hoy, nuestra afortunada generación, ha sido, a lo largo de toda la historia del Homo sapiens, la que menos riesgos ha tenido de morir de hambre, en una guerra o por una epidemia, los tres grandes azotes que siempre han perseguido a la humanidad. Y ofrece cifras que sustentan su afirmación.
Harari, sin embargo, no deja por ello de expresar sus temores sobre las cualidades y calidades de este tiempo presente en el cual se ha perdido buena parte de la fe de que gozó el pensamiento y el modelo liberal, con globalización incluida, mientras los países se blindan con murallas de nacionalismo y fundamentalismos religiosos excluyentes, cuando la humanidad se encuentra más cerca de un tremebundo descalabro ecológico. Y el historiador israelí anota, además, las incertidumbres que genera un futuro presumiblemente diseñado por inteligencias artificiales alimentadas por algoritmos o engendros por el estilo.
Creo con Harari y con muchos otros que pertenezco a la generación que ha sufrido menos la violencia bélica, que ha nacido con más años de expectativa vital, ha tenido más altura para asomarse al futuro, incluso de vivirlo y de congratularse con él. Y también de horrorizarse con las variantes posibles de ese porvenir que parece cada vez más cercano.
En las décadas que van de nuestra adolescencia a la adultez, hemos sido testigos presenciales de un cambio de era histórica: el tránsito arrasador de los tiempos de los recursos mecánicos y analógicos al periodo del imperio de la digitalización, con todas las múltiples consecuencias positivas y negativas que tales procesos revulsivos suelen entrañar. Hoy somos beneficiarios de herramientas de comunicación, conocimiento, de avances médicos, de movilidad que medio siglo atrás parecían argumentos exclusivos de películas de ciencia ficción. Las revoluciones de la tecnología de la información y de la biotecnología lo han cambiado casi todo, y es seguro que lo cambiarán aun más en unos años. ¿Somos mejores por eso? ¿Viviremos mejor en el futuro? ¿Tendrá más sentido el sinsentido existencialista de la vida? Debo admitir que tengo serias dudas al respecto. Y no solo porque me esté poniendo viejo y, quizás, volviéndome un lamentable conservador y se me desborde mi recipiente de pesimismo. La coyuntura universal que hoy vivimos, calcada de fantasías como las de H. G. Wells en La guerra de los mundos es una confirmación dolorosa.
Mi afortunada generación, junto a sus tremendos logros científicos, ha sufrido también profundos traumas capaces de alterar muchas de nuestras percepciones de la vida y la forma de asumirla. Cuando disfrutábamos de la juventud apareció y nos traumatizó la aparición del VIH/sida, una enfermedad entonces mortal que afectó de manera bastante radical el ejercicio de la sexualidad. Unos veinte años después fuimos víctimas, y todos, a la vez, telespectadores, del ataque del 11 de septiembre de 2001 que transformó los cánones de la seguridad, introdujo el miedo al terrorismo en la política de Estado y lo convirtió en un trauma individual que logró degradar el disfrute del viaje, la aventura, el descubrimiento (entre otros goces), para convertirlo en una faena llena de escollos y traumas (no puedes viajar en avión con un vasito de yogur en tu equipaje de mano). Y si pensábamos que ya teníamos suficiente, justo cuando llegamos a los tiempos de mayor desencanto político de las últimas décadas (o de desencanto con los políticos y sus actuaciones que hemos estado sufriendo en las últimas décadas), pues nos ha llegado el coronavirus o covid-19, que nos impide viajar y, nos recomienda no acercarnos a otras personas —y ni soñar con tener sexo con un desconocido. Que nos hablemos con un metro y medio de distancia entre nosotros, que nos autoconfinemos…
El mundo que parecía ampliarse y hacerse menos ajeno (más globalizado) es hoy un lugar hostil, del que debemos apartarnos si queremos llegar a vivir los ochenta años de promedio que nos regalaron los avances médicos, una mejor alimentación y la superación de grandes guerras. Debemos encerrarnos y comunicarnos con cuidado, mejor si es a través de Facebook o Instagram, sin saber hasta cuándo no podremos asistir a un evento deportivo o a un concierto musical, porque debemos cuidarnos de las grandes aglomeraciones de personas. Huir de los besos y los abrazos.
