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domingo, 3 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Nosotros somos los patriotas



Dibujo de Enrique Flores


Cataluña es mestiza y reivindicamos también la España mestiza; estamos hartos de exaltaciones como las de la plaza de Colón. No queremos más redentores ni destructores de la patria o “salteadores de la nación”, escribe el profesor español Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

Los que no acudimos a la concentración de Colón queremos manifestarnos. Hablo en mi nombre, pero creo que comparto la opinión de cientos de miles de catalanes, y de otros muchos españoles, que no nos sentimos identificados ni con la deriva soberanista ni con el nacionalismo de golpes en el pecho que vimos el domingo en Madrid. Se nos acusa de permanecer silenciosos, pero nos sentimos silenciados. Si vives en Sevilla, Burgos o la Huesca de mi infancia, sacar la rojigualda al balcón no tiene costes. Si eres un empresario de Vic, un funcionario de Barcelona o un empleado de Tarragona, te juegas el negocio, las posibilidades de promoción o la estima de tus colegas y amigos. Unas perspectivas de vida amenazadas por la posibilidad, pequeña y lejana en el tiempo, de secesión de Cataluña, y por la probabilidad, grande y cercana, de conflicto social en esta hermosa tierra.

Nuestra voz no está representada por ningún partido político. Y está manipulada por casi todos. No, no somos equidistantes entre los dos nacionalismos. Somos españoles, porque lo dicen el DNI y todos los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales, habidos y por haber. Y nos sentimos españoles, porque compartimos lazos afectivos y de sangre con el resto de españoles. Y no es porque los apellidos más frecuentes en Cataluña sean todos de origen español —a diferencia de lo que ocurre en Noruega, cuya independencia de Suecia es un ejemplo para los independentistas catalanes, y donde los apellidos eran y son… noruegos—, sino porque compartimos la misma cotidianidad y maneras de vivir. Nos compungimos con las mismas tragedias, como el accidente de Utrera, y nos elevamos con las mismas heroicidades, como tener el sistema de donación de órganos más alabado del mundo. O el gol de Iniesta, que culés y periquitos celebramos con idéntica pasión.

También en Cataluña vemos Dónde estabas..., el programa de La Sexta. No vemos Où étiez-vous... en la televisión francesa o Where were you... en la inglesa. Nuestro marco de referencia es España. Cada jueves noche, españoles de dentro y fuera de Cataluña compartimos la melancolía de los veranos en los que bailábamos las mismas canciones, el orgullo de los avances en el reconocimiento de las minorías sexuales o la vergüenza por el tratamiento mediático del crimen de Alcàsser. Y recordamos, con estupefacción, cómo, desde la llegada de la democracia, hemos pasado de la retaguardia a la vanguardia del mundo avanzado en casi cualquier indicador de calidad de vida.

Pero también nos sentimos catalanes. De una Cataluña que es parte de España. Una parte mestiza, no pura. Los catalanes queremos que niños y niñas aprendan catalán, la historia de España y la propia de Cataluña, que conozcan las canciones de Serrat, pero también las de Llach. Muchos vivimos en Barcelona, una de las urbes más cosmopolitas, y uno de los destinos turísticos más deseados, del planeta. Pero disfrutamos también de la Cataluña rural, ascendemos sus montañas mágicas y honramos sus tradiciones, de los castellers al derecho matrimonial catalán, nos casemos en Montserrat o en un juzgado de El Prat. Cataluña es mestiza. Y, defendiendo ese mestizaje, reivindicamos también la España mestiza.

No somos equidistantes. Somos patriotas. Y ser patriota no es una aséptica adhesión a la Constitución, sino una emoción. Pero una emoción que busca la unión, no la confrontación. Y, en estos momentos, en el debate público español tenemos demasiados salvadores de la patria y pocos patriotas. Si algo aprendimos en el siglo XX es que los salvadores de la patria son quienes destruyen las patrias. No queremos más redentores ni tampoco destructores de la patria o “salteadores de la nación”, como llamó Alfonso Guerra a los independentistas. Estamos empachados de ambos.

Estamos hartos de que los independentistas hayan utilizado el procés para poner bajo la alfombra los problemas reales de los catalanes, de una sanidad pública que exige reformas inaplazables a una política de movilidad urbana que, de momento, ha dejado la ciudad organizadora del Mobile World Congress sin Uber ni Cabify. Un ejemplo palmario de negligencia es la escasa discusión sobre el modelo educativo, más allá, claro está, de los aspavientos de unos y otros sobre el “adoctrinamiento” o la “nostra llengua”.

