martes, 4 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Señales y símbolos





Sin rigor y respeto a sus protocolos, el periodismo se convierte en una forma institucionalizada de cotilleo, comenta el escritor, guionista y traductor español Daniel Gascón sobre el fenómeno que ha significado la irrupción en la escena pública Greta Thunberg, o el caso Juana Rivas, en el ámbito español.

El periodismo necesita historias y personas que ayuden a entender los problemas: los conflictos abstractos se vuelven concretos, la injusticia resulta más evidente, el sufrimiento, más imaginable, comienza diciendo Gascón. La solidaridad, decía Richard Rorty, no aumenta gracias a la eliminación del prejuicio. Para que ocurra debemos hablar de “la capacidad de distinguir entre la pregunta de si tú y yo compartimos el mismo léxico último y la pregunta de si experimentas dolor”.

La estrategia ha tenido resultados, del mismo modo que, como explicaba Lynn Hunt, la ficción realista permitió ampliar la preocupación por los derechos: ha logrado extender la noción de humanidad. Pero este procedimiento también tiene sus peligros. Uno es la representatividad: sin una contextualización solo tenemos un relato, y su potencia narrativa puede deslumbrarnos en una u otra dirección. También, a veces una persona se convierte en un símbolo para defender una causa: en ese caso se produce una instrumentalización; la persona es solo un vehículo para la defensa de una posición ideológica. Uno de los ejemplos más claros de los últimos tiempos es el caso de Juana Rivas, donde una conducta delictiva fue alentada por activistas más preocupados por su causa que por el destino final de la mujer o el sufrimiento que pudieran producirle a ella y a los implicados en el caso.

Nuestra cultura de la celebridad contribuye a intensificar estos peligros. La combinación de buena voluntad, ansiedad por lo nuevo, cursilería y pereza intelectual encumbra a personas que defienden causas nobles. Pero no está claro que esa fama vaya a ayudar al objetivo final o a la persona que lo promueve. Un ejemplo es el de la activista adolescente Greta Thunberg. Probablemente, el problema del que alerta es el más decisivo de los que afectan a la humanidad. Pero hay algo perturbador en la relevancia lacrimógena (con intervenciones en Parlamentos, candidatura al Nobel de la Paz, publicaciones) de una menor convertida en estrella de un mundo del espectáculo que necesita constantemente renovar a sus protagonistas. Una persona es siempre algo mucho más complejo y delicado que un símbolo.

Sin rigor y respeto a sus protocolos, el periodismo se convierte en una forma institucionalizada de cotilleo; en vez de filtrar la demagogia, contribuye a extenderla. En busca de la humanización, se arriesga a colaborar con irresponsables que hacen lo contrario: convertir a los demás en medio para un fin.



Greta Thunberg



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4948
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Historias de la Transición





Seguimos a vueltas con el pasado, una de las mejores fórmulas para entender el presente... Hoy, con la tan traída, llevada y al parecer de algunos, inacabada transición española. Hoy habla de ella en El País el que fuera tres veces ministro en los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo, Alberto Oliart.

Dice Oliart, y lo dice con rotundidad, que no se puede llamar "nueva transición" a la llegada al gobierno de Felipe González, José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero. Que la "Transición", la que ha pasado a la historia con ese nombre, tuvo otros protagonistas y finalizó tras la aprobación de la Constitución de 1978 y la elección de Felipe González como presidente. Dice también que eso de que "España se rompe", lo viene oyendo él desde que murió Franco, pero que no es verdad; que España no está rota, ni se rompe ni va a romperse. Y crítica con severidad a quienes desde la ultraderecha y las filas del PP lo siguen afirmando, aún hoy...

Pero lo que más me ha llamado la atención de su artículo es el rapapolvo que echa a la actual jerarquía católica española en su enfrentamiento con el gobierno socialista. Les dice cosas muy severas a los obispos, y contrapone con acierto la actitud de hipócrita beligerencia de su dirección actual con la postura de respeto y colaboración de su antecesor en aquella época, el cardenal Tarancón.

A mi lo que me molesta de Rouco, Cañizares y Cía no es lo que dicen... ¡Faltaría más, claro que pueden decir lo que quieran!... Incluso mentir, como hacen con ese desparpajo tan clerical y tan ajeno a las enseñanzas de su Maestro... Lo que me repatea de esta gente es que encima se hagan, -porque la verdad, resulta difícil de creer que lo digan en serio- los perseguidos y las víctimas. Viniendo de quienes viene, unos señores que han tenido bajo su bota durante siglos y sin contemplaciones a las buenas y crédulas gentes de este país, -"se sienten acreedores del mundo siempre, aunque lleven la vida entera agraviándolo y despojándolo"- ("Tu rostro mañana. Fiebre y Lanza", Javier Marías, Santillana, Madrid, 2004) no deja de ser, como mínimo, un ejercicio de cinismo. Aunque en cinismo, los del capelo sean unos maestros consumados... 




Antonio María Rouco


El uso de ETA contra el Gobierno y el partidismo de algunos obispos han sido las principales novedades de los últimos tiempos con relación al periodo 1976-1982. Pero lo de que España se rompe ya se decía entonces, comenta el exministro Alberto Oliart.

El objetivo de la Transición fue instaurar una democracia parlamentaria a partir de las instituciones que se querían transformar, y con un rey como jefe de Estado. Ese objetivo comenzó a alcanzarse con la aprobación, por las Cortes y en referéndum, de la Ley de Reforma Política. El proceso desencadenado llevó a la legalización de todos los partidos políticos que concurrieron a las primeras elecciones libres celebradas tras la Guerra Civil, las del 15 de junio de 1977.

Para culminar el cambio, fue preciso que los entonces llamados "continuistas" y "rupturistas" llegaran a un consenso básico sobre el proceso a seguir, la estructura y forma de las instituciones y la Constitución. Aceptaron tratar como ciudadanos libres e iguales tanto a los partidarios y colaboradores del régimen anterior como a sus contrarios políticos, en el exilio, la cárcel o la clandestinidad, incluidos los nacionalistas democráticos catalanes, gallegos y vascos. Se trataba de superar, que no olvidar, la trágica y profunda división entre españoles causada por la Guerra Civil. Y así se consiguió lo que parecía imposible a muchos de dentro y a casi todos los de fuera: que la Transición en España se hiciera sin más violencias que las del terrorismo y fuera aceptada por la inmensa mayoría de españoles.

La Transición fue la obra tanto de políticos que procedían del Movimiento Nacional como de otros que eran antifranquistas, muchos de los cuales estaban exiliados o en la cárcel. La habilidad y el coraje de Adolfo Suárez, nombrado por el Rey presidente del Gobierno, le convirtieron en el protagonista de la Transición. Pero también lo fueron los políticos de la oposición al régimen franquista: Felipe González, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, los catalanes Joan Raventós, Carner, Jordi Pujol, Antón Cañellas, los nacionalistas vascos Ajuriaguerra, Xabier Arzalluz...

Como lo fue el presidente de la Conferencia Episcopal española, el cardenal Tarancón, al proclamar la necesidad de que acabara la división entre españoles causada por la Guerra Civil y de una separación, porque era lo mejor para los dos, entre la Iglesia católica y el Estado; una Iglesia que, a juicio de muchos, todavía estaba marcada por su apoyo al régimen anterior.

Todos los que la vivimos conocimos el esencial papel de Torcuato Fernández Miranda en las Cortes franquistas y el del general Manuel Gutiérrez Mellado en las Fuerzas Armadas. Leopoldo Calvo-Sotelo puso en pie la estructura de lo que fue la UCD. Con él estuvieron políticos azules -Rodolfo Martín Villa, Fernando Abril, Pío Cabanillas-, demócratas cristianos -Landelino Lavilla, Marcelino Oreja, Íñigo Cavero-, liberales -Joaquín Garrigues, Muñoz Peirats, Satrústegui-, socialdemócratas -Fernández Ordóñez, García Díez, Carlos Bustelo-, por citar algunos de los más importantes.

Ese consenso básico, institucionalizado en los Pactos de La Moncloa (esencial fue la autoridad doctrinal de Enrique Fuentes Quintana), permitió pactar la Constitución de 1978 y crear un espacio político democrático de convivencia y diálogo. Y ello a pesar de la profunda crisis económica, del brutal y sangriento terrorismo etarra y del fracasado golpe de Estado del 23-F de 1981. La Transición terminó con el traspaso ordenado, leal y pacífico del Gobierno presidido por Calvo-Sotelo al Gobierno socialista de Felipe González, al ganar éste por aplastante mayoría las elecciones de 1982. Triunfo que, a mi juicio, supuso la consolidación de la democracia y de la monarquía constitucional y parlamentaria.

No me parece cierto que fueran una nueva transición ese triunfo electoral del PSOE de Felipe González o el del PP de José María Aznar en 1996; ni tampoco el del PSOE de Zapatero en 2004. Sí hubo, en la última etapa de Felipe González, en la segunda de Aznar y en la primera de Zapatero, una lucha parlamentaria más violenta, dura y descalificadora para ganar, conservar o recuperar el poder perdido. Pero esto no nos diferencia mucho de las demás democracias europeas y occidentales. En ellas, como en España, las elecciones, más que ganarlas la oposición, las pierde el partido que gobierna. O las gana el Gobierno porque la oposición se divide o deja de ser una alternativa creíble.

Desde la Transición, las circunstancias, sociales, económicas y políticas, han cambiado mucho en España y en el mundo globalizado en el que vivimos. En España, los traspasos de competencias importantes a las autonomías -educación, sanidad...- han producido en todas un aumento de su poder social y político y, además, la inadecuación de su sistema de financiación actual. Se ha radicalizado el soberanismo nacionalista en Cataluña, y asimismo en el País Vasco con el plan Ibarretxe. Pero no es menos cierto que en las últimas elecciones generales el PSC ha quedado en Cataluña por delante en votos de CiU, y que Esquerra Republicana ha perdido todo lo que ganó en noviembre de 2003. Y que en el País Vasco el PSE ha quedado como el primer partido en Álava y Guipúzcoa y, por primera vez en estos 31 años de democracia, en Vizcaya.

España no se rompe, aunque con tonos apocalípticos lo proclama la extrema derecha y algún destacado miembro del PP. Como testigo o ciudadano, he oído lo mismo desde que se aprobó la Constitución y los Estatutos vasco y catalán. En cambio, expertos europeos y españoles sostienen que el dinamismo español en lo social y económico se debe en gran parte a la descentralización autonómica. Ahora bien, lo que nunca oí en las negociaciones con ETA, como miembro de los Gobiernos de Suárez y de Calvo-Sotelo y como ciudadano en tiempos de Felipe González y de Aznar, es que se traicionaba a nuestras víctimas del terrorismo o se entregaba el País Vasco a ETA.

Tampoco son una segunda transición negativa los dos triunfos electorales del Partido Socialista de Zapatero. Las leyes de su primera etapa estaban anunciadas en un programa electoral votado por la mayoría de los españoles. Y en el caso del Estatuto de Cataluña, recurrido ante el Tribunal Constitucional, el Gobierno tripartito formado en 2003 declaró prioritaria, como también CiU, la reforma del anterior Estatuto; y ello cuando se creía que el PP ganaría las elecciones generales de 2004.

Ahora hay, sin embargo, una novedad importante en lo que respecta a la Iglesia católica: su cambio de actitud respecto al Estado laico, que es lo que significa "no confesional" (artº 16, 3 C. E. Diccionario de la RAE, 2). Tres apartados de la nota de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal del pasado diciembre -el consejo sobre el voto de los católicos, su juicio sobre la unidad de España y el juicio sobre el terrorismo- son de carácter político. Como lo son las declaraciones de algunos cardenales y obispos. Tienen constitucionalmente derecho a hacerlo, como cualquier otro agente político o ciudadano. Pero deben admitir que, al hacerlo, pueden recibir las mismas críticas y descalificaciones que los demás sujetos políticos o ciudadanos, sin que eso suponga un ataque a la Iglesia. Y también que la opinión política pública de un obispo o cardenal tiene el mismo valor que la de cualquier ciudadano. La nuestra es una democracia constitucional de ciudadanos libres e iguales.

A mi juicio, ciertas expresiones de condena frente al desarrollo de leyes aprobadas por mayoría en las Cortes debieran ser más medidas. Primero porque católicos creyentes, que también son Iglesia, las han criticado públicamente, y aún son más los que lo hacen entre amigos o conocidos. Segundo, porque dada la categoría eclesial de los que emiten esas opiniones, pueden dificultar o dañar la necesaria convivencia y el consenso político básico de la democracia constitucional.

Si queremos conservar y hasta recuperar consenso entre ciudadanos libres e iguales, cualesquiera que sean sus ideologías, convicciones morales o creencias religiosas, ese consenso nada tiene que ver con relativismos filosóficos o morales, sino con dejar de percibir al adversario político como un enemigo. Se trata de seguir viviendo en libertad y democracia; de dialogar para combatir el terrorismo y enfrentar nuestros problemas nacionales en estos tiempos difíciles, de cambios continuos; de ayudar, en lo que podamos, a la lucha contra el hambre, la enfermedad y la ignorancia en el mundo. Que el pasado irrepetible, con sus aciertos y errores, nos sirva de lección. (El País, 03/06/08)



No se puede mostrar la imagen “http://www.fundef.org/img/Oliart.jpg” porque contiene errores.
Alberto Oliart



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Publicada originariamente el 3/6/2008
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[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy martes, 4 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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lunes, 3 de junio de 2019

[SONRÍA, POR FAVOR] Al menos hoy lunes, 3 de junio





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. También, como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Un servidor de ustedes tiene escaso sentido del humor, aunque aprecio la sonrisa ajena e intento esbozar la propia. Identificado con la primera de las acepciones citadas, en la medida de lo posible iré subiendo periódicamente al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras..., aunque pueden sonreír igual. 





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domingo, 2 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] ¡Danzad, danzad, malditos!





Aunque muchas personas podrían sostener que consideran la libertad como el bien supremo, suelen optar en la práctica por la seguridad, escribía en enero pasado en Revista de Libros el médico y escritor inglés Anthony Daniels, que suele publicar sus libros y artículos bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, reseñando el del escritor polaco Witold Szabłowski, titulado Dancing Bears. True Stories of People Nostalgic for Life Under Tyranny.

Admitir que se prefiere el confort al riesgo, comienza diciendo Dalrymple, lo conocido a lo desconocido, la rutina a la aventura y la dependencia a la responsabilidad personal tiene algo de vergonzoso, lo cual explica por qué la gente no reconoce sus preferencias en público y se condena en consecuencia a incurrir en la mala fe. Tienen que pretender creer algo en lo que no creen, a saber, que la libertad es su bien supremo.

En la cárcel en que trabajé durante muchos años como médico solía preguntar en un aparte, y en confianza, a los presos que habían sido detenidos y condenados por enésima vez si preferían realmente la vida en la cárcel a la vida en el exterior. Alrededor de un tercio me admitieron que sí, porque en la cárcel se encontraban a salvo: de sus enemigos, de las exigencias intimidantes de las madres de sus hijos, de la necesidad de arreglárselas por sí solos, pero, sobre todo, de ellos mismos. Cuando quedaban a su libre albedrío, no sabían qué hacer y, en consecuencia, hacían las cosas más obviamente autodestructivas. Lo cierto es que no era inhabitual que un preso lanzara un ladrillo a la cárcel nada más ser liberado con la esperanza de volver a entrar lo antes posible. Incluso el escritor Arthur Koestler escribió en cierta ocasión que no se había sentido nunca más libre que cuando fue condenado a muerte en una de las prisiones franquistas durante la Guerra Civil. Pero ningún preso admitiría jamás a otro preso que le gusta la cárcel, porque, si así lo hiciera, sería considerado como un debilucho en el mejor de los casos y, en el peor, como un traidor. Ni los debiluchos ni los traidores lo pasan bien en una cárcel.

En este libro, el periodista polaco Witold Szabłowski traza un sugerente paralelismo entre la liberación de los conocidos como osos danzantes en Bulgaria, que se produjo gracias a la presión de los grupos que luchan por los derechos y el bienestar de los animales en Europa Occidental, y el de los pueblos de Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín. Tanto los osos como las personas tuvieron dificultades al enfrentarse a su recién recuperada libertad. Mi ejemplar del libro dice en la contracubierta que el autor pertenece a la tradición de Ryszard Kapuściński, pero no estoy del todo seguro de que eso sea, o deba ser, enteramente un cumplido cuando se describe una obra que se encuadra supuestamente en el género del reportaje. Kapuściński era un escritor maravilloso y cautivador, pero también tenía algo de fabulador que tendía a presentar la ficción como una verdad literal sobre las bases espurias de que la ficción puede penetrar en verdades más profundas que el reportaje de los meros hechos. Todos creemos esto, quizá, pero nos gusta saber, sin embargo, cuándo están fabricándose los supuestos hechos y no nos gusta que nos tomen por tontos ignorantes o por crédulos.