La muy justificada histeria generada por este nuevo virus tiene y tendrá proporciones y consecuencias realmente apocalípticas, con independencia de su justificación real, avalada por las cifras de contagiados y muertos. Lo cierto es que las economías se tambalean, las sociedades se cierran, la maravillosa ciencia de la era digital patina y no avanza. La misma ciencia que decodificó y sintetizó el genoma humano pero aún no ha logrado un antídoto contra el cáncer, la epidemia más indetenible de estos tiempos, que cada día mata a tantas personas como el coronavirus…
¿Hasta dónde llegaremos en esta carrera de dolor y de miedo? Nadie lo sabe. ¿Es el fin de los tiempos, de la sociedad? No, no es el fin de los tiempos ni de la sociedad, pero puede ser el fin de una manera de vivir en el tiempo y en sociedad. Presiento que aun con una (relativamente) rápida solución de la crisis sanitaria que hoy vivimos y tanto nos aterroriza, nuestro mundo no volverá a ser el mismo, y no para mejor. Y no soy de los que creo que el mundo de ayer haya sido el más feliz y que debemos recuperarlo, como pide Trump cuando clama por devolver a América la grandeza perdida. ¿La grandeza de los tiempos de una feroz discriminación racial legalizada (prohibida la entrada de perros, judíos y negros)?, por ejemplo. O una grandeza como la que sueña un Putin que se reelegirá presidente ad infinitum: la recuperación del orgullo ruso gracias al cual los ciudadanos quizás podrían escoger entre zarismo y estalinismo, si es que algo pueden elegir.
El mundo de ayer, el ayer de nuestra privilegiada generación, no era mejor, aunque cada vez nos lo parezca más. “Resulta que estábamos mejor cuando creíamos que estábamos peor”, me dijo alguien. Porque, aun con las muestras de solidaridad y de altruismo que hemos aplaudido, el mundo de hoy está enfermo, no solo de coronavirus, sino de otros males para los cuales no habrá vacunas (nacionalismos, fundamentalismos) y me hace temer a cómo se organizará el mundo de mañana, quizás cuando los poderes políticos nos digan que otra vez podemos besarnos y abrazarnos, hablarnos y tocarnos… y ya tengamos miedo de hacerlo o, incluso, no sepamos cómo hacerlo. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 31 de agosto de 2023

De las lenguas de España (II)





 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va de nuevo sobre las lenguas de España. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








Congreso galáctico
BERNAT CASTANY PRADO
28 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Todos los nacionalismos, con y sin Estado, coinciden, entre muchas otras cosas, en su culto al monolingüismo. Su convicción romántica de que el espíritu nacional se expresa en una sola lengua les hace abominar del hecho de que en la mayoría de las sociedades coexistan varias. Para los unos y los otros, el bilingüe es un ser bífido, que espera escondido en la hierba a morder el tobillo de la nación, y la lengua ajena ―o ajenizada―, el caballo de Troya de los colonizadores o los separatistas. Como Virgilio, desconfían de “los otros”, aun cuando traigan regalos… De hecho, partiendo del fenómeno de la sincinesia, que consiste en realizar un gesto involuntario, como morderse la lengua, a modo de sobrecompensación de un esfuerzo intenso, podríamos llamar “sincinesia lingüística” al hecho de que nuestra hipocondría identitaria nos lleve a mordernos nuestra lengua bífida, hasta arrancarnos una de sus puntas.
