Si hace unos días traje hasta el blog mi emocionado recuerdo y homenaje a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, hoy traigo el relato que del golpe de estado del general Augusto Pinochet en Chile, ocurrido también un 11 de septiembre, pero de 1973, publica Revista de Libros en primerísima persona, el profesor Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad Autónoma de Madrid (1983-1995), que estaba en Chile durante los días que precedieron y siguieron al golpe.
Y el próximo día 21 de septiembre se cumplen también los cuarenta años del asesinato en Washington del que fuera ministro de asuntos exteriores de Allende, Orlando Letelier, presmiblemente a manos de los servicios secretos de Pinochet con la complicidad, nunca probada, del gobierno estadounidense. Les animo a leer la crónica que de esa efeméride escribe en El País la investigadora Silvia Ayuso.
El 4 de septiembre de 1973, dice Leguina al comienzo, se celebró en Santiago de Chile el tercer aniversario de la presidencia de Salvador Allende. Era difícil avanzar entre la multitud que desde los cuatro puntos cardinales se dirigía a la plaza de la Constitución. Allí, junto a la fachada norte de La Moneda, se había levantado un estrado sobre el cual, en filas escalonadas, se sentaban los dirigentes de los partidos de la Unidad Popular. Si la memoria no me engaña, el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, y Carlos Altamirano, el del Partido Socialista, se defendían del fresco mediante unos ligeros ponchos que llevaban puestos sobre sus hombros. En el centro de la primera fila estaba Salvador Allende. Cuando pasamos frente a la tribuna pude comprobar que iba vestido, como a él le gustaba presumir, de «pura lana inglesa» y percibí, tras sus lentes de miope, el brillo de la emoción. Los cantos y las consignas atronaban el aire. La concentración alcanzó tal magnitud que hasta los periódicos contrarios al Gobierno hubieron de admitir al día siguiente su enorme tamaño. Se habló de una cifra por encima del millón de personas. La emoción compartida, la voluntad que en ella palpitaba hacían inimaginables la humillación o la derrota. Bien entrada la noche, Allende habló con pasión contenida, expresando la firme convicción de que el paro patronal y «la sedición» –entonces en marcha– serían derrotados. La subida del precio del cobre, anunció, permitiría importar alimentos y materias primas. Los años de presidencia que le quedaban los culminaría junto al pueblo, dijo. Luego nos fuimos dispersando lentamente...
Poco después, Joaquín Leguina nos deja el relato de las primeras horas del golpe: Eran las seis y media de la mañana del martes 11 de septiembre cuando sonó el teléfono. «Despierta, que la cosa se está poniendo fea. La Marina está tomando Valparaíso. El golpe está en marcha», dijo la voz. Comenzaba un largo día. El urbanista Jordi Borja, a quien yo había tratado en París, había llegado a Santiago con su compañera, Carmen, a mediados de agosto para impartir un curso en la Universidad Católica, fue el segundo en llamar. Le dije que se vinieran a nuestra casa y lo hicieron. A las ocho y cuarto, Radio Corporación emitió un discurso de Allende. Poco después –según supimos ese mismo día–, el presidente de la República recibió una llamada del Ministerio de Defensa, ocupado ya por los sediciosos. Al otro extremo del citófono, el almirante Carvajal lo conminó a rendirse, ofreciéndole un avión para él, su familia y sus colaboradores, que les llevaría al extranjero. Con palabras duras, Allende rechazó la oferta. El citófono quedó abierto y los allí presentes pudieron escuchar con espanto las palabras que Carvajal, ignorante del descuido, dirigía a sus subordinados: «Tenemos que matarlos como a ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende». No eran las nueve cuando varias unidades del ejército y los tanques del Segundo Regimiento de Blindados se colocaron frente a La Moneda; al tiempo, la Fuerza Aérea comenzó a bombardear las emisoras de la Unidad Popular.
«Ahora se dirige a los trabajadores de todo el país el Presidente de la República, Salvador Allende, directamente desde el palacio presidencial», dijo el locutor. Se escuchó la voz de Allende con chisporroteos iniciales a causa de las interferencias. Luego se normalizó la transmisión. Según supimos pocas horas más tarde, Allende improvisaba el discurso sosteniendo un viejo teléfono a magneto: «Seguramente ésta será la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes –comenzó–. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores. El pueblo debe defenderse, pero no debe dejarse arrasar ni acribillar. Tampoco debe humillarse». Estas últimas palabras me hicieron dar un respingo. Miré a mis amigos; sus caras estaban pálidas y una lágrima, una sola, resbaló desde el ojo derecho de mi mujer hasta su boca.
Allende concluyó su discurso: «Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».
– Es una despedida –dije.
– ¿Qué? –me preguntó Jordi Borja a mi lado.
– Que no hay nada que hacer. Que no dispone de un solo regimiento. Que todo está perdido –concluí.
Lo que sigue después es el relato pormenorizado de la visita a la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, aún de cuerpo presente, ya registrada por la policía secreta chilena, la siniestra DINA, las primeras noticias de detenciones masivas y asesinatos indiscriminados, y las peripecias del narrador y otros españoles y chilenos hasta que consiguen refugiarse en la Embajada de España gracias a las gestiones y buenos oficios del embajador. Al final de su relato, Leguina se centra en el retrato del general Pinochet: La catadura moral del asesino que ordenaba a sus sicarios la matanza queda, a mi juicio, añade, retratada de cuerpo entero al leer la carta que envió a una de sus víctimas, a Carlos Prats, cuando éste le dio paso para que ocupara la cúpula del Ejército. La carta, añade, lleva fecha del 7 de septiembre de 1973, cuatro días antes del golpe, y en sus párrafos más significativos dice lo siguiente: «Es mi propósito manifestarle, junto a mi invariable afecto, mis sentimientos de sincera amistad, cimentada en las delicadas circunstancias que nos ha correspondido enfrentar [...] Tenga usted la seguridad de que quien le ha sucedido en el mando del Ejército, queda incondicionalmente a sus gratas órdenes, tanto en lo profesional como en lo privado y personal». Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, idea con la que nunca he comulgado. Cuando muchos años después, y precisamente de la mano de Joan Garcés –verdadero impulsor, en este caso, de la acción de la justicia en la Audiencia Nacional española– el ya exdictador fue a parar a una clínica londinense para intentar burlar la acción de la justicia que iba a procesarlo en España, sólo sentí renacer en mí un profundo desprecio y no encontré en mi interior el regusto de ver al asesino ante la mirada de sus víctimas: porque eso es imposible. Ahora bien, cuando –ya en vísperas de su muerte– descubrieron los enormes chanchullos económicos de él y de su familia, me agradó sobremanera que lo trataran como lo que también era: un ladrón. Un patriotismo, el suyo, que resultó ser –esta vez sí– el refugio de un miserable, concluye diciendo.
En los enlace citados más arriba pueden leer completa la emocionada recreación de lo vivido por el autor en aquellos fatídicos días de septiembre de 1973, en el Chile sometido que iniciaba ya la tenebrosa dictadura militar de Pinochet. Les aseguro que merece la pena leerlos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt