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domingo, 2 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] La imaginación reformista de Piketty



Dibujo de Enrique Flores para El País


El profesor y ensayista Jordi Gracia analiza en el Especial dominical de hoy las propuestas que formula el autor de ‘Capitalismo e ideología’, Thomas Piketty, para mitigar el galope de la desigualdad y devolver a la socialdemocracia la ambición perdida a manos del neoliberalismo. 

"Para explicar la eclosión del independentismo -comienza diciendo Jordi Gracia- no basta con Rajoy, que pudo ser solo su adversario de conveniencia. El estímulo central anduvo cerca del miedo: el miedo del poder convergente a perder el poder y el miedo de una porción importante de la sociedad catalana a perder su estatus económico privilegiado. Aquel lema que hizo furor (“España nos roba”: hoy lo repudia por fortuna hasta Gabriel Rufián) cifraba el instinto defensivo y egoísta de esa parte de Cataluña: había llegado la hora de abandonar España y gestionar en exclusiva los propios ingresos. Las élites conservadoras y nacionalistas descubrieron en esa doctrina la gasolina para una adhesión emocional y popular. Desde ahí ya cualquier agravio del Gobierno español (o del Estado) podía magnificarse hasta incurrir en prácticas tóxicas de nacionalpopulismo: deformación informativa, fabricación deliberada de conflictos, maniqueísmo social naturalizado, concepción unanimista de la comunidad.

Pero la crisis de 2008 trajo también consecuencias menos funestas y, entre ellas, la ansiedad por entender algo de economía. Desde entonces, ciudadanos sin formación económica empezamos a hablar con palabras prestadas y hasta creímos entender algo de economía. Eso explica quizá que muchos nos hayamos animado a descargar en la tableta (o trasegar en la mochila) el mamotreto de Thomas Piketty, Capitalismo e ideología. Lo más alarmante del ensayo es que se entiende todo lo que dice; lo segundo es que cuenta con una sencillez abrumadora la complejidad de sus propuestas para mitigar el galope de la desigualdad y devolver a la socialdemocracia la ambición perdida a manos del neoliberalismo de los años ochenta (y hasta hoy). Incluso más: en la historia euroamericana del siglo pasado puede estar el espejo reformista de hoy para mejorar la vida de la mayoría.

De hecho, Piketty es un peligro público: revolucionario en el fondo con formas de académico exquisito. Su propia evolución del liberalismo al socialismo aspira a contagiar razonadamente en la opinión pública una concepción menos estática y sacralizada de la propiedad privada por cuanto las frenéticas desigualdades sociales siguen siendo inaceptables en democracias avanzadas. Ellas son también el sustrato que nutre las opciones xenófobas y nacionalpopulistas del neofascismo (porque todos los fascismos se nutren de la debilidad de las democracias). Así, su propuesta de un socialismo participativo no va tanto dirigida a expertos como contra ellos, a fin de deslocalizar el saber económico y desplazarlo al debate público, político, de principios, medios y fines. Contra la propensión a abandonar el corazón económico de la política a expertos “con competencias dudosas” (o “pequeña casta de expertos”, como la llama después), aspira a recuperar con nuevas ideas el impulso contra la desigualdad que animó a las sociedades occidentales desde finales del siglo XIX.

Si la cogestión en la empresa funciona en los países escandinavos, o figura en la Constitución alemana desde 1949, y si desde 1913 el impuesto federal sobre la renta garantiza la progresividad fiscal en Estados Unidos, alguien está hoy dejando de hacer su trabajo. Nada parece inviable cuando Piketty ensarta una detrás de otra propuestas destinadas a reducir la privacidad de la propiedad privada, no a eliminarla; a promover “el uso de un impuesto anual sobre el patrimonio” del 1% o el 2% (en lugar de gravar con el 20% o el 30% el impuesto de sucesión), a cuestionar el IVA como impuesto flagrantemente injusto, a adoptar para las declaraciones patrimoniales los mismos borradores precumplimentados que tenemos para la renta o, incluso, la invención de un bono anual por ciudadano para financiar a los partidos y rebajar las inquietantes donaciones de empresas y particulares (de acuerdo con una idea de Julia Cagé, que es su pareja, “lo cual no le impide escribir excelentes libros, ni me impide leer su obra con un espíritu crítico”).

Su desarmante confianza en la superación realista del capitalismo lo opone tanto al “conservadurismo elitista” como al “mesianismo revolucionario” y su propensión a echarnos en “manos de un poder estatal hipertrofiado e indefinido”. En otras palabras, la desigualdad es ideológica y es política y, por tanto, y necesariamente, puede mitigarse sin soñar ilusamente con extinguirla (mientras todo sigue igual). Un avanzado empresario español, Nicolás María de Urgoiti, adoptó para sus empresas una cogestión semejante a la alemana, antes de la guerra, aunque no salga en el libro de Piketty, ni tiene por qué salir.

