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jueves, 19 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Memos, bancos y aseguradoras



Inundación en Los Alcázares, Murcia. Septiembre, 2019


A veces las personas de lengua aparentemente insecticida somos criaturas cándidas, dice la escritora Marta Sanz. Nos percatamos, comienza diciendo, de algo irritante y al final de ese salto en paracaídas, que consiste en caernos del guindo, nos metemos una leche tan estruendosa que nos envenenamos por nuestra inocencia, credulidad, por la confianza depositada en el lado oscuro de la Fuerza: en mi cotidianidad el capitalismo me estalla como petardo en la mano y se lleva por delante al dedito que encontró un huevo, al que lo cascó y al que le echó sal. Yo —pueril, ceporra, mema— veo anuncios de las aseguradoras, tiernos osos polares, teléfonos rojos que nunca llaman a Moscú —Moscú comunica—, montañas rusas de la tranquilidad, soles operísticos y toda la parafernalia para captar clientela que paga por morirse, accidentarse laboralmente, estamparse con la moto contra un quitamiedos, ahogarse en las aguas fecales procedentes del piso del arriba y, se lo prometo, me siento segura ante esa cálida oferta empresarial para superar los trances peores de la vida. Confío en máximas literariamente deplorables —quien paga manda— que garantizan una cuota de bienestar en mi vínculo con entidades bancarias y compañías de seguros. Me protegerán y cuidarán de mis ahorrillos. Mi visión amable no llega al extremo de creer que estos negocios están regentados por hermanitas de la caridad: he leído Pacto de sangre, soporto las comisiones que me cargan los bancos por utilizar mi dinero e intenté comprar un colchón a través de una financiera que me rechazó por no disponer de sueldo fijo. Habría podido pagar a tocateja, pero me exigían abonar los intereses de las cuotas. Estas triquiñuelas —prestamistas filantrópicos, trileros a lo grande, que alguien se lucre de nuestra necesidad de beber— me llevan a perder la ingenuidad.

Ya nos habíamos escandalizado ante la convicción de que ciertos bancos nos roban. Para superar ese trauma se hace pedagogía: me dicen que en la nueva versión de Mary Poppins la rabieta del niño que quiere gastar su penique en pienso para palomas se ha reconvertido en una lección sobre lo productivos que son los fondos de inversiones —o similar— porque el papá de aquel niño animalista, ácrata y sensible invierte unos fragmentos de libra en el banco y ahora todo es jauja gracias a ese gesto que no cuesta nada… Interrumpo el hilo para expresar mi estupor frente a esas tarjetas que redondean los precios hacia arriba para que ahorres. Yo lo flipo. Pero volviendo a la seguridad que nos ofrecen las empresas privadas “asistenciales”, el cielo se ha desplomado sobre mi cabeza al enterarme de que las aseguradoras del hogar te echan, vía carta certificada, cuando no les produces beneficios. Yo pensaba que esto solo ocurría en EE UU con los seguros médicos que no cubren los cánceres de las personas jóvenes. No me quieren proteger. Un osito no me abraza, aunque se hayan resquebrajado mis paredes; no se preocupan por mi mar de la tranquilidad ni nada: aun siendo buena pagadora, si doy x partes en un año —no es vicio—, me ponen de patitas en la calle. Nada hay más inseguro que un seguro, nada más despiadado. Asumimos esta sospecha con naturalidad pasmosa y, pese a saber que “el Consorcio de Compensación de Seguros atiende los riesgos extraordinarios siempre que tengas suscrita una póliza” —me lo sopla mi amigo Manu—, a las memas como yo el corazón se nos para al recordar a víctimas de huracanes y gotas frías. A quienes aún esperan, con póliza o sin ella, el arreglo de las grietas provocadas por el terremoto.






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viernes, 30 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Juguetona



Foto de Getty Images para El País


Gracias a personas o juguetes, comenta la escritora Marta Sanz, las mujeres hemos dejado de ser cosa para gozar con cosas. Un querido amigo, comienza dicendo Sans, mi garganta profunda en las redes, me envía una foto: los torsos de unos jóvenes, cuyas cabezas están cortadas —por el encuadre: no se asusten—, lucen una camiseta con el lema “Hoy follo, mañana juicio”. Ay, qué risa, tía Felisa… Luego imagino a una mujer violada por hombres —campechanos, divertidos— que se rebelan contra la pérdida de sus derechos de pernada y la mutación de esta normalidad: están acogotaditos. Los violadores dan instrucciones —“Súbela, bájala, colócala hacia la derecha, ábrele la boca”— que cosifican, no ya el cuerpo femenino, sino a las mujeres y todo lo que su cuerpo encierra: carne, sangre, sinapsis cerebrales, recuerdos, emociones, un espíritu que hemos conquistado infringiendo leyes. Pero hoy mi intención no es reflexionar sobre este asunto, sino sobre su antípoda: la reivindicación del placer como señal indiscutible de liberación femenina.

Recuerdo el descubrimiento del orgasmo como un regalo con el que la naturaleza solo me había premiado a mí. Lo mantuve en secreto para no dar envidia. Para que no me lo quitaran. Para que no me aguasen la fiesta. Disimulaba cuando me deslizaba por las barandillas o al subir la cuerda del gimnasio. Pronto entendí que lo que me sucedía a mí nos pasaba a casi todas. También hablé con chicas que vivían estas experiencias como momentos de suciedad y con otras que jamás habían sentido nada: miedo, impericia, culpa… El orgasmo nos construye como sujetos desde un punto de vista cultural y biográfico, y nuestra naturaleza juguetona alcanzó uno de sus clímax con la invención de un artilugio, el vibrador, con el que se pretendía no tanto dar placer como curar una de esas enfermedades “femeninas” que configuran el territorio de la represión y el tabú: lo cuenta Tanya Wexler en su película Histeria. Hoy, supuestamente salvadas de la vergüenza por sentir goce físico gracias a personas o juguetes, dejamos de ser cosa para gozar con cosas. Pero las “monjitas” como yo somos suspicaces: el neoliberalismo nos etiqueta —puritana, conservadora— si rechazamos gelatinas, pilas y manubrios porque tememos que nuestro deseo sea devorado por una industria que reduzca a las mujeres a consumidoras a través de una visión codificada, obligatoria y clasista del goce sexual. Se puede lograr la felicidad —o disminuir la angustia— follando o practicando el onanismo, pero ignoro si comprando alcanzamos la misma meta. Al final no sé si lo que produce satisfacción es un clítoris bien estimulado —¡Sí!— o la compra del último juguete. Con la adquisición de los móviles ocurre lo mismo: se trata de poseer el fetiche. Comprar entretiene mucho, y a las mujeres, preferiblemente ricas, en el capitalismo más rancio se nos reservaba el ir de compras como remedio terapéutico… Hoy, el “feminismo liberal” no te deja elegir porque el “no” te saca del cajón del estereotipo hiperconsumista de esa mujer liberada que, por un lado, gasta el dinero que genera en su cuarto propio comprando lo que le estaba prohibido, se donjuaniza —manda narices—, y, por otro, está nuevamente agotada por la necesidad de responder a ese estereotipo, falsamente ultracontemporáneo, en el que placer y consumo se identifican. Las femtech —industrias de sexo para mujeres— “traen detrás un negocio de 50.000 millones de dólares”. En el canal de Andalucía vi un anuncio de vibradores con puerto USB. O a lo mejor eran con wifi. Me escama que mi sexualidad, virtual y tangible, la gestione Silicon Valley. Yo, que soy una de esas monjas juguetonas que tuvo orgasmos casi desacomplejados desde la infancia, no lo quiero ni pensar.





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sábado, 27 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Hambrienta