En estos momentos se está produciendo un debate académico interesante sobre los efectos de la inmersión lingüística sobre lo que de verdad importa a los padres y madres catalanas: ¿cuánto aprenden sus hijos? Y lo que debería importar a políticos y analistas: ¿tenemos un sistema educativo que garantiza la igualdad de oportunidades de todos los niños, o beneficia a quienes tienen más recursos o hablan un determinado idioma en casa? Empieza a haber estudios empíricos, unos mostrando los efectos negativos, y otros los positivos, de la inmersión lingüística. Son estos datos, y la necesidad de elaborar más, y más rigurosos, estudios, lo que debería hacer pivotar la discusión política.

Y estamos hartos de exaltaciones nacionalistas como las de la plaza de Colón. Quienes, en Girona, Barcelona, Lleida o Tarragona, padecemos el desgobierno en Cataluña, quienes somos acusados de traidores y botiflers, quienes vivimos en una burbuja donde tienes que vigilar tus palabras en cada conversación, trivial o profesional, quienes sufrimos en nuestras carnes lo que otros observan desde fuera con la comodidad de los espectadores de un evento deportivo (y la irresponsabilidad de los hooligans), sabemos que manifestaciones como la del domingo, que inevitablemente desatan las pasiones más rancias, son el mejor combustible para el independentismo.

La evidencia está ahí. Cuando el PP recogía firmas contra el Estatut hubo desaprensivos que, a preguntas de periodistas, contestaban algo del tipo “estoy aquí para firmar contra los catalanes”. Y estas expresiones fueron, y siguen siendo, instrumentalizadas por los independentistas: “¿Veis? No nos quieren en España. Tenemos que irnos”. La base del argumentario independentista reposa, en el fondo, sobre la premisa de que los españoles son catalanófobos.

La intención de quienes convocaron la manifestación, y de muchos de los que, con buen espíritu, acudieron a la llamada, no era desatar la catalanofobia. Pero en política no cuentan las intenciones, sino los resultados, que serán los mismos que los de la infausta recogida de firmas contra el Estatut: azuzar el fuego independentista.

Espero que cuando en 2039 veamos ¿Dónde estabas en 2019? nos avergoncemos de la locura nacionalista de unos y otros. Los patriotas debemos rebelarnos.




El profesor Víctor Lapuente Giné



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




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miércoles, 28 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Asuntos de familia





La mayor parte de las veces, comenta el novelista Gustavo Martín Garzo en un reciente artículo, la patria tiene que ver con cosas inconfesables. Si hay algo que caracteriza a los nacionalismos furibundos que padecemos es su falta de humor, añade.

Hace un par de años, comienza diciendo Martín Garzo, solía ir cada tarde a un mesón que hay junto a mi casa. Su dueño era un hombre joven, generoso con sus clientes. Solo tenía un problema, cualquier motivo le parecía bueno para lanzar todo tipo de invectivas contra Cataluña y los catalanes, lo que se acrecentaba de manera indescriptible si lo que retransmitían por televisión era un partido del Barça. Entonces se transformaba en un auténtico  Mister Hyde, capaz de proferir las mayores infamias contra los que consideraba, sin que pudiera saberse por qué, sus más acérrimos enemigos. Yo, que soy del Barça desde mi infancia, sufría con callada resignación aquellos arrebatos de furia, transcurridos los cuales el hombre se serenaba y volvía a ser el apacible tabernero de siempre. Una tarde, en que su locura alcanzó cotas inadmisibles, le llamé la atención. Qué pasaría, le dije en un tono aleccionador, si por casualidad algún catalán entraba en su bar y le oía proferir tales barbaridades. No debí hacerlo, pues los insultos alcanzaron entonces cotas insospechadas. Me fui del bar y no he vuelto a pasarme por allí. Lo digo con cierta pena, pues, salvo por aquella locura, el hombre no era un mal tipo.

