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sábado, 19 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Marco Aurelio y los fanáticos





Admirador confeso de la cultura grecolatina, ni que decir tiene que una de mis divinidades paganas favoritas es la diosa Tique (la Fortuna de los romanos). No creo en las meigas ni las brujas; un poco más, sí, en las casualidades. Pero como dicen en Galicia y en Canarias, tierras atlánticas ambas: "Aunque creer no crea, haberlas, haylas" (brujas y casualidades)... Hace unos días, revolviendo al azar por la biblioteca familiar, retomé la lectura de las Meditaciones de Marco Aurelio (Temas de Hoy, Madrid, 1994). El mismo día me encuentro en la revista Babelia con un artículo del filósofo y ensayista Juan María Arnau Navarro sobre el pensamiento de los estoicos, y entre ellos, del emperador Marco Aurelio. Y esa misma noche me lío en Twitter con un individuo a cuenta, de nuevo del emperador Marco Aurelio. Palabrita del Niño Jesús que ocurrió, todo, en ese orden y por casualidad, el mismo día. 

Mi relación con las redes sociales es controvertida. No participo mucho en ellas y no les tengo una ojeriza especial, aunque a veces me pongan de los nervios. Pero me ayudan a estar en contacto con amigos lejanos en el tiempo y en el espacio a los que quiero, y también a conocer a otras personas con las que la relación es menos estrecha, más superficial, pero no por ello menos amigable. Y para difundir las entradas de mi blog... Pero de vez en cuando caigo en la tentación, y la lío...

Por ejemplo con lo de Marco Aurelio. Entre los no siempre amables comentarios que se hacen en las redes, me topo con un descerebrado que calificaba de asesino sin escrúpulos al emperador Marco Aurelio por haber perseguido y martirizado a los cristianos... No me pude resistir y contesté al susodicho defendiendo a Marco Aurelio y calificando de frikis a los cristianos de aquella difícil época... Y para que fue aquello... Reconozco que llamar frikis (hermosa palabra que el Diccionario de la Real Academia aplica en su primera y segunda acepciones a las personas extravagantes, raras, excéntricas o pintorescas) fue, quizá, excesivo por mi parte, pero que le vamos a hacer. A mí, que presumo de ecuánime, también de vez en cuando se me va la olla, sobre todo cuando me encuentro de frente con una panda de fanáticos con dos dedos de frente incapaces de ver más allá de sus narices. Bueno, aunque ya no tenga remedio, mis disculpas, sinceras y afectuosas, a quienes se hayan podido sentir ofendidos por el calificativo. Pero la verdad es que los cristianos de la época de Marco Aurelio les tenían que parecer a los civilizados romanos que eran gente como para echarles de comer aparte... Un siglo más tarde, los perseguidos y martirizados se lo cobraron con creces cuando consiguieron darle la vuelta a la tortilla con la conversión de Constantino. Y de ahí, hasta hace prácticamente nada, lo han pasado bomba persiguiendo, martirizando, torturando, quemando, y jodiendo la vida a los que no pensaban como ellos. Pero vamos a lo que vamos: el artículo de Arnau, que es lo verdaderamente interesante.

Vanidad sin control, obsesión por la seguridad, aceleración tecnológica, ... ¿Qué tiene que decir el renovado interés editorial por el estoicismo sobre el mundo en el que vivimos?, se preguntaba en su artículo Juan María Arnau. Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos, comienza diciendo. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de transmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.



Dibujo de Fernando Vicente para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 23 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dictadura de los SMS





En menos de tres días se acumularon en mi teléfono móvil (de primera generación) 418 mensajes. O mensajitos con emoticonos, según el léxico lujurioso y vicioso que adorna con flores y dibujitos las jaulas de acero de la tecnología, los celulares, SMS y huellas dactilares en pantallas y teclados, comenta en El Mundo Claudio Magris (1939), escritor, traductor y profesor italiano de la Universidad de Trieste.

No sé qué dicen esos 418 mensajes, comienza diciendo, porque no soy capaz de leerlos y, por lo tanto, de contestarlos. Y no se trata de una estúpida pose antitecnológica, siempre falsa y patética, no sólo porque sería desconocer con altanería la ayuda que la tecnología presta a la vida -basta pensar en la medicina y en la cirugía-, sino también porque se cree que la tecnología es sólo la reciente, la que planea sobre nuestra vida ya adulta, y se identifica su naturaleza con la técnica que ya existía cuando nacimos.

La radio, por ejemplo, me parece más natural que la televisión, porque, cuando nací, sus sonidos estaban ya en el aire, como los demás ruidos de la realidad, mientras que la televisión entró en mi casa cuando terminaba el instituto. No hay, pues, por mi parte, psicosis o coquetería antitecnológica alguna. Simplemente, sufro discapacidad digital, que es un hándicap, pero no una culpa, e invoco respeto por esta habilidad diferente digital mía, como se dice hablando políticamente correcto, al igual que pido comprensión porque ya no soy capaz de hacer bellas excursiones a la montaña de una tacada.

Sin embargo, como diría Musil, en todo caso hay una excepción. Y, si hubiese sido capaz, habría leído esos 418 mensajes y habría contestado a alguno, como hago con las cartas; contesto al menos una quincena al día. Calculando 2,30 minutos para leer cada mensaje y responderlo, las probables contrarespuestas y mis réplicas, habría necesitado cerca de 16 horas.