Que te paguen por tu trabajo no te obliga a decir amén, comenta la escritora Marta Sanz. "No muerdas la mano que te da de comer". Me pregunto quién formularía esta conseja que ejemplifica el punto en que confluyen sabiduría popular y pensamiento dominante, comienza diciendo. Pese a que “popular” y “dominante” en nuestro contexto deberían ser términos antagónicos, la sabiduría popular no representa un contrapunto al pensamiento dominante, sino que suele naturalizarlo. Porque el “no muerdas la mano que te da de comer” no ha nacido del caletre de un jornalero o una recolectora de fresas, sino de quien subcontrata su fuerza de trabajo y su cuerpo todo: de la patronal —también de sus bardos y bardas—, a la que no le convienen revueltas ni peticiones de aumentos de sueldo ni que le muerdan la mano. No. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, no generes mecanismos de protesta para seguir siendo la mujer barbuda o el inquilino de la comunidad de rasurados que tiene un aire a Bakunin. Asume que no hay remedio. ¿Sabiduría popular? Sabiduría de caciques. Sumisión, gobernabilidad espuria, miedo. Me produce desazón la gente refranera. “No muerdas la mano que te da de comer”. ¿Y si te da de comer mal? Traslademos la recomendación a esta época pseudolíquida —la licuadora de clases sociales se ha atascado con fibras de pulpa y vulva—; esta época de órganos directivos invisibles, que mandan mucho, de megabytes y voces pregrabadas, que atienden (¿?) reclamaciones telefónicas; época en la que intempestivamente perduran y sobreviven recolectoras, jornaleros.

Aquí y ahora hay que intentar pegarle siempre un mordisco a la mano que te alimenta: la del periódico que te contrata y da voz para que desdigas algún apunte de su línea editorial o te solidifiques en ella; la de la fundación que te paga para intervenir en un congreso; la del banco, que también a través de su fundación patrocina charlas incendiarias. Morder esas manos no es ingratitud: que te paguen por tu trabajo no te obliga a decir amén. Lo otro sería esclavismo ideológico, abyección, mafia. Como te pago y tú aceptas mi dinero, chitón. Oigo al doblador de Marlon Brando en El padrino, que conoce bien los riesgos que corremos mis empleadores, mi independencia y yo misma. Los empleadores son libres —de libre mercado— y tienen motivos en los que hoy no voy a insistir para realizar sus contrataciones. Lo no habitual es poder decidir para quién se trabaja, y puede que nuestra honestidad —hablar de independencia me parece un exceso— pase por ser conscientes de que, por mucho que se vaya de verso suelto, en orquestas, empresas, instituciones o cooperativas asamblearias, las disonancias terminan por empastarse, una luz suaviza las diferencias —luz amarilla en el Blues del amo de Gamoneda— y solo se atisba, por debajo de la sábana, el bulto móvil de un puño que quiere dibujarse contra la blanca planicie. Con la acidez del estómago no agradecido, agradezco que me contraten y me dejen alimentar la fantasía de que muerdo mano, mejilla, pezuña de vaca; de que soy la mujer barbuda, y de que Dios es un sectario por no ayudarme si no madrugo. Aunque los caníbales tengan otros rostros, parece que ladrando muerdo y, al parecerlo, a lo mejor muerdo un poquito. Si no viviéramos en esta apariencia de pluralidad —apariencias y formas son importantísimas, incluso a veces dejan de ser significantes para colonizar significados—, volvería la niebla del sindicato vertical y la resurrección de Fraga Iribarne. Las listas de mala gente que adoctrina —no que camina— ya están en marcha. ¡Ñam!



Fotografía de Miguel Núñez para El País



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viernes, 19 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Oxigenada





Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje, comenta la escritora Marta Sanz. Soy una privilegiada porque mis palabras llegan, comienza diciendo. A la vez, mi visibilidad —de dedito tieso—, en este mundo vigilante de casas con paredes de vidrio, cookies,micrófonos ocultos en la barriga del robot chef y periódicos en línea, me hace sentir sobreexpuesta. Por cada parte visible de mi cuerpo aparece un megáfono que me juzga porque tiene derecho. Esa visibilidad —de frente y de perfil— produce un estrés que nace de la falta de fotogenia: hay ciertos discursos poco favorecedores. Nuestros pulmones son piezas envasadas al vacío. Isabel lleva un reloj que mide pulsaciones. El reloj ordena: “Respire”. Isabel, desparpajada, responde: “Pues ahora no me viene bien”. Qué envidia. La gente visible padece ictus: cantantes, políticas y políticos, profesionales de la televisión, editoras y editores. Las enfermedades y muertes de personas invisibles no son objeto de necrológica. En este ecosistema de éxitos volátiles y frustración —falso movimiento— convivimos: quienes quieren alcanzar popularidad por nada, personas espectaculares hasta cuando mueren y ocultos individuos poderosos. A quienes tendrían más motivos de queja los amordaza el miedo y no tienen dinero ni ganas de ponerse a tuitear.

Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje: en la zona de comentarios de un diario conservador me mandaron a tomar por culo. Va en el cargo de privilegiada. Viva. Convendría que las cabeceras de los diarios se preguntasen si el criterio editorial es lo mismo que la censura: lo que les importa a algunos periódicos no es la libertad de expresión ni la apertura de foros donde disentir —en algunos medios alternativos funcionan divinamente—, sino la atractiva posibilidad de que, tras la pantalla, mane la sangre. Porque la sangre hace ruido y caja. El espectáculo de los comentarios insultantes. Todo el mundo dice despreocupadamente: “¡No mires ahí abajo!”. Pero bajo la trampilla del sótano hay personas, y yo no soy una señora que asuma una posición de aristocrática indiferencia. Luego están los que mantienen que esa es la puerta para expresar un rencor legítimo. Sin embargo, si las famélicas legiones nos pusiéramos a hacer otras cositas, puede que otro gallo nos cantara. Porque quizá soltar bilis en los habitáculos internáuticos produzca un efecto ansiolítico que distrae de otro tipo de acciones cívicas y transformadoras.

En La Vorágine, espacio cultural y político de Santander, vivimos una experiencia presencial enriquecedora sin que nadie dijese amén: puede que mirarse a los ojos invite a hablar con respeto. Desde la conciencia del cuerpo en conversación abogo por un humanismo físico. En los territorios virtuales nos rechinan los dientes: le he dicho a esta tía que se vaya a tomar por culo porque esta tía —yo— consigue una tribuna gracias a sus abyecciones. La hipótesis del mérito y las bondades de la educación pública no se valora, y se genera un ámbito en el que el odio y los prejuicios de diferentes tendencias ideológicas y clases sociales se confunden en papilla que suma votos para la ultraderecha planetaria. La piedad se ha vuelto demasiado peligrosa, y, si no tomas la palabra en legítima defensa, estarás despreciando a contrincantes —¿L, XL, XXL, todos de la misma talla?— que te desean invisibilidad y silencio eternos. Me muerdo físicamente la lengua y esbozo un aforismo: La vida es elegir quién prefieres que te insulte. “Respire”, me indica el relojito. Yo lo hago.



Foto de Juan Barbosa para El País


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viernes, 28 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cultura





Visto lo visto, llego a la iconoclasta conclusiónde que la tele nos hace pensar. En qué ya no sabría decirlo, comenta la escritora Marta Sanz en El País.

En casa, comienza diciendo Marta Sanz, vemos concursos que exhiben la cultura de quienes participan. La cultura, entendida como conocimiento acumulado, sirve para ir sumando dinero. O para hacer el ridículo cuando no sabemos, por ejemplo, que el último campeón de liga fue el Barça. El otro día, después de escandalizarme porque una señora no conocía a Jimmy Hendrix, acabé dándome bofetadas por ser tan clasista y pija, pero a la vez me asaltó la duda existencial de si yo podía considerarme a mí misma una persona culta, si podría definir qué es ser culta —culto también— en nuestro universo mutante. Porque… ¿ser culta es traducir con soltura del latín?, ¿comunicarte en esperanto o en inglés vehicular?, ¿saber quién es Jimmy Hendrix?, ¿Shostakóvich?, ¿escribir correctamente el nombre anterior?, ¿recordar elementos de la tabla periódica, capitales del mundo?, ¿qué es una cookieen sentido recto y figurado?, ¿saber nadar?, ¿acordarse del grupo que ganó el último festival de Eurovisión?, ¿y del último premio Nobel Alternativo de Literatura?, ¿el conocimiento eurovisivo es de friquis y el conocimiento del Nobel Alternativo es de friquis que además son pedantes?, ¿ser culta es respetar reverencialmente a Faulkner como los guardias civiles en las utopías de Cuerda?, ¿estar al tanto de las últimas aplicaciones para el móvil?, ¿comerse los quesitos del Trivial?, ¿existe aún el Trivial?, ¿diferenciar un reguetón de una bachata?, ¿el síndrome de Klinefelter?, ¿saber si las patatas engordan más solas y fritas que cocidas y con pollo?, ¿dónde está la Pantoja?, ¿Dios existe?

Otro programa de televisión, La Voz senior, me hizo considerar posmodernamente la dilución del límite entre alta y baja cultura, la demonización de la primera y el renombramiento de la segunda como cultura popular a través del tamiz legitimador de oferta y demanda, y la aparente imparcialidad de las leyes de mercado. ¿Es razonable que los coaches no sepan quiénes son José María Guzmán o Elena Bianco?, ¿es un clásico José María Guzmán?, ¿es razonable que se haya invertido el orden de los factores y juzgue quien menos sabe? De alguien que se llama coach se puede esperar cualquier cosa y, además, funcionamos con el prejuicio de que en las artes solo importan las emociones. Los contenidos de lo que entendemos por cultura son efímeros, porque la oferta se multiplica, la novedad alimenta los negocios, los sistemas operativos caducan a la velocidad de la luz, porque vivimos en una vertiginosa obsolescencia de imágenes superpuestas que me permiten ser al mismo tiempo gata y chica… ¿Sirve la cultura para algo más que para ganar dos millones de euros desactivando bombas en horario de máxima audiencia?, ¿no es una falacia hacer creer a los televidentes —a las televidentas, también— que por la cultura se llega a la acumulación de capital? Un concursante, profesor universitario, dejó su trabajo porque no le salían las cuentas: los sueldos en docencia e investigación no son para tirar cohetes… Llego a la conclusión —resiliente, comunicativa, razonable…— de que quizá una persona se merece el nombre de culta cuando aprende a convertir en destrezas sus conocimientos —los chorras, enciclopédicos y techies— activando estrategias que hacen de la necesidad virtud: se les saca partido, en lectura, escritura y conversaciones, a las cuatro cositas que se saben o se creen saber. Como ustedes pueden comprobar, yo también he dado clases en una Facultad de Lenguas Aplicadas y, visto lo visto, llego a otra iconoclasta conclusión: la tele nos hace pensar. En qué ya no sabría decirlo.



Blanca Vila con David Bisbal



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miércoles, 19 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Desarbolada





Me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a niños en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos, dice la escritora Marta Sanz en El País.

El fallecimiento de Chicho Ibáñez Serrador, unido a una experiencia en el festival Avivament, me ha traído a la memoria una película que no volvería a ver aunque me pagaran dinero. Esto pasa mucho con las películas excelentes. En Quién puede matar a un niño (1976), Ibáñez Serrador define la inquietud a través de un lenguaje cinematográfico hiperbólico que hace buena la afirmación de Godard de que el travelling es una cuestión moral. El cineasta, en la estela de Los pájaros, aborda la irresponsabilidad de las personas adultas frente al abandono de una infancia que actúa movida por el legítimo rencor y la conciencia grupal. Somos vulnerables ante lo inesperado, y la vulnerabilidad y el miedo que sufrimos ante quienes son más vulnerables que nosotros remiten a profundas lacras de nuestra sociedad: esa sensación malsana de que un niño o una niña puedan erigirse en enemigos. Lo contaba Isaac Rosa en El país del miedo. En 1976 yo estaría a punto de cumplir nueve años y vi Quién puede matar a un niño porque vivía en un lugar donde teníamos patente de corso para entrar a los cines. Mi asimilación de la historia iba por el lado de las sanguinarias reivindicaciones de la niñez. Supongo que estaría cabreada porque me obligaban a comer hígado, y, aun así, las acciones con guadañas contra la gente mayor eran excesivas para mi empoderamiento infantil. Yo no iba a rajar a mi madre, aunque me regañara si no hacía los deberes. Quizá el hecho de que me impusieran obligaciones dulcificaba una furia vengadora que, en mi caso, no era la de una niña desatendida.

Avivament es un festival organizado para imbricar la filosofía en la vida cotidiana. Es un espacio imprescindible como contrapeso al discurso del odio y el desprestigio de las humanidades: la conversación racional cuaja en pensamiento y el pensamiento ayuda a practicar una conversación no contaminada por la rabia vocinglera de la telerrealidad. Allí di una charla sobre los prejuicios que gravitan en torno al feminismo. Hablamos de bulos, estereotipos y falsas imputaciones. Puritanismo y reguetón. Maltrato físico, cultural y económico contra los cuerpos de las mujeres. Un chico me preguntó: “¿Qué opina usted de esas madres que asesinan a sus hijos y no salen en los medios?”. La pregunta no era una pregunta: era una agresión premeditada que el chico leyó desde la pantalla de su móvil. Daban igual mis argumentos previos y que su no-pregunta —no esperaba respuesta: era una pregunta-tesis— encerrase la contradicción de cómo él disponía de esas informaciones. Pero yo me quedé desarbolada y solo contesté: “Eso es mentira”. Me sentí pequeña y me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a chicos como aquel en periodistas incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos. No sé cómo podemos luchar contra los elementos. Pese a todo, o por todo, festivales como Avivament son imprescindibles. Desde la rendida admiración por el colectivo docente y el convencimiento de que existe una juventud magnífica y curiosa, me hice preguntas sobre la impermeabilidad, las pieles finas y duras, sobre mi derecho a sentirme insultada o bloquearme, sobre quién puede matar a un niño —Arabia Saudí, país amigo; Trump y sus juicios a menores desamparados que cruzan la frontera—, sobre cómo algunas veces las personas adultas pecamos de una condescendencia excesiva. Debería pesar más mi obligación cívica y moral hacia ese chico que cierto cansancio. Ese chico es importantísimo y yo no sé si tengo derecho a sentirme pequeña ni a desarbolarme.



Dibujo de Alashy Getty para El País



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miércoles, 12 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Japonesada





He estado cuatro noches en Japón e impugno la idea prepotente de ser habitante del futuro. Si hubiese pasado un año no podría escribir esta columna: habría llegado a la conclusión de que solo sé que no sé nada. Pero cinco días me alientan a la temeridad. He visto muchas cosas y he creído ver muchas otras. Me han contado historias. Comparto lo que siento. Es un derecho, relata en El País la escritora Marta Sanz

Al llegar a Japón, comienza diciendo Sanz, me advierten: nunca debo dejar propina ni fumar en la calle ni hablar por el móvil en el metro. En los restaurantes la gente disfruta de sus cigarrillos mientras come sopitas, sashimi y sushi. En Japón no hay anisakis porque evisceran y limpian los pescados tan primorosamente que en la carne no quedan larvas ni excrecencias. En Japón hay casi pleno empleo y Tokio es una ciudad donde no me piden limosna ni veo perros abandonados. Los japoneses trabajan mucho; me cuentan que algunos mueren frente a sus ordenadores. Cortocircuito total. El suicidio se practica en los andenes del metro. Los suicidas dejan preparada la suma necesaria para limpiar su sangre de la estación; unas son más caras que otras: suicidios de centro y periferia, de primera y segunda. Me dicen que casi todas las mujeres aspiran a contraer matrimonio antes de los treinta. Ellas administran el dinero de sus infatigables esposos y les dan una cantidad semanal para sus gastos. Las mujeres tienen amantes, van al teatro y abarrotan las cafeterías donde degustan repostería europea. Los hombres que pierden el último tren pernoctan en karaokes y hoteles cápsula. Expresar sentimientos o mostrar afecto físico no es habitual. Pero hay sex shops de ocho pisos, graduados por la dureza de lo que se vende, que no llegan a culminar los más avezados pornógrafos occidentales. Nadie asiste a esas chicas borrachas que se acurrucan en pasadizos: prestarles ayuda sería humillante para ellas. Las japonesas se emborrachan con facilidad porque carecen de una enzima para metabolizar el alcohol. En el barrio de Shinjuku adivino a Godzilla entre dos rascacielos. Hay restaurantes de robots. Los neones son tan potentes que casi me producen ataques epilépticos. Si pierdes el ordenador, lo recuperarás. Nadie roba: hay quien da una razón animista —el alma impregna los objetos— y hay quien apela al budismo —lo que hagas en esta vida te será devuelto en la otra—. No entiendo de religiones. Por Takeshita pasean lolitas góticas y muchachas con peluches anudados a la cintura. Chicas que visten a sus novios a juego con su indumentaria. Los cazadores de tendencias paran a algunas y apuntan sus nombres en un papelito. Hay cafeterías de erizos y búhos. Muchas personas van enmascaradas para no contagiar o no contagiarse: en el avión una japonesa se quita la máscara, se maquilla, no se la vuelve a poner. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais si es que aún los seres humanos conservamos la capacidad de asombro. He pasado por uno de los callejones donde se rodó Blade Runner y he atravesado diagonalmente el cruce de Shibuya. He estado cuatro noches en Japón e impugno la idea prepotente de ser habitante del futuro. Ahora me cuesta más distinguir el original de la copia, la tradición de la globalización, la realidad de los relatos, la libertad de las esclavitudes, lo honorable de lo cruel, la soledad del hikikomori del gregarismo, el ombliguismo occidental del exotismo papanatas. Y ya no sé qué puede ser el infierno y qué el paraíso.



