lunes, 1 de mayo de 2023

Del suicidio






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la psicóloga Cecília Borràs, va del suicidio. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








Un tema incómodo
CECÍLIA BORRÀS
26 ABR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

El suicidio es un tema incómodo socialmente. Pronunciar esa palabra interrumpe el diálogo, se producen silencios incómodos y se suele cambiar de tema si surge en una conversación.
Por muchos avances de los que hemos sido testigos en los últimos años, debemos reconocer que no hemos avanzado lo suficiente en abordar el problema más grave de salud actual y el más complejo.
No hemos hallado todavía una respuesta al porqué una persona puede mostrar una agresividad tan extrema hacia sí misma.
Pero tal vez tengamos alguna certeza, como mencionaba la doctora Carmen Tejedor, pionera de prevención del suicidio en nuestro país: “Nadie que esté bien con la vida se plantea el suicidio”. La persona que muere por suicidio sufre un dolor emocional insoportable. “Nunca he visto libertad en el suicidio, solo dolor y sufrimiento”, dice Tejedor.
La afirmación de que vivimos en un Estado del bienestar, podría ser cuestionada con la tozudez de los fríos datos del Instituto Nacional de Estadística: más de 4.000 personas al año mueren por suicidio en España (datos de 2022), lo que supone 11 personas cada día. Cifras que, como un mantra, se repiten en los medios de comunicación y redes sociales que, a modo de invocación, piden dar pasos firmes para afrontar la gravedad del problema. Quizás se olvide que detrás de las 11 personas de hoy y de las 11 muertas ayer…, había personas que tenían una vida que podía haber cambiado y tras ellas familias destrozadas. Familias que vivirán fatalmente marcadas por el recuerdo de su trágico final. Hablamos de la primera causa de muerte no natural en España desde hace 15 años y ahora también la primera causa de muerte en nuestros jóvenes.
Se me hace difícil entender cómo este ranking doloroso no incomoda a aquellas personas que tienen la capacidad y responsabilidad de tomar decisiones para la prevención del suicidio en nuestro país.
Posiblemente, se deba a esa visión deformada de “voluntariedad” y libertad del acto, a la que se suma la falta de información y formación a todos los niveles sociales.
Sobre el suicidio y la persona que se suicida seguimos, además, anclados mentalmente en el siglo XIX, considerándola una muerte proscrita, marginal, marcada por el doble estigma de aquel que atenta contra el don divino de la vida y que, también, todo el que se suicida padece una enfermedad mental.
Un posicionamiento retrógrado que no hace más que estigmatizar el sufrimiento emocional y, a la persona que lo sufre, sea cual sea su causa.
El reto está en lograr el cambio de las creencias y desterrar los mitos sobre el suicidio y la persona que se suicida. Porque tras ellos nos escudamos facilitándonos “explicaciones” simplistas que impiden e inhiben cualquier predisposición para la prevención y salvar vidas.
Estos mitos sirven como base a supuestas personas expertas y, por tanto, con derecho a opinar sobre el suicidio de alguien a quien no conocieron y que valorarán su valentía y la supuesta libertad del acto de darse muerte a uno mismo.
Para la mayoría de las personas que hemos vivido una muerte por suicidio, estas opiniones no hacen más que incrementar nuestra incomprensión y aumentar nuestra soledad y dolor. Un dolor que quiebra el alma.
En nuestro supuesto Estado del bienestar, no deja de ser paradójico la dificultad empática hacia las emociones de dolor del otro, que se interpretan como una cuestión de actitud: “ánimo no hay para tanto”, “no valoras lo que tienes”, “tienes que animarte”...
Cuando se le recrimina a alguien que sufre que no se esfuerza en salir adelante, la persona queda invisibilizada, nos reafirma en una posición de supuesta superioridad y debilita aún más a quien nos pide ayuda. Querer no es siempre poder.
Como se temía, la pandemia y las consecuencias del confinamiento han hecho de acelerador en el malestar emocional de los más jóvenes. Un malestar que se estaba larvando en los últimos años, junto con el auge del acceso a internet y de las redes sociales. Según el informe europeo de EuroKids de 2018 (anterior a la pandemia) que presenta datos de casi 3.000 menores de edades entre 11 y 17 años; se observó un incremento de nueve puntos porcentuales en el uso de internet para consultar páginas web de métodos suicidas, y un incremento de 10 puntos porcentuales para contenido de autolesiones. Aquellos menores de 11 años en 2018 hoy estarían en el rango de edad entre los 15-16 años.
Es innegable que los cambios tecnológicos han comportado cambios sociales, y también de como nuestro yo se relaciona con el mundo. Un artículo publicado por Benedict Cavey en The New York Times en junio de 2018 alertaba de que entre los jóvenes el suicidio era cada vez una opción más aceptable. A este punto de inflexión contribuía un frágil sistema de salud mental y la desesperanza ante la falta de vínculos escondida detrás de sonrientes fotos en las redes sociales.
El suicidio es el resultado de un fracaso social y de un menosprecio histórico a los recursos de bienestar emocional que ofrecemos desde instituciones y entidades, fomentando la salud mental desde hace años.
Pese al incontestable drama del suicidio en nuestro país, solo hay tímidos pasos de las administraciones para abordar su prevención, hasta la fecha acciones de ir parcheando aquello que emerge y con muy poca estrategia global compartida en el territorio. No sería admisible escudarse en una prevención basada en la elaboración de protocolos que quedan escritos sin formación, sin recursos y sin indicadores de su factibilidad, funcionalidad y actualización en sus objetivos en contextos muy cambiantes.
Vivir una muerte por suicidio es una devastación para todo el entorno familiar y social. Una terrible experiencia inesperada, traumática y trágica, que es vivida con relación a los condicionantes sociales, culturales y religiosos, como reconoce la propia Organización Mundial de la Salud (OMS).
Este es el camino que hacemos los que hemos vivido un suicidio, la propia sociedad nos cuestionará como familia, como cuidadores, y se creerá en el derecho de arrebatarnos, con un relato populista y oportunista, su historia, nuestra historia con nuestros hijos, hijas, hermanos, hermanas, madres, padres… muertos por suicidio.
Ante tanto dolor e incomprensión, de nada sirve reconocer que los protocolos fallan. Puede fallar un electrocardiograma y morir un paciente, puede fallar los frenos de algún vehículo y provocar un accidente, puede fallar un mecanismo eléctrico y causar un accidente laboral fatal… lo que no puede fallar nunca es socorrer el dolor de una persona vulnerable y expuesta a factores de riesgo, de sobra conocidos.
En un ejercicio de responsabilidad, los medios de comunicación deben reflexionar en su papel fundamental para contribuir en la prevención del suicidio, como insta la OMS. Un papel reconocido en sus guías y las diferentes adaptaciones para nuestro entorno mediático. Parece que muy pocos las han consultado.
Hoy todos tenemos la gran coartada: la libertad de expresión, y entonces, ¿para qué preguntarnos por el precio o las consecuencias de lo que decimos?
Hemos pasado en los últimos 10 años del silencio más absoluto al “todo vale” y esto no es lo acordado.
Debemos asumir un reto vital e innegable como sociedad.
Somos capaces de explorar nuevos planetas y buscar nuevos mundos, pero antes deberíamos ser capaces de abordar la tarea humilde y generosa de cambiar nuestra actitud ante el dolor emocional de otra persona. Este es el viaje que debemos iniciar para la prevención del suicidio.






















