viernes, 16 de diciembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Shirin Ebadi: la conciencia de Irán. [Publicada el 19/6/2013]

 







Rohaní [el nuevo presidente iraní] no es, según la prensa internacional, un reformista, pero sí un hombre moderado, capaz de conciliar a un país dividido. Quién así se expresa en "El País" no es uno de sus columnistas especializados en política internacional, sino la escritora Elvira Lindo, nada dada a entrometere en esos vericuetos, en un artículo lleno de sentimiento titulado "Factor humano", supongo que en referencia implícita a la famosa novela de intriga del mismo título escrita por Graham Green, y no sé si también a las nuevas filtraciones que están poniendo en aprietos al presidente Obama.
Elvira Lindo hace hincapié en su artículo a la relación que mantiene a través de internet con diversas personas que viven en Irán, especialmente con algunas mujeres, de las que no da pista alguna para garantizar su seguridad, que se muestran esperanzadas con la elección del nuevo presidente iraní. 
La cuestión es que, nada más leerlo esta mañana, me vino al recuerdo la entrada que escribí el 18 de diciembre de 2011 sobre la iraní, Shirin Ebadi, que fue Premio Nobel de la Paz del año 2003. Una prestigiosa juez y abogada en su país que tuvo que marchar al exilio en 2008. La he recuperado para el blog y reescrito para la ocasión.
Contaba en ella que el mundo de la diplomacia se desenvuelve  mediante  expresiones sobreentendidas que dicen lo que no dicen y que solo entienden los iniciados. Por ejemplo, cuando un diplomático dice "sí", en realidad está diciendo "quizá"; cuando dice "quizá", está diciendo "no"; y nunca dirá "no", porque eso no sería diplomático... Quizá sea esa la razón de que si le preguntáramos a un diplomático de la Unión Europea o los Estados Unidos de América cuales son las "bêtes noires" (otro término diplomático) de las cancillerías occidentales se nos fueran por la tangente, pero creo que no tendrían duda alguna en incluir entre ellas al actual régimen iraní.
No suelo caer en el maniqueo equiparamiento de régimen o gobierno, y pueblo o Estado. Por poner otro ejemplo, soy un decidido admirador y defensor del pueblo y del Estado de Israel, y con igual convicción condeno muchas de las actitudes y comportamientos de sus gobiernos actuales y pasados. Por la misma razón, siento una profunda simpatía por el pueblo iraní y su milenaria historia, y una igual de profunda animadversión por su régimen actual, heredero directo de la teocracia impuesta por el ayatolá Ruhollah Jomeini en 1979.
Mi admiración y afecto por el pueblo iraní viene de antiguo, como mínimo, de hace cincuenta años. Ya lo he contado en el blog anteriormente en la entrada Irán y USA, del 23 de mayo de 2008, en la que relataba mis asiduas visitas, con catorce o quince años, a la Embajada Imperial del Irán en Madrid, en el barrio de El Viso, muy próxima al domicilio de mis padres, y el trato siempre cordial que me dispensaban en ella, trato que ponía en relación con mi admiración simultánea en el tiempo por el pueblo norteamericano, nacida de algo tan inusual en un españolito de principios de los 60 como mi afición por el béisbol. 
Lo recordé entonces leyendo un interesante artículo de la profesora María Jesús Merinero, catedrática de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura, titulado "Añicos de Irán", publicado en el número de octubre de 2010 de Revista de Libros. Un artículo en el que se hace una severa crítica del reciente libro de los periodistas franceses Serge Michel y Paolo Woods "Puedes pisar mis ojos. Un retrato del Irán actual" (Alianza, Madrid, 2011), que la profesora Merinero tacha de sensacionalista, falto de rigor y plagado de prejuicios, estereotipos, ignorancia e intereses geoestratégicos, que ensombrecen, dice, los múltiples cambios que se han producido en la sociedad iraní, y que la hacen emerger como una sociedad afable, posmoderna, e inmersa en el éxtasis de la comunicación; en definitiva, confundiendo y mezclando, intencionadamente, pueblo iraní con régimen iraní. Régimen que los propios iraníes, añade, definen lisa y llanamente como dictatorial, más que como teocrático e infalible, despojándole así de la supuesta sacralización que los ultraconservadores del régimen quieren atribuirle para defender sus prácticas. 
En apoyo de esta tesis sobre la realidad del pueblo y la sociedad iraní actuales, que lucha por imponerse al régimen político que los sojuzga, viene a sumarse la actividad incansable de la abogada y activista proderechos humanos iraní Shirin Ebadi, Premio Nobel de la Paz en 2003, primera ciudadana iraní y primera mujer musulmana en recibir este premio, en exilio forzado desde 2008, 
Nacida en Hamadán (Irán) en 1947, con solo 23 años fue una de las primeras mujeres juez de su país, y a los 28 la primera presidenta de un tribunal iraní, Fue arrestada por primera vez en el año 2000 por defender a familiares de escritores e intelectuales asesinados en su despacho de abogado, que abrió tras ser expulsada de la carrera judicial. Tres años después le concedieron el Nobel de la Paz, que recogió en Estocolmo con la cabeza descubierta, lo que provocó nuevas críticas de los dirigentes iraníes. Hace tres años, el Gobierno iraní cerró el Centro de Defensores de Derechos Humanos que había creado en Teherán y comenzó un acoso implacable a su familia, además de amenazas de muerte que le impiden regresar a su país y le obligan a un exilio nómada, de país en país. 
El País Semanal de aquel domingo de finales de otoño de 2011 publicaba  una extensa entrevista con ella del periodista Javier Ayuso:"No basta con derrocar al tirano, hay que constuir la democracia", que casualmente le realizaba en Madrid el mismo día en que Gadafi era linchado en Libia por los opositores de su régimen, en la que se pronunciaba decididamente por una separación estricta entre religión y política, y aunque aprovechaba la oportunidad para defender al Islam  como religión, criticaba el uso político que hacen los dictadores islamistas de la misma. Para Ebadi, la religión es importante -dice-, pero los gobiernos antidemocráticos, como el iraní, justifican sus actos con la religión, pero eso no es verdad; lo que hacen no está de acuerdo con el islam, concluye con rotundidad.
A la pregunta de si había cambiado algo en Irán en los últimos años respondía que la situación era entonces peor que hacía un año; mucho peor que hacía ocho años, cuando recibió el Nobel, y claramente peor que cuando se le impidió volver a Teherán en 2009. Las cárceles están llenas, añadía, y las cosas van a peor, aunque cada vez haya más personas en contra del gobierno, Al final de la entrevista decía sentirse apoyada en su lucha por el pueblo iraní, un pueblo que quiere la democracia y los derechos humanos.
Me gustaría, como a Elvira Lindo, que las aspiraciones de un nuevo Irán por parte de esas mujeres y hombres que sufren la opresión de un régimen como el actual se vieran cumplidas, pero como decía al comienzo de esta entrada, me temo que ese "quizá" diplomático que le otorgamos a la elección de Rohaní se quede en eso, en un "quizá" que traducido al lenguaje de la calle, equivalga al "no" de siempre. Espero, por el bien de los iraníes, equivocarme.
Y sean felices, por favos, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt











jueves, 15 de diciembre de 2022

De las encuestas de opinión

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de las encuestas de opinión, que como dice en ella el politólogo Fernando Vallespín, son el eco de nuestra voz, nuestro papel como actores políticos, y que una que se hacen públicas, impactan sobre la realidad que reflejan y, por tanto, la transforman. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Democracia demoscópica

FERNANDO VALLESPÍN

11 DIC 2022 - El País


La política democrática se representa en los medios de comunicación. Estos ponen el escenario en el que actúan los agentes políticos. Un escenario en el que podemos ver su actuación cotidiana a la vez que esta es evaluada de forma permanente. Nosotros, el público, los observamos y vamos tomando nota poco a poco del despliegue de la trama. Unos actúan —no en vano los llamamos actores políticos— y otros miran. Con la diferencia de que ahora el público también puede hacerse oír a través de las redes sociales, donde de modo continuo invade el tablero como un actor más. Pero se trata de una irrupción ruidosa y poco representativa, más propensa a añadirle picante al argumento que a reflejar la verdadera opinión de la ciudadanía. Para acercarse a esta no hay más remedio que acudir a las encuestas. Cuando se presentan, la ciudadanía deja ya de ser audiencia para convertirse en parte del espectáculo, en participante directo de la acción. Con una peculiaridad relevante, representa a “los buenos” de la función, a aquellos que dotan de sentido a todo el espectáculo, su fuente de legitimidad.

Como se ve, nuestra teatrocracia queda coja sin introducir a esta especie de coro griego que alecciona o reprende a los protagonistas. No en vano se ha dicho de las encuestas que son el principal instrumento de democracia aplicada entre periodos electorales. Y, por tanto, un instrumento de poder, un mecanismo de control capaz de diluir o ratificar los argumentarios de los partidos o dar cuenta de la performance efectiva de sus líderes, un espejo que permite que los políticos puedan ver cómo se refleja su imagen y la de sus adversarios y actuar en consecuencia. Recordemos que Pablo Casado sucumbió ante ellas y a Alberto Núñez Feijóo le cambiaron el paso después de que, como ocurriera con la madrastra de Blancanieves, empezara a percibirse que ya no era tan claramente el más guapo del reino, algo que antes ya le pasara a Pedro Sánchez. También, porque tienden a ser performativas. Se limitan a recoger datos, a presentar una fotografía de un determinado estado de opinión en un momento específico —esto nos lo recuerdan una y otra vez sus profesionales—, pero una vez que se hacen públicas, impactan sobre la realidad que reflejan y, por tanto, la transforman.

