martes, 9 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Desasosiego. Publicada el 19 de enero de 2010





En la primavera de 2006 la página electrónica de "Escuela de Escritores" lanzó una convocatoria a través de Internet para proponer a los lectores que eligieran la palabra más bella del castellano. Veinte y pico mil internautas propusieron 7130 palabras. Ganó "amor", seguida de "libertad". Dos docenas de personas propuesieron "desasosiego"; yo, entre ellas, alegando en su favor que me parecía una expresión hermosísima para explicar un estado de ánimo que encontraba muy generalizado en el hombre urbano de nuestro tiempo.

Hacía muy pocos días una amiga me había escrito sobre mi entrada en el Blog del pasado viernes ("Banalización de la tragedia", 15/01/2010) para comentarme sus impresiones sobre la frase final del artículo: "Hoy no quiero pedirles que sean felices, aunque tampoco se si aspirar a serlo nos hace peores, o insensibles al dolor ajeno. No me atrevería a juzgar a nadie por ello...", que me dice compartir y haberle hecho reflexionar sobre la banalización del sufrimiento y dolor ajeno que aspirar a ser felices conlleva, como si uno no tuviera derecho a buscar mecanismos de defensa en forma de burbuja para no estremecerse ante el horror... Su respuesta me ha provocado un cierto desasosiego (falta de quietud, tranquilidad, serenidad, lo define el Diccionario de la Lengua Española) y me ha hecho recordar una frase cuya autoría no puedo precisar: "la felicidad no es más que la ausencia de dolor". Y todo, porque pienso que en ninguna circunstancia puede ser malo aspirar a la felicidad. 

Otra amiga muy querida también me ha regalado por Navidad un pequeño librito cuya lectura me ha dejado bastante desestructurado el ánimo: "Blanco sobre negro" (Punto de Lectura, Madrid, 2004), del escritor ruso de origen español Rubén Gallego. Nieto del dirigente del PCE Ignacio Gallego, nació en 1968 con parálisis cerebral en una clínica de Moscú. Con un año y medio de edad fue separado de su madre, a la que le dijeron que había muerto, y comenzó un interminable periplo de traslados por hospitales, orfanatos y asilos que duró 20 años, hasta que con la desaparición de la Unión Soviética, pudo escapar y buscar sus raíces familiares, que desconocía por completo.

"Blanco sobre negro" es un relato autobiográfico de sus recuerdos de esos veinte años de oscuridad, estructurado en pequeños capítulos que relatan escenas que dejan el ánimo en suspenso sobre el periplo vital de una persona que a fuerza de voluntad logra sobrevivir en un mundo de horrores escondidos a la vista del resto de la humanidad para no desmerecer ni deteriorar la imagen de un "paraíso" en donde todo el mundo tenía la "obligación" de ser feliz. Y todo ello, sin una sola palabra de rencor, odio ni desprecio hacia nadie ni hacia nada. Con una salvedad, quizá, la del capítulo que lleva por título "Volga" (páginas 142-148), que dedica a la memoria de su abuelo: "Pero entonces habría podido llamar. Podría haber llamado al director de nuestra casa de niños por un teléfono secreto. El director de nuestra escuela era comunista, y los comunistas siempre se ayudan entre ellos. Me habrían llamado a su despacho y me habrían contado con gran sigilo sobre mi abuelo, el mejor abuelo del mundo. Y yo lo hubiera entendido todo. Yo era un niño inteligente. Todo lo que yo necesito saber es que él está en alguna parte, saber que realiza una misión secreta y que no puede venir a verme. Yo habría creído que él me quería y que vendría algún día. Y lo hubiera querido incluso sin el salchichón. O a lo mejor el no había tenido miedo de que lo descubrieran. ¿Y si a lo mejor él había comprendido que los espías americanos rara vez se asoman a nuestra pequeña ciudad de provincias y a mi me hubieran dejado contar todo sobre mi abuelo secreto? Contar sólo un poquito. Mi vida habría sido completamente distinta. Dejarían de llamarme negro de mierda, las niñeras dejarían de gritarme. Y cuando mis maestros me alababan por mis buenas notas, ahora comprenderían que no soy simplemente el mejor alumno de la escuela, sino que soy el mejor, como mi heroico abuelo. Y yo me habría convencido de que después de acabar la escuela no me llevarían para dejarme morir. Me vendría a buscar mi abuelo y me llevaría. Todo habría cambiado para mi. Dejaría de ser un huérfano. Si una persona tiene parientes, no es huérfana, es una persona normal, una persona como las demás. Pero Ignacio no vino. Ignacio no escribió. Ignacio no llamó. Yo no lo entendía. No lo entiendo. Nunca lo entenderé". Sean felices a pesar de todo. HArendt



El escritor Rubén Gallego


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6098
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[SONRÍA, POR FAVOR] Es martes, 9 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6097
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 8 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Hipocondríaco