La analogía entre las dificultades de los osos danzantes tal como las describe Szabłowski y las de los pueblos de Europa del Este es, por supuesto, más poética que exacta. Durante siglos, los gitanos de los Balcanes han amaestrado a los cachorros de oso para ejecutar gracias que divirtieran a la gente y hacer ganar dinero con ello a sus dueños. Aunque esto suponga dolor para los animales ‒se les sacan los dientes, por ejemplo, se ponen anillos que les atraviesan su órgano más sensible, su nariz, a los que se engancha una cadena a la que van unidos durante el resto de su vida, reciben una alimentación inadecuada y son condicionados por medio de estímulos aversivos para que actúen de un modo absolutamente ajeno a su naturaleza y su dignidad natural‒, sus dueños afirman que los aman y defienden que tienen una relación especial con ellos. No pueden imaginar la vida sin ellos.

Cuando se ilegalizó en Bulgaria la posesión de osos danzantes, no podía dejarse a los animales en libertad sin más, por supuesto. No sabían cómo buscar comida; no sabían cómo prepararse para la hibernación ni comprender siquiera que tenían que hibernar; con toda probabilidad, osos genuinamente salvajes los habrían matado. En cualquier caso, no habrían sobrevivido mucho tiempo.

Tras haber liberado a los osos de sus dueños gitanos, las organizaciones en defensa de los derechos de los animales y los grupos de presión ecológicos crearon una especie de parque ursino o centro de rehabilitación de unas diez hectáreas en el que los osos podían moverse libremente, pero en el que llevaban una vida no más natural para un oso que la que hacían con sus anteriores propietarios. La alambrada que los rodeaba se electrificó a fin de que no pudieran traspasarla. Había que procurarles comida y se construyeron refugios invernales. No podían tener cachorros porque estaban esterilizados. Cuando se encuentran en la naturaleza, los osos pasan tres cuartas partes de su tiempo buscando comida, pero, ¿qué es lo que podían hacer ahora con su tiempo los osos liberados? No puedes tener a un oso viendo todo el tiempo la televisión, al contrario que un antiguo drogadicto o un criminal. Lo que se decidió fue esconder la comida a fin de que tuvieran que salir en su búsqueda.

El libro se vale de los osos como una metonimia para las poblaciones de Europa del Este tras su liberación del comunismo. La transición de la tiranía a la libertad no fue en absoluto fácil para ellas. Del mismo modo que los osos quedaron desconcertados por su nueva vida, otro tanto les sucedió a las poblaciones de Europa del Este, al menos tal como las retrata el autor.

Cuando sus antiguos dueños acudían de visita al centro de rehabilitación, los osos solían empezar a bailar, al igual que hacían en los viejos tiempos. A veces se mostraban perplejos cuando se les quitaban los anillos de la nariz. Por dolorosos que hubieran sido sin duda los anillos, los osos se habían acostumbrado tanto a ellos que les resultaba difícil comprender por qué estaban ahora sin ellos. Esto era, grosso modo, el equivalente de la nostalgia por los tiempos pasados que empezaron a sentir muchos de los habitantes de los antiguos países comunistas. A menudo, cuando fueron libres para hacerlo, votaron por quienes habían sido sus opresores de antaño. Ahora que se les pedía que se las arreglaran por sí solos y que habían de enfrentarse a fenómenos nuevos y tan extraños como las facturas de la luz, añoraban los tiempos de su existencia empobrecida pero estable bajo regímenes comunistas (olvidando, por supuesto, la extrema violencia que los habían visto nacer), durante la cual contaban estrictamente con lo justo, aunque carecieran de libertad. Visto retrospectivamente, a muchos de ellos esto les parecía una posibilidad mejor que aquello que les ofrecía la nueva situación política. Del mismo modo que los osos no sabían qué hacer con su tiempo, las poblaciones de Europa del Este no sabían qué hacer con su libertad.

En aquellos regímenes comunistas seguía existiendo una suerte de emprendimiento, pero se dirigía casi en exclusiva a hacer tejemanejes para conseguir pequeñas ventajas o privilegios del sistema estatal. Era redistributivo más que productivo, ya que la economía comunista era un juego de suma cero en el que el acceso de cualquier persona a un bien escaso (café o mantequilla, por ejemplo) privaba necesariamente de él a otra persona, puesto que la demanda jamás generaba oferta. Contar con conexiones políticas, la zorrería, la falta de escrúpulos y los sobornos eran los ingredientes necesarios para este tipo de emprendimieto.