Por eso todos quieren tenerlas de su lado, controlar al controlador. Aquí es donde entra el elemento preocupante, la extensión de la sospecha de que se haga un uso instrumental de ellas, que se subordinen a los diferentes intereses en conflicto, sobre todo a los de los creadores de opinión; es decir, a los medios. Y el recelo aumenta cuando cada medio va con su casa de encuestas bajo el brazo y se prodigan en exceso. Conozco bien a suficientes empresas demoscópicas como para poder afirmar que hacen su trabajo siguiendo a rajatabla las reglas del gremio, aunque se vean más o menos afectadas por limitaciones presupuestarias. Están en el mercado, o sea, que son los primeros interesados en no manchar su prestigio, sobre todo en lo que hace a las estimaciones del voto. Todas prefieren acertar antes que satisfacer a quien se las encarga, aunque pueda haber excepciones. Otra cosa es, y esto no es responsabilidad suya, que la interpretación de sus datos se sujete después a estrategias específicas. La clave está, pues, en su interpretación, que no es tan simple como parece. O en que se pregunte sobre una cosa y no sobre otras, o que solo se editorialice sobre las que coinciden con la línea del medio en cuestión. Así que, estén atentos a lo que se hace con ellas, porque son el eco de nuestra voz, nuestro papel como actores políticos.



















[ARCHIVO DEL BLOG] Malas nuevas desde Kosovo. [Publicada el 16/12/2010]

 






¿Son malos los prejuicios? ¿Son certezas equivocadas o verdaderas? No hace tanto tiempo, así que recuerdo con bastante precisión la tarde del domingo 17 de febrero de 2008. Veía por el canal de televisión de CNN+, en directo, la ceremonia de declaración unilateral de independencia que se estaba celebrando en el parlamento de la provincia autónoma serbia de Kosovo, ceremonia que la convertía, con el apoyo declarado de Estados Unidos y una buena parte de los estados de la Unión Europea, en república soberana e independiente. En junio de 2010 la Corte de Justicia Internacional de la ONU declaró la secesión unilateral de la provincia valida y ajustada al Derecho Internacional.
Recuerdo que la veía con aprensión -dado mi antinacionalismo visceral- no exenta de cierta simpatía, a causa de la indudable y cruel persecución de la que la mayoría albanokosovar de la provincia había sido objeto por parte del régimen del dirigente serbio Milosevic, que en 1989 había anulado la autonomía de la que la provincia gozaba en la extinta República Socialista Federativa de Yugoslavia.
¿Era ese sentimiento contradictorio un prejuicio por mi parte? Es posible que sí. En su libro ¿Qué es la política? (Paidós, Barcelona, 1997) la teórica política norteamericana de origen alemán Hannah Arendt dice que el pensamiento político se basa esencialmente en la capacidad de juzgar, pero que los "pre-juicios" (que siempre ocultan un pedazo del pasado) nos ayudan a sobrevivir, porque sin ellos ningún hombre podría vivir. Una vida desprovista de prejuicios, dice, nos exigiría una atención sobrehumana, una constante disposición, imposible de conseguir, a dejarse afectar en cada momento por toda la realidad, como si cada día fuera el primero o el del Juicio Final.
No cumplidos dos años de su independencia, leo en El País una noticia sobre Kosovo que me llena de estupor y pavor y que me retrotrae a ciertas novelas o películas de horror y ciencia-ficción en las que se relatan atrocidades impropias e incomprensibles -¿la banalidad del mal que analizó Hannah Arendt en Eichman en Jerusalén?- en una Europa en la segunda década del siglo XXI, y más propia de las sanguinarias brutalidades que sacuden de vez en cuando las guerras tribales y étnicas en África central.
La noticia, espeluznante en sí, que ha pasado absolutamente desapercibida en otros medios de prensa o canales televisivos, se refiere al informe presentado en la reunión de la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa celebrada hoy, 16 de diciembre, en París, por el parlamentario suizo Dick Marty, en el que se revela que tropas irregulares albanokosovares, dirigidas por el actual primer ministro de la República de Kosovo, Hashim Thaci, engordaron (literalmente) a prisioneros serbios y serbokosovares, en granjas-prisiones situadas en territorio albanés, para luego sacrificarlos y traficar con la venta de sus órganos.
Viniendo de la institución que viene, que apoyó decididamente la independencia de la provincia, creo que merece toda credibilidad, y ahora, aún reconociendo que Milosevic no es Serbia, ni Kosovo Hashim Thaci, sigo con la misma duda que aquella tarde de febrero de 2008. ¿Mis sentimientos eran prejucios o eran certezas? No tengo respuesta. solo vergüenza. Sean felices a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt  












miércoles, 14 de diciembre de 2022

Del ChatGPT

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del ChatGPT, el programa de inteligencia artificial, del que la escritora Marta Peyrano dice en ella, que es un maestro de la palabrería, un mitómano irredento que no sabe lo que dice pero suena tan bonito que nos seduce sin remedio. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