Lo que sí sale es su análisis de la “trampa separatista” como caso particular y síntoma de una hipótesis según la cual los partidos de izquierda habrían dejado de dirigirse a las clases trabajadoras sin formación académica en favor de clases con titulación superior y beneficiarias objetivas del crecimiento desde los años sesenta. Es una izquierda brahmánica que ha perdido de vista a la clase trabajadora sin formación universitaria. Eso explicaría en parte movimientos de repliegue nacional-populista como el Brexit, sin omitir la aspiración a reconvertir al “Reino Unido en paraíso fiscal y en plaza financiera poco regulada y poco vigilante”. El único blindaje que adivina contra esa ofensiva insolidaria es lo que llama un “federalismo social y la construcción de un poder público transnacional” capaz de sofocar el espejismo de la “trampa social-localista”.

Es ahí donde previene a la CUP, sin citarla, contra sus demandas de desarrollo local porque se verán “desbordadas y dominadas por parte del movimiento liberal-conservador [independentista] orientado a promover” para Cataluña un modelo de tipo “paraíso fiscal al estilo de Luxemburgo”. El tufo insultante que hay en esta conjetura no llega tanto de las palabras como del propósito agazapado que ve detrás de un sector del independentismo. Desde la izquierda, al menos, la conjetura debería ser desechada o desmentida sin reservas, y eso es lo que reclama Piketty no tanto a la CUP como a la “izquierda republicana catalana (independentista)”, es decir, a ERC, para que logre marcar así “la diferencia con los que simplemente pretenden quedarse los ingresos fiscales para sí mismos y para sus hijos”.

De esa izquierda comprometida con la investidura de Pedro Sánchez espera Piketty la defensa, inequívocamente de izquierdas, de un “impuesto progresivo común a las rentas altas y a los grandes patrimonios, recaudado a nivel europeo”. La crisis hizo aumentar sustancialmente el apoyo a la autodeterminación pero lo hizo, sobre todo, entre “las categorías sociales más favorecidas”, esas mismas a las que la izquierda se dirigía en los nuevos tiempos y que han acabado sucumbiendo a una improbable cuadratura del círculo: “Continuar sacando partido de la integración comercial y financiera con Europa, pero conservando sus propios ingresos fiscales”. Quienes siguieron desconfiando de esa “trampa secesionista” en versión “social-localista” y no apostaron por la independencia fueron “las categorías modestas y medias”, según Piketty, “un poco más sensibles a las virtudes de la solidaridad fiscal y social”.

El federalismo social que promueve habría de desactivar la “competitividad generalizada entre territorios” y la “ausencia total de solidaridad fiscal” en Europa para reducir el peso de “la lógica del ‘cada uno por su cuenta”. Por eso le sirve Cataluña como síntoma de las flaquezas solidarias de la Europa actual, y por eso parece cuando menos difusa la vocación de izquierdas del actual proyecto independentista. Su adhesión a un federalismo social europeo disolvería esa contradicción ideológica tanto en su ideario como en electorado, y no sería este el peor de los momentos para ensayarlo".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El economista Thomas Piketty



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viernes, 31 de enero de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] La salvación del capitalismo está en acabar con la desigualdad



Imagen de la Bolsa de Nueva York


En septiembre del pasado año el profesor James K. Galbraith, catedrático de Relaciones Gobierno/Empresas en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas en Austin, pronunció la conferencia inaugural del curso en la Universidad de Jena, Alemania, titulada titulada "La gran transformación: sobre el futuro de las sociedades contemporáneas". Este artículo que subo hoy al blog es una adaptación de esa conferencia, y fue publicado por el profesor Galbraith a principios de este mes de enero, defiendendo la tesis de que acabar con la desigualdad es, posiblemente, la única vía de salvación del capitalismo, pues el mundo necesita una transformación tan radical como la que se produjo entre el feudalismo y la sociedad de mercado, y acabar con la inequidad exige controlar el carácter depredador de las finanzas.

"Dos grandes fantasmas -comienza diciendo Galbraith- se ciernen sobre la humanidad. Uno es la extinción rápida a consecuencia de una guerra nuclear a gran escala, o un planeta tóxico resultado de un conflicto atómico más limitado como ya señaló en su día el brillante físico Andréi Sájarov; el otro es una extinción más lenta por efecto de un calentamiento global desbocado. Ganar la carrera a esta amenaza exige el mayor esfuerzo de planificación, inversión, educación pública y seguridad social de la historia de la humanidad, es decir, la madre de todos los new deals.

A pesar de ello, los economistas adeptos al paradigma dominante han frustrado cualquier intento de afrontarlo. Por ejemplo, es ilusorio pensar que para abordar procesos económicos que tendrán efectos extensos e inciertos dentro de 50 o 100 años basta con aplicar mecanismos de mercado actuales, como poner un precio o un impuesto a las emisiones de carbono. Y, sin embargo, un economista de primera fila de la Administración del expresidente estadounidense Barack Obama (uno de los buenos, en términos relativos) me comunicó justo esta misma idea hace unos años, precisando que su “Hayek interior” estaba hablando a través de él. En el mundo real, necesitamos una ciencia económica capaz de integrar recursos, estabilidad social y medio ambiente en un marco realista a largo plazo.