No era sorprendente, por tanto, que este siguiera siendo el modelo en la mente de muchas personas después del cambio, y a veces con razón. En Kosovo, por ejemplo, casi toda la actividad económica estaba (y sigue estando) relacionada con la captación y el reciclamiento de subvenciones de Occidente, de tal modo que este tipo especial de emprendimiento sigue siendo la clave para la prosperidad personal, si bien a un nivel más elevado. En Ucrania, el cultivo del suelo más fértil de Europa, si es que no del mundo, no resulta tan beneficioso como el contrabando de coches y, por tanto ‒lo cual no resulta irrazonable desde un punto de vista personal‒, los emprendedores se dedican al contrabando de coches y no a producir alimentos.

El concepto central del libro es que los europeos del Este son los osos danzantes de la humanidad. Al igual que los osos liberados que no pueden vivir en libertad natural, los europeos del Este liberados del socialismo no pueden vivir en las condiciones que procura la democracia liberal, sino que existen más bien en un limbo curioso e incómodo situado en alguna parte entre uno y otra, en el que no disfrutan ni de la seguridad, por empobrecida que fuera, del socialismo, ni de las ventajas de una economía libre.

A primera vista, los paralelismos parecen sugerentes e, incluso, persuasivos. Sin embargo, pasan a serlo menos cuanto mayor sea el detalle con que se examinan. Por comenzar con una sola diferencia evidente, en los antiguos países de Europa del Este que formaban el Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON) no había alambradas electrificadas que les impidieran aventurarse al exterior y, de hecho, millones de personas decidieron marcharse.

Los osos danzantes son reducidos en número, mientras que la población humana de Europa del Este es muy amplia. Resulta posible, por tanto, hablar de los osos en general de un modo en el que también resulta posible hablar de los europeos del Este en general, aunque hubiera diferencias individuales incluso entre los osos. Por ejemplo, algunos apenas se dieron cuenta de que les habían quitado los anillos que les traspasaban la nariz, mientras que a otros la eliminación de los anillos les resultó profundamente desconcertante. Pero la variación entre seres humanos, tanto individualmente como en grupos, es, por supuesto, inmensamente mayor que entre los osos. El repertorio de reacciones ante un cambio de circunstancias resulta (apenas hace falta que lo diga) infinitamente mayor entre humanos que entre osos.

Es posible, por tanto, contar la historia de los osos de una manera que no puede servirnos para contar la historia de Europa del Este. Los encuentros del autor con europeos del Este que integran la segunda mitad de su libro parecen misceláneos y azarosos. ¿Por qué elegir, por ejemplo, a una mujer polaca que no tiene casa y vive en la calle en Londres? ¿De qué se supone que ha de ser emblemática? Parece ser que hay un millón de polacos en Gran Bretaña, muy pocos de ellos sin casa. Su falta de rumbo ‒está pensando en trasladarse a España por el sol‒ difícilmente resulta característica de sus compatriotas. La queja popular contra ellos más bien es que, al estar preparados para realizar trabajos tan duros, se quedan con los empleos de la gente local. Ahorran dinero, a menudo para invertirlo en Polonia. No es fácil que su conducta nos haga pensar en la indefensión de los osos liberados.

En conjunto, lo implícito opera más poderosamente en la mente que lo explícito, pero en un libro como este, en el que las analogías son vagas, se requiere algún tipo de análisis explícito: pero no hay ninguno. Aun para el observador casual, resulta obvio que a algunos países de Europa del Este les ha ido mejor que a otros y, en consecuencia, se requiere una explicación de las diferencias. ¿Por qué los efectos psicológicos de las tiranías comunistas han demostrado ser más serios y duraderos en unos países que en otros?

Incluso el subtítulo induce a confusión: hace referencia a las tiranías en general y no específicamente a las tiranías comunistas totalitarias que padecieron los países de Europa del Este durante más de cuarenta años. Esto es importante, porque esas tiranías eran de un tipo especial, ya que no sólo proscribían la expresión pública de determinadas opiniones (lo cual es común a todas las tiranías), sino que convirtieron asimismo en obligatoria la expresión pública de otras opiniones. Se trata de una imposición mucho peor que la simple censura. Que te impidan decir lo que sabes que es cierto es una cosa, pero otra muy diferente es que te obliguen a decir lo que sabes que no lo es, y esto resulta mucho más dañino para la psique y la personalidad humanas.