 



[ARCHIVO DEL BLOG] Un socialista atípico. [Publicada el 06/02/2018]









Si hay un personaje de la izquierda española que ha suscitado una cierta, a veces inconfesable, simpatía entre sus adversarios ha sido el socialista Indalecio Prieto (1883-1962)escribe en Revista de Libros el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, reseñando el libro de Luis Sala González titulado Indalecio Prieto. República y socialismo. 1930-1936 (Madrid, Tecnos, 2017). 
Su figura, dirá en 1962 el republicano conservador Miguel Maura, acabará ganándose el respeto de las futuras generaciones mucho más que los «falsos santones» de la España autocrática vigente cuando Maura escribía estas palabras, comienza diciendo. Su hondo sentido nacional, que casi nadie cuestionaba, su socialismo liberal y su desbordante humanidad le valieron el aprecio de personajes que se encontraban en sus antípodas políticas, hasta el punto de alimentar el mito de un Prieto fascista "malgré lui". Ernesto Giménez Caballero pensó en él como un posible Mussolini español, que cumpliera las condiciones biográficas, sociales y psicológicas de un verdadero tribuno popular, lejos del señoritismo imperante en la extrema derecha española, y José Antonio Primo de Rivera le dedicó en vísperas de la Guerra Civil un artículo titulado «Prieto se acerca a la Falange». Fue a raíz del sobrecogedor discurso que el líder socialista pronunció en Cuenca el 1 de mayo de 1936 advirtiendo del peligro de un levantamiento militar acaudillado por Franco y lanzando un desesperado llamamiento a la izquierda para recuperar la cordura en un momento de grave excitación colectiva. El mensaje iba dirigido sobre todo al sector caballerista del PSOE, embarcado en un proceso de bolchevización ideológica y táctica que resultó letal para la República. Tal vez no sea casualidad por ello que uno de los juicios más negativos sobre Prieto procediera de Largo Caballero, en cuyas memorias, escritas tras la Guerra Civil, encontramos una extensa retahíla de descalificaciones, cuestionando principalmente su lealtad al PSOE. «Para mí, Indalecio Prieto nunca ha sido socialista», llegará a decir Caballero, formulando la más grave acusación que podía lanzar contra él. Más allá del tono injurioso de sus palabras, es cierto que Prieto fue un socialista atípico en un partido de acendrada tradición obrerista y puritana, que chocaba abiertamente con su socialismo liberal y su desenfadado estilo de vida.
El libro que le ha dedicado Luis Sala González no es todavía la gran biografía que merece un personaje como Prieto. Tampoco es esa la intención del autor, que centra su obra en una etapa crucial de su trayectoria y de la España que le tocó vivir (1930-1936). Lo hace a partir de una investigación original, sólidamente documentada, del papel desempeñado por él durante la Segunda República hasta la sublevación militar de julio de 1936, con cuatro grandes cuestiones que se suceden a lo largo de los siete capítulos del libro: la lucha contra la Monarquía alfonsina, su etapa como ministro durante el primer bienio republicano, su protagonismo en la Revolución de Octubre de 1934 y su papel en los meses previos al levantamiento militar, en los que su partido le negó el apoyo necesario para reconducir una crisis que ponía en peligro de muerte a la República «burguesa», como solía llamarla despectivamente la izquierda.
La historia que nos cuenta Luis Sala empieza y acaba con una doble lucha por la República en la que Prieto participó casi en solitario. Primero, en 1930, por su instauración; luego, seis años después, por su salvación. En los últimos meses del reinado de Alfonso XIII, el socialismo español mantuvo una actitud expectante ante una causa que, en rigor, a juicio de la mayoría de sus dirigentes, no era la de la clase obrera, sino la de la burguesía republicana. Ella era, según los socialistas, la que debía traer «su» república y jugarse la vida por ella. De ahí que la presencia de Prieto en el Pacto de San Sebastián fuera a título particular y en contra del sentir de su partido. El argumento que, según recuerda el autor, utilizó para justificar su militancia a favor de la República –«No hay liberalismo posible con la Monarquía española»– no podía causar más que encogimiento de hombros entre la mayoría de los compañeros de Prieto: ¿qué tenía que ver el PSOE con el liberalismo, una ideología de clase no sólo ajena a la significación obrera del socialismo, sino además anacrónica, que a esas alturas del siglo XX no le servía ya ni a la burguesía que la había inventado? Que, finalmente, para sorpresa de propios y extraños, Largo Caballero diera luz verde a la incorporación del PSOE y la UGT a la lucha contra la Monarquía sólo puede interpretarse como reconocimiento de la fuerza que estaba alcanzado el republicanismo. Mejor sumarse a él antes de que fuera demasiado tarde y conjurar así el peligro de ser desbordados por un movimiento que en el otoño de 1930 parecía ya imparable. Unos meses después, el 14 de abril de 1931, Largo Caballero, Prieto y Fernando de los Ríos se convertían en los primeros ministros socialistas de la historia de España.