Dos días de trabajo y, probablemente, otros tantos en los tres días sucesivos y, así, sucesivamente. ¿Dónde queda el tiempo para el trabajo con el cual -al margen los jubilados, millonarios, encarcelados, enfermos o parados- nos ganamos la vida? ¿Dónde queda el tiempo para leer, pasear, reunirse con los amigos y hacer el amor? 

En las mesas de los restaurantes y de los cafés se ven personas que no hablan entre sí, sino con sus invisibles interlocutores, y no sólo un instante, sino durante casi todo el tiempo que discurre entre el primer plato y el postre. ¿Cuándo comenzarán a hablar entre ellos los dos -o los cuatro o cinco- comensales?

Hace años, Umberto Eco hizo, con su envidiable precisión, el cálculo de cuánto tiempo al día le quedaba para la lectura y la investigación, descontando de las horas dedicadas al sueño, a la ducha, a las clases, a la comida y a la cena, a las llamadas telefónicas, a las entrevistas, a los emails, etcétera. Creo recordar que le quedaban entre 12 y 18 minutos.

Ciertamente, Eco era el centro de una red de comunicaciones especialmente poblada, pero hoy el número de personas expuestas a ritmos análogos es alto. Son, somos, los excluidos de la vida. Somos los nuevos siervos de la gleba, obreros en una cadena de montaje, forzados con grilletes, privados continua e incesantemente de nuestra propia vida.

Un trabajo forzado que recluta no sólo, como en el pasado, a la plebe hambrienta que no puede decir que no, si quiere al menos sobrevivir, sino también a la clase media y a la alta, que podrían vivir humanamente, pero que también ellas son excluidas de su existencia, de los colores y las luces de las estaciones, porque las llamadas -y no sólo las telefónicas- de todo tipo son también para ellas órdenes y obligaciones.

Con la exactitud de una ecuación se puede, pues, calcular matemáticamente incluso el progresivo deterioro de toda conciencia que vaya a su encuentro o que ya haya llegado a él, porque, independientemente de la auténtica naturaleza del tiempo sobre la que discuten físicos y matemáticos, en la vida cotidiana una hora empleada en una actividad significa una hora no utilizada para otra. Dieciséis horas al teléfono o ante el ordenador para responder emails son 16 horas sustraídas a todo lo demás, incluida la adquisición de nuevos conocimientos.

Para combatir una pérdida total de los conocimientos de todo tipo se formará o se está ya formando otra clase social férrea, rica (y más que rica) e intelectual, que se reservará el tiempo. Si, como en el pasado, el señor no trabajaba la tierra de cuyos productos se nutría y traspasaba el tiempo y la fatiga del trabajo al siervo, dedicando el tiempo libre a su disposición a sus propios intereses, así también el nuevo señor confiará al siervo, para poder vivir, la centuplicada fatiga y el centuplicado trabajo de las comunicaciones. Los nuevos siervos de la gleba ya no destriparán más terrones, sino que responderán a sonidos, campanas, tintineos, vibraciones, pulsaciones y temblores.

Obviamente, esto es algo que ya está pasando. No es el administrador delegado ni siquiera el jefe de oficina el que escribe y lee los innumerables emails, al igual que no es el director general, hombre o mujer, el que echa su ropa usada a la cesta para lavar. Ya casi ha desaparecido la neta distancia entre la esfera personal y laboral y la representativa y vagamente social. El aumento exponencial de las relaciones y, sobre todo, de las comunicaciones personales y privadas o casi personales y privadas, y la diferencia o imposibilidad de distinguir netamente entre ellas, obligará a confiar al siervo incluso la gestión de la vida personal del patrón, que, así, podrá leer a Leopardi, estudiar mecánica cuántica o chino, escuchar a Bach o pasear como los perros callejeros por las calles de París en la película Mi tío, de Tati.

Será y es algo difícil para la mayoría de nosotros -siervos que creen formar parte de la casta dominante y patronos que no se dan cuenta de que están siendo forzados a nuevos trabajos serviles- saber de qué parte estamos, si pertenecemos a los dominadores o a los dominados.

Un nuevo capítulo de la inmortal dialéctica esclavo-amo de Hegel. Y también, en este caso, el esclavo, gestionando la pesada realidad de la vida y sus cambios tecnológicos y humanos, se convertirá en el auténtico piloto y amo, en el señor, como el siervo que, obligado por el marido a sustituirlo en las fatigas del tálamo conyugal, se convierte en el auténtico y real marido. Difícil decir quién de los dos lo pasará peor.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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lunes, 19 de febrero de 2018

[A VUELA PLUMA] Redes sociales contra sociedad abierta





La amenaza que representan las redes sociales es la de que hay una posibilidad alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal, escribe en El País George Soros (1930), magnate y multimillonario estadounidense de origen húngaro, presidente del Soros Fund Management y fundador de Quantum Fund, y defensor de la filosofía de sociedad abierta, muy influida por el liberalismo del filósofo Karl Popper, que ha donado más de 8000 millones de dólares a causas relacionadas con la educación, la salud pública y los derechos humanos.​

Vivimos un momento aciago de la historia mundial, comienza diciendo. Las sociedades abiertas están en crisis, y están en ascenso diversas formas de dictadura y de Estados mafiosos, de los que la Rusia de Vladimir Putin es un ejemplo. En Estados Unidos, al presidente Donald Trump le gustaría instituir una versión propia de un Estado de tipo mafioso, pero no puede, porque la Constitución, otras instituciones y una activa sociedad civil no lo permitirán.