En mi trabajo reciente trato dos temas relevantes respecto a este problema. Uno tiene que ver con el crecimiento económico en el siglo XXI, en particular tras la crisis financiera de 2008. El otro afecta al alcance y el significado de las desigualdades económicas. Ambos son factores que capacitan y limitan respectivamente nuestros esfuerzos por dar respuesta a las amenazas a la vida. Aunque trabajemos para evitar la guerra nuclear y mitigar el calentamiento global, también tenemos que mantener un sistema en funcionamiento que proporcione a la población mundial un nivel de vida digno. De lo contrario, la gente se opondrá a la gran transformación que, debido sobre todo a la amenaza climática, se impone. La inestabilidad económica permanente nos atará de manos permanentemente.

El camino desde Hayek. Para los economistas convencionales, la economía de mercado es un sistema que se estabiliza a sí mismo. Por citar el ejemplo más clamoroso de esta visión de las cosas, estos especialistas interpretaron la gran crisis financiera de 2008 como una conmoción imprevista y, de hecho, imprevisible.

Esta interpretación resultaba útil porque protegía a quienes la sostenían frente a la acusación de que deberían haber visto venir la crisis y haber tomado medidas para evitarla. En aquellos años, durante una de mis escasas apariciones en la televisión estadounidense, propuse que como repuesta a la crisis deberíamos aplicar el principio naval de la “responsabilidad de mando”, según el cual, cuando un barco encalla, el capitán es relevado inmediatamente y más tarde una comisión de investigación determina si fue realmente responsable. La propuesta no fue bien recibida. Los capitanes volvieron a ser nombrados para la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro y a uno de ellos se lo llevaron de la Universidad de Harvard para ponerlo al servicio de la Casa Blanca.

Pero la verdad es que no se puede culpar a los economistas convencionales por adoptar esa postura. Lo contrario habría equivalido a arrojar dudas sobre la primacía intelectual de sus ideas. Por consiguiente, era necesario ignorar a quienes sí vieron venir la crisis. Y fueron muchos, algunos en los márgenes de las instituciones académicas, otros en el mundo de las finanzas.

La versión de la “conmoción imprevisible” implicaba además que después de la crisis vendría la recuperación. Al fin y al cabo, si la estabilidad y el autoequilibrio están en la naturaleza del sistema, el modelo predice una vuelta automática a la norma anterior a la crisis. Pero, si bien es cierto que en la corriente dominante muchos prestaban oídos al Hayek que llevan dentro, los keynesianos también se hacían oír. Sin embargo, puesto que a ese bando no le faltaban tampoco vínculos importantes con el pensamiento dominante, solo pudo reunir una oposición relativamente poco significativa y sostener que a la inevitable recuperación le vendría bien un poco de estímulo.

Nunca pensé que las cosas serían tan simples. En mi libro de 2014, El fin de la normalidad, propuse una perspectiva alternativa fundamentada en cuatro hipótesis amplias. Todas ellas ofrecían razones para prever que el futuro curso de la recuperación y el comportamiento económicos iban a ser estructuralmente inferiores al escenario vaticinado por los economistas educados en la creencia de que la segunda mitad del siglo XX fue normal. En pocas palabras, llegué a la conclusión de que, en las décadas posteriores a la crisis, el crecimiento y el empleo serían más débiles que en las anteriores.

Menor rentabilidad de la energía y el capital. La primera hipótesis hacía referencia al aumento del coste real (ajustado a la inflación) de los recursos, en particular de la energía, y a la inestabilidad inherente a la financiarización del mercado energético. Con el tiempo, la energía —un bien cuya función es suministrar las materias primas más básicas a la economía— se ha convertido en un motor de desestabilización especulativa de primer orden. A este fenómeno lo llamo “efecto collar de estrangulamiento”. Una economía grande que se adentra en una senda de crecimiento fuerte se enfrentará a unos costes de los recursos cada vez más altos debido no solo al aumento de los costes reales de la adquisición de los recursos que necesita, sino también, y sobre todo, a la especulación de los inversores y los acaparadores en periodos de tiempo mucho más breves.

Tras la crisis de 2008, el desarrollo de la fracturación hidráulica (fracking) con el fin de extraer gas y petróleo de las reservas de hidrocarburos de esquisto aflojó el collar de estrangulamiento en Estados Unidos. Este proceso redujo en buena medida el precio de la energía (si bien a un altísimo coste medioambiental) y tuvo un efecto notable a corto plazo en la economía estadounidense. La producción de Estados Unidos se reactivó en parte gracias al precio relativamente barato de la energía y de las materias primas de origen fósil. Ahora bien, no sabemos cuánto durará este efecto.
En Europa, el problema del coste de los recursos sigue vigente. Una de las causas, y no la menos importante, es que muchos Gobiernos del continente se han comprometido con la introducción de fuentes de energía más limpias, mientras que Estados Unidos ha optado (de momento) por la vía fácil a través del petróleo y el gas de esquisto, cuyo precio es inferior. Cuando se invierte en lo que al principio es una forma más cara de generar energía, como han hecho los europeos, no hay más remedio que gastar más en eso y menos en todo lo demás. Además, la producción final crece de manera más lenta. Hace falta una gran superioridad tecnológica para encontrar una solución a este problema y mantener una posición fuerte en los mercados mundiales, como ha hecho Alemania (un ejemplo casi único en Europa).