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

"El martes 17 de marzo a mediodía recibí un correo electrónico de un laboratorio confirmando el positivo por Covid-19 -escribe en este primer A vuelapluma de la semana [Un enfermo mental. La Vanguardia, 30/5/2020] el periodista y locutor de radio Jordi Basté-. Confirmé porque, como hipocondríaco de manual, estaba convencido del resultado. Me encerré en casa, pero lo hice público sabiendo que me preguntarían por qué motivo a mí sí me habían hecho la prueba. No respondí, pero era simple: el riesgo no estaba en mis ­pulmones, estaba localizado en mi cabeza. Quizá sí que había tenido unos episodios previos de tos rara, incluso un leve dolor de cabeza, pero decidí hacerme el test cuando, en una rareza (casi) histórica, mi cuerpo subió a 38,1 de temperatura. Y empezó la insoportable angustia.

Según el psicólogo, mi diagnóstico mental es: “Tendencia a una personalidad fóbica que se acentúa en función del nivel de estrés. Ansiedad con tendencia a la hiperactividad y con TOC”. Los que tenemos este cóctel sabemos lo que significa. Me encerré, obligado por la situación, 33 días en casa. Ni basuras, ni perro, ni compras. Recibí incontables muestras de afecto, la mayoría acompañadas de la palabra oficial de la Covid-19: cuídate . Cuídate es el peor de los ánimos para un hipocondriaco. El desarrollo de la palabra te lleva a un estado no óptimo que necesita mejorar exigiéndote que te sitúes en estado de alerta.

Me tomaba compulsivamente la temperatura cada hora y el paracetamol cada seis. Perdí el olfato. Me agobié pensando por encima de mis posibilidades. Pasé de vivir solo a vivir en soledad, que parece lo mismo, pero es radicalmente diferente. Me angustiaban las noticias pesimistas y detestaba el contador de muertos e infectados.

Estos días la pandemia de la Co­vid-19 ha sido tema único y poco se ha hablado de la otra que, en paralelo, va creciendo irremediablemente: la mental. Cada día hay más gente que duerme poco, sueña mucho, vive con angustia, llora en silencio (yo lo hice una mañana, sin explicación, escuchando el gastado You’ll never walk alone ) o que no sabe lo que le pasa porque, simplemente, no sabe lo que pasará. Gente a quien le asusta salir de casa, que le aterroriza acercarse a alguien, que si le cuesta respirar o si estornuda cree que ya ha pillado el virus sin pensar que puede ser un simple catarro. Tranquilos. Somos muchos. Una legión. Quizás nos señalarán (la estigmatización habitual cuando se habla del cerebro) por este malestar íntimo, por el sufrimiento emocional, como si fuéramos enfermos mentales que necesitamos tratamiento farmacológico. Pero no. Somos la moda que viene. Hay que hablarlo. Sin miedo. Hay salida. Lo aseguro".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6096
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[TEORÍA POLÍTICA] Ciberleviatán



El filósofo Karl Popper


Cuando Popper -escribe en Revista de Libros [¿El ocaso de la sociedad abierta? Mayo, 2020] el historiador Rafael Núñez Florencio- publicó el libro que le daría fama y se convertiría en un clásico del pensamiento del siglo XX, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) no podía en modo alguno vislumbrar que la gran amenaza para el orden liberal y el pensamiento crítico no vendría de sus llamados adversarios tradicionales —aquellos contra los que se dirigía la obra— sino del progreso científico y tecnológico. En términos políticos, durante la casi totalidad del citado siglo, los mayores antagonistas de los regímenes democráticos eran fácilmente identificables: fascismo y comunismo —las dos caras del totalitarismo— y dictaduras civiles o militares —autoritarismo—. Derrotados militarmente los sistemas fascistas y desacreditadas las dictaduras, el tercer acto, la implosión del socialismo real entre 1989 y 1991, parecía sancionar el triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, el «fin de la historia» (Fukuyama dixit).

No duró mucho la euforia, si realmente hubo tal. Pocas victorias han sido tan silentes, quizá porque la mentalidad liberal acarrea una mala conciencia histórica, como si tuviese que hacerse perdonar un pecado original de indiferencia o simple postergación de las otras dos proclamas revolucionarias, igualdad y fraternidad (léase, en términos actualizados, justicia social). Pero más importante que este complejo liberal era el hecho de que en la pujante sociedad occidental —en buena medida como consecuencia de su propio éxito— se estaba incubando el huevo de la serpiente: el peor enemigo —una vez más en la historia— no era el que se divisaba enfrente sino el que nacía en el propio seno de una sociedad que parecía satisfacer todas las necesidades humanas y, aun así, se abría a un progreso incesante como punto último de referencia. De aquí precisamente vendría el problema, tan insidioso como inevitable.

Siendo un elemento predecible en sus líneas esenciales, el avance científico y tecnológico ha adquirido en los últimos tiempos un sesgo desconcertante para los seres humanos, probablemente por su desarrollo exponencial. Como se ha dicho en múltiples ocasiones, hoy día cualquier teléfono móvil es más sofisticado que toda la tecnología que usó la NASA hace medio siglo (1969) para llevar el hombre a la luna. Por resumir y simplificar en una acuñación que lo englobe todo, la llamada inteligencia artificial condiciona o, mejor dicho, determina nuestras vidas hasta sus aspectos más nimios. Los requisitos tradicionales para una existencia plenamente humana se han puesto patas arriba en cuestión de pocos años. En la actualidad todo, de la educación al ocio, pasando por la asistencia sanitaria o cualquier otro tipo de interacción social, transita necesariamente por Internet y el acceso a un inmenso depósito de datos y conocimientos. Un mundo insondable que, a falta de mejor término, hemos denominado con notoria imprecisión «realidad virtual».

La imparable tendencia del Estado al control de los individuos —que viene de algunos siglos atrás— ha encontrado en ese desarrollo tecnológico un arma formidable, que implica a su vez un cambio cualitativo en la relación entre el poder y los ciudadanos. ¿Vamos —o acaso estamos ya— ante un Ciberleviatán? Esto es lo que plantea José María Lassalle en un ensayo que lleva por título ese mismo concepto y un subtítulo bastante más aclaratorio de sus intenciones: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital (Arpa Editores). De entrada, habría que decir que el planteamiento en sí resulta curioso porque remite a la teoría política clásica, el Leviatán de Hobbes frente al Estado liberal de Locke. No estoy totalmente convencido de que este planteamiento académico sea el más adecuado para afrontar una realidad tan novedosa como la presente pero en todo caso, si así fuera, arrojaría un resultado sorprendente, el aplastamiento inmisericorde del sistema liberal por el monstruo hobbesiano.

En esa línea historicista podría también decirse que estamos ante una inopinada variante de la célebre exclamación leninista, «¿libertad, para qué? ». Dimos por sentado apresuradamente que la posición totalitaria no solo fallaba por minusvalorar el ansia humana de libertad sino, sobre todo, porque su alternativa, el poder centralizado, era mucho más ineficiente que el mercado y la sociedad abierta. Esa es la causa última de su fracaso, nos dijimos. Pero… ¿qué pasaría si el desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial posibilitaran un Estado más que centralizado, omnipotente, un Ciberestado, que satisficiera todas las necesidades —no solo materiales— de los seres humanos? Un poder que regulara la economía y el trabajo —asegurándonos además una renta mínima vital—, con una prestación universal de educación y sanidad, administrador de ocio y cultura, capaz en fin de atender a los aspectos más diversos de la vida cotidiana. En una palabra, un Estado paternal que proporcionara seguridad y bienestar a cambio de controlar nuestras vidas como piezas de un inmenso engranaje. Un requisito por lo demás —me refiero a dicho control— que estaría plenamente justificado como medio indispensable para el fin antedicho: en el fondo, nuestro bien, nuestra felicidad.

Lassalle examina en su breve ensayo los aspectos más alarmantes de un progreso tecnológico que, como caballo desbocado, escapa ya a nuestro control y, lo que es aún más inquietante, amenaza con arrollarnos en su loca carrera. Esta socorrida imagen resulta empero bastante imprecisa, no ya solo porque no hay nada demencial en este proceso —más bien al contrario— sino especialmente porque nos fuerza a replantearnos el rol de víctimas —nosotros mismos— que arroja el trance. Si todo ello amenaza con convertirnos en cierto modo en esclavos, forzoso es reconocer que habría que hablar, como en la ópera de Arriaga, de «esclavos felices». El matiz está lejos de ser anecdótico porque lo distintivo de este nuevo escenario histórico sería precisamente la general aquiescencia —creo que Lassalle llega en algún momento a usar el concepto de aclamación— con que se produciría la implantación del Ciberleviatán. Al fin y al cabo si ya el existencialismo ponderó el lastre de la libertad —esa condena a ser libres, ese agobio de tomar decisiones—, ahora, en otra vuelta de tuerca, nos veríamos liberados de esa angustia, o sea, absueltos del libre albedrío… ¡por fin! Un poder omnisciente decidiría por nosotros.