No sólo está en duda la supervivencia de la sociedad abierta, sino también la de toda la civilización. El ascenso de líderes como Kim Jong-un en Corea del Norte y Trump en Estados Unidos tiene mucho que ver con esto. Ambos parecen dispuestos a correr el riesgo de una guerra nuclear para conservar el poder. Pero la causa principal es mucho más profunda. La capacidad de la humanidad para dominar las fuerzas de la naturaleza, con fines constructivos o destructivos, no para de crecer, mientras nuestra capacidad de dominarnos a nosotros mismos tiene fluctuaciones, y ahora está en retroceso.

El auge de las grandes plataformas de Internet estadounidenses y su conducta monopolista contribuyen poderosamente a la impotencia del Gobierno estadounidense. Estas empresas han tenido muchas veces una actuación innovadora y liberadora. Pero el creciente poder de Facebook y Google las convirtió en obstáculos a la innovación y causantes de una variedad de problemas de los que apenas comenzamos a darnos cuenta. Las empresas generan ganancias explotando su entorno. Las mineras y petroleras explotan el entorno físico; las proveedoras de redes sociales explotan el entorno social. Esto es particularmente perverso, porque estas empresas influyen sobre la forma en que las personas piensan y actúan, sin que estas ni siquiera se den cuenta; interfiere con el funcionamiento de la democracia y la integridad de las elecciones.

Como las plataformas de Internet son redes, tienen rendimiento marginal creciente, lo que explica su asombroso crecimiento. El efecto red es algo realmente inédito y transformador, pero también es insostenible. A Facebook le llevó ocho años y medio alcanzar 1.000 millones de usuarios, y la mitad de ese tiempo sumar otros 1.000 millones. A este ritmo, en menos de tres años Facebook se quedará sin gente a la que convertir.Facebook y Google controlan en la práctica más de la mitad de todos los ingresos por publicidad digital. Para mantener la posición dominante, necesitan ampliar sus redes y aumentar la cuota que reciben de la atención de los usuarios. En la actualidad, lo hacen dando a los usuarios una plataforma conveniente. Cuanto más tiempo pasan estos en la plataforma, más valiosos se vuelven para las empresas.

Además, los proveedores de contenido no pueden evitar el uso de las plataformas y deben aceptar sin más sus condiciones, con lo que contribuyen a las ganancias de las empresas de redes sociales. De hecho, la excepcional rentabilidad de estas empresas deriva en gran parte del hecho de que no asumen responsabilidad (ni pagan) por el contenido presente en sus plataformas. Las empresas afirman que lo único que hacen es distribuir información. Pero su carácter de distribuidores cuasimonopólicos las convierte en servicios públicos, que deberían estar sujetos a una regulación más estricta, con el objetivo de proteger la competencia, la innovación y el acceso justo y abierto.

Los verdaderos clientes de las empresas de redes sociales son quienes pagan por poner anuncios en ellas. Pero está apareciendo de a poco un nuevo modelo de negocios, que se basa no sólo en la publicidad, sino también en la venta directa de productos y servicios a los usuarios. Las empresas explotan los datos que controlan, ofrecen servicios combinados y usan la discriminación de precios para quedarse con una cuota mayor de los beneficios, que de lo contrario deberían compartir con los consumidores. Esto aumenta todavía más la rentabilidad de la empresa; pero los servicios combinados y la discriminación de precios reducen la eficiencia de la economía de mercado.

Las empresas de redes sociales engañan a los usuarios, ya que manipulan su atención, la redirigen hacia sus objetivos comerciales propios, y diseñan deliberadamente los servicios que ofrecen para que sean adictivos. Esto puede ser muy nocivo, en particular para los adolescentes.Hay parecidos entre las plataformas de Internet y las empresas de juegos de azar. Los casinos han desarrollado técnicas para enganchar a los clientes hasta el punto en que se jueguen todo el dinero que tienen, e incluso el que no tienen.

Algo similar (y potencialmente irreversible) está sucediendo con la atención humana en esta era digital. No es sólo una cuestión de distracción o adicción; las empresas de redes sociales están de hecho induciendo a las personas a entregar su autonomía. Y este poder para moldear la atención de las personas está cada vez más concentrado en unas pocas empresas.Se necesita mucho esfuerzo para afirmar y defender aquello que John Stuart Mill llamó la libertad de pensamiento. Una vez perdida esta, a los que crezcan en la era digital tal vez les sea muy difícil recuperarla.

Esto implica consecuencias políticas de largo alcance. Las personas que no tienen libertad de pensamiento son fáciles de manipular. Este peligro no es sólo una acechanza futura; ya tuvo un papel importante en la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos. Hay incluso una posibilidad más alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos provistos de abundantes datos, que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal. Esto bien puede dar lugar a una red de control totalitario que ni siquiera George Orwe ll hubiera podido imaginar.