La segunda hipótesis se centraba en el descenso de las inversiones a largo plazo en capital físico, en la construcción, y en las infraestructuras que le sirven de apoyo. En particular, la parte de la actividad total correspondiente a la inversión en ladrillo lleva varias décadas reduciéndose tanto en Estados Unidos como en Europa, lo cual significa que la inversión en su conjunto contribuye menos que antes al crecimiento.

El descenso de la inversión pública es un componente importante del problema. En el caso de Estados Unidos, uno de los principales factores es que el gasto militar ha engullido recursos que se podrían haber destinado a las infraestructuras, como puede ver cualquiera que viaje por las autopistas estadounidenses. (El estado de los ferrocarriles y el transporte público urbano en lugares como Nueva York y Boston es todavía peor). Los 685.000 millones de dólares destinados este año a gasto militar suponen una sangría enorme de recursos técnicos e ingenieriles que se sustraen de la economía total y que, además, en gran medida son innecesarios para la seguridad nacional y apenas sirven para otra cosa que para mantener guerras infructuosas e inacabables.

El problema de Europa es ideológico, un reflejo de la época de austeridad y de culto a la privatización. Los ferrocarriles británicos y otros servicios que antes fueron públicos son ejemplos visibles de ello. A escala mundial, tanto Europa como Estados Unidos están sintiendo los efectos del cada vez más importante papel de China en la combinación de inversiones. A lo largo y ancho del mundo, ya no es Occidente quien lleva la iniciativa. Y aunque algunos exportadores occidentales —llámese Alemania— se han beneficiado del auge de China, no necesariamente va a seguir siendo así. China está desarrollando con rapidez sus propias industrias de alta tecnología, transportes e ingeniería.

La pérdida de perspectiva respecto a la tecnología. Mi tercera hipótesis tenía que ver con la actual revolución tecnológica y en concreto con el auge y la difusión de las tecnologías digitales compactas. Los especialistas en estadística económica tienen la triste reputación de ser incapaces de comprender las repercusiones de estas tecnologías y, de hecho, no detectan prácticamente ninguna, aunque las tecnologías y sus consecuencias son visibles para cualquiera.

Es evidente que muchas nuevas tecnologías ahorran mano de obra, desplazando así a las personas de los puestos de trabajo de oficina y servicios, igual que las tecnologías de la automoción desplazaron a los caballos del transporte y la agricultura hace un siglo. Las nuevas tecnologías también reducen los costes de toda una serie de servicios, así como de la producción y difusión de la información, las noticias y el entretenimiento. Una parte importante de la actividad se ha eliminado a efectos prácticos de la tasa básica de crecimiento porque tiene que ver con la producción de bienes y servicios a un coste fijo con un gasto marginal muy reducido para el consumo adicional.

Lo que a menudo se pasa por alto es que las nuevas tecnologías también ahorran capital y, por tanto, reducen la parte correspondiente a las inversiones en el gasto total. Esto no es malo, pero significa menos recursos destinados a inversiones, la creación de menos puestos de trabajo con esos recursos y una tasa básica de crecimiento menor. Este efecto de las nuevas tecnologías en los gastos de inversión se podría compensar, pero solo con un aumento de la inversión pública o con más consumo de los hogares sostenido por los ingresos o por el endeudamiento.

A lo largo de la última década, el papel del endeudamiento para mantener el consumo y la actividad económica ha sido más importante en Estados Unidos que en Europa. En Estados Unidos abundan las deudas para pagar los estudios, para adquirir coches y casas, para compras con tarjetas de crédito, y de todas clases habidas y por haber. Los estadounidenses son adictos a los créditos, algo que no comparten con los europeos. Aunque tienen acceso a las nuevas tecnologías, la inestabilidad asociada al endeudamiento merma su capacidad de beneficiarse plenamente de sus ventajas. Este problema seguirá aumentando hasta que Estados Unidos corrija la desigualdad de ingresos resultado del desplazamiento de gran parte de la actividad económica a sectores dominados por un número excepcionalmente reducido de personas que se quedan con la mayor tajada de los beneficios. Más adelante volveré sobre el tema de la desigualdad.

La gran estafa. Por último, en 2014 sostuve que la crisis de 2008 había puesto en evidencia los defectos estructurales del sistema financiero, entre otros la hipertrofia, la megalomanía, la competencia depredadora, los errores de criterio y el fraude a niveles descomunales. Los economistas fieles a las ideas dominantes negaron que tales problemas fuesen posibles. El fraude generalizado, argumentaban, se podía descartar teniendo en cuenta el riesgo que supone para la reputación del estafador. (Estos mismos economistas se basaban en modelos en los que el sector financiero era prácticamente inexistente). En el mundo real ocurre todo lo contrario: cuanto más fraudulento sea alguien, más éxito tendrá, al menos hasta que lo descubran. En todos los países hay esta clase de oligarcas.

En términos generales, una vez que un sistema levantado sobre el fraude, el beneficio personal y el mal criterio ha quedado al descubierto, no es posible repararlo si no es mediante reformas drásticas de amplio alcance y la administración de justicia. En el caso de la crisis de 2008, eso no sucedió. Se parcheó el sistema financiero y se mantuvieron las instituciones ya existentes. Apenas se hizo nada para reformarlas, y gran parte de los cargos siguieron en su puesto. Casi ninguno fue llevado ante los tribunales.

