El PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias como para sentir desasosiego por encontrar un rumbo claro. Es dudoso que el equipo dirigente actual pueda aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda”, comenta en El País el historiador y sociólogo Santos Juliá, doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense, catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España durante el siglo XX, así como de historiografía.
Llegaron al poder, hoy hace 35 años, comienza diciendo, cabalgando sobre las expectativas levantadas por la convicción de que todo, a partir de ese momento, iba a cambiar. Comenzaron ellos mismos, o mejor, culminaron el cambio iniciado desde el congreso extraordinario de 1979, cuando Felipe González llegó a la conclusión de que había sido un error para el PSOE haberse declarado marxista. En el socialismo francés, Michel Rocard reconocerá lo mismo cuando escriba que, en 1981, la cuestión principal era de qué modo romper con el capitalismo y que, dos años después, de lo que todo el mundo hablaba era de modernización. La experiencia francesa fue clave para todo el socialismo del sur, que de anticapitalista se convirtió en modernizador.
En España, con la memoria aun fresca del intento de golpe de Estado, con ETA en la cima del terror y en medio de una crisis general de los partidos políticos, el discurso de transición al socialismo, de sociedad sin clases y de nacionalización de la banca y de las industrias estratégicas, fue desplazado por el de consolidación de la democracia, vertebración de España, ajuste económico, incorporación a Europa. Tuvieron éxito y diez años después de su llegada al poder, en 1992, pudieron contar la reciente historia como un logro en todos los sentidos, mostrándola al mundo en los fastos de Sevilla y Barcelona. España funcionaba.
Presumieron además de ser los portadores de una nueva ética política, de un proyecto de regeneración moral del Estado y de la sociedad. Y aquí fue donde perdieron la batalla, porque al cabo de una década en el poder, los escándalos de corrupción derivados de la financiación irregular y de las redes clientelares crecidas al calor de la fuerte expansión económica, escindieron al partido desde la cima a la base: González, personificación del Gobierno, dimitió como secretario general y arrastró con su marcha a Guerra, personificación del Partido. La frustrada candidatura de Josep Borrell a la presidencia del Gobierno y su sustitución por el perdedor de aquellas primarias, Joaquín Almunia, culminó, como era previsible, en el peor resultado de la reciente historia socialista, favoreciendo así, con la huida del voto joven y urbano, el primer triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular.
La doble derrota de Borrell, ante el aparato de su partido, y de Almunia, ante los electores, abrió en el PSOE una brecha generacional, con la formación de Nueva Vía, un grupo de cuadros que llevó en volandas a José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general en junio de 2000. Todo era nuevo en el primer programa elaborado por este grupo generacional: los tiempos, la política, los retos, las respuestas, los derechos, las ciudades, los municipios. Nada de extraño que procedieran al ritual de la muerte del padre proclamando bien alto que se sentían libres de ataduras con el pasado y disolvieran la identidad socialdemócrata de sus mayores en la nueva gramática con que expresaron sus ideas políticas, el republicanismo cívico, capaz de atraer al electorado perdido.
Lo atrajeron, rebasando de nuevo la cota del 40%, como en los mejores tiempos de la socialdemocracia europea. Y como la economía, y España entera, iban bien, el foco comenzó a proyectarse, y las leyes a sucederse, sobre cuestiones relacionadas con los derechos y la cultura: la mujer, los homosexuales, las personas dependientes, los discapacitados, el divorcio, los plazos para el aborto, la memoria histórica, la violencia de género y tantas otras. Éramos ricos y crecíamos a tasas superiores a la media europea, con un sistema financiero envidiado por su solidez en Berlín y en Washington, con una economía asentada en firmes cimientos, solo nos quedaba dar un paso más para superar a la vieja Alemania.
En el marco de este republicanismo cívico habría de encontrar también su respuesta definitiva la cuestión territorial, con las clases políticas de las comunidades autónomas, ya consolidadas, transformando en los estatutos de nueva planta las nacionalidades en naciones y las regiones en nacionalidades o comunidades nacionales. Al cabo, nación era un término tan polisémico que nadie podía concretar qué diferencia existía entre ella y nacionalidad: todo cabía en la España Plural, un sintagma del que se esperaban maravillas tanto en Madrid como en Barcelona, un talismán que transmutaría las comunidades autónomas en naciones sin tocar la Constitución.
Y en esas estábamos cuando, súbitamente, se acabó la fiesta. En un reportaje que sonó como una enmienda a la totalidad, The Economist reprochaba al presidente del Gobierno haber despilfarrado su primera legislatura en guerras culturales contra la derecha olvidando acometer la reformas de fondo por miedo a que los sindicatos se le echaran encima. Y lo que se echó encima fue la gran recesión que dejó literalmente mudo al Gobierno: si en enero de 2010 Zapatero anunciaba que ese sería el año de la recuperación, en mayo no supo qué decir después de la noche triste en las que se vio obligado a someterse al dictado de la famosa troika, reconociendo en la práctica que carecía de una política socialdemócrata para salir de la crisis. Ya no volvería a levantar cabeza.
El recurso al político mejor dotado de la vieja guardia, un superviviente cargado de méritos entre los que sobresalía su papel en la derrota de ETA, Alfredo Pérez Rubalcaba, profundizó la amenazante catástrofe electoral, con la pérdida, en noviembre de 2011 de 4,3 millones de votos, la peor de la reciente historia. Agonizaba así la segunda vida del PSOE, sin que apareciera en el horizonte nadie capaz de insuflar al paciente la energía necesaria para no seguir cediendo terreno en un campo que, mientras tanto, había experimentado un cambio radical, con la eclosión de dos nuevos fenómenos políticos: la transformación del catalanismo conservador en soberanismo independentista y la irrupción de dos nuevos partidos que mordían en el espacio electoral del PSOE tanto por la izquierda como por la derecha.
Desde entonces, todo ha sido como un quiero y no puedo recuperar el terreno perdido. Quemados los programas modernizador y republicano-cívico, y finiquitado el sistema de partidos en el que siempre ocupó el PSOE un espacio bien definido, el nuevo secretario general, Pedro Sánchez, ha identificado, en su segunda navegación, socialismo con izquierda, pero es algo más que dudoso que el actual equipo dirigente esté en condiciones de aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda” sin utilizar palabras vacías de sentido. En todo caso, a los 35 años de su llegada al Gobierno, el PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias y realizaciones políticas, pero también en frustraciones y derrotas, como para sentir cierto desasosiego por encontrar un rumbo claro y una unidad de propósito en estos tiempos turbulentos, cuando el Estado que tanto debe a sus años de gobierno y oposición sufre el doble asalto de una “voluntad colectiva nacional-popular” (que diría Gramsci) desde el interior de sus propias instituciones.