martes, 29 de agosto de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Bin Laden, abatido en Pakistán. [Publicada el 02/05/2011]









Osama Bin Laden, el terrorista más buscado del mundo desde hace diez años, ha sido abatido por un comando de las fuerzas especiales del ejército de los Estados Unidos en la madrugada del día 1 de mayo en la casa donde se ocultaba, en las afueras de Islamabad, la capital de Pakistán.
La información puede leerse con exhaustividad en la edición electrónica del diario El País de hoy, y es cabecera indiscutible en todos los diarios, televisiones y medios de comunicación del mundo entero.
He tenido mis dudas en cuanto a los términos en los que titular esta entrada del blog: ¿muerto, asesinado, ajusticiado, ejecutado, abatido? En las cabeceras citadas se puede encontrar de todo. No me alegra su muerte. Hubiera preferido que lo capturaran con vida, que hubiera sido sometido a juicio y condenado por un tribunal legítimo. Pero mi hipocresía no llega al extremo de negar que el mundo respira hoy más tranquilo; que los terrorista saben hoy, más que ayer, que van a pagar sus crímenes se tarde lo que se tarde y cueste lo que cueste; que el terror nunca va a vencer a la libertad. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt 












lunes, 28 de agosto de 2023

Del incierto futuro





 



Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Juan Gabriel Vásquez, va del incierto futuro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Meditaciones a partir de una mudanza
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
23 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Por estos días terminé de empacar, en 152 cajas de cartón, los libros de mi biblioteca, y lo primero que se me vino a la mente cuando se cerró la última caja fue una frase que le escribió Flaubert a Louise Colet, su amante ocasional y su cómplice literaria: “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”. Yo no llegué a contar los míos, porque en una mudanza no hay tiempo para esos cuidados de neurótico, y mucho menos cuando lo que se empaca no es una biblioteca, sino 11 años de vida en los cuales cada objeto tiene su historia y parece desesperado por contarla. Y a veces hay que detenerse y ponerle atención: nuestras cosas saben de nosotros verdades que nosotros ignoramos, y es mucho lo que podemos aprender de lo que somos, o de la persona en que para bien o para mal nos hemos convertido, cuando recordamos de dónde salieron y cuánto tiempo han pasado con nosotros, y sobre todo cuando decidimos si las llevamos a un destino nuevo o las condenamos sin misericordia al basurero del olvido.
Pero me desvío. Decía que no sé cuántos libros puse en esas cajas que cruzarán el Atlántico, pero sí que dejé atrás una cuarta parte, por lo menos, de la colección que se me ha ido acumulando desde que me fui de esa misma ciudad por primera vez, hace 27 años; y al hacerlo tuve que rendirme a una revelación que nunca, en ninguna de las cuatro mudanzas totales que he hecho en mi vida itinerante, cerrando una vida para siempre y abriendo una nueva en un lugar distinto, me había asaltado con tanta fuerza: hay libros que ya nunca voy a leer. Parece una circunstancia banal, pero todo lector de verdad llega tarde o temprano a un momento de su madurez cuando comienza a hacer cuentas, y se da cuenta de que puede saber, con poco margen de error, cuántos libros caben en el tiempo que le queda de vida. Yo llevo poco más de 30 años leyendo literatura de la forma en que lo hago hoy en día, no como pasatiempo sino como vicio incurable; y, salvo accidente o enfermedad azarosa, nada me impide creer que me quedan otros 30 años de lectura. La diferencia entre los años que vienen y los que han pasado es el vértigo de saber que ya no hay tiempo para todo.
No es distinto, acaso, lo que nos pasa con la gente. El tiempo es limitado, y yo he comprendido que solo puedo gastar el mío con dos tipos de personas: las que me enriquecen y las que me necesitan. Pero estas son palabras amplias en las que caben muchas cosas, desde las amistades probadas a lo largo de varios años hasta las más recientes (que no precisan de mucho tiempo para instalarse en nuestras vidas con la descarada solidez de lo imprescindible), pasando por los minutos breves que compartimos con un desconocido interesante; y muchos suelen serlo si uno sabe mirar con atención y escuchar con interés genuino, y si no apaga la imaginación, que es la única herramienta que tenemos para entrar en la vida escondida de los otros. En esas vidas secretas, en las vidas ocultas o recónditas de la gente con la cual nos cruzamos todos los días, siempre está ocurriendo algo interesante. Cualquier encuentro, si uno tiene los sentidos despiertos y la curiosidad no está en modo avión, puede abrir una ventana hacia las habitaciones ajenas donde podemos ver, cada uno de nosotros, cómo viven los demás su vida entera.