Acabo de utilizar una serie de formulaciones condicionales, referidas a un posible tiempo venidero. Pero ¿cabe asegurar que lo anterior se refiere sin más al futuro? ¿No vivimos ya los preliminares —o algo más— de ese proceso? Si es así, ¿estamos aún a tiempo de poderlo detener o, sería mejor decir, queremos detenerlo? Estas preguntas no solo se plantean en el ensayo sino que casi constituyen el leitmotiv angustioso del mismo. Quizá aún sea posible pero, si es así, no dispondremos de muchas más oportunidades antes de que la situación se torne irreversible. Las señales apuntan claramente en un sentido inequívoco y en muchos aspectos ya no hay vuelta atrás. Basta un ejercicio de reconocimiento personal en cada uno de nosotros para constatar lo que significa en nuestro entorno y cotidianeidad la revolución digital (lo mucho que hemos ganado pero también todo lo que nos hemos dejado en el empeño). En cualquier caso, nadie se plantea el imposible o el absurdo de un retorno. De lo que se trata, dice con cordura Lassalle, es de encauzar la situación y sobre todo tomar las riendas para saber a qué horizonte nos queremos dirigir.

Para ello es necesaria una estrategia y antes aún conocer bien el estado actual de cosas, es decir, todo aquello que ha transformado tan radical como inexorablemente nuestro mundo en un puñado de años. El problema no es que las nuevas tecnologías hayan construido una nueva realidad sino que para millones de personas esta realidad paralela se ha convertido en predominante hasta el punto de vivir —trabajar, relacionarse, divertirse— en ella más que en el mundo físico. De hecho, el mundo hoy para la mayoría de los seres humanos se contempla a través de pantallas: móviles, ordenadores, televisiones. La realidad virtual, las recreaciones y hasta las meras ficciones adquieren así más consistencia que la experiencia captable por nuestros sentidos. La distancia que se establece con lo que antes llamábamos la realidad es cada vez mayor, a medida que aumenta la intermediación: antes nos impresionaban por ejemplo los testimonios fotográficos de las guerras pero de unos años a esta parte los bombardeos se presentan y perciben como si fueran videojuegos y, aún más, estos con frecuencia superan en realismo todo lo demás. Por añadir otro ejemplo elemental, la mayoría de los acontecimientos y espectáculos de nuestro mundo se ven mejor —más reales— desde una pantalla que estando en el escenario de los hechos.

Esa nueva realidad ha provocado una transformación del ser humano o, para ser más precisos, un profundo cambio en su conciencia e identidad. Se trata de otro inesperado quiebro en la trayectoria histórica de los últimos siglos. Creíamos desde la Ilustración que el materialismo iba ganando terreno y hubiéramos asegurado hasta hace poco que estaba llamado a convertirse en hegemónico. Hoy la materia ha quedado desplazada como soporte primigenio: simplemente se materializa la creación digital o virtual, como hacemos al escribir libros o cuando usamos una impresora 3D. En el ámbito humano, el cuerpo incorpora cada vez más elementos mecánicos o inteligentes (prótesis, baipás, chips). Con todo, lo más relevante es la superación de la corporeidad como elemento indispensable de la identidad humana. Las máquinas nos han ayudado a concebir el yo desgajado de la envoltura corporal. Empezamos a vislumbrar que la conciencia humana puede encarnarse como un software en cualquier elemento material: de ahí los perfiles virtuales o avatares que nos representan en el ciberespacio. La ciencia ficción ha jugado a menudo con esta nueva noción de la conciencia desgajada del cuerpo: yo sigo siendo yo en cualquier soporte y ello en última instancia me permite acceder a una suerte de inmortalidad, pues al no sentirme ya ligado al cuerpo burlo mi destino último.

Sostiene Lassalle que esta postergación de la corporeidad se enmarca en un ámbito político caracterizado por el ascenso de los populismos, en un clima de crisis —¿definitiva? — del humanismo. Si «el hombre ha perdido la centralidad directiva y narrativa del mundo», si es más importante «sentirse parte de una comunidad virtual que física», si la socialización cae en pura frivolidad y ausencia de empatía, la democracia deviene mera caricatura: aturdido por la saturación de datos en un mundo cada vez más ininteligible sin el auxilio de las máquinas, el ciudadano se siente solo, perdido, incapaz de elegir por sí mismo. Esta nueva minoría de edad constituiría el combustible del populismo. Es verdad que este fenómeno tiene raíces más profundas en la historia pero, soslayando ahora los rasgos diferenciales epidérmicos, los populismos posmodernos coinciden en los tres grandes ingredientes que se daban en el pasado: recetas fáciles para problema complejos, apelación a los sentimientos por encima de la razón y distinción de un enemigo que aglutine un «nosotros» frente a «ellos», responsables de todos los males. Cualquiera de estas tres características vincula el populismo con su primo hermano, el nacionalismo. La democracia —formalmente respetada— se degrada así al nivel de la más rastrera demagogia. El rasgo más alarmante hoy es que esa tendencia se ha hecho universal y aparentemente imparable, sin alternativas factibles.

Este juego democrático degradado sería compatible con el Ciberestado totalitario y controlador, pues esta maquinaria inteligente ejercería su dictadura implacable con autonomía e independencia de las personas y partidos que accedieran al poder. De hecho, con ocasión de la pandemia del Covid-19 hemos podido comprobar la similitud de medidas de confinamiento y control de la población que han adoptado todos los regímenes del mundo, de China a USA pasando por la Unión Europea. Se dirá que este ha sido un caso excepcional, pero también puede verse como un ensayo general, a escala planetaria, del mundo que nos espera. El último capítulo de Lassalle se titula «Sublevación liberal» y a pesar de que su primera frase es «El liberalismo está en crisis», constituye en su conjunto una puerta abierta a la esperanza: el Ciberleviatán no es inevitable (Locke aún puede vencer a Hobbes) y el humanismo liberal puede y debe reaccionar, proyectando «un modelo de civilización digital que subordine las máquinas al hombre». El problema es que Lassalle ha sido tan persuasivo y convincente en los capítulos anteriores que, como pasaba en la literatura regeneracionista clásica, el lector queda tan impactado por la descripción tenebrosa del presente y el inmediato futuro que ese llamamiento a la resistencia le parece, más que otra cosa, un grito desesperado de auxilio. Lo cierto, en fin, es que este presente se parece ya mucho a algunas de las distopías que imaginábamos hace un puñado de años. Y lo peor es que no duele.


El historiador Rafael Núñez Florencio


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6095
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[SONRÍA, POR FAVOR] Es lunes, 8 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6094
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 7 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Una reflexión necesaria



Una alumna de la escuela primaria Alfieri, en Turín


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El profesor y escritor italiano Marco Balzano, autor de ‘Me quedo aquí’ (Duomo), analiza en este Especial dominical [Educarse es amar: los retos de una sociedad en ruinas. Babelia, 3/6/2020] los desafíos a los que nos enfrentamos en la nueva era que ahora empieza. 

"Tengo un amigo poeta en Suiza -comienza diciendo Balzano- que me invitó a dar una charla a sus alumnos en el instituto cantonal de Lugano. Era el año 2010 y acababa de ver la luz mi primera novela, Il figlio del figlio. Lo había publicado hacía poco un pequeño editor de Roma y luego, por pura casualidad, Maja Pflug, que después se convertiría en mi traductora, había encontrado un ejemplar (creo que el único que quedaba a la venta en toda Italia) y le había propuesto a la editorial Kunstmann que lo tradujera al alemán. Aquel día de hace diez años se me ha quedado grabado y, como pueden comprobar, despierta otros recuerdos que hoy siguen siendo muy importantes para mí. Cogí el tren en Milán muy temprano para poder estar en Lugano a las diez. El trayecto dura poco, pero cuando llegué tenía la sensación de haber viajado horas y horas en tren. Soy profesor y, quizá por deformación profesional, siempre me fijo mucho en cómo son las escuelas. Estoy convencido de que es un punto de observación especialmente idóneo para comprender si nos encontramos en una sociedad verdaderamente interesada en el saber y la atención a sus ciudadanos. Creo que fue precisamente el hecho de dar una vuelta para explorar el centro lo que me hizo pensar que había realizado un largo viaje.

Aquel año, yo daba clase en un instituto pegado a una carretera de circunvalación, enfrente de un campamento gitano y con prostitutas no muy lejos de las verjas. El Gobierno acababa de recortar miles de puestos de trabajo, había agrupado las asignaturas de Historia y Geografía, había creado clases de treinta alumnos y otras muchas ocurrencias geniales que mejor les ahorro. Aquella mañana, en cambio, me encontré aulas con vistas al lago, de máximo veinte alumnos, una biblioteca impresionante y una cantina donde se comía bien. Aturdido por todo aquello, empecé mi charla con los alumnos soltando una regañina más digna de un superviviente que de un escritor de treinta años, pero les puedo asegurar que era sincero cuando dije, a través del micrófono: «Debéis ser conscientes de lo afortunados que sois al crecer en un sitio tan bonito y, en nombre de esa buena fortuna, tenéis la obligación de dar lo máximo de vosotros mismos cada día».

Cuando aquella misma tarde cogí el tren para volver a casa, no conseguí leer. Durante aquel breve y a la vez largo trayecto pensé en la atención. ¿Por qué en Italia no podemos dedicar la misma atención a un bien esencial como es la escuela? «Escuela» en griego significa «asueto», «comodidad», «tiempo libre»: los griegos eligieron esa palabra porque indica el periodo de tiempo que debe dedicarse a formar los instrumentos que permiten el acceso a la lengua, al pensamiento, al conocimiento de uno mismo con el fin de convertirnos en ciudadanos conscientes y partícipes. En aquel instituto de Lugano existía esa «comodidad» para aprender; en el mío de Milán, bastante menos. ¿Por qué? Hace años que me lo pregunto y la conclusión es la siguiente: donde no hay suficiente inteligencia política, no existe jamás una escuela que se corresponda con la idea griega, ni con la eficiencia y, por qué no, la belleza que todos necesitamos. Y donde no existe una escuela así, tampoco existe dinero para la investigación, ni una sanidad sólida. La combinación de esas carencias crea, por lo general, daños silenciosos que van erosionando día tras día tanto el patrimonio como las esperanzas. En tiempos difíciles, o en un periodo de emergencia como el que estamos viviendo, en cambio, los daños no permanecen bajo la piel, sino que afloran y se convierten en un elevado número de muertes. ¿Qué es lo que está sucediendo en estos días largos y agotadores? ¡Lo mismo que ha sucedido siempre hasta ahora! La diferencia es que si antes estábamos acostumbrados a repetir que una clase política poco ilustrada y de nivel mediocre reduce la calidad de vida, hincha la burocracia y provoca una fuga de cerebros, ahora podemos afirmar que esas mismas carencias siembran la muerte. Y aquí en Lombardía, donde yo vivo, han sembrado mucha muerte. Muchísima. El sonido de las sirenas se ha convertido en un ruido de fondo que no se interrumpe nunca, ni siquiera de noche. Son muchas las veces que me contengo para no ir a taparles los oídos a mis hijos. Si no lo hago, es solo porque quiero que tomen conciencia, desde pequeños, del mundo en el que viven: de lo contrario, nunca podrán encontrar la forma de intentar mejorarlo.

Llevo casi dos meses encerrado en casa y el tiempo empieza a confundirse. Los días corren el riesgo de parecerse demasiado entre sí y hace falta mucha buena voluntad para distinguirlos. Hay que esforzarse mucho por entretener a los niños y recrear una cotidianidad aceptable. No debemos olvidar que a ellos se lo han arrebatado todo: los compañeros de clase, los abuelos, el parque, el deporte, la primavera… Debo hacer lo posible para que no piensen que vivir es sobrevivir, me digo todas las mañanas para animarme mientras preparo el café. Empiezo a sentirme cansado, echo de menos estudiar y escribir, echo de menos a mis amigos, a alguien con quien reírme y desahogarme mientras tomamos una cerveza. Pero, por otro lado, siento que empiezo a acostumbrarme a esta soledad perfecta que yo mismo me he fabricado sin ser consciente de ello. Y cuando me doy cuenta de que estoy alcanzando un equilibrio, me asusto. Pienso en los más frágiles, en todas aquellas personas que tienen en casa un marido violento o alcohólico, un familiar con depresión, un anciano al que cuidar, un hijo discapacitado… Pienso en los daños de la inmovilidad y del aislamiento, en que estamos dejando de lado otras enfermedades… y nunca más que ahora me gustaría sentir la presencia y, por qué no, la cercanía y la empatía de las instituciones. Pero aparte de confinarnos en casa, sigue siendo un enigma comprender qué tienen pensado esas instituciones para hacer más llevadera la reclusión y qué proyectos están desarrollando de cara al futuro. El riesgo de esta escasa presencia de las instituciones es que cuando termine este confinamiento, los ciudadanos —desesperanzados y debilitados por una clausura forzada y unas perspectivas tremendamente confusas—, podrían empezar a salir valorando de forma individual la propia situación. Y un Estado así, evidentemente, no puede funcionar. Permítanme que lo repita una vez más: de cómo y en qué medida se ocupe un Estado de esos problemas, se desprende la atención que dedica a la personas y la visión del mundo que cultiva. Yo, sinceramente, ya no sé cuál es la de mi país y, en muchos sentidos, tampoco sé cuál es la visión que tienen Europa y el mundo occidental. Sinceramente, me da miedo que de esta situación no aprendamos nada. Es más, que empujados por la economía y el mercado, nos apresuremos en cuanto sea posible a olvidarlo todo para regresar a esa normalidad que ya no podemos aceptar ni llamar así. No cabe la menor duda de que la pandemia es un acontecimiento terrible e imprevisto para el cual no estaba preparado el planeta, pero la tragedia que se está produciendo en esta parte de Italia no es imputable solo a la letalidad del virus y a la dificultad para neutralizarlo. No es únicamente una cuestión médica: es, en primer lugar, un problema de gestión sanitaria. He luchado en todo momento para no sucumbir al tópico «esto solo pasa en Italia», porque no es verdad y porque somos capaces de hacer grandes cosas, pero esta vez la gestión ha sido un desastre. La pandemia está sacando a la luz, de un modo implacable, el estado de salud política de cada país. Las cifras tan dispares de contagio y de mortalidad en las distintas partes del mundo ponen de manifiesto significados claros, que se pueden ignorar en nombre de motivos individualistas y de liderazgo, pero que en sí no son difíciles de entender. En Italia no teníamos un plan de emergencia ensayado, no escuchamos las peticiones de integrar el personal médico, hicimos caso omiso de la opinión de los científicos y más de una vez nos reímos en la cara de la ciencia y el entorno. Aquí en Lombardía, la sanidad se ha ido privatizando más y más con el paso de los años, la medicina territorial se ha visto muy recortada y las camas en los hospitales públicos se han ido reduciendo progresivamente mientras las clínicas privadas surgían como setas. Y eso explica que el personal médico y de enfermería se haya visto abandonado a su suerte, que nadie les haga tests ni les dé los equipos de protección necesarios antes de mandarlos a los pasillos de los hospitales o a los ambulatorios. Muchos de ellos se compraban sus propias mascarillas y los que no conseguían encontrarlas en las tiendas, utilizaban fulares o retales de sábanas. Los tests, por otro lado, siguen haciéndose con cuentagotas, ni siquiera a personas con cuarenta de fiebre: esas personas se quedan sin la posibilidad de tener un diagnóstico fiable y el conjunto de la sociedad, sin la posibilidad de saber las cifras reales de contagios y casos curados.

Somos reacios, sin embargo, a tomar nota de los errores, incluso cuando suponen un coste en vidas humanas. Y, por tanto, más que reflexionar sobre las equivocaciones, se prefiere dirigir la atención hacia la retórica de los héroes. Todos son héroes: enfermeros y enfermeras, médicos y médicas, personal hospitalario… ¿Y se contentan con los héroes? ¿Les basta con lo que los griegos llamaban mythos? Yo creo que no. Creo, en cambio, que es indispensable —y hoy más que nunca— que nos mantengamos firmemente aferrados a la dimensión del logos, de la investigación y de la ciencia, ir a buscar las causas y las responsabilidades, que unas veces afloran y otras hay que desenterrar trabajosamente. Y creo también que habría que devolver la luminosidad a una palabra que hemos interpretado erróneamente: «copiar». Permítanme una pequeña digresión, que considero importante. Estoy acostumbrado, por mi profesión, a fijarme en el mundo de las palabras y a razonar partiendo del lenguaje y, en este caso, me ha dado por pensar que el equívoco nace de lo que la palabra «copiar» evoca. Si bien el significado no es en sí negativo —significa «reproducir», «duplicar»—, en nuestra educación esa palabra ha adoptado repentinamente una acepción más negativa porque ilustra un acto que no debe cometerse o debe realizarse de forma clandestina. Y es así ya desde los pupitres del colegio, donde el acto de copiar está demonizado: el niño aprende a asociarlo a una especie de hurto mediante el cual se roba a otro aquello que, por motivos diversos, no se sabe. No es frecuente que se legitime ese gesto en nombre de compartir el saber y de la solidaridad entre iguales. No es frecuente subrayar que, desde un punto de vista pedagógico, copiar es un modo de aprender y de trabajar en colaboración con los demás. Se prefiere inculcar la idea de que tenemos que hacer las cosas nosotros solos y que el saber es propiedad privada, como el dinero. Y así es como hemos eliminado lo que de bueno tiene ese término: el espíritu de colaboración, la emulación, el hecho de compartir. Porque copiar, en realidad, es un acto repleto de humildad e inteligencia, es un reconocimiento de nuestros límites y de nuestras necesidades, de la capacidad de observar a los demás y contener la envidia. Es la demostración de que nos queda mucho por aprender y de que los demás pueden enseñarnos algo. No es el copiar-pegar del ordenador, ni la deslealtad del plagio, se trata más bien de dialogar con una fuente para adaptarla a nuestras necesidades y aprovechar todo lo bueno que puede ofrecernos. Y precisamente ahora que estamos descubriendo la importancia de dejar la palabra a los expertos, precisamente ahora que nos damos cuenta de que las vacilaciones o la puesta en práctica de estrategias mal diseñadas puede provocar daños gravísimos, podría resultar útil echar un vistazo más allá de nuestras fronteras, observar quién está gestionando de forma más efectiva las dificultades y quién ha puesto en práctica estrategias exitosas. Del mismo modo, también resultaría útil restituir a determinadas palabras su verdadero valor y eliminar esa capa de polvo, formada por prejuicios y moralismo, que nos impide verlas tal y como son: una prueba de humildad, la posibilidad de un diálogo inteligente, una ayuda concreta para empezar de nuevo. Solo después de haber reflexionado sobre las acciones y las palabras, solo después de haber hecho todo lo posible para coger lo mejor de nosotros mismos y de los demás, podemos permitirnos acceder a la dimensión emotiva del mythos, alabar con orgullo a esos hombres y mujeres valientes que han muerto haciendo su trabajo y llorar la pérdida de una parte importantísima de una generación que ha sido la espina dorsal del siglo XX. Una generación cuyo funeral no hemos podido celebrar y en cuya tumba no hemos podido depositar flores.

