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domingo, 10 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Razonar con el independentismo?





Hay cosas que empeoran cuando se pretende dialogar sobre ellas, dice el profesor y filósofo Fernando Savater refiriéndose a la posibilidad de llegar a algún tipo de entendimiento con los nacionalistas catalanes, y en menor medida, con los vascos. Y en el mismo número de El País, otro profesor, Juan José Solozábal, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Madrid, defiende que aunque resulte difícil, los constitucionalistas deben intentar explicar sus razones a los independentistas, tratando de disuadirles de la consecución de sus objetivos por una vía que resulta tremendamente equivocada por sus efectos devastadores para todos. Lamentablemente, y por desgracia, pienso que ambos ilustres profesores tienen razón: que estamos obligados a intentarlo aunque sospecho que el intento no llevará a ningún lado.

Hace años, comienza diciendo Savater, solía asistir a reuniones de periodistas de verdad, no aficionados como yo, que debatían algún asunto problemático de la actualidad para ver cómo enfocarlo editorialmente de manera constructiva. Se le daban muchas e inteligentes vueltas a la cuestión, a veces hasta llegar a lo que parecía un callejón sin salida. Entonces mi añorado amigo Javier Pradera carraspeaba: “Bueno, a ver qué se nos ocurre, pero nada de decir que debe buscarse una solución imaginativa”. Y es que recurrir a esa fórmula ya raída o a otra parecida encubre la falta de ideas presentándola como una respuesta concluyente... que corre a cargo de otros. Uno salva su alma enunciando lo que se necesita y culpabiliza al prójimo por no proporcionarlo tal como se le indica. Algo parecido ocurre cuando frente a un conflicto de intereses de largo recorrido y que ya ha alcanzado un punto de encono grave, incluso en ocasiones trágico, un alma inspirada afirma como quien ha descubierto la piedra filosofal que hace falta diálogo. O más diálogo, porque diálogo siempre hay, por él empiezan precisamente las desavenencias. Lo que el diálogo puede resolver nunca llegará a mayores, pero hay cosas que empeoran cuando se pretende dialogar sobre ellas sin tomar en cuenta si se dan las condiciones, que son de tres clases: a) de tema; b) de respeto mutuo a cierto marco común que no se pone en cuestión; c) de cualificación de los interlocutores. Los que a pesar de todo siguen repitiendo el mantra del diálogo como si fuese un conjuro, bloquean las soluciones por miedo o pereza a afrontarlas. A los predicadores de las “soluciones imaginativas” y del “diálogo manque pierda” los padecemos, incansables, en el País Vasco y en Cataluña. Será culpa del clima..., concluye diciendo Savater.

La secesión no puede presentarse como derecho desde una situación de autogobierno y disposición de amplias facultades políticas. Cataluña en el marco constitucional del Estado autonómico no se encuentra silenciada y preterida, dice a su vez el profesor Juan José Solozábal. 

Aunque resulte difícil, los constitucionalistas debemos intentar explicar nuestras razones a los independentistas, tratando de disuadirles de la consecución de sus objetivos por una vía que resulta tremendamente equivocada por sus efectos devastadores para todos. Para los constitucionalistas es vital intentar convencer mediante argumentos, porque hoy la unidad del Estado solo se puede mantener por la opinión. Como dijo el presidente estadounidense Buchanan en 1860, en relación con la secesión, en último término, el Gobierno solo dispone de las armas de la palabra para impedirla, pues “la Unión reposa en la opinión pública y si le falta la aceptación del pueblo, ha de perecer”.

El problema es que el nacionalismo independentista, como todo nacionalismo extremo, está poseído en buena medida por dos actitudes que lo hacen irreductible al diálogo. Ante todo, el nacionalismo, en este caso, es propenso a la utilización de planteamientos míticos o claramente ideológicos, como ocurre con la autodeterminación, que es una referencia mental simple y adecuada para la movilización y el enganche masivos. Dicho en corto y por derecho, los problemas de la comunidad se deben a la dependencia de un Estado ajeno que no nos permite ser como queremos. La solución es utilizar la autodeterminación como la puerta a la independencia en la que solos alcanzaremos nuestra propia felicidad política. Además, el nacionalismo propende al ensimismamiento, como modo político del narcisismo: somos diferentes y más que los demás. Así es fácil que el nacionalismo, desafortunadamente, deje de parecerse al patriotismo, “un noble sentimiento de lealtad a un sitio y a un modo de vivir”, y se convierta en una pasión obnubilante, de modo, decía Orwell, que “el nacionalista frecuentemente deja de estar interesado por lo que ocurre en el mundo real”.