De ahí que los nacionalismos con Estado odien ―porque, lo siento, pero esa es la palabra― unas lenguas que deberían tratar como suyas. Primero, porque es una riqueza, y segundo, porque, excluyéndolas, les dan la razón a aquellos que dicen sentirse excluidos. De ahí también que los nacionalismos sin Estado odien ―porque esa es también la palabra― una lengua, que, por mucho que les duela, constituye una parte inexorcizable de la sociedad que pretenden redimir. Como las dos madres ante Salomón, ambos nacionalismos dicen ser la madre patria del niño. Aunque, en este caso, ambos deseen cortarlo. El primero, por las piernas, que son las lenguas minoritarias, para quedarse con la cabeza, que consideran lo único esencial. Los segundos, por el cuello, que es la lengua común, para quedarse con una extremidad, al fin unánime. Pero, en ambos casos, el niño ―que no es la nación, sino la sociedad― muere. Por eso prefiero la imagen nietzscheana de las hermanas siamesas, que solo pueden crecer o disminuir juntas, aunque la convivencia no sea siempre fácil. Y por eso también creo que es bueno que en el Congreso de los Diputados puedan escucharse todas las lenguas, como si fuese el Congreso Galáctico de Star Wars. Y que también lo sería que se utilizasen, sin escándalo, en los parlamentos autonómicos. Y que aquellos que puedan hacerlo las alternasen, por el gusto de hacerlo, y también porque el objetivo no es formar un mosaico de teselas monolingües, sino una sociedad plural en la que cada individuo tenga la oportunidad de hablar y de amar cuantas lenguas quiera y pueda.




































[ARCHIVO DEL BLOG] Chile, 11 de septiembre de 1973. Un relato del golpe de estado. [Publicada el 14/09/2016]










Si hace unos días traje hasta el blog mi emocionado recuerdo y homenaje a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, hoy traigo el relato que del golpe de estado del general Augusto Pinochet en Chile, ocurrido también un 11 de septiembre, pero de 1973, publica Revista de Libros en primerísima persona, el profesor Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad Autónoma de Madrid (1983-1995), que estaba en Chile durante los días que precedieron y siguieron al golpe.
Y el próximo día 21 de septiembre se cumplen también los cuarenta años del asesinato en Washington del que fuera ministro de asuntos exteriores de Allende, Orlando Letelier, presmiblemente a manos de los servicios secretos de Pinochet con la complicidad, nunca probada, del gobierno estadounidense. Les animo a leer la crónica que de esa efeméride escribe en El País la investigadora Silvia Ayuso.
El 4 de septiembre de 1973, dice Leguina al comienzo, se celebró en Santiago de Chile el tercer aniversario de la presidencia de Salvador Allende. Era difícil avanzar entre la multitud que desde los cuatro puntos cardinales se dirigía a la plaza de la Constitución. Allí, junto a la fachada norte de La Moneda, se había levantado un estrado sobre el cual, en filas escalonadas, se sentaban los dirigentes de los partidos de la Unidad Popular. Si la memoria no me engaña, el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, y Carlos Altamirano, el del Partido Socialista, se defendían del fresco mediante unos ligeros ponchos que llevaban puestos sobre sus hombros. En el centro de la primera fila estaba Salvador Allende. Cuando pasamos frente a la tribuna pude comprobar que iba vestido, como a él le gustaba presumir, de «pura lana inglesa» y percibí, tras sus lentes de miope, el brillo de la emoción. Los cantos y las consignas atronaban el aire. La concentración alcanzó tal magnitud que hasta los periódicos contrarios al Gobierno hubieron de admitir al día siguiente su enorme tamaño. Se habló de una cifra por encima del millón de personas. La emoción compartida, la voluntad que en ella palpitaba hacían inimaginables la humillación o la derrota. Bien entrada la noche, Allende habló con pasión contenida, expresando la firme convicción de que el paro patronal y «la sedición» –entonces en marcha– serían derrotados. La subida del precio del cobre, anunció, permitiría importar alimentos y materias primas. Los años de presidencia que le quedaban los culminaría junto al pueblo, dijo. Luego nos fuimos dispersando lentamente...