La doble etapa ministerial de Prieto entre abril de 1931 y septiembre de 1933 ha dado lugar generalmente a dos valoraciones extremas: fracaso estrepitoso como ministro de Hacienda y éxito rotundo como responsable de Obras Públicas. Lo primero aparece matizado en el libro de Luis Sala, no tanto porque su gestión al frente de ese ministerio merezca una valoración muy distinta de la que tuvo para el propio Prieto, muy crítico consigo mismo, sino por el importante papel que desempeñó en asuntos ajenos a su departamento, como el proceso constituyente o la demanda de autonomía por el nacionalismo vasco. Sobre esta última cuestión se pronunció de forma inequívoca a lo largo de aquellos años. Aunque receptivo a la autonomía, se opondría siempre a quien quisiera convertir el País Vasco en «un Gibraltar reaccionario y un reducto clerical». Era escéptico, además, sobre las posibilidades de éxito del programa máximo del PNV, que no era otro que la ruptura con España. «El separatismo sería el suicidio por asfixia», afirmó en septiembre de 1932, «y los pueblos no se suicidan». Puede que el dirigente socialista fuera por una vez demasiado optimista, si recordamos la subida de Hitler al poder en enero de 1933 y otros episodios más recientes y cercanos que muestran hasta qué punto un pueblo, o quienes hablan en su nombre, puede sentir una atracción fatal por el abismo. En la cuestión catalana se prodigó menos, pero tampoco se mordió la lengua. En septiembre de 1931, en uno de sus frecuentes rifirrafes con Esquerra Republicana de Catalunya, tachó la actitud de ERC hacia la República como el «caso de deslealtad más característico» que había conocido en sus treinta y dos años de vida política.
En diciembre, tras la aprobación de la Constitución, pasó del Ministerio de Hacienda al de Obras Públicas, donde realizó durante casi dos años una magnífica labor, que concitó, en palabras de Sala, «la alabanza casi unánime de la opinión pública». Era un cargo mucho más ajustado a su dinamismo personal y a su concepción reformista del socialismo, sin las servidumbres del Ministerio de Hacienda, en el que literalmente se quemó para nada, maniatado por su condición de socialista, que le obligaba a renunciar a cualquier iniciativa para no provocar el pánico financiero. Regadíos, enlaces ferroviarios, obras hidráulicas, reformas portuarias, grandes proyectos urbanísticos para Madrid, como los Nuevos Ministerios y la prolongación de la Castellana… La hiperactividad de Prieto en Obras Públicas respondía a su afán de realizar una «socialización en frío» sin traumas revolucionarios, una política de choque frente a la crisis económica y al desempleo no muy distinta de lo que muy pronto sería el New Deal de Roosevelt. Estaba claro que su fama de buen gestor, su larga experiencia parlamentaria y su socialismo pragmático iban a convertirlo algún día en candidato a más altos empeños. La primera vez fue en junio de 1933, con la coalición republicano-socialista en plena descomposición y el prestigio de Azaña por los suelos tras el episodio de Casas Viejas en enero de aquel año. Prieto recibió de Alcalá-Zamora el encargo de formar un gobierno de amplia base parlamentaria que abarcara desde el Partido Radical de Lerroux, por la derecha, hasta el PSOE, por la izquierda. Sus posibilidades de éxito eran tan remotas que hubo en el Partido Socialista quien lo interpretó como una maniobra del presidente de la República para desestabilizar al PSOE, que, por otro lado, tampoco necesitaba ayuda exterior para entregarse al cainismo más desaforado. El fracaso de Prieto no puede achacarse esta vez a Largo Caballero, como ocurrirá en mayo de 1936. Simplemente, era muy difícil que salieran las cuentas dada la imposibilidad de reconciliar a radicales y socialistas. Hubo un nuevo gobierno presidido por Azaña que apenas duró unas semanas hasta que, pasado el verano, la crisis se hizo ya irreversible, con las consecuencias conocidas: elecciones anticipadas, victoria de las derechas y veto del PSOE a cualquier gobierno con ministros de la CEDA, triunfadora en las elecciones de noviembre. Cuando, en octubre de 1934, tras un año de gobiernos republicanos en minoría, el partido de Gil-Robles exigió entrar en el ejecutivo, la amenaza socialista se cumplió en forma de huelga general revolucionaria.