Los países en los que es más probable que esas alianzas perversas surjan primero son Rusia y China. Las empresas tecnológicas chinas, en particular, están a la misma altura de las plataformas estadounidenses, y tienen pleno apoyo y protección del régimen del presidente Xi Jinping. El gobierno chino cuenta con poder suficiente para proteger a sus empresas líderes nacionales, al menos dentro de sus fronteras.

Los monopolios informáticos estadounidenses ya tienen motivos para hacer concesiones a cambio de entrar a estos mercados, inmensos y en veloz crecimiento. Y los gobiernos dictatoriales de esos países tal vez quieran colaborar con esos monopolios, para mejorar los métodos de control de sus poblaciones y ampliar su poder e influencia en Estados Unidos y el resto del mundo.

También es cada vez más notoria la relación entre el dominio de las plataformas monopolistas y el aumento de la desigualdad. Esto tiene que ver en parte con la concentración de las carteras de acciones en manos de unos pocos individuos, pero es más importante aún la posición peculiar que ocupan los gigantes informáticos. Han obtenido un poder monopoliista al tiempo que compiten entre sí; sólo ellos son suficientemente grandes para adueñarse de las startups que pudieran llegar a hacerles competencia, y sólo ellos tienen recursos para invadir sus respectivos territorios. Los dueños de las megaplataformas se consideran amos del universo, pero en realidad, son esclavos de la necesidad de mantener la posición dominante. Están librando una batalla existencial para dominar las nuevas áreas de crecimiento abiertas por la inteligencia artificial, por ejemplo los autos sin conductor.

El impacto de estas innovaciones en el desempleo depende de las políticas que adopten los gobiernos. La Unión Europea y en particular los países nórdicos son mucho más previsores que Estados Unidos en materia de políticas sociales. No protegen los puestos de trabajo, sino a los trabajadores. Están dispuestos a pagar el costo de la recapacitación o el retiro de aquellos que pierdan su empleo. Por eso los trabajadores de los países nórdicos se sienten más seguros y son más favorables a las innovaciones tecnológicas que los estadounidenses.

Los monopolios de Internet no tienen ni la voluntad ni el interés de proteger a la sociedad de las consecuencias de sus acciones. Eso los convierte en una amenaza pública; y es responsabilidad de las autoridades regulatorias proteger a la sociedad de ellos. En Estados Unidos, dichas autoridades no son suficientemente fuertes para oponerse a la influencia política de los monopolios. La UE está en mejor posición, porque no tiene megaplataformas propias.

La UE usa una definición de poder monopolista distinta a la de Estados Unidos. Mientras que las autoridades estadounidenses apuntan sobre todo a los monopolios creados mediante operaciones de adquisición, la legislación europea prohíbe el abuso del poder del monopolio sin importar cómo se haya conseguido. La protección de los datos y de la privacidad es mucho más fuerte en Europa que en Estados Unidos.

Además, la legislación estadounidense adoptó una extraña doctrina por la que el perjuicio a los clientes se mide por el aumento del precio que pagan por los servicios que reciben. Pero eso es prácticamente imposible de determinar, porque la mayoría de las megaplataformas de Internet proveen la mayor parte de sus servicios en forma gratuita. Además, la doctrina no tiene en cuenta los valiosos datos de los usuarios que las plataformas van recolectando.

El enfoque europeo tiene su principal adalid en la comisaria europea para la competencia, Margrethe Vestager. A la UE le llevó siete años formular una acusación contra Google, pero su éxito aceleró en gran medida el proceso de institución de normas adecuadas. Además, gracias a los esfuerzos de Vestager, en Estados Unidos se está dando un cambio de actitud inspirado por la visión europea.  Tarde o temprano se terminará el dominio global de las empresas estadounidenses de Internet. La regulación y los impuestos, los medios que propugna Vestager, serán su ruina.





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domingo, 28 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Internet y redes sociales en la esfera pública





La esfera pública ya no es lo que era, comenta en El País Diego Beas, analista político y autor del libro La reinvención de la política (Península). En menos de 25 años, hemos pasado de la utopía del Internet libertario a una red privatizada y diseñada para beneficiar a un puñado de grandes tecnológicas. El resultado es que ahora la información se halla más centralizada que nunca.

Un estudio reciente del Reuters Institute for the Study of Journalism de la Universidad de Oxford, comienza diciendo Beas, llegaba a una sorprendente y reveladora conclusión sobre la configuración de la opinión y los flujos de información en la esfera pública de 2017. Más de la mitad de la ciudadanía se informa ya a través de redes sociales. Y de esa mitad, más del 50% no recuerda correctamente las fuentes de la información (el estudio se titula I saw the news on Facebook). En otras palabras, pierden relevancia y autoridad las fuentes al tiempo que se aplanan las jerarquías. En la esfera pública ultrarápida y con más información que nunca —que no mejor informada— del siglo XXI, para muchos, una noticia pescada al vuelo en una red social tiene la misma legitimidad que el trabajo serio de una investigación periodística rigurosa.