Poco después, Joaquín Leguina nos deja el relato de las primeras horas del golpe: Eran las seis y media de la mañana del martes 11 de septiembre cuando sonó el teléfono. «Despierta, que la cosa se está poniendo fea. La Marina está tomando Valparaíso. El golpe está en marcha», dijo la voz. Comenzaba un largo día. El urbanista Jordi Borja, a quien yo había tratado en París, había llegado a Santiago con su compañera, Carmen, a mediados de agosto para impartir un curso en la Universidad Católica, fue el segundo en llamar. Le dije que se vinieran a nuestra casa y lo hicieron. A las ocho y cuarto, Radio Corporación emitió un discurso de Allende. Poco después –según supimos ese mismo día–, el presidente de la República recibió una llamada del Ministerio de Defensa, ocupado ya por los sediciosos. Al otro extremo del citófono, el almirante Carvajal lo conminó a rendirse, ofreciéndole un avión para él, su familia y sus colaboradores, que les llevaría al extranjero. Con palabras duras, Allende rechazó la oferta. El citófono quedó abierto y los allí presentes pudieron escuchar con espanto las palabras que Carvajal, ignorante del descuido, dirigía a sus subordinados: «Tenemos que matarlos como a ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende». No eran las nueve cuando varias unidades del ejército y los tanques del Segundo Regimiento de Blindados se colocaron frente a La Moneda; al tiempo, la Fuerza Aérea comenzó a bombardear las emisoras de la Unidad Popular.
«Ahora se dirige a los trabajadores de todo el país el Presidente de la República, Salvador Allende, directamente desde el palacio presidencial», dijo el locutor. Se escuchó la voz de Allende con chisporroteos iniciales a causa de las interferencias. Luego se normalizó la transmisión. Según supimos pocas horas más tarde, Allende improvisaba el discurso sosteniendo un viejo teléfono a magneto: «Seguramente ésta será la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes –comenzó–. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores. El pueblo debe defenderse, pero no debe dejarse arrasar ni acribillar. Tampoco debe humillarse». Estas últimas palabras me hicieron dar un respingo. Miré a mis amigos; sus caras estaban pálidas y una lágrima, una sola, resbaló desde el ojo derecho de mi mujer hasta su boca.
Allende concluyó su discurso: «Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».
– Es una despedida –dije.
– ¿Qué? –me preguntó Jordi Borja a mi lado.
– Que no hay nada que hacer. Que no dispone de un solo regimiento. Que todo está perdido –concluí. 
Lo que sigue después es el relato pormenorizado de la visita a la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, aún de cuerpo presente, ya registrada por la policía secreta chilena, la siniestra DINA, las primeras noticias de detenciones masivas y asesinatos indiscriminados, y las peripecias del narrador y otros españoles y chilenos hasta que consiguen refugiarse en la Embajada de España gracias a las gestiones y buenos oficios del embajador. Al final de su relato, Leguina se centra en el retrato del general Pinochet: La catadura moral del asesino que ordenaba a sus sicarios la matanza queda, a mi juicio, añade, retratada de cuerpo entero al leer la carta que envió a una de sus víctimas, a Carlos Prats, cuando éste le dio paso para que ocupara la cúpula del Ejército. La carta, añade, lleva fecha del 7 de septiembre de 1973, cuatro días antes del golpe, y en sus párrafos más significativos dice lo siguiente: «Es mi propósito manifestarle, junto a mi invariable afecto, mis sentimientos de sincera amistad, cimentada en las delicadas circunstancias que nos ha correspondido enfrentar [...] Tenga usted la seguridad de que quien le ha sucedido en el mando del Ejército, queda incondicionalmente a sus gratas órdenes, tanto en lo profesional como en lo privado y personal». Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, idea con la que nunca he comulgado. Cuando muchos años después, y precisamente de la mano de Joan Garcés –verdadero impulsor, en este caso, de la acción de la justicia en la Audiencia Nacional española– el ya exdictador fue a parar a una clínica londinense para intentar burlar la acción de la justicia que iba a procesarlo en España, sólo sentí renacer en mí un profundo desprecio y no encontré en mi interior el regusto de ver al asesino ante la mirada de sus víctimas: porque eso es imposible. Ahora bien, cuando –ya en vísperas de su muerte– descubrieron los enormes chanchullos económicos de él y de su familia, me agradó sobremanera que lo trataran como lo que también era: un ladrón. Un patriotismo, el suyo, que resultó ser –esta vez sí– el refugio de un miserable, concluye diciendo.
En los enlace citados más arriba pueden leer completa la emocionada recreación de lo vivido por el autor en aquellos fatídicos días de septiembre de 1973, en el Chile sometido que iniciaba ya la tenebrosa dictadura militar de Pinochet. Les aseguro que merece la pena leerlos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt