miércoles, 17 de mayo de 2023

De las relaciones internacionales

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del editor Nathan Gardels, va de las relaciones internacionales. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









Biden ha pisado donde Trump sólo tuiteaba
NATHAN GARDEL
08 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Si Joe Biden, que acaba de declarar que volverá a presentarse como candidato a la presidencia de Estados Unidos, no hubiera derrotado a Donald Trump en las últimas elecciones, Ucrania estaría hoy en manos de Rusia. Trump ni habría podido ni habría movilizado a los aliados de Estados Unidos para que se unieran y frustraran la agresión de Putin.
En otros aspectos, como la desglobalización del “America First” y la confrontación con China, Biden ha pisado donde Trump sólo tuiteó. Al hacerlo, ha entrado en un laberinto geopolitico que atrapa a Occidente en una serie de contradicciones de las que no será fácil escapar.
La reacción contra décadas de hiperglobalización, que repartió la riqueza entre los nuevos ganadores de las economías emergentes al tiempo que vaciaba la base manufacturera de los países más avanzados, sobre todo Estados Unidos, ha agotado su primera oleada de populismo reactivo y está entrando en la fase de reconstrucción de la construcción nacional competitiva.
Biden se apoya en un consenso creciente en todo el espectro político estadounidense a favor de lo que solía denominarse “política industrial” para restaurar la destreza perdida de la nación mediante la intervención estatal. Este cambio se manifiesta en sus principales iniciativas: la Ley de Reducción de la Inflación, la mayor inversión en transición hacia la energía verde de la historia de Estados Unidos, y la Ley CHIPS, destinada a reconstruir la autosuficiencia y asegurar las cadenas de suministro para la fabricación de semiconductores.
No es insignificante que múltiples análisis muestren que los principales beneficios de los nuevos puestos de trabajo e instalaciones de producción irán a parar a los bastiones republicanos de los estados rojos, especialmente el Medio Oeste meridional. Esta alineación augura una atenuación de la creciente polarización política que dio lugar al movimiento MAGA. Si las guerras culturales se enfrían en lugar de calentarse, esto es un buen augurio para la reelección de Biden.
Cuando la principal economía del mundo se vuelca en la construcción de una nación que trata de deshacer las dependencias y dislocaciones de la hiperglobalización que una vez fomentó, implica necesariamente desentrañar las estructuras de interdependencia del mercado para aquellos “ganadores” que diseñaron su estrategia económica en consecuencia. Lo que es “nacionalismo económico positivo” para el amplio electorado estadounidense al que apelan las políticas de Biden es visto como “proteccionismo negativo” por aquellos que ahora saldrán perdiendo.
A su vez, se moverán para proteger sus propias economías de las desventajas a las que se enfrentan si se aferran a las reglas de comercio abierto y libre mercado de la era posterior a la Guerra Fría, abandonadas por la potencia hegemónica que una vez lo mantuvo todo unido.
La IRA de Biden ha inquietado profundamente a los aliados de Estados Unidos, especialmente en Europa. Consideran que las subvenciones masivas a la producción nacional de tecnología de energías limpias absorben inversiones y puestos de trabajo del otro lado del Atlántico. Unidos geopolíticamente bajo la OTAN por el momento, Europa y Estados Unidos están enviando conjuntamente sus tanques a Ucrania. Pero, desde el punto de vista geoeconómico, cada uno va por su lado, tratando de implantar firmemente la producción de paneles solares, molinos de viento, baterías y vehículos eléctricos en su propio territorio.
Los líderes de Francia y Alemania persiguen su propio conjunto de subvenciones para contrarrestar las de Estados Unidos. El Plan Industrial Verde de la Comisión Europea ya está relajando las restricciones a las ayudas estatales. Aunque sus respuestas son todavía menos articuladas, los aliados de Estados Unidos en Asia, sobre todo Japón y Corea del Sur, están igualmente inquietos por el planteamiento de Biden.
La gran paradoja de este momento histórico es que la construcción nacional competitiva que pretende reparar los daños internos de la globalización está siendo impulsada por el imperativo planetario de hacer frente al desafío climático común.
El mundo en que vivimos hoy no está convergiendo como en la era de la globalización posterior a la Guerra Fría, ni se aparta totalmente de las premisas de un orden mundial liberal, que alimentó el ascenso de quienes ahora lo desafían. Más bien estamos atrapados en una interdependencia de contrarios en la que el alcance de la integración es en sí mismo territorio de contestación.
Esto ha quedado patente en las últimas semanas, cuando el presidente francés, Emmanuel Macron, y la presidenta de la Unión Europea, Ursula von der Leyen, fueron recibidos en audiencia por Xi Jinping en Pekín, poco después de que Xi fuera agasajado en Moscú por Vladimir Putin, afirmando la amistad “sin límites” que socorre al agresor en Ucrania frente a las sanciones impuestas por un Occidente resuelto.
Mientras Biden intenta contener a China como “rival estratégico” y desvincular los intercambios económicos que fomentaron su rápido ascenso hacia la prosperidad, Macron tomó el té con Xi en Guangzhou y se unió a lo que llamaron “una asociación estratégica global”. Volvió a casa con un gran contrato para que Airbus construya la flota de aviones comerciales de China.
Macron suplicó a Xi que convenciera a Putin para que se retirara de Ucrania, pero, siguiendo el ejemplo de Charles de Gaulle durante la Guerra Fría, también se distanció del conflicto de Taiwán, argumentando en nombre de la “autonomía estratégica” que Europa debería resistirse a convertirse en “vasalla” de Estados Unidos y no verse arrastrada a conflictos que no eran de su incumbencia. Por el contrario, debería esforzarse por convertirse en una “tercera superpotencia” en un mundo multipolar.
El año pasado, el canciller alemán Olaf Scholz también viajó a China con un alegato similar sobre Ucrania, pocos días después de aprobar la venta parcial del puerto de Hamburgo a una empresa china. Dado que el 40% del negocio de Volkswagen está en China, también llevó a sus ejecutivos y a los de otros gigantes industriales alemanes que buscan asegurarse el acceso al mercado en el futuro.
Antes de viajar a Pekín con Macron, von der Leyen expuso una visión más erizada de las políticas de Xi, declarando que están dirigidas a “un cambio sistémico del orden internacional con China en su centro... donde los derechos individuales están subordinados a la soberanía nacional” y “la seguridad y la economía tienen prioridad sobre los derechos políticos y civiles”.
Tratando de enhebrar la aguja transatlántica, ha abogado por “disociar, no desvincular” las relaciones con China para evitar una dependencia del tipo de Rusia en las cadenas de suministro críticas o el suministro de tecnologías de vanguardia al Estado y el refuerzo de su destreza militar.
Fue excluida de la pompa y la intimidad personal que el Emperador Rojo concedió a la Júpiter francesa. Está claro que el líder supremo de Pekín comprende que los poderes relevantes de Europa están en París y Berlín, no en Bruselas.
A su manera, los líderes de Japón nunca se enfrentarían directamente a Estados Unidos como Macron. Pero detrás de toda la postura kabuki, son aún más cautelosos que Francia sobre ser arrastrados a una batalla real en su propio vecindario con China, sobre la que descansa su prosperidad.
Está claro que hay muchos matices que desafían la fácil categorización de Biden de las tensiones globales entre democracias y autocracias. Más bien, existen conflictos entre Occidente y China en torno a unos valores, y luego hay conflictos de intereses entre quienes, dentro de Occidente, comparten los mismos valores.
Navegar por este laberinto vertiginosamente complejo hace casi imposible tanto para Estados Unidos como para sus aliados trazar un camino para salir del laberinto que no esté en contradicción consigo mismo.
Ni la Administración Biden ni los líderes europeos ignoran el nuevo aprieto en el que se encuentran. Pero su margen de maniobra no es amplio y vendrá determinado no sólo por lo que hagan Putin y Xi, sino por las constricciones de los electores en casa que han perdido la fe en que las respuestas a sus problema. Nathan Gardels es redactor jefe de Noema Magazine, cofundador y asesor principal del Instituto Berggruen.



























 




[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre niños y dioses. [Publicada el 17/06/2008]











Esta mañana hablaba mi hija pequeña conmigo sobre sus inminentes vacaciones de verano, que está planeando con todo detalle con su marido para que resulten un éxito... Me resultó curioso observar la diferente forma de ver la vida de una generación: la suya, y la mía... Ella organiza su vida como un plan a largo plazo; yo la organizo en plazos de veinticuatro horas y con el horizonte de "cuatro lunas" (que diría el protagonista de "Bailando con lobos") visto casi como una eternidad... 
Vicisitudes personales aparte, el día de hoy me está resultando bastante extraño, así que como suele ser habitual me refugio en mi mujer, mis hijas y, sobre todo, mis nietos, y por supuesto, mis libros... Y no tengo ánimo para graves disquisiciones, y menos aun, teológicas. 
Ayer me reconfortó sobremanera leer "Si leyeran bien la Biblia,dejarían de creer", la entrevista que Jesús Ruíz Mantilla, en El País Semanal, le hacía al profesor italiano Piergiorgio Odifredi, una especie de "bestia negra" para la curia vaticana, que reproduzco en el enlace de más arriba, y cuyos sarcásticos comentarios comparto. Sin beligerancia, eso sí, porque mi descreimiento no es combativo. 
Pero sobre todo disfruté con el bellísimo artículo del escritor Gustavo Martín Garzo titulado "La educación de los niños" que también publicaba El País. Ignoro si Martín Garzo es padre, supongo que sí, por lo que escribe y por como lo escribe. Yo, como abuelo, lo suscribo plenamente. 
En su artículo cita dos libros que recomiendo con énfasis: "El guardian sobre el centeno", de J.D. Salinger (Alianza, Madrid, 1997) y "Habíamos ganado la guerra", de Esther Tusquets (Ediciones B, Barcelona, 2007). He leído los dos y ambos me han parecido excelentes. La primera es una novela de culto entre los alumnos norteamericanos de Secundaria; una lectura obligada en los Institutos de aquel país, que relata en primera persona del singular la iniciación a la edad adulta de un joven inadaptado, caprichoso y consentido. La segunda, son las memorias de juventud de la escritora y editora catalana Esther Tusquets, un relato con el que me sentí absolutamente identificado cuando lo leí por muchas razones, no solo por el relato de vivencias personales muy similares, sino por la coincidencia de tiempo, lugar y circunstancia de muchas de las situaciones que cuenta. Y mañana..., pues será otro día. Espero que mejor. Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt














martes, 16 de mayo de 2023

De la crisis del liberalismo

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del politólogo Fernando Vallespín, va de la crisis del liberalismo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.










Al liberalismo le crecen los enanos (a izquierda y derecha)
FERNANDO VALLESPÍN
07 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

El marxismo ha muerto, la socialdemocracia ha muerto y el liberalismo no se encuentra del todo bien”. Así podríamos parafrasear hoy el conocido enunciado de Woody Allen sobre la muerte de Dios y Nietzsche, esta vez aplicado a las ideologías. Se trata, no hace falta decirlo, de una exageración. La socialdemocracia sigue con su mala salud de hierro habitual de las últimas décadas, y el liberalismo, al menos en lo que hace a la encarnación institucional de sus principios, opera sin alternativa. Su némesis, eso que hemos dado en llamar “iliberalismo”, ni siquiera es una ideología, es una forma de acción política, que es como Laclau entendía el populismo. Como mucho, ofrece un modelo de democracia distinto al liberal, caracterizado por intentar despejar cualquier límite a la acción de la voluntad mayoritaria, aunque en el camino transgreda valores como el pluralismo, la libertad de expresión y la tolerancia. Solo por el hecho de que su adversario ostente esa denominación, el liberalismo puede presumir de fortaleza; sus supuestas alternativas solo cobran identidad en tanto que espejo negativo de este. Por tanto, ¿de qué crisis estamos hablando? Y, si la hubiera, sería común a todas las demás ideologías.
Eso para empezar. Luego está la dificultad de delimitar a qué diablos nos referimos cuando hablamos de liberalismo. De Friedrich Hayek a John Rawls hay un mundo, pasando por toda una constelación de subespecies. El problema de toda teoría triunfante es que los enanos le crecen más en su interior que en su exterior. Y puede que sea aquí, en el hecho de que en estos momentos empiecen a cobrar fuerza sus enemigos, lo que explica esta nueva retórica de la crisis de lo que, por simplificar, llamaremos la “cultura de la libertad”, el mínimo común denominador que engloba a todas sus variedades. Lo que tiene desconcertados a autores que se predican de liberales, como Fukuyama o el propio Timothy Garton Ash y muchos otros nada sospechosos de no serlo, es que hoy sea atacado tanto por la derecha como por la izquierda. La derecha le acusa de haber abandonado los vínculos de la comunidad nacional, que habría sido reemplazada por un cosmopolitismo global, carecería de “comunidad de destino”. Habría hecho suyos, además, los valores de la élite cultural progresista, imbuida de una política de identidad rayando en lo woke. El resultado es la aparición del resentimiento en amplios sectores de la derecha, la sensación por parte de esta de que, como antiguo grupo cultural mayoritario en la sociedad, es ahora intimidado y preterido, empujándoselo a un papel minoritario.
La queja de la izquierda va en otra dirección. La acusación aquí es que se habría abandonado el principio de igualdad entre personas y grupos sociales, los supuestos principios clásicos de la tradición liberal. La nueva ortodoxia progresista se muestra intolerante hacia posiciones que no coinciden con sus valores y exige la aplicación del poder del Estado para hacerlos efectivos. No ya solo para reclamar nuevos derechos para las minorías, sino también una mayor distribución de recursos económicos y sociales. El enemigo sería, pues, tanto el así llamado neoliberalismo como los valores tradicionalistas.
Como vemos, eso que llamamos liberalismo quedaría sujeto a una pinza que lo presiona desde posiciones antagónicas. Con todo, parece haber coincidencia en que el neoliberalismo ha sido la mayor causa de la pérdida del alma del liberalismo. Edward Luce, del Financial Times, por ejemplo, imputa a sus élites el haber provocado el divorcio entre estas y los más menesterosos, favoreciendo así un casi generalizado grito de guerra contra los plutocrats, aristocrats and other rats. Lo curioso de esto último es que se entona desde ambos extremos del espectro político, no solo por parte de la izquierda. Y por ambos lados se le exige también más sustancia identitaria y menos individualismo privatista, aunque salta a la vista que unos defienden sobre todo la identidad nacional y otros el colorido archipiélago de identidades polimorfas. También menos veleidades tecnocráticas y —esto hay que decirlo en italiano— más passione, más atención a lo emocional.
Lo que se percibe, en suma, es que el liberalismo ha perdido impulso movilizador ilusionante y se ha petrificado escondiéndose detrás de la frialdad del derecho. Se habría reducido, pues, a la idea de un gobierno constitucional, a eso que entendemos por Estado de derecho. Es obvio que en éste han cristalizado sus ideales o principios básicos: la convivencia de individuos libres e iguales bajo un orden jurídico que respeta su dignidad moral y su autonomía y tolera el pluralismo de sociedades cada vez más complejas. Establece, por tanto, las reglas de juego de los sistemas democráticos dentro de las cuales se despliega toda la vida social. Ahora bien, estas imponen límites, pero no prejuzgan cómo hayamos de vivir cada cual. Sería la ideología del árbitro, no la de los jugadores. Y así es como se vive en nuestros días por parte de sus mayores críticos —y enemigos—, como constreñimientos ajenos a la espontaneidad social y limitadora de sus impulsos democráticos y sus convicciones y emociones profundas.
El trasfondo de esta situación es, desde luego, una insatisfacción casi generalizada con el funcionamiento de los sistemas democráticos y la dificultad por ir acompasándonos a la velocidad con la que se suceden los cambios sociales. Pero el que no nos guste el juego no significa que tengamos que apuntar a los árbitros o a las reglas básicas que lo sostienen. Ya dijimos que la fortaleza del liberalismo es que sigue siendo la opción menos mala. ¿Acaso alguna otra tiene una mayor capacidad para integrar el creciente pluralismo y diversidad? Lo que está ocurriendo con el liberalismo puede que tenga menos que ver con el liberalismo en sí que con la propia deriva de la sociedad. La crisis del liberalismo es expresiva del vaciamiento de lo ideológico y, por ahora al menos, de una alternativa clara a la función orientadora que en su día cumplieran las ideologías. Ninguna es capaz de acoger la nueva complejidad. Ahora navegamos sin mapas y por ese hueco se van colando las políticas identitarias y florece el recurso a la emocionalidad primaria. Es de agradecer, por tanto, que quien está al timón durante la tormenta sea una ideología fría y racional.
Con todo, el liberalismo no se encontraría en una posición tan vulnerable si no fuera en parte culpable de su estado actual. Entre las cuestiones desdeñadas se encuentran algunas tan relevantes como la aceptación neoliberal de la creciente desigualdad social, la insuficiente integración social y política de los inmigrantes, los fracasos en la prevención de las migraciones y el cambio climático, etcétera. Las amenazas, no solo las ideológicas, son formidables, y la reacción, teórica al menos, no puede esperar. En su definición de la sociedad abierta, Karl ­Popper afirmaba que la apertura de esta consistía en “liberar los poderes críticos del ser humano”, mientras que las sociedades cerradas estaban “sujetas a fuerzas mágicas”. “Apertura” significaba, por tanto, el ser capaz de aceptar sus propias imperfecciones e insuficiencias y a partir de ahí decidir su propio rumbo, no limitarse a aceptar lo dado. Me temo que el liberalismo contemporáneo, y por tal no me refiero solo al discurso, sino también a sus seguidores, se ha dormido en la complacencia con el statu quo; no ha liberado sus poderes críticos hacia sí mismo, dando así alas a sus enemigos. Quizá porque ignoraba que los tuviera o despreciara su fuerza potencial. No tener que competir en la dispu­ta ideológica lo volvió demasiado acomodaticio. Y ahora observa con horror que ha de reinventarse.
Si se fijan, allí donde el liberalismo cobra más fuerza es cuando se adjetiva, cuando sustituimos liberalismo por “liberal”. Lo sabemos bien porque no hay más democracia que la que se predica como tal. Ahí desaparecen ya los demonios asociados a algunas de sus variedades, como el propio neoliberalismo, y donde también salen a la luz sus virtudes: la promoción de la libertad, la apertura de miras, la tolerancia, la inclusión del otro con todas sus diferencias. Vista así, ¿qué hay de frío en una moral pública que predica las virtudes del pluralismo, del reconocimiento de la igual dignidad de todo ser humano, de la lucha contra la discriminación? Otra cosa ya es que se quede como dimensión declarativa, que no trate de luchar por acercarse en lo posible al ideal. Michael Walzer, el teórico izquierdista más prestigioso de Estados Unidos, en lo que considera que ya será su último libro, ha procedido a hacerles el mayor elogio posible a sus principios. Lo que viene a decir es bien simple: aplicar el adjetivo “liberal” a cualquier concepto político es una forma de ennoblecerlo —como “nacionalismo o socialismo liberal”, por ejemplo—; es lo que permite crear espacios para la saludable competencia política y el desacuerdo. Y concluye: “La lucha por la decencia y la verdad es una de las batallas políticas más importantes de nuestro tiempo. Y el adjetivo “liberal” es nuestra arma más importante”. Ya ven, otra ideología con mala salud de hierro.
¿Por qué no hay grandes teóricos? La respuesta sencilla y un tanto cínica sería decir que tampoco los hay en otros espacios ideológicos. La “gran teoría” (Quentin Skinner) se ha desinflado o ha huido a reductos más seguros, apartándose de los viejos y casi épicos esfuerzos de justificación de los fundamentos normativos de los sistemas políticos. Rawls ha quedado como el último intento por emprender reflexiones de esa ambición y nivel. El problema es que tampoco asoman autores en una escala menor. Al menos en comparación con el británico Isaiah Berlin, el francés Raymond Aron, el austriaco Karl Popper, la letona nacionalizada estadounidense Judith Shklar o el alemán Ralf Dahrendorf, algunos de los más sobresalientes “liberales de la Guerra Fría”, como ahora se les califica. Una respuesta más sólida sería, por tanto, el ubicar tanta y tan excelsa productividad en el marco del conflicto ideológico de posguerra; se correspondería con un momento en el que la disputa por la hegemonía geopolítica se peleaba también en el mundo de las ideas. Desvanecido el enemigo, se afloja la necesidad de justificación teórica.
Sin embargo, todos esos autores liberales, aun siendo plenamente conscientes de lo que había en juego, no pueden identificarse sin más con aquellos otros que sí tenían claro que su labor consistía en racionalizar el lado que ocupaban en el frente de la Guerra Fría, los estadounidenses Arthur M. Schlesinger Jr., Reinhold Niebuhr o el Samuel P. Huntington joven. Para los primeros, la preocupación venía de antes, de las guerras mundiales, el Holocausto y el Gulag, del totalitarismo como pesadilla política. Después de la barbarie tocaba reprimir las ansias utópicas, recelar del discurso del progreso y replegarse a territorios más templados y escépticos, a posiciones más capaces de evitar el mal mayor, la caída en el autoritarismo. Pero defender las “sociedades abiertas” no consistía únicamente en poner al día las conocidas premisas liberales, había que tapar también algunas de sus imperfecciones. Berlin lo hizo dando acogida a un liberalismo más hospitalario con lo identitario y se tomó en serio la crítica del romanticismo político. Shklar y Dahrendorf, por su parte, trataron de inmunizarlo frente a la injusticia económica, algo que acabará cobrando carta de naturaleza en el liberalismo igualitarista de Rawls.
El final del conflicto ideológico parece haberlo dejado desconcertado. Quizá porque el verdadero ganador fueron sus variantes neoliberales, porque su expansión al resto del mundo quedó frustrada y, sobre todo, porque su enemigo es ahora mucho más difuso, taimado e inaprensible; antes provenía sobre todo del exterior, de los países totalitarios, hoy se incuba en nuestros propios países democráticos. Su respuesta ante los nuevos conflictos es defensiva, buscando refugio en un liberalismo constitucional, fusionándose al concepto de democracia misma. Y dando un peligroso salto semántico: liberalismo es democracia, todo lo demás es autocracia. Punto. Como si esto le eximiera de tener que reinventarse. Sigue siendo incapaz de resolver las tensiones entre su ala conservadora y la más izquierdista, lo que a su vez responde a la incapacidad del liberalismo para encontrar respuesta a lo que siempre le ha obsesionado: cómo reconciliar autonomía individual con vida colectiva o la erosión de una cultura política capaz de mediar entre la creciente heterogeneidad de aspiraciones y estilos de vida. Le falta, en suma, la suficiente imaginación sociológica como para saber conectar lo mejor de su tradición a los nuevos desafíos. Una teoría a la altura de nuestros borrascosos tiempos. Fernando Vallespín es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

































[ARCHIVO DEL BLOG] Pobres universitarios. [Publicada el 15/06/2008]









Para la mayoría de los universitarios españoles el paso por las aulas de su alma máter suele ser bastante anodino. Lo único que buscan es aprobar las asignaturas, completar el currículo, obtener su flamante título y engrosar las listas de parados del INEM...
Que en el transcurso de esa peripecia vital tropiecen con un profesor excepcional que les haga sentir que la universidad es "algo más" que una fábrica de expedición de títulos es algo excepcional. Y los alumnos que se encuentran con ellos no suelen olvidarlos. A mí me ha pasado, pero ya lo he contado con anterioridad en "Desde el Trópico de Cáncer": ese profesor se llamaba, y se llama, Emilio Lledó, y tampoco es cuestión de repetirme...
Me ha emocionado el artículo que el escritor y periodista que se esconde tras el seudónimo de Incitatus escribió en El Confidencial del pasado 7 de junio sobre la lección recibida en su juventud de un excepcional profesor e historiador del Arte, Manuel Valdés Fernández, que ha recordado y recreado para sus lectores ante la visita efectuada al Museo del Prado, en Madrid, donde acaba de inaugurarse la exposición "El retrato del Renacimiento", seguramente "la más asombrosa que este caballo viejo ha visto en muchos años", dice de ella...
El relato de la entrada en el aula del profesor Valdés, su llegada a la pizarra, el trazado de una simple línea horizontal en la misma, el colofón final de una frase lanzada como un reto: "Esto es la realidad", y el comienzo a renglón seguido de una lección sobre la historia de la pintura y de los pintores del Renacimiento, casi a ritmo cinematográfico, es conmovedor y emocionante. No es extraño que para los afortunados destinatarios de aquella arenga, les quedara clavada en la retina y en el corazón como una jornada por la que habían merecido la pena todos los anodinos años de estudio... Sean felices y disfrútenlo. HArendt













lunes, 15 de mayo de 2023

De los viejos filósofos franceses

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor y Premio Nobel Mario Vargas Llosa, va de los viejos filósofos franceses. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







 
Sartre y el viejo librero
MARIO VARGAS LLOSA
07 MAY 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Estuve quince días en París y, fiel a mis viejos hábitos, fui a caminar todas las mañanas al Jardín de Luxemburgo. Uno de esos días, encontré, tomándose un café y leyendo un periódico, a un viejo librero, que debe andar por los noventa años o poco menos y al que, en mis tiempos de antaño, solía acudir para comprar algún ejemplar que se me había escapado de la revista de Sartre, Les Temps Modernes, cuyas notas eran siempre brillantes. Aunque conozco la resistencia de los franceses a los encuentros en los cafés, el impulso fue inmenso. Me acerqué a saludarlo y me senté a su lado a conversar un poco. Le recordé sus tiempos de librero, en los que siempre charlábamos un instante además de comprar yo el número de esa revista que no había leído, por alguna razón, todavía. “Me alegro de encontrarlo”, le dije, y le recordé que décadas atrás yo iba a buscar esos títulos de Sartre a su librería. “¿Sartre?”, me respondió extrañado, “ahora no lo lee nadie. Y además, los franceses creen que se trata de un estalinista disfrazado. Mire qué injusticia la que ha caído sobre él”.
Yo le conté que en el año en que había sido miembro del Partido Comunista, los ensayos de Sartre me habían servido siempre para derrotar en las discusiones a mis camaradas y evitar caer en el dogmatismo cultural. “Vaya injusticia”, le dije. “Lo mejor de sus ensayos me parecieron los argumentos que Sartre utilizaba contra el comunismo. ¿De dónde han sacado esa tontería, acusándolo de estalinista?”.
“Nadie lo lee ahora en Francia, esa es la verdad”, me aseguró y me hizo una pregunta, desde la friolera de sus noventa años. “¿Usted también sartriano, como yo?”. “Naturalmente”, le respondí, “y le aseguro que es una pena que los franceses hayan dejado de leerlo, así les va a ir. Porque el único filósofo comparable a Heidegger, en esta época, fue Sartre, y no exagero nada”.
El viejo librero tenía su tienda donde ahora hay una excelente y espléndida librería de moda. Pero todos los “sartreanos” de aquella época —hablo de décadas atrás— recordamos esa tienda del diablo, sólo un garaje, donde los libros y las revistas estaban esperándolo a uno para adquirirlas con regocijo y deleitarnos en esos textos siempre estimulantes y seductores.
El librero recordó esa época, aunque sin acordarse para nada de mí, y me dijo, resumiendo sus enconos: “Esta Francia no la reconozco ni yo. ¿Quiere usted saber qué leen los franceses en este tiempo? Literatura erótica y poco más”.
Me despedí de él dándole un abrazo y conmovido por su vitalidad ya que cada mañana tomaba un café y se fumaba un cigarro (hasta hace unos años un Gauloise, ahora uno que no conozco) en esa esquina de la Place Saint-Sulpice, añorando los tiempos en que Sartre estaba en todas las librerías y bibliotecas. Esa bella plaza, que es una alegría recorrer cada mañana, aunque todavía no he visto aparecer en el balcón de su casa a la bella Catherine Deneuve (pero sí la he visto alguna vez caminando por el barrio).
Es verdad que casi nadie lee ahora a Sartre, a juzgar por las cosas que he oído sobre él, pero no creo que haya desaparecido del todo. En lo personal, desde que supe que, en una entrevista, Sartre había despedido a dos novelistas africanos, sugiriéndoles que abandonaran la literatura para hacer antes una revolución y crear un país donde fuera posible la literatura, me había apartado de él, harto de sus idas y venidas ideológicas y sus múltiples contradicciones. Pero confirmar, por la boca del viejo librero, que ya se lo leía poco en Francia, me dio una nostalgia de los tiempos idos y me prometí a mí mismo leer uno de esos ensayos deslumbrantes que me tuvieron tanto tiempo, y tantos años, seducido y feliz.
Estoy convencido de que Sartre, aparte de las confusiones ideológicas con las que nos tenía mareados a sus admiradores, fue un gran filósofo, probablemente el único que estuvo a la altura de los grandes filósofos alemanes, y que, ahora que han pasado los años y se han aquietado las polémicas, cualquiera que lo lea sin prejuicios lo descubrirá inequívocamente.
El París de los años sesenta, en que éramos pobres y estábamos deslumbrados por la riqueza de sus ensayos, sus poemas y su teatro, ya no existe más. Ahora, los franceses siguen leyendo como nunca antes, poemas y novelas y, sobre todo, ensayos, aunque la clase dirigente ha dejado de ser revolucionaria y más bien se ha conformado con lo existente, que es mucho decir. En estas dos semanas, he visto exposiciones espléndidas y he leído algunos libros que me tomará muchas semanas asimilar, además de ciertos ensayos que ahora se publican por fin, gracias a la hija de Sartre, que se ha echado encima el trabajo de rescatar todas aquellas tesis que andan escondidas en las revistas de ocasión. Como esa espléndida colección de ensayos que Sartre escribió mientras hacía su servicio militar en las soledades de Alsacia. Allí hay, con notas espléndidas, sus ideas sobre el ejército, las mujeres, la vocación literaria y filosófica, escritas con una naturalidad muy convincente. Y los dos volúmenes que Sartre se cansó de escribir y que se refieren a las tesis de Taine y sus diálogos con Heidegger, que muestran lo brillante que era cuando dudaba entre la filosofía y la literatura. La verdad es que sobre ambos géneros descolló, pese a lo angustiado que estuvo siempre sobre esas dos opciones: su pensamiento abarcaba ambos mundos y es uno de los pocos ejemplos que existen de rigurosa excelencia en ambos.
Me resisto a creer la tesis del viejo librero, de que nadie lee ahora a Sartre. No puede ser posible. La verdad es que uno de los más grandes pensadores que ha tenido Francia ha sido él, que lo demostró tanto en sus novelas como en sus ensayos, en los que fue igualmente original y rupturista. Es verdad que fue difícil seguirlo en algunas iniciativas, como en el discurso que pronunció a los trabajadores a las puertas de las usinas de Renault, y algunos excesos parecidos. Y ahora debería venir el tiempo de la reflexión y el análisis comparativo. Adversarios tan decididos como Raymond Aron y Jean-François Revel lo señalaron como un fuera de serie de su generación y ahora cabría hacer un distingo entre sus textos serios y los gestos, a menudo disforzados, que marcaron su compromiso político. No hay todavía un ensayo que examine su obra literaria, pero sus cuentos y novelas alcanzaron un vasto público y recibieron una atención que pocos autores han tenido. Al mismo tiempo, sus ensayos filosóficos deslumbraron a quienes los escudriñaron de la manera impersonal con que había que leerlos.
Y, como la lluvia, esa infaltable compañera de todas mis mañanas en París, me sorprende reflexionando sobre todo esto, corro a mi casa a leer los periódicos, otro de los placeres con los que Francia nos regala cada día. No tendrán los manifiestos de aquella época en la que levitábamos de furia o de adhesión (aunque yo era en mis antiguos años parisinos lector de Le Monde, compraba a escondidas una vez por semana Le Figaro para leer la columna de Raymond Aron). Y no serán tan brillantes como lo fueron los que él escribió, pero, de todas maneras, siempre habrá opiniones contundentes que nos seducen o irritan a la vez. Porque el periodismo en Francia es casi tan bueno como su literatura.