miércoles, 10 de enero de 2018

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy miércoles, 10 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 9 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] De una a otra izquierda





En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, hay quienes aún siguen aferrados a excepcionalismos y mitologías autorreferenciales, señala en El País el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid.

Barcelona, otoño de 1907. Aparece el primer número de Solidaridad Obrera, órgano del nuevo sindicato de ese nombre, embrión de la futura CNT. Su grabado de portada nos presenta a un trabajador adormecido bajo los efectos del opio. Pero su opio no es la religión. Su ensueño está presidido por una opulenta diosa-matrona tocada con una barretina que enarbola un escudo con las cuatro barras y una senyera con la inscripción: “Autonomía de Cataluña”; alrededor de ella, un grupo típicamente ataviado baila una sardana. Otra figura femenina, presentada como real, intenta despertar al inconsciente obrero y atraerle hacia otra habitación, donde debaten sus compañeros de clase. El grabado se titula: “¡Proletario, despierta!”.

Desde el día mismo de su nacimiento, el sindicalismo antipolítico que encarnaría la CNT se enfrentó con el nacionalismo catalán. Hasta el nombre de su primera organización era una réplica de Solidaridad Catalana, alianza parlamentaria del año anterior que integraba, de carlistas a republicanos, a todo el arco político catalán menos al radicalismo lerrouxista.

La izquierda antiparlamentaria también se quedó al margen, porque por entonces era internacionalista. Oponía la solidaridad de clase a la mística nacional, y las clases eran universales. Tras la revolución, las patrias desaparecerían y, según el sueño ilustrado, toda la humanidad se fundiría en una organización política fraternal. El primer grupo obrero español que se integró en la AIT de Marx y Bakunin, durante la revolución de 1868, se llamó Federación Regional Española. Es decir, negó a España la categoría de nación, rebajándola a “región”. Puestos a descender de peldaño, Cataluña se quedó en “comarca” y, dentro de la Regional Española, se creó la Federación Comarcal Catalana. Renunciar al rango de nación, casi sacrosanto por entonces, era un generoso acercamiento a los vecinos, un reconocimiento de la gran familia humana y un indicio de la intención de integrarse algún día en una organización superior, europea primero y mundial más tarde. No era mala idea: en vez de querer ser todos nación, renunciar todos a serlo. Podríamos relanzarla hoy.

Pero la vida da muchas vueltas y la visión progresista de la historia se equivocó en sus previsiones. En la dura competencia entre clase y nación, la última derrotó a la primera. La prueba fue julio de 1914, cuando, al acumularse los nubarrones que anunciaban la gran tormenta bélica, los partidos socialistas francés y alemán se vieron obligados a optar entre sumarse a la fiebre patriótica o declarar la huelga general, como habían anunciado que harían ante cualquier guerra imperialista. Los obreros franceses o alemanes demostraron sentirse más franceses o alemanes que obreros.

Perdida la pureza revolucionaria por la socialdemocracia, vino a sucederla, como alternativa radical, el comunismo. Tras tomar el poder en la Rusia zarista, se propuso exportar la revolución al resto del mundo. Pero la dificultad de la tarea le hizo renunciar a ello y conformarse con construir el paraíso obrero en un solo país. Al final, ya se sabe, el Kremlin acabó rindiendo mayores honores a la gran patria rusa que al proletariado universal.

En el período de intenso nacionalismo vivido por la humanidad entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX, la suprema ambición de cualquier comunidad humana fue alcanzar la categoría de nación, base de la soberanía y los derechos políticos. Al revés que los internacionalistas españoles de 1868, nadie aceptó ya renunciar a tan prestigiosa etiqueta.

La izquierda, en general, se sumó a esa operación, siempre que se tratara de nacionalismos estatales. Era comprensible, porque su ambición era conquistar el poder y transformar, desde él, la estructura social. El Estado, la palanca que le permitiría llevar a cabo su proyecto redistributivo, debía ser fuerte y para ello había que consolidar la base de su legitimidad, el sentimiento comunitario —fuera este pueblo, nación o clase—. La izquierda revolucionaria no era liberal; le preocupaban poco las libertades individuales o los derechos de las minorías culturales. Y en nombre del pueblo, la patria o el proletariado, regímenes socialistas o populistas tomaron múltiples medidas autoritarias, despóticas hacia los individuos o las minorías, pero indispensables para transformar revolucionariamente la jerarquía social.

Los defensores del Antiguo Régimen, en cambio, se resistieron tanto al ideal igualitario como al nuevo culto al Estado-nación y se refugiaron, contra ambos, en las viejas identidades geográficas o corporativas. Incluso se alzaron en armas contra los nuevos proyectos estatales, como hizo el carlismo español, una de cuyas banderas fue el foralismo. Los más sofisticados pudieron presentarse como adalides de la “sociedad”, frente al Estado, o de la “libertad” frente a la arrasadora igualdad del jacobinismo y luego del leninismo; aunque frecuentemente llamaron libertades a los privilegios y derechos procedentes de siglos pretéritos que protegían situaciones excepcionales. Algunas de esas defensas de las singularidades se acabaron fundiendo con los nacionalismos periféricos o secesionistas, aspirantes a crear unidades políticas étnicamente homogéneas y resguardadas frente a tormentas exteriores.

La izquierda española, o al menos parte de ella, no ha sido la única pero sí una de las pocas que han evolucionado en sentido contrario. Porque, en lugar de intentar reforzar el Estado central, y el sentimiento comunitario que lo legitima, se alineó con los nacionalismos periféricos. Ocurrió ya entre algunos republicanos durante la Guerra Civil y se aceleró bajo el franquismo. Era comprensible, dado el ultraespañolismo de la dictadura y el peso del catalanismo y el vasquismo entre las mitologías movilizadoras de la oposición. Pero dejó de serlo tras la consolidación de la democracia y la integración en la Unión Europea.

En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta, desaparecen fronteras y monedas y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, los enemigos de la unidad europea, única utopía viva que aspira a superar el Estado-nación, son las derechas nacionalistas, defensoras de las viejas identidades soberanas. La izquierda española, caso raro, las acompaña en las trincheras de los excepcionalismos y las mitologías autorreferenciales. Lo cual rompe con su internacionalismo de raíz ilustrada. Y no es coherente con La internacional, ese himno que sigue aún cantando en sus mítines y manifestaciones y que clama por la unidad del género humano para su emancipación final.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy martes, 9 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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lunes, 8 de enero de 2018

[A vuelapluma] Como cornadas entre bueyes





La comunidad intelectual siempre fue terreno de enfrentamientos, pero hoy se producen sin buenas maneras, con insidias y encarnizamientos. En los nuevos soportes informativos no hay ley, salvo la de la selva. Son como cornadas entre bueyes, escribe en El País el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero Lucas.

La comunidad artística no es la comunión de los santos, comienza diciendo. Ni la artística ni, en general, la “intelectual”. Lo constaté hace unos años, mientras preparaba un libro sobre el compromiso intelectual y, en el camino, exploré el peculiar ecosistema del arte. No recordaba mayores grados de inquina gremial desde la cenas entre familias en El Padrino. No me sorprendió. Se correspondía con mi conjetura: la ausencia de criterios compartidos de calidad, aceptados y reconocidos por todos (esos que, mal que bien, operan en la mejor ciencia) propiciaría --además de la fragilidad psicológica de los artistas, quienes, carentes de tribunales fiables con los que tasar sus quehaceres, acababan por entregarse a su ego o a su corte para afirmarse en el oficio-- la mala baba y el cainismo entre colegas, con particular dedicación a quienes ocupan posiciones que otros creen merecer. Cuando no hay manera inequívoca de saber quién es el mejor, la canonjía del cabildo solo se explica por sus malas artes, rumia avinagrado el cagatintas. Y se encona.

Los testimonios abundan y, como subproducto, han generado una jugosa literatura, cuyos mejores pasajes se han decantado en diccionarios de insultos. Entre nosotros Cansinos Assens noveló esas disputas por el escalafón en El movimiento V.P.: “(L)o que sí nos parece indispensable es publicar en la Prensa la noticia de nuestro rejuvenecimiento. La noticia de que somos los únicos poetas verdaderamente jóvenes y nuevos, de que ninguno nos aventaja en modernidad y de que nuestra poesía es el verdadero específico de nuestros tiempos. Eso es; publicaremos un manifiesto y lo firmaremos todos. Y al punto que lo lean, todos los poetas viejos morirán del susto de saber que son viejos…”.