Estamos, por tanto, ante una grave erosión no solo de la legitimidad y el ordenamiento informativo que han aportado a la discusión pública los medios de comunicación, sino también ante un problema epistemológico de primer orden. La famosa sentencia de Friedrich Nietzsche “no hay hechos, solo interpretaciones”, cobra nuevos significados. De la subjetividad filosófica de la interpretación individual a la que se refería el filósofo damos paso a nuevas formas de subjetivación colectiva que difuminan y empobrecen los espacios de discusión y entendimiento públicos. Se achican esos espacios y se vuelven diques ideológicos gobernados por los resortes emocionales de las interpretaciones y la claustrofobia de las “cámaras de eco”.

Tres procesos políticos recientes no se podrían entender sin analizar el papel de estas nuevas dinámicas en la esfera pública: el Brexit, la elección de Donald Trump y el procés en Cataluña. Tres procesos de naturaleza política muy distinta que comparten el desfondamiento de la esfera pública como espacio de discusión racional y entendimiento colectivo. O, como lo resumió atinadamente Máriam Martínez-Bascuñán en estas páginas: “Lo que se ha roto es la conversación pública…, los bandos en liza habitan en realidades paralelas… encerrados en una verdad tiránica”.

Aunque las cifras del Reuters Institute se centran en Reino Unido, grosso modo, se pueden extrapolar a buena parte de las democracias occidentales que habían conseguido establecer opiniones públicas vigorosas e informadas en el modelo Habermasiano (comunidad de “personas privadas reunidas como un público que articula las necesidades sociales con el Estado”).

Ese espacio de deliberación colectiva se enfrenta a una de las transformaciones más significativas de su historia y amenaza la esencia misma de la gobernanza y las instituciones democráticas. Las causas son complejas y vienen de tiempo atrás (en EE UU, por ejemplo, el descrédito de los medios está claramente documentado desde el caso Watergate, a principios de los setenta). Sin embargo, la adopción extendida de las tecnologías de la información y los servicios derivados de estas en la última década y media han acelerado claramente la tendencia (como diría Enric Juliana: “Fabricar solemnidad en tiempos de Internet no es fácil”).

Para constatarlo solo hace falta analizar el testimonio que ofrecieron en noviembre pasado tres grandes tecnológicas —Twitter, Facebook y Google— al comité de inteligencia del Congreso estadounidense. Facebook reconoció por primera vez que a lo largo de la elección presidencial de 2016, 126 millones de personas (más de un tercio de la población estadounidense) estuvieron expuestas a las fake news diseminadas mayoritariamente por intereses rusos. La compañía dio a conocer también por vez primera los contenidos de algunos de los miles de anuncios electorales producidos por la agencia paraestatal de propaganda rusa Internet Research Agency. Un nuevo tipo de publicidad electoral solo accesible por emisor y receptor que elude todas las regulaciones, estándares de transparencia y mecanismos de rendición de cuentas electorales. Publicidades diseñadas para manipular segmentos clave de la opinión pública y taladrar mensajes tipo los 350 millones de libras semanales que supuestamente se ahorraría Reino Unido si ganaba la campaña del Leave en el referéndum o el “no saldremos de la Unión Europea” de los independentistas catalanes.

Un breve paréntesis para contextualizar y desmitificar el recurso reflexivo utilizado por medios bienpensantes que creen no forman parte de estas dinámicas: el fact-checking o las pruebas de verificación. No funcionan. Al menos no para disipar desinformación e incentivar la rendición de cuentas. Estudio tras estudio demuestra que los intentos por clarificar este tipo de afirmaciones contribuyen principalmente a extender más las falsedades, a reforzar los sesgos cognitivos y a endurecer todavía más las posiciones en liza.

Lo que nos lleva a un aspecto fundamental del cambio de modelo de esfera pública: la privatización —y comercialización— de la conversación. En menos de 25 años hemos pasado de la utopía del Internet libertario de los años noventa y la primera década del nuevo siglo a una red privatizada y diseñada como escaparate comercial para beneficiar los intereses de un puñado de grandes tecnológicas. Sistemas expresamente diseñados para lucrar con la llamada “economía de la atención” a través de una selección sesgada que intencionalmente apela a los extremos del discurso político. Una conversación “pública” irónicamente mantenida dentro y reglada por plataformas tecnológicas privadas (uwalled gardens se les llama en el mundo del software). El famoso “el medio es el mensaje” (1964), de McLuhan, llevado a su apoteosis.

Según el Interactive Advertising Bureau, en 2016 el 99% del crecimiento de la publicidad digital se lo repartieron Facebook y Google en exclusiva. Dejando solo migajas para los medios propiamente informativos. La celebrada desintermediación de la información de hace una década convertida hoy en esfera pública intervenida, más centralizada que nunca. La punta del iceberg de un fenómeno que algunos analistas llaman surveillance capitalism (capitalismo de la vigilancia). La articulación de un sistema económico basado en la vigilancia pormenorizada de cada clic, movimiento físico, padecimiento, influencia ideológica, amistad, etcétera. Todo monitorizado al instante y al servicio de los intereses comerciales de este nuevo ecosistema digital.