Además, las tiranías comunistas intentaron destruir en la mayor medida posible toda, o prácticamente toda, la actividad económica y social que escapaba a su control. El alcance del éxito de su empeño dependía de una serie de factores: la cultura preexistente y el carácter de los países en que se instituyeron, su grado de crueldad y la duración de su control. Los hábitos de un juicio independiente pueden perderse, del mismo modo que tienden también a atrofiarse las facultades de la mente que no se utilizan nunca. Cuanto más se prolonga la falta de uso, más tiempo se requerirá para la necesaria rehabilitación. Este es el motivo por el que los efectos de las tiranías comunistas han demostrado ser más difíciles de superar que los efectos de otros tipos de tiranías, por traumáticos que puedan haber sido en su momento.

Sea cual sea la inadecuación de su concepto central, el libro suscita, sin embargo, importantes cuestiones de filosofía política. ¿Qué importancia reviste para nosotros la libertad en comparación con otras desideratas? ¿En qué condiciones somos capaces de disfrutarla? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por ella?

Ciertamente, la elección que se realiza sin sabiduría o discreción es con frecuencia desagradable de contemplar y peligrosa en sus consecuencias: pero, ¿cómo va a alcanzarse la sabiduría o la discreción sin el ejercicio de la elección? Observar qué hacen las personas con la libertad recién recobrada suele ser una experiencia desalentadora; pero la libertad es la libertad, no el buen gusto o cualquier otro desiderátum. Y quien desee vivir en un país libre debe limitar o controlar su disgusto ante las elecciones de otros.

En los países occidentales no deberíamos engañarnos, sin embargo, en lo relativo a la fuerza de nuestro compromiso con la libertad. El impulso para ejercer poder sobre otros, supuestamente por su propio bien, no está nunca muy lejos de los pensamientos y los deseos de los intelectuales. El deseo de silenciar a aquellos con quienes discrepamos parece estar fortaleciéndose como fenómeno social. Al mismo tiempo, la libertad que ansían muchas personas es la de las consecuencias naturales de sus propias elecciones. Desean la libertad (y defienden el derecho) de hacer lo que quieran ‒tomar drogas, por ejemplo‒, pero desean contar asimismo con la seguridad de saber que otros pagarán por sus decisiones cuando las cosas vayan mal. Una de las debilidades del libertarismo es la imposibilidad, en nuestras circunstancias actuales, de que quienes toman las decisiones más evidentemente estúpidas cobren conciencia de los costes de su conducta.

No quiero sostener ninguna falsa equivalencia, pero la analogía del oso danzante podría, quizás, aplicarse con más fuerza a personas que viven en Estados del bienestar y no en uno comunista. Recuerdo ahora el pasaje de Tocqueville en su La democracia en AméricaDespués de haber tomado a cada individuo, uno por uno, en sus poderosas manos, y de haberlos moldeado a su antojo, el poder soberano extiende sus brazos sobre la totalidad de la sociedad; cubre la superficie de la sociedad con una red de reglas pequeñas, complejas, diminutas y uniformes que las mentes más originales y los espíritus más vigorosos no pueden romper para ir más allá de la multitud; no rompe voluntades, pero las suaviza, las dobla y las dirige; raramente impone la acción, pero se opone constantemente a tu actuación; no destruye, impide el nacimiento; no tiraniza, dificulta; reprime, enerva, extingue, aturde y, finalmente, reduce cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos y diligentes, de los que el gobierno es el pastor.

Como metonimias para nuestra situación actual, los osos danzantes y los animales tímidos y diligentes tienen mucho en común. Como médico que ha trabajado en el sistema sanitario estatal, yo fui, en todo caso, más a menudo un oso danzante que un tímido animal diligente, dado que me obligaron a saltar por un gran número de absurdos aros burocráticos, aunque también fui diligente. Además, parece haber un aumento inexorable en el número de aros que encontramos ante nosotros, lo que hace que el baile resulte más difícil. He conocido a conductores de taxi africanos en París que estaban pensando en volver a dictaduras en África: a fin de ganar más libertad.

Merece la pena, por tanto, recordar las palabras de Tocqueville: Siempre he creído que este tipo de servidumbre, regulada, suave y pacífica [...] podría combinarse mejor de lo que imaginamos con algunas de las formas externas de libertad, y que no sería imposible que se estableciera a la sombra misma de la soberanía del pueblo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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