El año pasado asistimos a una actualización del fatigado conflicto con renovado léxico: cipotudos, pollaviejas, machirulos. Las nuevas injurias destacaban no solo por su ordinariez sino, sobre todo, por su condición paradójica. Doble: casi siempre, eran facturadas por personas apenas más jóvenes que los destinatarios, de quienes no se conocía otra obra que algunas líneas más hilvanadas en las redes sociales, e invocaban una corrección política que, en la práctica, quedaba traicionados por el uso de descalificaciones (por edad o sexo) a las que, curiosamente, no se aplicaba tan atosigante filtro.

Si la cosa no pasara de insípidos pellizcos de monja no merecería atención. Otra novedad cansinamente vieja. Pero junto a maduritos genios ágrafos, suscribieron las descalificaciones jóvenes con talento que, en las difíciles circunstancias del ecosistema cultural, han mostrado independencia de criterio y solvencia informativa. Con una peculiaridad: asoman menos en los medios impresos clásicos que en los digitales. Escribían desde el corazón de la tormenta. Involuntariamente, eran víctimas y protagonistas de importantes cambios asociados a los nuevos soportes de la información. Cambios que, por cierto, confirman la insuperable tesis marxiana: el desarrollo de las fuerzas productivas siempre acaba por dinamitar las relaciones de producción.

Tales cambios están en el origen de importantes mutaciones en los entresijos de ciertos oficios, equívocamente calificados como “intelectuales”, que explicarían el encanallamiento. Aunque su examen afinado desborda el artículo de opinión, sin disparatar, cabe levantar algunas conjeturas. En particular, deberíamos atender a tres tensiones clásicas y a una novedad que las ha agudizado.

La primera tensión, intergeneracional, recreada en la novela de Cansinos Assens, es el inexorable conflicto por el escalafón: “la rara unanimidad en el rencor de los que, cogidos de las manos, juraron destruir las lises con los pies”. Las revueltas de coroneles explican no pocas “renovaciones artísticas”, una vía como otra cualquiera de impostar el gesto para una autopromoción colectiva en la que siempre conviene disponer de un clásico muerto para arrojarlo a los vivos con mando en plaza. El “¡Viva Don Luis!” de los del 27 era una manera esquinada de decir “¡A la mierda los viejos!”.

La segunda, intrageneracional, invita a militar en cofradías y a levantar doctrina para dignificar las refriegas. Los integrantes cabildean y se arraciman en torno a administradores de grupo con aldabas: premios literarios, cursos de verano, suplementos culturales, revistas, dirección de sellos literarios o —ya en la fantasía— de colecciones de autores españoles en editoriales internacionales consagradas, como Gallimard, por un suponer. Cada uno juramentado con los suyos y a la greña con los otros. Para ejemplo, las vanguardias de hace un siglo: dadá contra los cubistas, los surrealistas contra dadá, los surrealistas y los creacionistas contra todos. Y, cuando llega la bronca, prietas las filas sin dejar prisioneros. Como, por seguir con los mismos, cuando, tras acusar Huidobro a Neruda de plagio por el Poema 13 de sus Veinte poemas de amor, Lorca tocó a rebato con un manifiesto en contra de Huidobro y a quienes se resistieron a firmarlo, como Juan Ramón Jiménez, los tamborileros de Neruda les hicieron la vida imposible.

La tercera tensión, filial, se produciría entre el maestro o mentor y unos discípulos que se disputan la condición de legatarios, incluso con los deudos. Como en el poema de José Agustín Goytisolo: “Se aferró a su cadáver/todavía caliente. Dijo:/No le toquéis ya más/que así era el muerto:/ me pertenece; es mío”. Una tensión que no es solo una, pues los perdedores sin reliquias no dudarán en transitar de la devoción a la ingratitud, y, a la menor ocasión, se vengarán de los favores recibidos aplicando el lema: “lo que yo pude haber sido, si no me hubieran torcido las malas influencias”. Matan al padre y, de paso, ultiman a los hermanos. Tampoco aquí nos defraudan los del 27 y sus autoproclamados herederos.