En un artículo reciente para Vox.com, David Roberts, el primero en utilizar el término posverdad (en 2010, en el contexto de los diferentes intentos por desacreditar investigaciones científicas sobre el cambio climático), llegaba a la conclusión de que entramos en la era de las “epistemologías tribales”. Realidades cognitivas e informativas paralelas que no se comunican entre sí y que intervienen en el debate político motivadas por su propia versión de los hechos. Es decir, la antítesis de ese espacio de conversación y entendimiento colectivo llamado esfera pública que homologaba la realidad y que resulta imprescindible para sostener el edificio democrático.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



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sábado, 16 de diciembre de 2017

[Política] Internet y las redes sociales en la formación de la opinión política





Manuel Arias Maldonado es un profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, cuya labor investigadora gira, principalmente, en torno a la teoría de la democracia deliberativa, el liberalismo político, los movimientos sociales globales y Wikipedia como forma de producción del conocimiento. 

El profesor Arias lleva un blog titulado Torre de marfil, que publica en Revista de Libros, y cuya última entrega analiza el papel que han jugado y juegan la prensa, internet y las redes sociales en la conformación de las opiniones políticas. 

En una de las escenas de Ciudadano Kane, comienza diciendo, el magnate periodístico del mismo nombre pide a uno de sus ayudantes que le lea el cable enviado por el corresponsal del Herald en Cuba: "Deliciosas chicas en Cuba. Stop. Puedo enviarle poemas en prosa, pero no me parece correcto gastarme su dinero. Stop. No hay guerra en Cuba. Firmado: Wheeler."

A la pregunta de si desea enviar respuesta, un sonriente Kane dice que sí: «Querido Wheeler: usted ponga los poemas, que yo pondré la guerra». Y así fue: la guerra hispano-estadounidense que se libró entre abril y agosto de 1898 tomando a Cuba como pretexto tiene su origen en la competencia entre The New York Journal, de William Randolph Hearst, de quien es trasunto el Kane de Welles, y The New York World, de Joseph Pulitzer. Para muchos historiadores del periodismo, es aquí donde hemos de localizar el nacimiento del periodismo amarillo; concretamente, en las crónicas hiperbólicas de carácter ficticio que los corresponsales norteamericanos enviaban a su país enfatizando la crueldad española y la debilidad cubana, de manera que la independencia de la colonia ‒ambicionada por Estados Unidos‒ terminó por dibujarse como la única salida. Roosevelt, en busca de un enemigo común que recompusiera los vínculos rotos en la Guerra de Secesión, aprovechó la oportunidad que así se le brindaba.

Recordé este episodio tras leer una pieza de John Naughton en The Guardian que relataba el ascenso fulgurante de The Week, un medio marginal que se dedicaba ‒en la Gran Bretaña de los primeros años treinta‒ a publicar lo que los grandes medios dejaban fuera por miedo a incurrir en revelación de secretos o lesiones al derecho al honor. Al parecer, The Week dejó de ser marginal cuando publicó una edición especial dedicada a la Conferencia Económica de Londres, organizada con el fin de estudiar medidas internacionales contra la Gran Depresión, en la que citaba las impresiones sotto voce de los participantes: el único trabajo desempeñado por los delegados era el de enterradores. De repente, la circulación del medio se disparó y sus problemas económicos desaparecieron. A juicio de Naughton, algo parecido ha sucedido con los tres retuits de Donald Trump a mensajes de Britain First, una organización de agresivo corte nativista que se dedica a denunciar la presunta «islamización» de Occidente. Su relevancia en Gran Bretaña es mínima, pues tiene mil miembros y su líder apenas obtuvo mil votos cuando se presentó a las elecciones generales en su circunscripción, pero los cuarenta y cuatro millones de seguidores de Donald Trump en Twitter no tienen por qué saberlo y se llevarán más bien la impresión contraria. Para el autor, el caso demuestra la medida en que las redes sociales pueden distorsionar la esfera pública.

Y así es, pero estos dos precedentes históricos más bien nos indican que estamos ante un viejo fenómeno que ahora se ve tecnológicamente facilitado y adopta, por ello, formas nuevas. Eso no le resta gravedad; pero no sabemos exactamente qué gravedad tiene. Y es que no podemos estar seguros de que el Brexit, la victoria de Donald Trump o el golpe de Estado del independentismo catalán no se hubieran producido en ausencia de redes sociales; al fin y al cabo, el siglo XX no fue precisamente tranquilo. Otra cosa es que juzguemos estos acontecimientos políticos a la luz de las expectativas creadas inicialmente por las redes digitales, o que el impacto de la Gran Recesión, primero, y la oleada populista, después, sea más fuerte en el marco de triunfalismo psicológico creado tras la caída del Muro de Berlín: creíamos que todo había terminado y ahora tenemos miedo de que vuelva a empezar. Todo ello nos hace olvidar, con demasiada facilidad, que Internet no se agota en las redes sociales y que la conectividad también presenta indudables ventajas informativas. Por ejemplo, y por seguir con las guerras manufacturadas, hoy día sería imposible hacer plausible una sátira cuyo protagonista inventase un conflicto bélico en África a golpe de telegrama con el fin de contentar a su editor londinense; justamente lo que hace el joven William Boot en Scoop («¡Noticia bomba!»), novela que Evelyn Waugh diera a la imprenta en 1938.