Contemplo desde la ventana el parque al que normalmente llevo a mis hijos después del colegio. Está completamente vacío. La luz tibia del sol se refleja en el tobogán y el viento de primavera mece la hierba. Sin el confinamiento, a estas horas el parque estaría a rebosar de niños, y mi mujer y yo estaríamos allí charlando con otros padres. Piero Calamandrei, uno de los padres de nuestra Constitución, decía que «la libertad es como el aire, te das cuenta de que la necesitas cuando te falta». Me repito esas palabras mientras escribo: hoy 25 de abril, día de la Liberación en Italia, se conmemora el fin del régimen fascista y de la ocupación nazi. El año pasado fuimos a la manifestación y había muchísimas familias con niños. Aquel también fue un día soleado, pero estuvo repleto de sonrisas y cánticos. Caminábamos unos junto a otros y la expresión «distancia social» era algo que jamás habíamos escuchado, algo que carecía de sentido. Espero que cuando Caterina y Riccardo vuelvan a jugar en los columpios con sus compañeros de clase y me griten sin aliento «más alto, más alto», no se encuentren un mundo peor. El riesgo de que tengamos miedo de los demás, de que convirtamos a las personas en posibles focos de contagio, que ya no las veamos como amigos, parientes o nuevas amistades, es lo que más miedo me da. Ahora que, mediante la trágica paradoja de la covid-19, se ha hecho realidad el proyecto soberanista —todos en casa, recelosos de quienes están fuera—, ahora que se ha comprobado que los virus no entienden de muros ni fronteras, espero que seamos más conscientes del hecho de que solo construyendo sociedades más solidarias y conectadas entre sí podemos salvarnos. Y en ese sentido, a Europa le queda mucho trabajo si no quiere convertirse en un precioso sueño roto. Si pierde esta ocasión, lo único que quedará es el esqueleto. La Unión Europea solo tiene sentido si es equitativa y está unida, si favorece el humanismo y el intercambio de ideas, el diálogo y la ayuda recíproca. El prolongamiento de los escenarios que se han sucedido estos días —donde no solo cada Estado sino también cada región actúa según sus propios recursos, su propio dinero y hasta sus propios científicos—, creo que decretaría el fin de la Unión Europa por falta de confianza y de sentido.

Justo al lado del parque está mi coche, aparcado ahí desde hace no sé cuántos días. Por la noches, cuando hablamos por teléfono, mi padre me pregunta si bajo a ponerlo en marcha de vez en cuando y yo le miento y le digo que sí. Me pregunto cuándo volveré a cogerlo para ir al instituto. He leído en una página web que casi novecientos millones de estudiantes del mundo entero están en casa. Novecientos millones… ¿Quién es capaz de cuantificar esos daños? Son daños psicológicos, sociales, económicos, culturales e incluso morales. Los contenidos son importantes, desde luego, pero no son lo que más me preocupa. La escuela es, sobre todo, comunidad, relación, encuentro entre iguales. Más que contenidos, necesitamos relación y educación. Qué útil resultaría, y no solo en esta situación que estamos atravesando, que en la escuela se enseñase el significado de cuidar de los demás y las formas de llevarlo a cabo, que a veces contemplan la cercanía además de la distancia, a veces la asociación además del aislamiento. Que se enseñase, por ejemplo, cómo funciona nuestro sistema sanitario y cómo funciona el de otros muchos países, para que de ese modo comprendiéramos la suerte que tenemos al disponer de atención sanitaria gratuita (en Italia siempre ha sido así) y las responsabilidades que debemos asumir para que ese derecho siga siendo gratuito para todos, especialmente los más frágiles. ¿No sería bonito que en nuestra formación la asignatura Educación en Valores Sociales y Cívicos fuese una materia esencial y no secundaria? Sí, porque sin valores sociales y cívicos, existe el riesgo —pese a tantos años de estudio— de que nos convirtamos en adultos especializados pero incapaces de razonar sobre lo que ocurre, en profesionales muy formados pero con dificultades para codificar la complejidad de mundo y pensar en otros términos que no sean puramente individualistas. Quien mejor lo explicó fue un sacerdote, don Milani, uno de los mejores educadores italianos del siglo pasado: «He aprendido que mi problema es el mismo que el de los demás. Solucionarlo todo juntos es política. Solucionarlo solos es avaricia». Educarse es el mejor modo de prepararse para amar a los demás y al mundo. Tengo ganas de volver al instituto para contar a mis chicos que la educación tiene mucho que ver con el amor. Es más, cuando publique mi próxima novela y mi amigo poeta me invite de nuevo a Suiza para dar una charla a sus alumnos, tengo que acordarme de decírselo también a ellos".




El profesor Marco Balzano



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6093
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)