El cuadro anterior, aunque incompleto (para otras pistas: Nuria Peist, El éxito en el arte moderno), enmarca las trazas generales de bastantes disputas “intelectuales”, sobre todo una vez que la desaparición de tradición conllevó la eliminación de los patrones sedimentados de tasación. Batalla siempre habrá, pues, como argumentaron Philip Pettit y Geoffrey Brennan, el prestigio, bien limitado que provoca deferencias y honores, se configura como un mercado, con su oferta y su demanda. Por definición, no todos pueden ser el primero.

Con todo, en ese mundo, el de ayer, todavía había lugar para las buenas maneras. Ahora, las cosas son diferentes. Con el cambio en los soportes informativos ha mudado el tamaño y la naturaleza del pastel, las retribuciones. Hay menos que repartir y no hay reglas. Si ya no había gremios ni aprendices, ahora ni siquiera hay ley, salvo la de la selva. No cabe esperar a que corra el escalafón. Se imponen las insidias, el encarnizamiento y la aspereza en el trato. No hay lugar para hippies bonobos, que además han resultado un cuento, solo para pendencieros chimpancés. Que nadie se despiste.


  

Dibujo de Eduardo Estrada para El País


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[Parlamento] XII Legislatura de las Cortes Generales. Enero, 2018 (I)






Las Cortes Generales representan al pueblo español y están conformadas por el Congreso de los Diputados y el Senado. Ambas Cámaras ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuye la Constitución. 

En los Diarios de Sesiones de las Cámaras se reflejan literalmente los debates habidos en los plenos y las comisiones respectivas y las resoluciones adoptadas en cada una de ellas. Los demás documentos parlamentarios: proyectos de ley, proposiciones de ley, interpelaciones, mociones, preguntas, y el resto de la actividad parlamentaria, se recogen en los Boletines Oficiales del Congreso de los Diputados y del Senado. 

Desde este enlace pueden acceder a toda la información parlamentaria de la presente legislatura, actualizada diariamente. Les recomiendo encarecidamente que la exploren con atención si tienen interés en ello. Y desde estos otros a las páginas oficiales de la

Casa de S.M. el Rey

Congreso de los Diputados
Senado
Presidencia del Gobierno
Tribunal Constitucional
Tribunal Supremo y Consejo General del Poder Judicial
Consejo de Estado
Boletín Oficial del Estado

Parlamento Europeo

Consejo Europeo y Consejo de la Unión Europea
Comisión Europea
Tribunal de Justicia de la Unión Europea
Tribunal Europeo de Derechos Humanos
Diario Oficial de la Unión Europea

Parlamento de Canarias
Gobierno de Canarias
Cabildo de Gran Canaria
Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria

La actividad parlamentaria se ha limitado esta semana pasada a la reunión de la Comisión Mixta para las relaciones con el Tribunal de Cuentas (Cortes Generales), que tuvo lugar el pasado 27 de diciembre. Desde el enlace anterior pueden acceder al Diarios de sesiones de la misma. 

Y esta es la agenda de trabajo de las Cortes Generales, que recuperan su actividad, prevista para esta semana en el Congreso y en el Senado. Desde este otro enlace pueden acceder al programa semanal que RTVE ofrece sobre la actividad parlamentaria.

Y desde este otro a la página oficial, permanentemente actualizada, de la Conmemoración del 40º aniversario de la Constitución de 1978.







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[Humor en cápsulas] Para hoy lunes, 8 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

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domingo, 7 de enero de 2018

[A vuelapluma] La reacción del Estado





Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por sí y en sí. Pero el Tribunal Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego, escribe en El País el abogado José María Ruiz Soroa sobre la conjura del independentismo catalán.

Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos, o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o no) para acomodarse a una realidad económica o global.

Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.

Este no es un comentario de cariz jurídico, sino estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue público y notorio) soñamos siquiera.

Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución, pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia era lo mismo que alzarse violentamente.

Más importante, esta mutación radical de las reglas del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018, encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor español es el mayor que existe en nuestra realidad). ¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos? ¡Quia!






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