Sea como fuere, y aunque no falta el sensacionalismo cuando hablamos de sensacionalismo, el desorden que ha provocado la digitalización en la esfera pública no es ningún scoop. Aunque los datos no terminan de ser concluyentes ni definitivos, parecen observarse tendencias preocupantes para la calidad del debate público: exposición selectiva y balcanización de la opinión, debilidad de los prescriptores tradicionales en el marco de un proceso de desintermediación, miedo a la reacción de las masas de acosos virtuales cuando se emite una opinión inconveniente, erosión del valor persuasivo de los hechos, más rápida propagación de fake news y teorías conspirativas, emocionalización del lenguaje público y creciente sensacionalismo de unos medios obligados a llamar la atención del público a toda costa. El catálogo es ya de sobra conocido.

Y es la tecnología la que produce o potencia estos efectos, porque amplifica los que ya existían en la era de la comunicación vertical de masas. Desde luego, quien sólo leyese El País o escuchase la Cadena SER, igual que quien sólo se dedicase a la COPE y el ABC, no habitaba en un filtro burbuja menos cerrado que los que la digitalización habría traído consigo. La diferencia, como veremos después, es que el concepto de público se ha expandido mediante la incorporación al flujo de noticias de una notable cantidad de ciudadanos que antes se informaban únicamente a través de la televisión o la radio, o no lo hacían en absoluto. No es baladí, además, que la digitalización haya coincidido con la politización causada por la crisis: estamos más atentos a las noticias porque sentimos que hay más en juego.

Viene todo esto a cuento del nuevo proyecto de Jimmy Wales, cofundador y cabeza visible de Wikipedia, sobre el que se daba cuenta este pasado fin de semana en las páginas de Financial Times. Frente al pesimismo habitual acerca del estado de la esfera pública digital, rara vez acompañado por medidas paliativas o correctivas, este emprendedor digital ha optado por proponer una alternativa a la disfunción mediática a su juicio dominante. Su nombre es WikiTribune y se encuentra ya accesible en modo beta. Se trata de una web periodística que, honrando los principios que han hecho de Wikipedia un éxito global, combina la edición profesional con la contribución de los usuarios, sin aceptar espónsores privados. Si hay una desintermediación en marcha que debilita el papel de los expertos, viene a decirse Wales, saquémosle provecho usando la inteligencia colectiva de los usuarios: haciendo que la «sabiduría de las masas» digitales tenga traducción periodística. Escamado por el fracaso de WikiNews, Wales ha querido evitar esta vez que el usuario-editor sea el único creador de contenidos y apuesta por la colaboración entre internautas y periodistas profesionales. Peter Bale, el director del medio, aspira a que WikiTribune cree con ello un «espacio seguro» en el que lectores y periodistas puedan conversar de buena fe y cooperen para producir un contenido a la vez fiable y atractivo. Wales, como es natural, cuenta con que al menos una porción de los usuarios de Wikipedia mostrarán interés por el proyecto y le darán vida y visitas. Aunque la idea es despreocuparse de estas últimas para evitar cualquier tentación sensacionalista, es obvio que, si nadie entra a la página, no quedará más remedio que cerrarla. Wikipedia ‒alegan los promotores del proyecto‒ también surgió de la nada y tardó en conquistar la confianza del público: quizás estemos ante un caso similar.

Sin embargo, es dudoso que suceda lo mismo con WikiTribune, no importa cuán bienintencionada que pueda ser la idea que lo anima. Y ello por razones diversas, cuya elucidación nos ayuda a comprender un poco mejor lo que está pasando y, sobre todo, por qué está pasando. Para empezar: lo que WikiTribune intenta crear ya existe y se llama periodismo de calidad. Dicho de otra manera: ningún consumidor de información periodística mínimamente sofisticado necesita un proyecto de esta índole. Porque, sean cuales sean las virtudes futuras de WikiTribune, parece difícil esperar que sobrepujen a las de un Financial Times, un The Economist o un The New York Times. Y lo mismo cabe decir de las cabeceras nacionales correspondientes. Se alegará que todos ellos padecen algún tipo de inclinación ideológica, de manera que el atractivo de WikiTribune acaso podría radicar en su mayor vocación de objetividad. Pero ya nos enseñó Giovanni Sartori que la mejor esfera pública no se define por la abundancia de medios de comunicación «objetivos», sino por la existencia de una pluralidad de medios que, compitiendo entre sí, ofrecen al ciudadano la oportunidad de formarse una opinión sin que ninguno de ellos pueda reclamar el monopolio de la verdad pública. Pero el auténtico lector de periódicos ya sabe esto y sabe, también, que no puede depender de un solo medio de información. Así que la Red, para él, proporciona recursos adicionales en lugar de sustraer alguno de los preexistentes: junto a sus suscripciones habituales, puede consultar nuevos medios, por no hablar de la facilidad con que puede tener acceso a medios extranjeros de todo tipo. No me refiero únicamente al consumo digital y gratuito, sino también, por ejemplo, a las suscripciones a través de la tableta. Que estas no hayan aumentado en proporción al número de nuevos «consumidores de noticias» dice ya mucho sobre la naturaleza de estos últimos.