El resultado ha sido una pérdida de confianza, como muestra la locura por los activos de mejor calidad cada vez que se invierte la curva de rentabilidad (como está ocurriendo ahora). Resulta irónico que uno de los principales beneficiarios de este sistema decadente sea el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, una institución que, comparada con todas las demás, representa un bastión de la estabilidad. Desde el punto de vista político, el rescate financiero contribuyó a traernos la presidencia de Donald Trump, que ha confirmado que mucha gente prefiere el gobierno por decreto de los oligarcas a los testaferros con mucha labia.

En consecuencia, tenemos un sector financiero estructuralmente incapaz de proporcionar una dirección estratégica a la economía real. Las finanzas mundiales son el enfermo del capitalismo. Igual que ocurrió con el Imperio Otomano antes de 1914 y con la Unión Soviética en la década de 1980, su debilidad se manifiesta por todas partes y quienes intentan divisar el futuro no creen que vaya a ser demasiado brillante.

Un nuevo ‘new deal’. Si estas cuatro hipótesis son correctas, al menos parcialmente, no se producirá una vuelta automática a la tendencia al crecimiento y a los niveles de empleo del pasado, y los simples estímulos pseudokeinesianos no surtirán efecto. Si a un coche se le rompe la transmisión, no sirve de mucho llenar el depósito de gasolina.

Antes bien, necesitamos una política integral de reformas institucionales dirigida a cambiar la estructura misma del sistema, es decir, un nuevo new deal. Ese programa estaría diseñado para gestionar las limitaciones impuestas por el medio ambiente y los recursos, al tiempo que se preserva la estabilidad social y se mejora la calidad de vida. Su objetivo sería hacer un uso más racional de los recursos, así como la relajación general de las tensiones internacionales y la resolución de los conflictos.

De manera más general, deberíamos replantearnos la idea profundamente arraigada de la competencia estratégica entre países individuales, según la cual cada uno procura tener la mayor economía, la más rica, o con el crecimiento más rápido. Las tareas que nos esperan requieren estabilidad social, seguridad, sostenibilidad y una buena calidad de vida. Se trata de exigencias existenciales, no de asuntos que se puedan añadir a un sistema competitivo y depredador. Para culminarlas con éxito hará falta tiempo, compromiso y paz (de hecho, esta es otra razón para que nos desarmemos todo lo posible, especialmente en lo que respecta a las armas nucleares).

Para poner en práctica un nuevo new deal hará falta una seguridad social más extendida y eficaz. No se puede conseguir que los grandes cambios funcionen si no se protege a los trabajadores descolgados. En particular, hay que defender con decisión que los Gobiernos de todas las economías nacionales, incluida la de Estados Unidos, garanticen el empleo a fin de acabar con el azote del paro. Esa garantía permitiría que los trabajadores desplazados por el sistema se moviesen por el sector privado sin sufrir los efectos debilitantes de la inactividad y, al mismo tiempo, aseguraría que toda una serie de necesidades sociales estarían cubiertas.

El capital financiero depredador no es sostenible; de hecho, es desestabilizador por naturaleza. Al igual que el new deal original, que arrancó con la Ley de Emergencia Bancaria de 1933, el primer paso tiene que ser una reforma financiera integral. Todas las demás reformas necesarias vendrán después.

Qué nos dice la desigualdad. Con esto llegamos al otro gran problema que repercute sobre nuestra capacidad de llevar a cabo con éxito una nueva “gran transformación”: la desigualdad económica. El pensamiento económico dominante sostiene que las causas del aumento de la desigualdad se tienen que buscar en el mercado laboral. Según este punto de vista, el fenómeno es reflejo de los cambios en la demanda y la oferta de mano de obra, motivados en el primer caso por el cambio tecnológico, que requiere unas aptitudes determinadas y, en el segundo, por la educación, la emigración y otras variables.

Para cuestionar este planteamiento hacen falta pruebas. Por fortuna, existen, y las he hecho públicas a través de mi trabajo en el Proyecto Desigualdad de la Universidad de Texas a lo largo de las dos últimas décadas. Mis alumnos y yo hemos desarrollado un conjunto denso y coherente de mediciones comparadas de la desigualdad que abarca el pasado medio siglo y más de 150 países. A la vista de los datos queda claro que la idea comúnmente aceptada de que las desigualdades son resultado de dinámicas idiosincrásicas de los mercados laborales de cada país es falsa. Antes bien, existen patrones comunes a diversos países y a lo largo del tiempo.

Estos patrones muestran que la desigualdad económica y las finanzas globales son las dos caras de la misma moneda. En consecuencia, gran parte de las obras actuales sobre microeconomía elaboradas dentro del paradigma dominante —y no solamente las que tratan de la desigualdad— están obsoletas desde un punto de vista conceptual. Al fin y al cabo, el objetivo central de la microeconomía neoclásica siempre ha sido explicar y racionalizar la distribución. Sin embargo, si para ello se toman como referencia los mercados laborales locales y las “tasas de retorno”, se ocultan las verdaderas fuerzas dominantes que afectan a la distribución de los ingresos y a la tasa de beneficio. Las pruebas por sí mismas pueden decirnos cuáles son realmente esas fuerzas.