Aunque el independentismo no estará dispuesto a considerar nuestros argumentos, el esfuerzo por hacernos comprender no deja de estar justificado, solo que ahora referido a los apoyos sociales que pueda tener la secesión. A este sector de la sociedad catalana se dirigen nuestras palabras. Les diríamos, en primer lugar, que la secesión no puede presentarse como derecho, esto es, como pretensión inoponible, justificada moralmente, desde una situación de autogobierno y disposición de amplias facultades políticas. Cataluña en el marco constitucional del Estado autonómico no se encuentra silenciada y preterida, que es cuando Hirschman cree, como ocurre en una relación personal, es preferible irse, que quedarse. Por el contrario, Cataluña puede adoptar las decisiones fundamentales que le permitan establecer una política propia en ámbitos relevantes de su vida económica, cultural, etcétera.

Los mismos independentistas no pueden dejar de asumir la profundidad de la autonomía, cuando, con ocasión de los recientes atentados terroristas, admiten que han podido responder con la eficacia propia de un Estado. Esto no es un indicador de la deficiencia de nuestra organización política, sino, al contrario, la prueba de la profundidad de la descentralización que la misma consiente. La comunidad autónoma no es un contra Estado en potencia, sino ella misma Estado, en este caso el Estado en Cataluña. Solo las orejeras del secesionismo impiden asumir con toda normalidad los supuestos en los que la administración policial, como el ejercicio de cualquier competencia autonómica, se basan. La autonomía no es la preparación para la independencia, sino la realización del despliegue de la personalidad de los pueblos de España —llámenles naciones si quieren— que la Constitución asegura.

Ocurre, en segundo lugar, que el proceso secesionista catalán ha puesto en jaque el orden constitucional, que, por primera vez en nuestra agitada historia política, hemos asentado de manera estable y normalizada desde el momento constituyente de 1978. Es absolutamente impresentable que el independentismo catalán esté dispuesto a enfrentarse a la democracia constitucional, sustituyendo a los enemigos tradicionales de la misma, como fueron las asonadas militares, después el golpismo de este tipo en 1936, o los más cerriles defensores de los intereses de las oligarquías y los dinamiteros del orden social. Esto se lleva a cabo increíblemente desde las propias instituciones de autogobierno que persisten en una actitud de desbordamiento y desobediencia del ordenamiento jurídico. Parece mentira que haya que recordar lo obvio: en un orden constitucional abierto que, de acuerdo con el procedimiento previsto, permite la inclusión de cualquier contenido en la Constitución, incluso la posibilidad de la separación territorial, no está justificada el desafío a la norma fundamental, quebrantándola o propugnando la pérdida de su vigencia espacial o temporal. Naturalmente que el Estado de derecho exige la observancia de la suprema norma y el respeto a las decisiones que, sobre su significado, permitiendo las actuaciones de las autoridades o anulándolas, adopte el garante jurisdiccional de la Constitución, esto es el Tribunal Constitucional.

Cuando las autoridades se sitúan al margen del derecho, a través de actuaciones, de otro lado, dada su trapacería, inconsistentes con el decoro institucional, al faltarles la mínima regularidad, como es la publicidad o la observancia de los procedimientos normales reglamentarios, tal como ha ocurrido en la tramitación de las leyes de la transitoriedad o el referéndum, están segando la yerba bajo sus propios pies, y privándose de argumentos para exigir el cumplimiento de sus propios mandatos. Pocas garantías de Estado se ofrecen desde unos comportamientos que quiebran el consenso, la seguridad y la pretensión razonable de justicia entre los ciudadanos.

Hay finalmente que utilizar un último argumento, contra el procés, más allá de la denuncia de la liquidación que del orden estatutario y constitucional se está haciendo, insoportables para quienes creemos en el Estado de derecho. ¿Cómo suscribir el egoísmo y la injusticia histórica que el secesionismo implica? El proceso separatista no va contra Madrid, sino contra los españoles, cuyo destino político se quiere abandonar, y a los que se hace un inmenso daño poniendo en cuestión la adecuación del marco político que asume unas funciones de protección común, por ejemplo frente al terrorismo, y de redistribución, absolutamente capitales en el Estado social de nuestro tiempo. ¿Es así como se compensa el proceso histórico desfavorable para los pueblos, que, a su propia costa, han permitido el desarrollo económico preferente de determinadas partes de España, comenzando naturalmente por Cataluña?