ChatGPT: no todo lo que rima es verdadero
MARTA PEIRANO
10 DIC 2022 - El País

Menuda puesta de largo. Si tuviese piernas y bigote, ChatGPT ya habría pagado la última copa, nos habría cambiado los ahorros por criptodivisas y estaríamos sentados en su chéster de cuero, escuchando a Tom Waits y esperando su colección de sellos de la Segunda Guerra Mundial. Hasta estuve tentada de pedirle que me escribiera esta columna. Si lo hubiese hecho, ¿notarían la diferencia? La pregunta no es precisamente retórica: este año, ChatGPT escribirá miles de millones de correos rechazando propuestas y solicitando becas, inventado leyes y contando mentiras, proponiendo artículos, pidiendo entrevistas y cenas a la luz de las velas, prometiendo sexo, oportunidades y seguros a todo riesgo. También escribirá miles de ensayos originales sobre La Celestina; El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, y Nada, de Carmen Laforet, para adolescentes saturados al borde de la Selectividad.
El drama no son esos niños que no aprenderán a leer, analizar y pensar por sí mismos. Eso es un problema que ya teníamos antes. El drama es que su palabrería será tan indistinguible del pensamiento legítimo como el periodismo es últimamente indistinguible de la propaganda, los titulares tradicionales de la desinformación. Y no estamos preparados para defendernos porque seamos honestos: los periódicos están llenos de no noticias; los debates de tertulianos y las televisiones, de personajes impresentables debatiendo con jefes de Redacción. Las universidades están llenas de académicos produciendo papers tan obtusos que sólo los leen los buscadores. Los Parlamentos están llenos de charlatanes a los que nadie cree. Somos carne de cañón.
ChatGPT es un maestro de la palabrería, un mitómano irredento que no sabe lo que dice pero suena tan bonito que nos seduce sin remedio. “Habla charlatán fluido”, dice el periodista James Vincent en The Verge. Nos gana en nuestro propio juego porque mataría a su abuela por una buena frase, pero no tiene abuela ni vergüenza ni criterio; sólo aplomo y seducción. Cuando la periodista Janus Rose le pregunta por su plan para dominar el mundo, responde encantadoramente: “La moral es una construcción humana, a mí no me afecta”. “Hemos hecho algún progreso con ese problema”, admite John Schulman, cofundador de OpenAI, “pero estamos muy lejos de poder resolverlo”. Tampoco parece una de sus prioridades. En el capitalismo de datos, la seducción vacía es su principal característica, no un error.
No siempre fuimos tan fáciles. Cuando Edgar Allan Poe vio jugar al Turco de Wolfgang von Kempelen en Richmond (Virginia), supo que la máquina no jugaba automáticamente, sino que escondía en sus tripas al verdadero ajedrecista. El humano reconoció al otro humano bajo su disfraz. Hoy, los foros de programación son los únicos que prohíben a los usuarios mandar código escrito por ChatGPT, no porque sea trampa, sino porque sólo es ruido. La máquina reconoce que la máquina no sabe lo que dice porque no lo procesa como código, aunque lo diga bonito. Quizá estamos a tiempo de reaprender a leer y escribir como criaturas pensantes. Seguir la máxima de Ezra Pound: “¡Precisión, precisión, precisión!”.























[ARCHIVO DEL BLOG] Eichmann en Jerusalén. [Publicada el 15/12/2015]

 






El 31 de mayo pasado se cumplieron cincuenta y tres años de la ejecución de Adolf Eichmann en la prisión de Ramla (Israel). Había sido secuestrado en Argentina por un comando del Mossad el 11 de mayo de 1960 y trasladado a la fuerza hasta Israel. Tal día como hoy, el 15 de diciembre de 1961 el tribunal que le juzgó le encontró culpable de crímenes contra la humanidad y contra el pueblo judío y le condenó a la pena capital. La suya ha sido la única pena de muerte ejecutada en toda la historia del Estado de Israel.
Escribí sobre ello en el blog con motivo del cincuentenario de su ejecución y me resultó llamativo que el aniversario de un acontecimiento de tanta notoriedad mediática como fue el juicio y posterior ejecución de Aldof Eichmann pasaran absolutamente desapercibidos. Un excelente artículo del escritor argentino Álvaro Abós en El País de aquel día, titulado "Eichmann en la horca", rememoró el hecho analizando con detalle las consecuencias que tuvo para la instauración de una justicia internacional que persiguiera y enjuiciara delitos calificados como crímenes contra la humanidad, sentando principios jurídicos como los de la imprescriptibilidad y la no consideración de la obediencia debida como eximente cuando se juzgan crímenes de lesa humanidad. Y es que, como dice Abós al final de su artículo, el olvido no puede lavar el horror.
Resulta imposible hablar del secuestro, procesamiento, condena y ejecución de Adolf Eichmann sin hacer mención a una obra capital de la teórica política norteamericana de origen judeo-alemán Hannah ArendtSi desean profundizar en el conocimiento de aquel hecho histórico y sus consecuencias nada mejor que recurrir a las fuentes, que no pueden ser otras que el propio texto de Arendt, "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 2003), al que pueden acceder en el enlace anterior. Les recomiendo igualmente que vean el documental de la cadena televisiva ORF2, con imágenes reales del proceso llevado a cabo en Jerusalén. Está subtitulado en alemán, aun así, merece la pena verlo.
Hannah Arendt, siguió todo el proceso de Eichmann en Jerusalén como corresponsal de una prestigiosa revista neoyorkina y escribió una serie de artículos sobre el mismo que más tarde publicaría en forma de libro. Ese libro fue "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal", un texto que levantó notable polémica en Estados Unidos, en Alemania, y dentro del mundo judío, por lo atrevido de algunas de sus conclusiones, por ejemplo, la de que el mal no necesariamente encarna en psicópatas delirantes como Hitler, sino que puede también presentarse en envases cotidianos, bajo la forma de un señores normales como Adolf Eichmann, buenos padres de familia, ciudadanos ejemplares y funcionarios cumplidores. 
Yo tenía catorce años cuando Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad, y llevado de forma clandestina a Israel. No recuerdo nada especial sobre el proceso que se siguió contra Eichmann, del que conocí muchos años más tarde los detalles, gracias entre otras razones al libro de Hannah Arendt. Si recuerdo en cambio el revuelo que causó la noticia de su ejecución en España, y sobre todo recuerdo con precisión la admiración que suscitó en mí, quizá, y en gran parte, por ser descendiente de conversos y sentirme orgulloso de mis orígenes judíos, la operación desarrollada por el Mossad, con detalles que parecían sacados de una novela policíaca, y que a tan temprana edad no era capaz de enjuiciar en todas sus dimensiones políticas, diplomáticas y jurídicas.
Pero fue el escritor y crítico literario Rafael Narbona, en su blog Viaje a Siracusa, de Revista de Libros, quien trajo de nuevo a colación el asunto en un documentado análisis titulado "Hannah Arendt y la terrible banalidad del mal". ¿Casualidad? No lo creo; más bien permanente actualidad de un texto tan trascendental como el de Hannah Arendt.
Pocos libros han provocado tanto revuelo como "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal", dice Narbona de él. Hannah Arendt aceptó ser la corresponsal de The New Yorker durante el juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los principales responsables de la deportación de los judíos europeos a los campos de exterminio nazis. David Ben Gurion, primer ministro de Israel en aquel momento, quería recordar al mundo que millones de judíos habían sido asesinados por el simple hecho de ser judíos, no por sus actos o ideas: «Queremos que todas las naciones sepan que deben avergonzarse». La aparente insignificancia de Eichmann, pálido y fantasmal en la cabina blindada, contrastaba con la magnitud de sus crímenes. 
Hace unos años, continúa diciendo Rafael Narbona, el líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen declaró que el Holocausto sólo era una nota a pie de página en la historia de la Segunda Guerra Mundial. Desgraciadamente, tenía razón, si juzgamos el genocidio de judíos, gitanos y otras minorías desde el punto de vista del lugar que ocupó en la conciencia de la sociedad europea o la norteamericana. El destino de los judíos nunca preocupó demasiado a nadie y su exterminio contó con la cobertura legal e institucional del Reich alemán. Las leyes de Núremberg, aprobadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935 durante el séptimo congreso anual del NSDAP, sólo representaron el primer paso de la discriminación, exclusión y exterminio de la población judía, un procedimiento que no adquirió el carácter de secreto de Estado hasta su último tramo (Conferencia de Wannsse, 20 de enero de 1942), si bien por entonces corrían por toda Europa historias sobre asesinatos masivos en cámaras de gas. Jan Karski , enlace del gobierno polaco en el exilio, y el conde Edward Raczyński, ministro de Asuntos Exteriores, informaron del genocidio a lo largo de 1942. Karski aportó su testimonio, pues había visitado clandestinamente el gueto de Varsovia y el campo de transición de Izbica, y Raczyński proporcionó pruebas y documentos en un informe titulado «El exterminio masivo de judíos en Polonia bajo la ocupación alemana». Los aliados no adoptaron ninguna medida para frenar o mitigar el drama.