También parece difícil que el lector tradicional, acostumbrado a su diario de referencia, que ha podido abandonar el papel para consultarlo online, pueda sentirse atraído por este producto. En la abdicación de este último lector y en la de quienes estaban llamados a ser sus herederos generacionales, por cierto, radica la causa del debilitamiento de los medios clásicos: hablo del típico lector diario de un periódico tradicional que ahora se sienta frente al ordenador en vez de bajar al quiosco. Ese lector cree, equivocándose, que lee la realidad como antes; pero no lo hace, porque no lee el periódico del mismo modo. Que ahora los grandes medios se vean obligados a buscar donde sea lectores de todo tipo trae causa de la deserción de sus viejos fieles; fieles que, con ello, demuestran ser lectores menos sólidos de lo previsto.

Así que, dejando al margen la novedad que representa la colaboración entre periodistas y usuarios ‒que constituye el rasgo diferencial de WikiTribune‒, se diría que Wales está intentando captar al público menos sofisticado. Es decir: al lector accidental de noticias que constituye la gran novedad del proceso de digitalización. Es éste un aspecto central de la nueva opinión pública que, sin embargo, no recibe la atención que merece. Parte del shock que hemos experimentado en este terreno durante los últimos años tiene que ver con el modo en que Internet ha revelado las preferencias, opiniones y maneras del gran público: huimos horrorizados de una sección de comentarios debido al tono bronco y las faltas de ortografía, nos quedamos perplejos ante la lista de las noticias más leídas en los diarios de referencia, presenciamos con el ánimo encogido una disputa en las redes sociales. Pero no sabríamos nada de esto si los ciudadanos no se hubieran conectado masivamente, esto es, si la conectividad no se hubiera convertido ella misma en un entretenimiento. La consecuencia es que se ha multiplicado el número de ciudadanos que se encuentran conectados al flujo de noticias, aunque lo esté de una manera inevitablemente superficial. El oscuro secreto de los estudios que aseguran que cada vez son más los ciudadanos que consumen noticias a través de las redes está en la forma en que se consumen esas noticias. De hecho, no es un asunto sobre el que sea fácil obtener información: impera, en este terreno, un cierto triunfalismo conforme al cual el acceso del usuario a la información es mucho más relevante que la relación que entabla con ella.

En el muy citado informe del Reuters Institute publicado en 2016, por ejemplo, no encontramos precisiones sobre cuántos artículos, reportajes y piezas de opinión leen los usuarios, ni el grado de dificultad de las mismas: se asume que el digital consumer está conectado y eso basta. Pero no basta: la diferencia no está entre el lector analógico y el lector digital, sino entre tipos de lector, y la digitalización está difuminando las diferencias entre ambos. Un reciente estudio del Pew Research Center sobre los hábitos del público norteamericano, por ejemplo, señalaba que solo un 26% de los consumidores de noticias hacen clic sobre los enlaces, algo quizá poco sorprendente si averiguamos que hasta un 55% de ellos se topan con las noticias cuando se conectan a Internet para hacer otra cosa. Y, de acuerdo con una encuesta realizada hace unos años en Estados Unidos por encargo de Microsoft y entre usuarios de Internet Explorer, sólo el 4% de los internautas resultó ser «consumidor activo de noticias», entendiéndose como tal ‒¡ojo!‒ aquel que ha leído al menos diez piezas informativas y dos artículos de opinión a lo largo de un período de tres meses. Si se elimina la exigencia de leer dos artículos de opinión, el porcentaje asciende al 14% (por desgracia, anoté estos datos en su momento sin quedarme con el enlace). Un informe elaborado para Ofcom en 2014 venía a reconocer que los datos disponibles no permitían contestar a preguntas cualitativas sobre el usuario digital; por ejemplo, acerca del tipo de información consumida o el detenimiento con que se consume. Si hay más o mejores datos, yo no los he encontrado.

Que la naturaleza del público esté cambiando, en suma, se debe en gran medida a la incorporación a la esfera pública de un tipo de usuario que se solapa con los anteriores: ahora todos estamos juntos, y a la vez separados, en un mismo espacio cacofónico cuyo sonido ambiente mezcla la música sinfónica con el ruido blanco y la canción de autor. Salvo inesperada sorpresa, un proyecto como WikiTribune ‒al igual que sucede con las webs que asumen heroicamente la tarea de comprobar la verosimilitud de las promesas electorales o el grado de cumplimiento de los programas electorales‒ tendrá una importancia marginal en el proceso de formación de la opinión pública, y servirá antes como recurso para periodistas que como refugio experto para lectores desencantados. De ahí que fenómenos como las fake news, las cámaras de resonancia derivadas de la exposición selectiva a las noticias o la creación de comunidades de afines que comparten noticias entre sí, puedan llegar a ser preocupantes para la democracia. Porque el riesgo no está en que el lector sofisticado llegue a creerse que el papa Francisco apoya a Donald Trump; el problema es que lo creen muchos usuarios hiperconectados que se relacionan superficialmente con el proceso informativo. En realidad, no podía ser de otra manera: el público de masas no iba a cambiar de naturaleza sólo porque apareciesen los medios digitales. Aunque ese mismo público esté más convencido que nunca, gracias al hecho mismo de la conectividad digital, de que tiene toda la información que necesita para formarse ‒¡y expresar!‒ una opinión. Deseemos suerte, en fin, a Jimmy Wales.



Orson Welles en la película "Ciudadano Kane" (1941)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4105
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)