¿Cómo se explica que desde la izquierda pueda apoyarse la insolidaridad que el independentismo supone? La solidaridad se opone a la fragmentación política, una vez que el reconocimiento del pluralismo está asegurado. La autodeterminación, concluía Solé Tura, es una añagaza nacionalista, y centrar el debate político en ese terreno, desde una posición de izquierdas, es una equivocación táctica imperdonable, termina diciendo Juan José Solozábal.
Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



Harendt






Entrada núm. 3815
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lunes, 22 de mayo de 2017

[Especial] Cataluña, España: La democracia no funciona así



La cúpula del independentismo catalán


Con o sin referéndum la Generalitat tiene ya preparado el mecanismo para activar la secesión inmediata de Cataluña del resto de España si el Gobierno central impide que se celebre la consulta para la independencia, prevista para finales de septiembre o principios de octubre. El País ha tenido acceso al borrador secreto de la Ley de Transitoriedad Jurídica, la conocida como ley de ruptura. Se trata de un documento que aspira a funcionar como constitución provisional catalana durante el plazo de dos meses que, según recoge el mismo texto, tendría el Parlament para poner en marcha un proceso constituyente que desembocara en la "república parlamentaria" de Cataluña. "Si el Estado español impidiera de manera efectiva la celebración del referéndum, esta ley entrará en vigor de manera completa e inmediata cuando el Parlamento constate este impedimento", afirma la disposición final del borrador.

En el mismo número del diario citado, de hoy lunes, 22 de mayo, el que fuera portavoz de Convèrgencia i Unió en el Congreso de los Diputados durante varias legislaturas, Josep Antoni Duran i Lleida, escribeEsto va de democracia. El independentismo practica una continua perversión de conceptos y principios. Confunde legalidad con legitimidad y, si bien existen marcos legales diversos, el catalán debe ajustarse al español, y éste al europeo. 

El título de este artículo, añade Duran y Lleida, y los lemas que del mismo se derivan los tomo prestados del documento que la plataforma Puertas Abiertas al Catalanismo presentó recientemente en el Colegio de Abogados de Barcelona. No pretendo plagiar sus ideas o propuestas. Si éste fuera mi interés, me imagino capaz de hacerlo con más disimulo. No, no es ésta mi intención. Sencillamente, sin complejo alguno y con descaro, pretendo asumir la letra y el espíritu de su proclama.

Me parece importante remarcar que, sigue diciendo, si bien el mencionado acto se convocó con el reclamo “Esto va de democracia”, el manifiesto presentado viene prologado por un enunciado tan diáfano como sugerente: “Contra la ley, no; solo con la ley, tampoco”. A esta máxima le sigue una frase que sintetiza la esencia del escrito presentado en sociedad: “No degrademos nuestras instituciones ni saltándonos el Estado de derecho ni bloqueando los cambios que son necesarios y posibles”.

El manifiesto, continúa Duran y Lleida, tiene una doble intencionalidad: proclamar alto y claro que “ley y democracia no pueden ser presentados como términos contradictorios” y que “la veneración a la ley y su petrificación” no beneficia al bien común. Para hacer cumplir la ley está la Justicia; para adaptarla a los cambios sociales contamos con el Parlamento, y para la resolución de conflictos, como es el caso de la “cuestión catalana”, necesitamos la política. Y cuando ésta falta, como sucede ahora, el desequilibrio resultante esteriliza las posibles soluciones al conflicto.

En cuanto al respeto a la ley, afirma tajante, el independentismo practica una continua perversión de conceptos y principios. Se confunde legalidad con legitimidad y se presenta la democracia como valor superior a la ley. Pues bien, no hay democracia sin respeto a la ley. Es más, lo que no es legal no es democrático. Puede haber Estados de derecho sin democracia, pero nunca democracias sin Estado de derecho. La arquitectura legal de nuestra democracia está diseñada en la Constitución. No existen legalidades en plural, y distintas, como pregona el independentismo para amparar sus acciones en una supuesta legalidad catalana. Existen marcos legales diversos, pero el catalán debe ajustarse al español, y éste, al europeo.