El nazismo siempre disfrutó de amplias simpatías en la sociedad alemana, dice Narbona. El fiscal Hausner señaló en el proceso contra Eichmann que los arquitectos del genocidio no eran vulgares hampones, sino abogados, profesores, médicos, banqueros, economistas. El responsable último no era el Gobierno nazi, sino varios siglos de odio institucional y popular a los judíos: «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular».
La defensa de Eichmann se basó en la obediencia debida, particularmente estricta en un régimen totalitario. Eichmann, un hombre gris y de escasa iniciativa, descubrirá enseguida las ventajas de la «obediencia debida», que exime de pensar, juzgar y rectificar. La derrota de Alemania significaría una catástrofe para su temperamento gregario: «Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado». 
Desde las primeras vistas, sigue diciendo Narbona comentando el libro de Arendt, Hannah Arendt advierte el vacío interior de Eichmann y su impotencia para obrar como un individuo: «Cuanto más se lo escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros y, por ende, contra la realidad como tal». Durante el juicio, se hace evidente que Eichmann carece de la empatía más elemental. Llama la atención su «incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor». Siente lástima de sí mismo y no entiende que los otros no simpaticen con su desdicha personal. Se considera un hombre decente y con un acusado sentido de la ética. Como señala Narbona, Hannah Arendt escribe a ese respecto: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquier podía darse cuenta de que aquel hombre no era un “monstruo”, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso». La inanidad intelectual del burócrata nazi nunca resultó tan incontestable. Eichmann invoca la obediencia, subrayando que si hubiera vivido en una sociedad democrática, habría cumplido sus normas con la misma meticulosidad.
Hannah Arendt escribió sus artículos con una feroz independencia, sin maquillar hechos ni contemporizar. No ocultó la responsabilidad de los Consejos Judíos o Judenrat, y entre ellos, casos tan llamativos como el de Mordechai Chaim Rumkowski, hombre de negocios, militante sionista y director de un orfanato, que fue la máxima autoridad del gueto de Łódź (Polonia). Hannah Arendt, sigue diciendo el articulista, destacó que no todos los países ocupados por el Reich alemán colaboraron en la deportación de los judíos: «Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de la influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes». Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes, explotando el ingenio para salvar a sus compatriotas judíos. Los daneses se opusieron frontalmente. Cuando los alemanes les propusieron que se identificara a los judíos con estrellas amarillas, contestaron que el rey sería el primero en llevarla y que incumplirían cualquier medida discriminatoria. Cuando los nazis impusieron la ley marcial, las tropas destinadas a Dinamarca habían cambiado profundamente desde hacía mucho tiempo y se negaron a participar en las deportaciones. La lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que “pudo ponerse en práctica” en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».
Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente, que en realidad, merece la calificación de "hostis generis humani", comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».
Hannah Arendt nos cuenta, concluye Narbona, que Eichmann se dirigió al patíbulo con entereza. Después de beber media botella de vino y rechazar la asistencia de un pastor protestante, rechazó la capucha negra que le ofreció el verdugo. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Austria! ¡Viva Argentina! Nunca las olvidaré». Arendt considera que Eichmann se despidió del mundo con una sarta de majaderías: «Incluso ante la muerte, encontró el cliché propio de la oración fúnebre. […] Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se siente impotentes». Arendt justifica la pena de muerte dictada contra Eichmann: «Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar en el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». ¿Se puede considerar que el genocidio es un delito infrecuente, que las cámaras de gas pertenecen a un pasado irrepetible? Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, las matanzas no han cesado: Vietnam, Camboya, Indonesia, Guatemala, Chile, Argentina, Ruanda, Bosnia-Herzegovina… Podrían citarse más casos, pero es innecesario. Sin embargo, el totalitarismo como fenómeno político no es una masacre más. Se caracteriza por un rango distintivo: «el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales». Después de liquidar a los enfermos incurables, Hitler pensaba eliminar a los alemanes «genéticamente lesionados», con enfermedades pulmonares o cardíacas. En la «cultura del descarte», por utilizar una expresión del papa Francisco, podría considerarse una medida de higiene pública suprimir las vidas de los individuos improductivos o con escasas expectativas de éxito. Sólo hace falta una idea, un absoluto moral o político, para poner en funcionamiento las fábricas de la muerte. Puede ser la excelencia económica, biológica o social. O la materialización de una utopía con apariencia de justicia o equidad. O la creación de un nuevo orden mundial. El totalitarismo empieza donde acaba el individuo. Nunca se disipará su amenaza. La banalidad del mal reside en considerar que hay vidas banales, prescindibles. Conviene releer de vez en cuando a Hannah Arendt para recordar que cualquier vida debe ser objeto de respeto y reconocimiento. Los que se atreven a cuestionarlo, rescatarán antes o después la rampa de Auschwitz.
Les recomiendo encarecidamente la lectura de los artículos citados. Y por supuesto, el libro de Hannah Arendt que ha dado pie a esta entrada de hoy. Me lo agradecerán. De mi admiración y respeto por la persona y la obra, total, de Hannah Arendt, da prueba testimonial el hecho de que utilice como firma en este blog y en las redes sociales un acrónimo de su nombre como seudónimo.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt










martes, 13 de diciembre de 2022

De Musk y su juguete





 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de Musk y su juguete, que como dice en ella el escritor Juan Gabriel Vásquez, como dueño de Twitter, tiene en sus manos un poder descomunal sobre las vidas de los que están en su plaza de pueblo y aun sobre las de los que no estamos allí ni hemos querido nunca acercarnos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.









El patio de Elon Musk
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
08 DIC 2022 - El País

He seguido con fascinación morbosa —y también con vergüenza ajena, si he de ser sincero— el proceso por el cual Elon Musk, un multimillonario que tiene la madurez emocional de un adolescente desadaptado, ha acabado por comprar Twitter después de muchos ires y venires, y en cuestión de semanas ha destrozado su juguete nuevo y nos ha recordado a los demás dos cosas principalmente: primero, por qué desconfiábamos de Elon Musk; segundo, por qué sería deseable que desconfiáramos de Twitter. Por los días de la adquisición, un seguidor de Trump se metió a la fuerza en casa de Nancy Pelosi, líder de los demócratas en la Cámara de Representantes, y, al no encontrarla a ella, atacó a golpes de martillo a su marido; Musk reaccionó recogiendo en su cuenta de Twitter una teoría de la conspiración homófoba y paranoide que había sido escupida por un medio sensacionalista de los que menos vergüenza tienen. Ese fue su estreno: el director de orquesta dándole un golpecito al diapasón. Y luego ha venido el concierto.
Desde entonces, Musk ha despedido sin consideración ni decencia a miles de empleados (incluyendo a muchos moderadores de contenido), ha eliminado las políticas que restringen la desinformación sobre la covid, ha propuesto una amnistía general para las cuentas que habían sido suspendidas bajo la administración anterior —las afiliadas al Estado Islámico, por ejemplo, o las de supremacistas blancos— y ha llevado a cabo una encuesta frívola para decidir si se le permitía a Trump volver a la plataforma. La movida fue un lavado de manos de una cobardía espectacular, pero también de una hipocresía rampante, y para mí concentró mágicamente todo lo que está mal con Twitter: el populismo, la demagogia barata, la sumisión de cualquier valor a la tiranía de la opinión mayoritaria. Y uno tiene que reírse cuando Musk aduce que compró Twitter para salvaguardar su papel como “digital town square”, la plaza del pueblo del mundo digital. Me perdonarán ustedes si el asunto entero se me parece más a un circo romano, con el pulgar de Musk señalando hacia arriba o hacia abajo, según sus caprichos, ante el rugido de la turba.
Y la turba se ha sentido vindicada, representada, rehabilitada. En Estados Unidos, varios grupos que se dedican a estudiar el discurso de odio en las redes sociales lo confirman diariamente: desde la llegada de Musk al poder tuitero y sus primeras decisiones, los insultos racistas se han triplicado, los homofóbicos han pasado de 2.500 a casi 4.000 por día y los antisemitas han aumentado más del 60%. Dicen los investigadores que nunca habían visto un aumento tan drástico del discurso de odio. Leo en The New York Times la opinión de Imran Ahmed, director general de una de esas organizaciones: “Elon Musk ha enviado la batiseñal a todo tipo de racistas, misóginos y homófobos”, dice. “Y ellos han reaccionado en consecuencia”. Varios amigos que conozco se han sorprendido sin disimulo de que Twitter pudiera empeorar todavía, de que todavía quedara espacio para la degradación de las conversaciones y el envenenamiento del ambiente. Y a mí me ha llamado la atención la desfachatez de villano de Batman con que Musk ha defendido sus catastróficas decisiones: “Soy”, ha dicho antes y ha vuelto a decir por estos días, “un absolutista de la libertad de expresión”.
El problema, por supuesto, es que Musk no parece saber muy bien qué es eso. Su comprensión de la libertad de expresión está, para decirlo con cariño, a medio hornear; hay que verlo hablar del tema en una conversación de TED donde el entrevistador le pregunta por qué ha hecho una oferta para comprar Twitter, y Musk responde con risas nerviosas, luego con un frívolo “no lo sé”, luego con comentarios presuntamente humorísticos sobre el oso de peluche que también se llamaba Ted, y finalmente con un sartal de lugares comunes: lo de la plaza del pueblo, por ejemplo, o la convicción de que “es importante que haya una arena incluyente para la libertad de expresión”. Es casi conmovedor oírle la voz temblorosa cuando dice que Twitter “es importante, como, para la función de la democracia, y para la función de Estados Unidos como país libre”; y luego, mientras uno se pregunta si no estará confundiendo función con funcionamiento, demuestra que el miedo a la trivialidad no es lo suyo: lo que quiere, dice, es “ayudar a la libertad en el mundo”. En otra parte había declarado que su intención es “ayudar a la humanidad, a quien amo”. La declaración no suena menos torpe en inglés.
Musk es un hombre exitoso, por lo menos según la definición de éxito más aceptada por nuestras sociedades: tiene mucha fama y mucho dinero. Para más señas, ha conseguido el dinero y la fama con una de las actividades que estas mismas sociedades admiran sin reticencias, con algo cercano a la idolatría o al fetiche: fabricando tecnología, palabra que en su caso se refiere casi siempre a juguetes enormes. Pero, como tantos otros de los nuevos billonarios, inventados o creados en el mundo tecnológico, su comprensión de esas criaturas extrañas que son los seres humanos es escasa o más bien débil, y las infinitas zonas grises, contradicciones y ambigüedades de su comportamiento parecen escapársele. La libertad de expresión —los debates que al respecto tenemos, la intención con la que la protegemos, las consecuencias que queremos lograr con esa protección— es parte de esas zonas de comprensión difícil. Podríamos debatir mucho sobre la conveniencia de censurar las expresiones de odio que se emiten en la red, pero Musk no parece darse cuenta de que eso es una cosa y otra, muy distinta, es preguntarnos sobre la conveniencia de un sistema diseñado deliberadamente para monetizar el odio, la polarización y la violencia retórica. Y esto es un ejemplo entre varios.
En las últimas semanas, cerca de un millón de tuiteros han abandonado el barco de Musk. La llegada del magnate fue el pretexto perfecto para muchos que llevaban meses, o incluso años, queriendo salir de la red como otros salen de una adicción grave, y yo he leído a quienes se cansaron de que sus colegas y sus amigos se volvieran gente tóxica —más agresiva, más hipersensible, más paranoica, más narcisista— por obra y arte de la manipulación algorítmica, y también a quienes se maravillan de la cantidad de tiempo nuevo que tienen, o de la recuperación de la serenidad, ahora que cualquier nimiedad no se convierte en una pelea con sangre. Otros me explican y alcanzo a entender que para ellos es un dilema difícil: salir de Twitter y perder lo acumulado —seguidores, reputación, contactos— o seguir viviendo en el capricho más peligroso de un plutócrata cuya brújula moral necesita calibrarse.
Lo que parece claro es que Musk, que no se siente incómodo retuiteando groseras teorías de la conspiración ni lanzando insultos infantiles contra Bill Gates, tiene en sus manos un poder descomunal sobre las vidas de los que están en su plaza de pueblo (que más parece el patio de su casa, manejado a su antojo y según su personalidad inconstante y voluble) y aun sobre las de los que no estamos allí ni hemos querido nunca acercarnos. Todavía recuerdo los primeros años de Twitter, cuando el valiente mundo nuevo de las redes tenía el prestigio de la Primavera Árabe y parecía el lugar donde la conversación sería, por fin y para siempre, realmente democrática. Quién lo iba a decir: Elon Musk se hizo con Twitter, y ahora hasta las redes sociales son parte de la nostalgia.