Prieto se declaró años después «culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera» de su participación en la Revolución de Octubre de 1934. Lo recuerda Luis Sala en su minuciosa crónica de la gestación de aquel movimiento y en el análisis de su intervención en aquellos hechos. Que un socialista que lo era «a fuer de liberal», como dijo él mismo; un demócrata convencido, un defensor de la República «burguesa», como la llamaban la mayoría de sus correligionarios, participara en una sublevación contra un gobierno que cumplía todas las formalidades constitucionales indica el nivel de degradación al que estaba llegando la vida política española. No cabe duda de que su intención era muy distinta de la de Largo Caballero, jaleado por los suyos como «el Lenin español» y convencido de que, una vez probada y fracasada la vía reformista hacia el socialismo, la legalidad republicana carecía de todo valor. La izquierda pagó un alto precio por aquella aventura revolucionaria y perdió al menos una parte de su legitimidad ante los enemigos del régimen. Aquello iba de todo o nada. Lo vio y lo anunció Prieto una y otra vez, por ejemplo en un discurso en las Cortes pronunciado en mayo de 1934: «Hay dos Españas puestas en pie que lucharán denodadamente por conseguir su pleno dominio. La lucha será terrible». Después de la Revolución de Octubre y de la represión lanzada por el gobierno, la convivencia se hizo ya imposible.
La República tuvo, sin embargo, una última oportunidad, por remota que fuera, de evitar lo peor y fue cuando, tras la victoria del Frente Popular, la destitución de Alcalá-Zamora y el nombramiento de Azaña en su lugar, en mayo de 1936 el nuevo presidente de la República pensó en Prieto para presidir el gobierno. Es lo que el autor llama «la hora de Prieto», y probablemente fue aún más que eso, porque la República necesitaba que el Partido Socialista arrimara el hombro en defensa del régimen del 14 de abril –o lo que quedaba de él– y porque en Prieto se daba la circunstancia insólita de contar con un amplio apoyo entre las masas y de tener alguna autoridad en el ejército, que podía haber servido para reducir el alcance del golpe militar. Lo que habría pasado con un gobierno presidido por él no lo sabremos nunca. Las posibilidades de impedir o minimizar la sublevación eran ya muy remotas, incluso para un hombre de su capacidad y clarividencia. En todo caso, lo que sabemos con certeza es que el fracaso de su gestión se debió a la negativa del grupo parlamentario socialista, con mayoría largocaballerista, a respaldar su candidatura a la presidencia del gobierno. Según dijo después Luis Araquistáin, diputado socialista en 1936 y brazo derecho del Lenin español, se trataba de impedir que la República burguesa, herida de muerte, pudiera salir de aquel trance gracias al PSOE. «¿No le parece a usted que fuimos unos bárbaros?», preguntó Araquistáin a Juan Marichal, biógrafo de Azaña, al recordar aquel episodio veinte años después.
Luis Sala parece ignorar este importante testimonio. En cambio, recoge la valoración de algunos autores, pertenecientes al lobby historiográfico hoy en día dominante, que reparten las culpas entre Prieto y Largo Caballero por el fracaso de aquella operación. La responsabilidad del segundo y la razón de su proceder están meridianamente claras: a la tenebrosa perspectiva de ver a su adversario convertido en presidente del gobierno, se añadía el riesgo de que un gobierno presidido por un socialista apuntalara la República burguesa. Las críticas al comportamiento de Prieto se centran más bien en el papel clave que desempeñó en la destitución de Alcalá-Zamora, sin tener previamente resuelta la ecuación política que iba a plantear este hecho y las sucesivas incógnitas que habría que despejar para llegar a un feliz desenlace, a saber: 1) Encontrar un sustituto a don Niceto; 2) Cubrir a continuación la vacante dejada por Azaña en la jefatura del gobierno, si este último resultaba elegido presidente de la República, como cabía esperar; y 3) Conseguir el apoyo del grupo parlamentario socialista en caso de que Azaña pensara en Prieto como su sucesor al frente del gobierno, cosa altamente probable por la especial sintonía que existía entre ambos y porque el exministro socialista reunía todas las condiciones precisas para, al menos, intentar evitar la catástrofe que se avecinaba. Que