Los datos muestran que la desigualdad económica ha aumentado en todo el mundo en oleadas. La primera se produjo alrededor de 1980 con la crisis de la deuda de los países en desarrollo. Esta ola inicial se extendió al bloque soviético provocando su hundimiento a finales de la década de 1980 y fue seguida por la liberalización de un buen número de economías asiáticas en la década de 1990 que culminó con la crisis financiera en ese continente.

En 2000, la desigualdad alcanzó su máximo tanto en Estados Unidos como en otros países, tras lo cual la situación de la economía mundial se estabilizó más o menos durante 10 o 15 años. En algunos casos, como en Latinoamérica después de 2000, la desigualdad descendió debido a la buena salud de los mercados de exportación y a los éxitos de los Gobiernos socialdemócratas de la zona. También se redujo en China a medida que la prosperidad se extendía por todo el país desde los centros de modernización iniciales, mientras que en Rusia la economía se recuperaba de los desastres de la década de 1990. Si bien en todos esos lugares la desigualdad sigue siendo mucho mayor que en el pasado, las fuerzas que la hacían crecer dejaron de actuar temporalmente.

Estos patrones de máxima desigualdad muestran que las políticas y las prácticas de las grandes finanzas han sido las responsables de las condiciones macroeconómicas en el mundo, pero también que se pueden controlar. Las finanzas no son la única fuerza que actúa sobre los resultados económicos, pero si se elimina de las medidas la tendencia común —cuya pista conduce a las finanzas—, ya no se observa un aumento generalizado de la desigualdad en países de todo el mundo. La prueba es contundente. Lo que hemos presenciado han sido las consecuencias de unas condiciones que la globalización financiera hizo posibles.

Para ver cómo funciona el proceso en la práctica, pensemos en el caso de una economía pequeña, abierta y “liberalizada” cuya moneda sufre sobrevaloraciones periódicas. En los momentos de estrés financiero, el capital se fuga y la moneda se hunde. La desigualdad dentro del país aumenta espectacularmente de la noche a la mañana porque los ingresos del exterior en moneda extranjera aumentan en relación con los generados dentro del país en la moneda local. La única manera de conseguir que el sistema sea estable y sostenible es controlar los mecanismos responsables de estos repuntes de la desigualdad. Esto, a su vez, solo se puede lograr con unas políticas y unas instituciones capaces de regular con eficacia las finanzas mundiales.

La palabra clave aquí es “eficacia”. Controlar las finanzas mundiales es toda una proeza, pero resulta imprescindible si Occidente quiere desempeñar un papel a la hora de fijar el futuro rumbo de la economía mundial. De lo contrario, China estará encantada de ocuparse de ello. Los partidarios de las finanzas globales lo saben, lo cual podría explicar el aumento de las tensiones entre el país asiático y Estados Unidos.

En resumen, como sostiene también mi amiga Kari Polany Levitt (hija del historiador de la economía Karl Polany), hoy en día la fuerza impulsora detrás de la desigualdad es la “gran financiarización” de la economía mundial a lo largo de los últimos 40 años. Los efectos de esta tendencia han variado dependiendo de la capacidad de las instituciones nacionales para oponerse a ella. Los países de más tamaño o más ricos se pueden aislar de las consecuencias de las finanzas mundiales mejor que los pequeños o más pobres. En todo caso, un mundo estable exigirá un nuevo sistema capaz de proteger a los débiles de los fuertes.

Últimas oportunidades. El actual nivel de desigualdad es síntoma de una enfermedad económica que amenaza la perduración de una existencia humana organizada, pacífica y próspera. Las desigualdades provocadas por los momentos de prosperidad financiera disparada y la concentración de ingresos en sectores especulativos (burbujas) son insostenibles por naturaleza. Si nos preocupa la sostenibilidad medioambiental, también tenemos que preocuparnos por la sostenibilidad en el terreno de la economía, ya que la inestabilidad obstaculiza la acción eficaz ante los desafíos mundiales, incluidos el cambio climático y la amenaza nuclear.

Si no hacemos nada, nos habremos atado de manos. Cualquier planteamiento tolerante con la desigualdad extrema y carente de utilidad pública es una fórmula que garantiza disturbios sociales, conflictos internacionales y pérdida de libertades ya en peligro en todas partes.

Karl Polanyi es famoso por su análisis de los fundamentos institucionales de lo que él llamó La gran transformación [Virus Editorial, 2016] del feudalismo al capitalismo. Tenemos que proponernos alcanzar un conocimiento igual de profundo y, al mismo tiempo, llegar más lejos. Hacer realidad el cambio institucional que necesitamos exigirá mucho más pensamiento creativo y mucho menos dogmatismo, sobre todo en la economía. Es lo que se nos exige ahora y lo que se les exigirá a las futuras generaciones".