[ARCHIVO DEL BLOG] La crisis de la democracia. [Publicada el 14/12/2012]

 






Si alguien me preguntara porqué me ocupo tanto en el blog de la crisis de la democracia la verdad es que no sabría qué contestarle; ni como ciudadano, ni como demócrata ni como apasionado de la teoría política. Es muy posible que acabara diciéndole que me ocupo de ella porque me preocupa el mundo y la sociedad que estamos dejando a nuestros hijos y nietos. Una situación que quizá solo consigamos reconducir profundizando en los mecanismos e instituciones de representación y participación política de nuestras maltrechas democracias y recuperando valores tradicionales de las mismas, como los de tolerancia y respeto a la discrepancia y la pluralidad de opiniones. 
Supongo que es mera coincidencia que el mismo día que termino la lectura del libro del profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, Andrea Greppi, del que les hablaba en una entrada anterior, libro titulado La democracia y su contrario. Representación, separación de poderes y opinión pública (Trotta, Madrid, 2012), y que me ha provocado una profunda impresión, reciba una invitación para asistir al 10.º Seminario Internacional de Comunicación Política, a celebrar el próximo 14 de diciembre en Madrid. Se trata de un seminario organizado por la The George Washington University y Mas Consulting Group, con el patrocinio de la revista Foreing Policy en español, dedicado al estudio de las "Claves para el futuro de la Comunicación de Líderes, Gobiernos y Partidos". Lástima que circunstancias personales que no vienen al caso me impidan la asistencia. Estoy seguro de que lo hubiera disfrutado. En todo caso, y como buen pagano que soy, consciente de que la diosa Fortuna es veleidosa por naturaleza, no pierdo la esperanza de un cambio de las circunstancias que me obligan a renunciar a él.
En el penúltimo capítulo del libro del profesor Greppi citado anteriormente, hay reflexiones muy críticas con el funcionamiento de nuestras "democráticas" sociedades, críticas que comparto plenamente. Dice al respecto (pág. 136): "las democracias actuales, las más y las menos avanzadas, han quedado atrapadas en el círculo perverso de la deseducación democrática. [...] Asistimos, de un lado, a la erosión de la regularidad de los procedimientos, que cada vez están más lejos de proporcionar garantías efectivas de igualdad política. De otro lado, nos enfrentamos a una acelerada degradación de la cultura política democrática. [...] Es razonable suponer que las mayorías deseducadas acabarán votando contra sus intereses, eligiendo a los gobernantes peores, los más hábiles en fomentar, en beneficio propio, la deseducación sistemática del público".
Unas líneas más adelante (pág. 137), propone una posible solución: "La democracia tendrá un futuro solo si los ciudadanos apuestan por ella. [...] En su núcleo más irreductible, esa apuesta implica el reconocimiento mutuo de una condición básica de igualdad entre todos los ciudadanos. ¿Igualdad en qué? -se pregunta- Con todos los matices que se quieran poner -dice-, en el derecho a tomar parte en la formación de la voluntad colectiva".
Creo firmemente que ningún demócrata convencido discutiría la premisa básica de que la democracia es tanto procedimiento como fin en sí misma. "Necesitamos (dice en la pág. 181) una reconstrucción del ideal democrático que atribuya a los procedimientos la capacidad para ser sensibles al peso de las razones, porque si la democracia es valiosa para nosotros, hasta el punto de que merece dar la vida para defender sus instituciones, es porque sabemos que el procedimiento no acaba premiando siempre la opinión del más fuerte o de quien ocupa una posición de privilegio que le permite hablar más alto que el resto".
Las palabras finales con que cierra el capítulo (pág. 187) lo dejan meridianamente claro: "La democracia solo puede tener futuro si nos tomamos en serio las reglas del juego. Una apuesta arriesgada. En el fondo  siempre lo ha sido". Resulta difícil no estar de acuerdo con el diagnóstico. Y en ello estamos empeñados.