Tokio, Japón


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miércoles, 5 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Quemada





Estoy quemada. El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato, comenta la escritora Marta Sanz. 

Desde la conciencia del privilegio, comienza su artículo Sanz, lo he dicho muchas veces: “Soy una trabajadora autónoma autoexplotada”. Otro diría: “Me llevo el trabajo a casa. No cobro horas extra”. Una tercera podría lamentarse: “Cobro por habitación. No tengo un fijo. He de limpiar 20 habitaciones diarias para poder vivir”. Más testimonios: “Vivo pendiente del móvil. Mi jornada laboral no se acaba nunca”. “Soy un parado. No duermo bien”. “Cuido a las personas mayores de las familias, trabajo en un restaurante los fines de semana, por las noches soy teleoperadora: no me llega”. En estas condiciones no es extraño que yo afirme: “Me duele la clavícula”; que alguien más enumere síntomas: “Tengo migraña, estoy siempre cansada, triste, irritable”. “Se me corta la respiración”. Pero no se preocupe. Ya existe un diagnóstico para estos males: padece usted el síndrome del trabajador quemado —de la trabajadora quemada con más motivo—. Tómese una pastilla. El sistema funciona divinamente, pero usted no. Es usted flojo o, en un porcentaje incluso más elevado, floja.

El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca: parece que el malestar sistémico se reinterpreta como patología de la que solo es responsable el individuo. Yo soy la única culpable de mis alienaciones y autoexigencias. Metida en mi propia bolsa fetal, mis funciones no afectan a mis órganos y todo está en mi dentro de mí. Neurosis y dolores de espalda responden a las características de mi ADN —estrictamente biológico, nunca histórico— y a mi incapacidad de adaptación al medio —bajita y respondona—, a una herencia familiar que tampoco estuvo jamás condicionada por la cantidad de yogures ingeridos o la salubridad de las viviendas. El síndrome del trabajador explotado —de la trabajadora explotada, más— debería curarse con un relajante muscular. La OMS está de coña. Que quizá haya que poner en tela de juicio las propias reglas del juego es una proposición política que se desdibuja frente a este universo de workaholismo donde se confunde vocación con autoexplotación; posesión de capital con emprendimiento y filantropía; reivindicaciones laborales con pereza; el trabajo con el inevitable riesgo de perder la salud. Confesemos que hemos vivido y hemos bebido. Somos responsables de nuestro cáncer de pulmón: la contaminación es un nimio factor de riesgo. Somos responsables porque, por idiotas, no hemos tenido pasta suficiente para pagarnos entrenadores personales, aromaterapeutas, coaches de la resiliencia y el pensamiento positivo ni dietistas. Todo este nuevo modelo de negocio hace innecesario el derecho laboral, el pensamiento político y los militantes antisistema. Nuestro colesterol sube porque comemos bollería industrial y comemos bollería industrial porque cada día somos más pobres. También tenemos menos tiempo para guisar o hacer la compra y, sin embargo, cuánto nos obsesionan las analíticas y los gimnasios, y qué poco nos concentramos en la posibilidad de transformar esas condiciones laborales que nos encorvan la columna y nos invitan a tener la flexibilidad del junco. Yo evito maniáticamente hacerme un análisis de sangre. Sé que me revelará que en todas mis enfermedades, además de la inexorable putrefacción del cuerpo, se atisba un residuo bacteriano, compartido más con mis contemporáneos que con mi especie, que me incita a desconfiar de quienes tienen la sartén por el mango transformándome en enferma laboral y verdugo de mí misma. Pero hoy no voy a hacer flexiones y voy a escuchar a Chicho Sánchez Ferlosio. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato. Es posible que, con esa decisión, mi salud mejore.






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