Su vida entera: así lo dijo Ford Madox Ford, el autor de esa maravilla que es El buen soldado, un libro de 1915 que en nuestra lengua se conoce o se lee menos de lo que nos gustaría a sus proselitistas irredentos. (Cada vez que Rodrigo Fresán recluta a un nuevo lector, por ejemplo, me lo cuenta con el mismo orgullo con que suele dar la noticia de haber terminado un nuevo libro). Se trata de una novela breve y bellísima cuyos logros se pueden medir con su primera frase: “Esta es la historia más triste que he oído jamás”. Así es: pues el hecho de que el resto de las páginas estén a la altura de esas palabras atrevidas, de que sean capaces de no desmerecer ni quedar en ridículo, es la mejor carta de recomendación que se me ocurre. La novela habla entre muchas otras cosas de la dificultad insondable de conocer a los demás, o de la inutilidad de nuestros juicios, que siempre son precarios, o de lo sorprendentes e impredecibles que son los otros seres humanos, y no siempre para bien (o casi nunca). “No sé nada –nada en absoluto– del corazón humano”, dice Dowell, el narrador de la novela. Lo que nos cuenta es una indagación, hecha al azar de las revelaciones y los descubrimientos, en los secretos de los otros, lo que callan u ocultan, todo lo que se mueve detrás de sus máscaras y sus imposturas; y mientras cuenta la historia de los otros, los lectores nos vamos percatando de que tampoco él, ese narrador, es como sospechábamos: también él tiene otra cara.
Me gustan las ficciones que son también una metáfora de la lectura de ficción: que ponen en escena, de formas indirectas o laterales, nuestra curiosidad insaciable por las vidas de los otros. Por supuesto que uno nunca sabe con total certeza por qué acaba dedicándose a escribir novelas, aunque los novelistas nos llenemos la boca frecuentemente con palabras largas y grandilocuencias bien estudiadas, pero una de las razones más claras para leerlas debe ser esa insatisfacción insoportable: tenemos solamente una vida y estamos encerrados en ella, fatalmente condenados a mirar el mundo desde el mismo lugar —desde los mismos ojos, desde la misma conciencia— hasta el día de nuestra muerte. La lectura de ficción, aparte de un vicio de justificación difícil (pero que no debería necesitar justificación ninguna, como no la necesita ningún vicio que se respete), es una de las pocas maneras medianamente eficaces que hemos inventado los seres humanos para lidiar con los crueles límites de nuestras existencias monótonas y confinadas: para tener más vidas, sí, para ser otros, para saber hasta donde pueda saberse cómo es vivir siendo otra persona.
Si no me equivoco, es la misma razón por la que la gente toma hongos o se droga de otras formas, o lleva vidas paralelas (la exploración, como decía el poeta Robert Frost, de los caminos que no hemos tomado), o cierra una vida en un lugar para inventarse una nueva en otro, a veces haciéndolo por su cuenta y riesgo, a veces llevándose consigo a toda su familia. La insatisfacción nos agobia de mil maneras distintas, y de distintas maneras respondemos. Creo que era Harold Bloom el que decía que la ficción no sería necesaria si los seres humanos viviéramos 150 años: pues en vidas más largas podríamos tal vez conocer a personas suficientes para saciar nuestra sed de experiencia, o por lo menos conoceríamos mejor a los que conocemos someramente en nuestras vidas limitadas. Pero no tenemos esos años de más: nuestras vidas son cortas; peor aún, son una sola. Para vivir cuanto queremos vivir, para entendernos y entender a los otros tan bien como quisiéramos, tenemos pocas facultades. “¡Qué sabios seríamos si conociéramos solamente cinco o seis libros!”, escribe Flaubert. ¿Cuáles son? Yo sé cuáles son los míos. Pero sé también que no serán los de otra persona.






























[ARCHIVO DEL BLOG ] Populismos. [Publicada el 26/08/2014]










El Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994) dirigido por Norberto Bobbio le dedica nada menos que once páginas de apretado texto a dos columnas a la voz "populismo", a la que define como aquella fórmula política por la cual el pueblo, considerado como conjunto social homogéneo y como depositario exclusivo de valores positivos específicos y permanentes, es fuente principal de inspiración y objeto constante de referencias. Para el populismo, dice más adelante, el pueblo es asumido como mito más allá de una definición terminológica, a nivel lírico y emotivo. El llamado a la fuerza regenerante del mito, y el mito del pueblo es el más fascinante y el más oscuro y al mismo tiempo el más funcional en la lucha por el poder político, concluye la entrada, está latente aun en la sociedad más articulada y compleja, más allá del orden pluralista, listo para materializarse en los momentos de crisis. 
Así pues, los populismos de derecha y los populismos de izquierda, apelan ambos al pueblo como algo homogéneo y sin fisuras ideológicas. El primero, apelando a una superioridad moral de valores del conjunto de ese pueblo personificado en una nación real o imaginaria. El segundo, apelando a esa misma superioridad moral, real o supuesta, en esta caso de una clase, la trabajadora, que por el mero hecho de serlo asume todo el protagonismo político.
En las entradas que dediqué hace unos días al pensamiento del filósofo italiano Norberto Bobbio, reproducía su argumentación de que las posiciones políticas de extrema derecha empujan a la derecha política clásica hacia el centro político. Y que por la misma razón, las posiciones políticas de extrema izquierda, empujan hacia el centro político a la izquierda clásica, resultando pues, para Bobbio, que es en el centro político (de izquierdas o de derechas), donde se hace posible el ejercicio de la política democrática.
En España, ahora mismo, el problema de la derecha, representada por el partido popular, es que no tiene a nadie más a su derecha que le empuje hacia el centro; a su derecha solo se abre el abismo de grupúsculos políticos sin la menor relevancia social o política. El problema de la izquierda española, representada por el partido socialista e izquierda unida, es que a su izquierda sí existe una izquierda populista y una izquierda nacionalista que, exacerbando el mito de la clase o el mito de la nación (supuesta, inventada o real) empuja a la izquierda posible hacia el lado contrario al de su ubicación natural, el centro-izquierda político, en la creencia de que es ahí donde se encuentra su electorado potencial. Creo que se equivoca. Y esa es la ecuación que la izquierda española tiene que resolver si quiere volver a ser opción de gobierno: decidir si están por el populismo, es decir, por el mito de la clase o el mito de la nación como algo homogéneo, o por el pueblo real como conjunto de ciudadanos, que conforman una sociedad plural con legítimas opciones diversas e ideologías diferentes que buscan vivir y crecer unidos en paz y armonía, incluso con lo que no piensan, también legítimamente, como ellos. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt


















domingo, 27 de agosto de 2023

De los mundos compartidos

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Rafael Narbona, va de los mundos compartidos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Karl Jaspers: edificar un mundo compartido
RAFAEL NARBONA 
13 JUN  2019 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Karl Jaspers no es un filósofo de moda, pero durante la dictadura nazi se puso de manifiesto su extraordinario temple moral. Casado con una judía, se mantuvo a su lado, aceptando toda clase de penalidades, incluida la pérdida de su cátedra. Su vida es una confirmación de su filosofía: sólo es posible conocer lo que somos cuando nos enfrentamos con experiencias límite, como el sufrimiento, la culpabilidad o la muerte.
Karl Jaspers consideraba que, en la filosofía, lo esencial no son las respuestas, sino las preguntas. No todas las preguntas poseen la misma importancia. Entre las que consideramos esenciales, hay una que no se cansa de exigir una explicación: «¿Por qué existe el mal?» En una conferencia de 1935, Jaspers nos recordaba que –según Kant– el mal radical surge cuando la conciencia subordina el cumplimiento de la ley moral a la satisfacción de nuestras exigencias particulares de felicidad. El mal no es un objeto ni un hecho, sino una intención afincada en la dimensión inteligible de la condición humana. Su morada está en el fondo íntimo del ser personal. Karl Jaspers observa que la ley incondicionada de Kant es un principio carente de objetivación. La objetivación sólo se plasma por medio de una legislación positiva o, en un sentido trascendente, como amor a Dios, entendido como «la totalidad de mi amor, de donde dimana la posibilidad de amar todo lo que es ser verdadero y por el que nada se pierde, dado que cada partícula queda imantada hacia el sitio que le corresponde por su propio rango».
Hay en el mal radical un profundo nihilismo, una complacencia con la muerte, que incluye el desprecio del ser en todas sus manifestaciones. Hitler profetiza el fin de la humanidad si su «gran política» fracasa y Stalin, con una filosofía de la historia semejante, entiende que la muerte como fenómeno de masas no es un problema moral, sino una «cuestión de Estado» que no puede juzgarse en términos éticos sin incurrir en una reprobable ingenuidad. El Estado totalitario no legisla para garantizar derechos, sino para asegurar la supervivencia de una idea, el cumplimiento de una misión trascendental, que resolverá las contingencias del presente. Este planteamiento se ajusta a la definición kantiana de mal radical, pues afecta al principio del «querer». Hay una voluntad pervertida que ignora la norma moral, alegando la prioridad de una ideología, donde la humanidad –reelaborada por la política totalitaria– conseguirá al fin la felicidad. Una felicidad excluyente, pero definitiva.
No es un razonamiento original. De hecho, siempre se ha considerado que la realización histórica del bien no puede estar lastrada por consideraciones individuales. Lo infinitamente pequeño no puede condicionar la consumación de un proyecto político que afecta a generaciones enteras. El hombre sólo es un punto insignificante en la marea de la historia. No se condena a un gobierno por los accidentes sufridos en la consecución de los objetivos, sino por la meta obtenida. La razón respalda una forma de argumentar que despierta una repugnancia invencible en el terreno moral. Hay que aceptar, por tanto, que «la esencia del mal radical está en nuestra racionalidad, pero razón es también el fundamento del acto moral y razón es la visión de lo bello». Es lo que sostiene Jaspers al explorar las paradojas de la reflexión kantiana sobre el origen del mal radical y la posibilidad de sustraerse a ese querer negativo, donde el anhelo de felicidad posterga la obligación moral. No importa que, con un falso altruismo, se apele a la felicidad ajena o al bienestar de la humanidad. Es inaceptable aplazar o postergar el bien por una necesidad inmediata, que justifica acciones basadas en el desprecio de la vida. Este es el horizonte donde convergen Auschwitz, Hiroshima y las fosas de Katyn. La sangre de inocentes nuca puede ser el precio de un futuro más justo.
Auschwitz no pertenece a nadie, salvo a las víctimas que murieron entre sus alambradas. Se concibió como una fábrica de procesamiento de residuos, pero la connivencia de la tecnología industrial con el crimen sólo acentuó el desprecio por la vida. Auschwitz pretendió convertirse en un desagüe que limpiara el mundo de la imperfección y lo indeseable, pero si la derrota de Alemania no se hubiera producido, habría continuado su labor hasta vaciar el mundo y autodestruirse. Hitler se quitó la vida para no caer en manos del Ejército Rojo. Su suicidio era inevitable con independencia de los hechos. Pese a sus proyectos faraónicos, esbozados en las maquetas de Albert Speer, apenas podía encubrir la inanidad de su proyecto político, una distopía que se sostenía en un estado de excepción permanente. Para el totalitarismo, no hay inocentes. Quienes están al otro lado de la alambrada siempre son candidatos potenciales a la reclusión y el exterminio. El totalitarismo representa la muerte de la política, es decir, del diálogo con el otro, del entendimiento mediante la palabra. El yo necesita al otro para existir, expandirse y crecer. Fuera del diálogo –necesario, constituyente–, lo que resta ya no es humano. El mal radical es la antesala de esta situación, donde el «querer» se convierte en «padecer» y el verdugo se perfila como el último hombre, pues es el único que conserva la condición de sujeto en un sistema basado en una relación asimétrica con el otro. En una dictadura, el yo sólo se relaciona con el otro para cosificarlo, justificando de ese modo su dominación y aniquilación. La historia deviene en naturaleza, regresando a un estado premoral. Es el fin de la política, la actividad que ha rescatado al hombre del automatismo del instinto.
El primer paso de la política es reconocer el derecho del otro a la vida y a la libertad. La política es una creación estrictamente humana. Por eso, es un humanismo radical que combate la deshumanización de los regímenes totalitarios. Si Auschwitz representa el apogeo de lo inhumano, la concepción del hombre como absoluto moral implica fundir el ejercicio de la memoria con la esperanza de un futuro siempre abierto al diálogo y la diversidad. La recuperación del pasado no es mera arqueología, sino responsabilidad con la humanidad ausente. Si las víctimas caen el olvido, su dolor se hará banal. Habrán muerto para nada, pues no serán nada para los vivos. Los genocidios nacen con el propósito de destruir a comunidades enteras, borrando de la faz de la tierra su historia y tradiciones. Cualquier programa de exterminio incluye entre sus objetivos el idioma, la literatura, la arquitectura, la religión, las leyes civiles, los símbolos y los mitos. El propósito final es no dejar nada, revertir la historia hasta el extremo de borrar cualquier vestigio, logrando que no sobreviva ninguna prueba de que el pueblo masacrado alguna vez existió. La memoria debe mantenerse alerta, conspirar contra esa intención criminal, rescatando los restos que han sobrevivido a la voluntad de exterminio. Se trata de una especie de arqueología moral que intenta hacer justicia a los muertos. Para preservar los derechos de las generaciones futuras, hay que garantizar la presencia de las víctimas, frenando cualquier maniobra orientada a minimizar los crímenes y propagar el olvido.
La misión de la política es «edificar un mundo compartido», afirma Karl Jaspers. Sólo será posible mediante la palabra. La palabra permitirá avanzar hacia un mañana en el que «la dignidad humana coincidiría con la condición humana en la Tierra» (Hannah Arendt). En una época en la que el populismo y el nacionalismo han unido sus fuerzas, conviene releer a Karl Jaspers, que nos recuerda una y otra vez que lo más valioso del ser humano es su capacidad de hablar, razonar y amar.
































[ARCHIVO DEL BLOG] Sic transit gloria mundi. [Publicada el 06/10/08]











"Sic transit gloria mundi" es una locución latina que significa literalmente: Así pasa la gloria del mundo, y que se utiliza para señalar lo efímero de los triunfos. El origen de la expresión parece provenir de un pasaje de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis(1380-1471) en la que aparece la frase "O quam cito transit gloria mundi" (Oh, qué rápido pasa la gloria del mundo"). Es una frase que se utiliza durante la ceremonia de coronación de nuevos papas, en donde en cierto momento un monje interrumpe el acto, muestra unas ramas de lino ardiendo y cuando se han consumido dice "Sancte Pater, sic transit gloria mundi" (Santo Padre, así pasa la gloria del mundo) recordando al Papa que a pesar de la tradición y la grandilocuencia de la ceremonia, no deja de ser un mortal. También se puede encontrar la expresión en muchos cementerios inscrita en la tumba de personajes famosos o populares en su época.
El economista e historiador Raimundo Ortega, publica en el último número de Revista de Libros un interesante artículo "Greenspan y la crisis financiera", en el que aprovecha, para hacer un sabroso comentario crítico de dos libros de reciente aparición: LA ERA DE LAS TURBULENCIAS. AVENTURAS DE UN MUNDO NUEVO, de Alan Greenspan, Ediciones B, Barcelona, y THE TRILLION DOLLAR MELTDOWN. EASY MONEY, HIGH ROLLERS, AND THE GREAT CREDIT CRASH, de Charles R. Morris, Public Affairs, Nueva York) y dejar constancia de sus propias reflexiones sobre la crisis del sistema financiero estadounidense. No digo que lo disfruten porque el horno no está para bollos, pero al menos sirve de reflexión, no cae en la demagogia y pone las cosas en sus justos términos. HArendt