la destitución de Alcalá-Zamora se pusiera en marcha sin tener asegurado el respaldo necesario para culminar la operación parece una falta de previsión impropia de un político avezado como él. O tal vez no. Quizá todo respondía a un cálculo maquiavélico que se demostró equivocado. Largo Caballero insinuó que su rival quiso forzarle la mano al grupo parlamentario con un hecho consumado, convencido de que sus compañeros no se atreverían a negarle su voto en una sesión de investidura. Es posible que así fuera, y que Prieto estuviera pensando en reeditar lo que ocurrió en 1930 con el Pacto de San Sebastián: lo firmó en solitario, a sabiendas del escándalo que iba a provocar en su partido, pero contando con que, a la hora de la verdad, el PSOE cedería ante el miedo a quedarse fuera del frente republicano. Y así fue en aquella ocasión. Pero en 1936 las cosas estaban mucho más enconadas, dentro y fuera del Partido Socialista, y al final se impuso la lógica largocaballerista del cuanto peor, mejor.
El libro de Luis Sala transmite con gran fidelidad el clima de enfrentamiento civil que marca la historia de aquellos años. La cuestión aparece planteada de forma un tanto extemporánea en la introducción, cuando el autor afirma que «la guerra civil no empezó en octubre de 1934». Lo hace para marcar distancias frente a los historiadores que llama «neorrevisionistas», no sea que alguien lo tome por lo que no es. Ahora bien, por mucho que la Guerra Civil no empezara hasta julio de 1936, desde el otoño de 1931 un sector de la izquierda venía utilizando imprudentemente la expresión y convocando en torno a ella una épica revolucionaria cargada de peligros para la República. Afirma Luis Sala que cuando, en noviembre de 1931, Largo Caballero amenazó con «ir a una guerra civil» si las Cortes constituyentes se disolvían tras la aprobación de la Constitución, estaba diciendo en realidad que para el PSOE la disolución anticipada equivaldría a un golpe de Estado. Considera el autor que las palabras del líder socialista no pasaban de ser un desliz desafortunado, disculpable por el «momento político en que fueron dichas». El problema es que el desliz se repitió con demasiada frecuencia, y no siempre por parte de Largo Caballero, sobre todo a partir de la Revolución de Octubre de 1934. El propio Sala reproduce declaraciones de Prieto no ya anticipando como ineludible la guerra –«ha de mantenerse en España», escribe en 1935, «muy viva y muy largamente un período de guerra civil»–, sino hablando de ella en presente antes de su estallido. Sólo el triunfo de una plena justicia social, afirmó en mayo de 1936, hará posible «que cese la guerra civil». Días antes de producirse la sublevación militar, Prieto se refería ya a «la guerra civil que vive España». Largo Caballero y los suyos fueron, si cabe, más explícitos, sobre todo a partir de la Revolución de Octubre, interpretada por Araquistáin como el comienzo de una guerra civil al estilo de las guerras carlistas del siglo XIX. «Aquellas ‒afirma en octubre de 1934‒ fueron luchas sangrientas de unas oligarquías contra otras; esta de ahora es la guerra del proletariado contra las oligarquías». Lo había dicho ya su jefe de filas, Largo Caballero, en la campaña electoral de 1933: «Estamos en plena guerra civil, lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar». Parece, pues, que las «visiones fatalistas de la historia republicana» que el autor achaca a unos cuantos historiadores descarriados eran frecuentes ya en la época, sobre todo entre los dirigentes de la izquierda, como el propio Indalecio Prieto, que en noviembre de 1933 vislumbró «un choque trágico cuyo final habrá de marcar ya decisivamente y por mucho tiempo el rumbo político de España». La frase, reproducida por el autor, es un rotundo desmentido a lo que él mismo declara en la introducción.
Pese a algunas incongruencias entre lo que afirma y lo que demuestra, Luis Sala ofrece en este Indalecio Prieto valores muy estimables como historiador, desde su profundo conocimiento de aquella época hasta su capacidad para aportar nueva luz sobre el personaje y reconstruir su peripecia política con una escritura ágil y rigurosa, especialmente necesaria en el género biográfico. No se trata –ya se ha dicho– de la biografía que el personaje requiere, desde el principio hasta el final de su vida, pero esta certera aproximación a una etapa crucial de su carrera política hace pensar que, si el autor se lo propusiera, podría ser el gran biógrafo de Indalecio Prieto que aún estamos esperando.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt.  












domingo, 30 de abril de 2023

De los políticos de ahora

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del politólogo Víctor Lapuente, va de los políticos de ahora. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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Emmanuel Macron y Curro Jiménez
VÍCTOR LAPUENTE
25 ABR 2023 - El País
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Hoy hay que mirar al pasado, a Primo de Rivera. Pero no a José Antonio, cuyos restos fueron exhumados este lunes del Valle de Cuelgamuros, sino a su padre Miguel, promotor de las cuencas hidrográficas, el dictador que impuso una gestión casi asamblearia del agua, hace 100 años. Las preguntas que deberíamos estar haciéndonos son: ¿Cómo adaptamos el modelo de confederaciones hidrográficas a los retos del siglo XXI? ¿No necesitaríamos un Pacto Nacional del Agua para afrontar la desertización que amenaza a tres cuartos del territorio nacional? Pero los políticos están más preocupados del estrés electoral que del hídrico. Con el agua, el PSOE peca de inacción, desde Doñana, en cuyos problemas es responsable tras décadas al frente de la Junta y años al frente del Gobierno nacional, a la sequía en Cataluña. Y el PP de meter la pata, del controvertido Plan Hidrológico Nacional de Aznar a la polémica propuesta para legalizar regadíos en Huelva.
Todo queda sometido a la lógica electoralista. En vez de activar la colaboración con Andalucía, el PSOE se ancla al inmovilismo del “Doñana no se toca”. Y el PP se abona a las promesas electoralistas, que pagaríamos todos en forma de multa de la Comisión y cuyos beneficios son inciertos. Moreno Bonilla crea en los agricultores onubenses las mismas expectativas dudosas que Sánchez en los jóvenes españoles con los pisos de la Sareb. Ni una propuesta ni la otra mejorarán sustancialmente la vida de sus potenciales destinatarios.
¿Hay alternativa a esta miopía política? Sí, al otro lado de los Pirineos, en la aldea gala del Elíseo, un político resiste ahora y siempre al electoralismo fácil: Macron. Con todo el país levantado contra su reforma para elevar la edad de jubilación de los 62 a los 64 años, Macron contrapone su fórmula mágica: la narrativa de una gran visión nacional. Macron habla como, dicen, hablaba Napoleón, con solemnidad y precisión, una combinación tan extraña como mágica para inspirar a las masas; y tiene la misma contagiosa determinación que el general corso. Pero padece también su misma dolencia: la arrogancia, la sordera a los consejos cautelosos. Con lo que, a la postre, el Napoleón Macron no produce mejores resultados que nuestros políticos Curro Jiménez que, sin grandes planes, van asaltando electores por caminos y huertas. Como mínimo, son mejores que un autoritario Primo de Rivera. 






