¿Es mucho pedir, de quienes quieren construir un nuevo Estado, que dejen de enmarañar y muestren respeto por la ley?, se pregunta. ¿No se dan cuenta de que la cultura de la desobediencia cupera —lógica y coherente en sus compañeros de navegación hacia Ítaca— es lo más corrosivo para cualquier Estado, nuevo o viejo, hecho o por hacer? ¿No son conscientes de que con ello pulverizan la legitimidad de sus propuestas ante la sociedad española y ante la comunidad internacional? Y todo por una razón muy clara: ¡No hay legitimidad sin legalidad!

¿No se percatan de que incluso cuando evocan el axioma de la Transición “de la ley a la ley”, añade, olvidan que lo que se quería entonces evitar era cualquier indicio de ruptura institucional? ¿No recuerdan que la reforma de la ley franquista se hizo desde las mismas Cortes franquistas? Justo lo contrario de lo que ahora se pretende: ruptura y urdir ésta desde el Parlament de Catalunya y no desde las Cortes Generales.

El presidente Carles Puigdemont dicta hoy una conferencia en el Ayuntamiento de Madrid, comenta seguidamente. No comparto las críticas a la alcaldesa Manuela Carmena. Permitir que alguien se exprese libremente forma parte de uno de los derechos básicos de nuestro Estado de derecho. Otra cosa sería coadyuvar a materializar objetivos que pudieran transgredir la legalidad. Sin embargo, sí creo criticable dicha conferencia por otras razones. Como de lo que hablamos es de democracia, ésta va mas allá del respeto al principio de legalidad. La democracia exige asimismo un respeto a sus propias formas. Y este respeto también escasea en el llamado “proceso”.

No es de recibo, señala, que para presentar el balance de su primer año de gobierno, el president Puigdemont sustituyera el Parlament de Catalunya por el patio de butacas del Teatro Romea de Barcelona. Allí anunció a los invitados que “empezaba una nueva era” y que todo estaba ya preparado para la constitución de la República catalana: la Ley de Transitoriedad Jurídica y las estructuras de Estado. Eso sí, sin entrar en detalles. Como la “astucia” exige no dar pistas a España, el Parlamento catalán no cuenta, y si sus señorías quieren saber algo de los planes del Gobierno —aunque sea poco—, que acudan de figurantes al teatro. El secretismo se impone a la transparencia. Y si para ello hay que reformar el Reglamento a golpe de mayoría, aunque ésta roce el larguero, se reforma y punto. ¿Democracia de baja intensidad? No. ¡Falta de democracia!

Hoy parece que conoceremos por boca de Puigdemont sus planes sobre el referéndum, dice. Otra vez, los miembros del Parlament conocerán sus intenciones a través de los medios de comunicación. Se dialoga y se acuerda con la ANC y con Òmnium Cultural, pero no con la oposición. Un desprecio y una falta de respeto a la democracia parlamentaria. Aunque a veces pienso que para hacer comedia, mejor el teatro que el Parlament. En fin, nada debe sorprendernos de quienes están dispuestos a declarar unilateralmente la independencia con 72 escaños, cuando para aprobar una ley electoral se necesitan 90. Aunque es probable que lo que hoy se pretenda es ganar tiempo. ¡Qué fatalidad la de jugar con los tiempos en un tema de tanta trascendencia y que divide a la sociedad! A unos les sobra y dejan que pase, y a otros les falta y procuran ganarlo.

Pero solo con la ley, afirma, no se resuelve el principal problema político que hoy tiene España. Ni el camino de la judicialización, ni el quietismo ofrecen esperanza alguna. Solo la propuesta política, el diálogo, la transacción y el pacto abren las puertas de la confianza. Alguien tiene que ser el primero en dejar de lado la negligencia. Y en este caso es el Gobierno de España el que tiene que dar el primer paso. Sencillamente, porque es el más fuerte de los contendientes.

“Contra la ley, no; solo con la ley, tampoco”. Las instituciones se degradan tanto vulnerando el Estado de derecho como impidiendo los cambios necesarios y posibles. Las instituciones políticas, y de éstas estamos hablando, también se degradan cuando se deja de hacer política. Y desgraciadamente es lo que está pasando. Aquí y allá, concluye diciendo Duran y Lleida. 

¡Toc, toc!... ¿Cataluña?, ¿España?: ¿Hay alguien ahí?... ¿Entre la locura de unos y la impasibilidad de otros, no hay nadie con cordura suficiente para encontrar un punto medio que satisfaga a la mayoría?..., me pregunto desde mi ingenuidad...








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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