El profesor James K. Galbraith



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sábado, 25 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Simplismo de café





"Atrapada en la cafetería del tren, -comenta la escritora Clara Sanchis Mira en el A vuelapluma de hoy- remuevo un café en su vasito de plástico. Pido uno más grande para añadir agua, lo prefiero largo. No hay, dice la camarera sin levantar la vista del trapo. Pero yo veo vasos grandes en la repisa. Uno de esos está bien. Esos no son para café, dice. Con una sonrisa digo que no me importa. No da señales de haberme oído. Perdone, ¿me da uno de esos? No, no son para café. Ya, pero es que quisiera añadir un poco de agua y en este vasito no cabe. Silencio, dale que te pego con el trapo. Cuento que el café concentrado no me sienta bien, con cara de enferma. La camarera apenas levanta los ojos, sin duda atraviesa un mal momento. El que le he dado es el vaso para café. Lo sé, gracias. Y esos otros son para el ColaCao. Ahá. Ella vuelve al trapo y yo a la carga. Sonrío. No me importa que sean para el ColaCao, de verdad, no es problema, ¿me da uno? No. La camarera está atravesando un momento personal terrible. Tengo una idea, cóbreme el vaso de ColaCao. No puedo hacer eso, dice. ¿Por qué? Usted ha pedido café. Ya. Me da la espalda. Mire, no entiendo qué más le da lo que yo introduzca en el vaso, una vez sea de mi propiedad. Silencio. Ya está, digo, pago el café y el ColaCao, los contenidos y los continentes. Oigo un suspiro. En serio, cobre las dos cosas, pero deme ese vaso grande. Ese vaso no es para café.

Me estoy empezando a hundir en la miseria cuando otro usuario atrapado en la cafetería me socorre. No me puedo creer todo esto, ¿quiere hacer el favor de darle el vaso grande? La camarera ni le ve. El señor está más dolido que yo: es que no lo entiendo, es que qué más le da, es que así va el mundo, ¿no ha oído que además le sienta mal el café concentrado? Pero la camarera atraviesa quizás el peor momento de su ­vida y es una estatua de sal. O un robot de camuflaje. El señor y yo vamos en busca del supervisor porque así va el mundo. Ese vaso es de ColaCao, dice el supervisor, no de café. Para escapar de la tristeza ponemos una reclamación.

Mientras los días pasan, y espero la respuesta de Renfe, un analista explica en la radio por qué ganó el Brexit. La propa­ganda funcionó porque era de una sim­pleza absoluta. Igual que los relatos de Trump, Erdogan o Bolsonaro. Cuanto más compleja es la situación mundial, más éxito tiene el simplismo. Las ideas más fáciles de encajar, como juegos de piezas para bebés, arrasan. Cada bebida en su recipiente y florituras las justas, que yo con mi caos ya tengo bastante. Los matices nos revientan la cabeza".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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domingo, 29 de diciembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Don Quijote en la zona crítica





La crisis climática, -escribe el historiador alemán Philipp Bloom en el Especial dominical de hoy- obliga a la humanidad a afrontar su propia soberbia y aunque puede estar ante una amenaza existencial, también puede que sea el comienzo de una nueva etapa en su evolución. 

"Qué nos puede enseñar hoy Don Quijote? -comienza escribiendo Bloom-. A primera vista, no mucho. Ahora bien, recordemos que, en la gran novela de Cervantes, el valiente caballero ataca a un grupo de hombres que parecen haber secuestrado a una dama. Por supuesto, su ataque acaba mal, porque su objetivo no era una banda de ladrones sino una procesión religiosa con una estatua de la Virgen María, que están paseando mientras rezan para que llueva.

Don Quijote, publicada en 1605, no solo es una obra esencial de la literatura sino también una fuente histórica. En esos años, las procesiones para pedir la lluvia eran frecuentes en España, mientras que en otras partes de Europa la gente rezaba para que hiciera sol, para que acabaran los inviernos aparentemente interminables, para que se salvara la cosecha.

La llamada Pequeña Edad de Hielo que cubrió el mundo de finales del siglo XVI a finales del siglo XVII provocó una caída de las temperaturas medias de unos dos grados Celsius. Los cambios fueron drásticos y de calado. Los largos inviernos y los veranos cortos, fríos y lluviosos en el norte de Europa, y las heladas extemporáneas y las sequías en el sur trastocaron sociedades enteras, y la consiguiente crisis agraria causó hambre, hambrunas y rebeliones.

Al principio, las reacciones a este “motín de la naturaleza” fueron totalmente medievales, y Cervantes las describe bien. Las procesiones religiosas, los flagelantes, los servicios religiosos especiales y la oleada de quemas de brujas y juicios de la Inquisición prueban que el cambio climático se consideraba un problema moral, un castigo divino por los pecados humanos. Pero toda esa sangre no logró restablecer el equilibrio de la naturaleza.

Poco a poco, a base de prueba y error, surgieron otras reacciones. Los botánicos investigaron cómo mejorar los cultivos e introdujeron otros nuevos como las patatas y el maíz, y la agricultura empezó a practicarse a mayor escala y dejó de ser solo de subsistencia para tener fines comerciales. La transformación de las condiciones naturales provocó otros cambios: el comercio de cereales se convirtió en una red auténticamente europea, lo que derivó en la creación de ciudades-mercado y comerciantes con más poder, al tiempo que las noticias, las investigaciones y las ideas se difundían cada vez más gracias a unos métodos de impresión y papeles más baratos y, poco a poco, surgía una esfera pública.