[ARCHIVO DEL BLOG] Normalidad. [Publicada el 18/05/2020]








Vivir sin una perspectiva temporal es no ya angustioso, sino probablemente imposible, afirma en el primer A vuelapluma de la semana [Horizontes de normalidad. El País, 30 de abril de 2020] el sociólogo Jorge Galindo, y si no nos la da quien reconocemos como autoridad, montaremos nuestra propia estimación.
A los expertos y a los hacedores de políticas -comienza diciendo Galindo- les preocupa particularmente cómo salir del problema en el que andamos metidos, pero a la ciudadanía le importa tanto eso como el cuándo. Cuándo podré hacer mi trabajo bajo condiciones aceptables. Cuándo podré visitar a mis padres. Cuándo podré verme con mis amigos. Cuándo podré volver a la universidad, al instituto, al colegio, al parque, al bar.
Vivir sin horizonte temporal es no ya angustioso, sino probablemente imposible. Si no nos lo da una entidad que reconocemos como autoridad, montaremos nuestra propia estimación aproximada con la información de que dispongamos. Esta tenderá a ser peor, por incompleta, y estará sujeta a los cambios constantes en la información que recibamos, que nos harán modificar nuestra previsión hasta que ésta no tenga valor alguno, y por tanto no pueda orientar nuestro comportamiento.
Ahora bien, para la autoridad producir un calendario tiene el mismo problema: si, con la mejor información existente en un momento dado, uno sitúa una fecha aproximada de regreso a la normalidad que luego no se cumple, el deterioro de expectativas es igual o incluso mayor que con el juego interno del gato y el ratón. Pero si no lo hace, volvemos al punto de partida, sin guía alguna.
En ausencia de punto orientativo al que anclar las expectativas futuras, el comportamiento hoy pasa a moverse por otras motivaciones, que van desde el miedo hasta el hartazgo pasando por el nihilismo, o las comprensibles necesidades, materiales o emocionales, de cada persona. Así que nos encontramos ante un dilema sin respuesta infalible, pero al que conviene dar una. Quizás la aproximación más razonable equivalga al truco que empleaba el filósofo Pascal con sus amigos ateos para convencerles de la conveniencia de creer en Dios y actuar en consecuencia: así la probabilidad sea baja y vaya a suceder en un futuro lejano, te conviene actuar como si fueses a terminar en el paraíso por el enorme beneficio que significaría una buena vida eterna. En este caso, podemos asegurar que la bendición (la vuelta a una normalidad, aunque no sepamos todavía cuál) se producirá en algún momento. Eso ya es una ventaja con la que no contaba Pascal. Ahora sólo tenemos que añadirle a ello una fecha que caiga en el lado pesimista del espectro razonable, que desde luego no cabe en 2020. Y prepararnos para el camino hasta ese cuándo. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












sábado, 29 de abril de 2023

Del miedo a la inteligencia artificial

 







Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Daniel Innerarity, va del miedo a la inteligencia artificial. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
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Una moratoria artificial
DANIEL INNERARITY
24 ABR 2023 - El País
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Desde los años 70 se han producido recurrentes oleadas de grandes expectativas y temores apocalípticos ante la evolución de la inteligencia artificial, pero este año va camino de convertirse en el más histérico. Al estupor, entusiasmo o pánico provocados por el ChatGPT y sus fabulosas prestaciones, ha seguido una carta abierta en la que científicos y empresarios piden una moratoria digital. Contemplando esta agitación me venía a la cabeza aquella Red Flag Act proclamada en Inglaterra en 1865 con el fin de evitar accidentes ante el aumento de los coches, a los que imponía una velocidad máxima de cuatro kilómetros por hora en el campo y seis en pueblos y ciudades. Además, cada uno de ellos debía estar precedido por una persona a pie con una bandera roja para advertir a la población. Hicieron falta unos cuantos años para que fuéramos conscientes de que el control humano de los vehículos no dependía de limitar la velocidad a los parámetros del caminar.
Es evidente que cuanto más sofisticada es una tecnología, mayores son sus prestaciones, pero también sus riesgos. Los seres humanos exploramos ese territorio en parte desconocido mediante la reflexión, que es una forma de pausar los procesos y adelantarse a los posibles problemas antes de que se produzcan. En el contexto de los actuales progresos de la inteligencia artificial se están haciendo presentes ciertos peligros como la discriminación, la pérdida de control, la precariedad laboral o la desinformación, todos ellos de tal envergadura que parecen hacer aconsejable frenar el desarrollo tecnológico todo lo que se pueda con el fin de disponer de un enfoque regulador, ponernos de acuerdo sobre los criterios éticos y políticos, establecer autoridades de supervisión y certificación. Los autores de la carta abierta exigen para ello una moratoria de seis meses.
El problema fundamental de una moratoria es que, pretendiendo evitar ciertos riesgos de la inteligencia artificial, acentúe otros. ¿Estamos tan seguros de que no mejorar los modelos de procesamiento durante un tiempo es menos arriesgado que seguir mejorándolos? Es cierto que los actuales sistemas plantean muchos riesgos, pero también es peligroso retrasar la aparición de sistemas más inteligentes, como pide la moratoria. Uno de esos posibles efectos indeseados sería la pérdida de transparencia. Si se decidiera tal moratoria, nadie podría asegurar que el trabajo de formación de tales modelos no continuara de forma encubierta. Esto supondría el peligro de que su desarrollo, que anteriormente había sido en gran medida abierto y transparente, se volviera más inaccesible y opaco.
Por otro lado, algo tan estricto como detener sectores tecnológicos dinámicos y competitivos plantea muchas dudas en cuanto a su viabilidad, tanto en lo referido a los Estados como en el sector privado. En la actual configuración geoestratégica del mundo, tan fragmentada, y donde la carrera tecnológica se ha convertido en uno de los principales escenarios de competencia, es inimaginable una regulación vinculante y de obligado cumplimiento. Tampoco hay ningún motivo para que las empresas dominantes asuman voluntariamente un freno que pudiera poner en peligro su posición. Revela mucha ingenuidad creer que todos los programadores van a cerrar sus computadoras y que los políticos del mundo entero se sentarán durante seis meses con el objetivo de aprobar normas vinculantes para todos.
Hay a mi juicio una falta de comprensión acerca de la naturaleza de la tecnología, de su articulación con los humanos y, concretamente, de las potencialidades de la inteligencia artificial en relación con la inteligencia humana, menos amenazada esta de lo que suponen quienes temen al supremacismo digital. Por supuesto que nos encontramos con un desfase cada vez más inquietante entre la rapidez de la tecnología y la lentitud de su regulación. Los debates políticos o la legislación son sobre todo reactivos. Una moratoria tendría la ventaja de que el marco regulatorio podría adoptarse de forma proactiva antes de que la investigación siga avanzando. Pero las cosas no funcionan así, menos aún con este tipo de tecnologías tan sofisticadas. La petición de moratoria describe un mundo ficticio porque, por un lado, considera posible la victoria de la inteligencia artificial sobre la humana, y por otro sugiere que la inteligencia artificial solo necesitaría algunas actualizaciones técnicas durante seis meses de congelación de su desarrollo. ¿En qué quedamos? ¿Cómo es que la amenaza sea tan grave y que, al mismo tiempo, basten seis meses de moratoria para neutralizarla?
Si pasamos de la política ficción a la política real nos encontramos un escenario bien distinto. La Unión Europea es el ámbito político en el que todo esto se está regulando con mayor eficacia y rapidez. Pues bien, la propuesta Artificial Intelligence Act de la Comisión Europea lleva casi dos años sobre la mesa y desde entonces se discuten los detalles. Aunque la ley pudiera aprobarse este año, probablemente pasarán otros dos antes de que se aplique en los Estados de la UE. Más que una prueba de irresponsabilidad o lentitud injustificada, es una confirmación de la complejidad del asunto, de que no es posible acelerar los procesos de regulación y detener el desarrollo tecnológico, cuando hay que poner de acuerdo a muchos actores, incluidos los propios sectores tecnológicos que se pretende regular.
ChatGPT ha sorprendido a todo el mundo, generando fascinación y pánico a partes iguales, al comprobar hasta qué punto una tecnología podía simular capacidades humanas. Más allá de esta primera impresión, es fácil entender que se trata de algo menos extraordinario de lo que parece, pues en la historia la mayor parte de las técnicas fueron desarrolladas para mejorar, complementar e incluso sustituir a ciertas actividades humanas. No constituye ninguna ruptura civilizatoria inventar tecnologías que hagan ciertas cosas mejor que nosotros, del mismo modo que tampoco la derrota de los humanos en el ajedrez o el go supusieron ninguna catástrofe. Es importante recordar que, históricamente, las nuevas tecnologías siempre han provocado fases de incertidumbre social, pero son sólo pasajeras.
La carta es un ejercicio de alarmismo sobre los riesgos hipotéticos de una inteligencia sustitutoria de la humana. Sugiere capacidades completamente exageradas de los sistemas y los presenta como herramientas más poderosas de lo que realmente son. De este modo, contribuye a distraer la atención de los problemas realmente existentes, sobre los que tenemos que reflexionar ahora y no en un hipotético futuro.
La principal aportación de pedir una moratoria es concienciar a segmentos más amplios de la población de que, en efecto, hay cuestiones relevantes en juego. Lo más valioso de esta petición de moratoria es su mensaje performativo, a saber, llamar la atención sobre la importancia de lo que tienen entre manos la ciencia, la tecnología, la economía, la política, las instituciones educativas y el público en general, y la petición de que se forjen las alianzas necesarias.
El problema no es que la inteligencia artificial sea ahora o en el futuro demasiado inteligente, sino que lo será demasiado poco mientras no hayamos resuelto su integración equilibrada y justa en el mundo humano y en el entorno natural. Y eso no se conseguirá parando nada, sino con más reflexión, investigación, inteligencia colectiva, debate democrático, supervisión ética y regulación.