He vuelto a pensar en él en estos últimos meses, en los que el independentismo catalán ha adquirido unas dimensiones tan preocupantes como impredecibles. Basta con recordar los artículos que Quim Torra ha venido escribiendo a lo largo de estos últimos años sobre los españoles, y que tanto se parecen a las cosas que mi conocido decía de los catalanes. Claro que este lo hacía en la barra de un bar, mientras que Quim Torra publicaba sus artículos en medios que damos por serios. Porque lo verdaderamente preocupante no es que se digan cosas así, sino que quien lo hace pueda ser elegido para representar los intereses de todos. No quiero ni imaginarme lo que sería de los catalanes si mi conocido llegara a ser president de la Generalitat, cosa harto improbable, gracias a Dios.

Claro que en este triste país nuestro no dejan de suceder cosas que parecen propias de la barra de un bar. No nombraré las que están en la mente de todos, pues entre nosotros sobran los insultos. La pregunta es por qué me siguen afectando tanto. Supongo que tiene que ver con esos asuntos de familia que nos vinculan indisolublemente a un grupo humano al margen de lo lamentables que nos puedan parecer muchos de sus comportamientos.

Una vez, con apenas 20 años, estuve en Bonn unos días. Fui a visitar a una amiga mía que estaba asistiendo a unas clases en su universidad. Mientras ella atendía sus deberes, yo deambulaba por la ciudad, sin hablar con nadie, pues no sabía ni una sola palabra de alemán. Llevaba conmigo el primer tomo de En busca del tiempo perdido, que leía incansablemente en cafés y jardines mientras esperaba el regreso de mi amiga. Una mañana, durante uno de esos paseos, oí la voz de una mujer cantando en español, y me acerqué a ver. Era una mujer de edad indefinida que, arrodillada en el suelo, como tantas veces había visto en mi infancia, estaba fregando el portal de una casa. La canción era la queja de un hombre al que habían robado su carro y se preguntaba dónde podía estar. Y esa imagen, y esa canción, me conmovieron de tal manera que no pude moverme de allí hasta que la mujer terminó de cantarla. Un chico, aprendiz de escritor, que estaba leyendo apasionadamente a Proust, hechizado por una canción de Manolo Escobar. ¿Hay quien entienda esta escena?

Es extraño esto de la patria, la mayor parte de las veces tiene que ver con cosas inconfesables. Lo que llamamos patriotismo bien podría definirse como una de esas tiernas perversiones que nos hacen amar inexplicablemente incluso aquello que nos avergüenza. No hay forma de evitarlo, son los asuntos del corazón, y ya se sabe que el corazón es un poco bobo. ¿Podríamos vivir si no lo fuera? Pero una cosa es que seamos permisivos con las tontunas de ese corazón, y otra, que le hagamos más caso de la cuenta. Para eso sirve el humor, para defendernos de sus excesos. No me refiero a ese tipo de humor que busca rebajar y ofender. Y ahí están los cientos de chistes que sobre las mujeres, los homosexuales, los emigrantes, los tartamudos o los que sufren alguna tara tenemos que soportar con tanta frecuencia. Me refiero al humor de los padres con sus niños pequeños, de las parejas entre sí, de los seres verdaderamente religiosos cuando miran el mundo. Es difícil concebir un amor en el que los amantes no se gasten bromas. Tienen que hacerlo para no ser devorados por su propio delirio. La broma los devuelve al mundo real. También las madres y los niños pequeños suelen tomarse a broma su propio amor. De otra forma caerían en la locura, lo que por desgracia pasa muchas veces. La broma es uno de los rostros de esa ternura que viene en su ayuda para salvarles.

Digo esto porque una de las cosas que caracterizan a estos nacionalismos furibundos que padecemos es su falta de humor. Juan José Millás escribió un luminoso artículo en que alertaba sobre los peligros de una identidad hipertrofiada. Nunca había que ser enteramente una sola cosa, venía a decir en ese artículo. En vez de ser español, había que ser medio español, lo que aplicado a los independentistas catalanes significa que harían bien en ser solo la mitad de lo que dicen ser. A unos y a otros nos quedaría así una parte libre, sin compromisos, con la que podríamos aspirar a ser otras cosas y llegar a entendernos. Roberto Rossellini dijo que el corazón de una sociedad es la ley, pero que el de una comunidad es el amor. Y hablar de una comunidad es hablar de fiestas comunes, de una lengua, de canciones y bailes, de comidas al aire libre, de celebraciones y fiestas compartidas. Y está bien disfrutar de todo eso, pero también es importante no tomárselo demasiado en serio, y no olvidar que ese amor del que habla Rossellini es el otro nombre de la fraternidad, que nos hace iguales a nuestros vecinos. No, señor Torra, el franquismo no fue una pesadilla que sufrieron solo los catalanes, la sufrimos todos. Bueno, no todos, que en todas partes hubo quienes lo recibieron con todo tipo de parabienes, como pasó en Cataluña, por cierto, donde una parte importante de su burguesía se sumó encantada a la siniestra fiesta, como bien se explica en Habíamos ganado la guerra, el libro de memorias de Esther Tusquets.