Las personas que impulsaron estos cambios eran profesionales urbanos educados, cuyas vidas reflejaban las nuevas circunstancias. Nació un nuevo género pictórico: el paisaje invernal. Pero el cambio más radical fue que los burgueses, recién asentados, trataron de arrebatar el poder a la Iglesia y a la nobleza y formularon su propia ideología basada en la igualdad y los derechos humanos: la Ilustración. Cuando la Pequeña Edad de Hielo llegó a su fin (probablemente, por algún cambio en la actividad solar), las sociedades europeas se habían transformado por completo. Un continente feudal, tardomedieval, empezaba a ser moderno.

La lección que Don Quijote puede enseñarnos hoy es inesperada. Cervantes construyó un personaje que estaba desfasado respecto a su propia época, incapaz de comprender la nueva realidad que lo rodeaba, incluido el cambio climático del siglo XVII. Y eso nos lleva a una conclusión de vértigo sobre la crisis climática actual. Lo que está en juego no es solo que cambie el clima, sino la transformación integral de las sociedades humanas, sus modos de vida, sus economías e incluso sus ideas.

Desde mediados del siglo XX, el CO2 acumulado durante millones de años ha estado saliendo a tal ritmo a la atmósfera que su composición actual se parece a la de hace tres millones de años, cuando las temperaturas estaban ocho grados por encima de las de hoy y los niveles marinos eran 20 metros más altos.

La emisión de CO2 ya ha transformado, además de las temperaturas medias, sistemas climáticos enteros, los casquetes de hielo polar, las corrientes oceánicas, las temperaturas y los niveles de oxígeno, así como las corrientes en chorro a gran altura que determinan el clima. La rápida deforestación de los bosques tropicales —a un ritmo de 30 campos de fútbol por minuto— y los efectos de la agricultura industrializada están intensificando la degradación. En otras palabras: el progreso tecnológico de la humanidad ha alcanzado un nivel que lo ha convertido en una amenaza existencial, no solo para los insectos y los osos polares, sino para los propios seres humanos.

La ecuación ha cambiado radicalmente. Los seres humanos de épocas anteriores se beneficiaron de la soberbia de considerarse al margen y por encima de la naturaleza, precisamente porque no tenían la capacidad tecnológica de poner en peligro su propia existencia en todo el mundo.

Todo esto es sabido, y ahora es importante ir más allá. En la Pequeña Edad de Hielo fue posible adaptar las sociedades humanas a las nuevas condiciones climáticas, pero a base de crear unas sociedades totalmente nuevas e incluso nuevas formas de pensar. No parece que las sociedades actuales vayan a poder adaptarse sin transformarse por completo también.

Una drástica reducción de las emisiones de CO2 y la contaminación significará el fin del crecimiento económico permanente basado en la explotación y el consumo excesivo. Las tecnologías inteligentes y la producción de energía sostenible podrán compensar en parte las carencias, pero no podemos esperar a encontrar una solución tecnológica perfecta, sino que hay que hacer cambios ya.

Igual que en la Pequeña Edad de Hielo, esta transformación económica creará profundos cambios sociales, políticos y culturales. La crisis climática actual demuestra de forma inequívoca que los seres humanos y sus sociedades no están al margen ni por encima de la naturaleza, sino que están dentro y dependen de ella. La distinción entre naturaleza y cultura no tiene validez. La cultura humana es una adaptación evolutiva tan lograda que nos ha permitido olvidar que el Homo sapiens forma parte de la naturaleza. La crisis climática obliga a la humanidad a afrontar su propia soberbia.

Empiezan ya a vislumbrarse los primeros perfiles de una civilización adaptada al cambio climático. La naturaleza obliga a la humanidad a reconsiderar su posición de “corona de la creación” con licencia para explotar impunemente los recursos. La alternativa es, como ha sugerido el filósofo francés Bruno Latour, pensar que la humanidad no vive “sobre la tierra”, sino dentro de la zona crítica entre la roca muerta bajo nuestros pies y el vacío infinito del espacio. Esta zona crítica, que abarca la atmósfera y la biosfera habitables, está compuesta de innumerables agentes, desde los gases, los insectos y los microbios, hasta las corrientes marinas, los sistemas climáticos y los seres humanos.

Como ocurrió en la Pequeña Edad de Hielo, este sería un cambio cultural profundo. La humanidad, si se viera como parte de un móvil inmenso con un sinnúmero de piezas, todas conectadas entre sí, se comportaría de otra forma dentro de la naturaleza, y acabaría desarrollando otras ideas económicas, sociales y éticas. Puede que estemos ante una amenaza existencial, pero también puede que sea el comienzo de una nueva etapa en la evolución de la humanidad".


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




Cumbre del Clima, Madrid. Diciembre, 2019



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viernes, 13 de diciembre de 2019

[HISTORIA] El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la Historia




Dibujo de Tomás Ondarra para El País


"¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?", afirma Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute, y pienso que tiene bastante de razón en lo dice.

"Al final de la Guerra Fría, -comienza escribiendo Stiglitz- el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado The End of History? (¿El fin de la historia?), donde sostenía que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos 40 años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, explicó con mucha claridad, y como yo mismo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos se decía a los ciudadanos: “No es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que, pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia".



La diosa Clío, musa de la historia


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