Los griegos tenían un concepto muy hermoso que habría que recuperar: metaxu. Significa intermediario, puente. Nuestro tiempo ha perdido esos puentes, el entre, ahora todo es una sola cosa. El poder es definición, fijeza, cosificación, una vida entre clichés. Pero la verdad no cabe en esos clichés, en un solo sueño. Los sueños excluyentes no solo son malos para quienes los sufren, sino también para quienes los imponen, que terminan siendo sus prisioneros. Y, entonces, el sueño se transforma en delirio. Es lo que les pasa a los fanáticos, que tienen sueños que no pueden abandonar, de los que ya no regresan. Pero ¿por qué conformarse con un solo sueño cuando se pueden tener todos los sueños? “El extranjero te permite ser tú mismo, al hacer de ti un extranjero”. Son palabras de Edmond Jabès, ciudadano del mundo. Quienes cruzan los puentes, eso es lo que todos deberíamos ser: extranjeros en esta tierra.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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sábado, 22 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Suspender el repliquismo





Cuenta la leyenda que un presidente de la Generalitat, tras disfrazar una consulta popular de referéndum por la independencia (pese a no contar con un censo operativo y pese a que ninguno de los observadores, más o menos independientes, allí desplazados, considerase que aquello cumpliese los mínimos) se disponía a convocar elecciones para encontrarle una salida al aparente callejón sin salida en el que se había metido cuando un diputado de su coalición de gobierno (pero de otro partido) le acusó con una piulada (un tuit, en catalán) de ser un Judas, de haber vendido la independencia (pues la promesa era proclamarla justo terminado el recuento o su simulacro) por un puñado de monedas. Lo dice el escritor Gonzalo Torné en un reciente artículo publicado en el diario El Mundo.

Al estadista, sigue contando la leyenda, empezó a temblarle el pulso, desandó el camino de sus propósitos, y ante una opinión pública conmocionada por la inesperada irrupción de la violencia, y pese a la oposición explícita de la Unión Europea, declaró unilateralmente la República Catalana. Lo que viene a continuación se lo saben ustedes al dedillo: celebración fúnebre, caras largas, horas y días esperando sin el menor éxito que alguno de los casi 200 países que se reparten el mundo reconociese la declaración, traiciones internas, fugas, suspensión temporal de la autonomía, privación de libertad de una docena de políticos acusados de delitos que otras judicaturas europeas son reacias a reconocer, parálisis parlamentaria, un juez instructor con causa abierta en Bélgica... y para terminar con una cerecita cómica: la liza del lazo amarillo.

Un pollo de dimensiones formidables que si le seguimos la corriente a la leyenda se originó por un miserable tuit, emitido por un diputado, de los que leemos docenas a diario, por suerte sin consecuencias de estas proporciones. Pero allí les tienen, hoy mismo, seguro: aquel se hace eco de una agresión falsa, esta la tergiversa, el de más allá miente con descaro, la de más acá falta el respeto de un colega y la inteligencia de todos los demás. Reducciones, batallitas, peleas, espasmos verbales, contracciones de la argumentación. La denuncia intempestiva, la exhumación de otros tuits buscando contradicciones intrascendentes, exigencias al minuto de pureza. Todo esto desde todos lados, a diario, como la cosa más normal del mundo. ¿Para qué querría un político tener y gestionar él mismo un perfil de usuario en las redes sociales? Si les parece que la pregunta se responde sola es que quizás hace demasiado que no se formulan. Se me ocurren dos motivos: dar a conocer las políticas propias y las opiniones sobre las ajenas, y para mantener un contacto o trato más o menos personal con sus votantes potenciales (en principio: todos los censados mayores de edad). Lo primero tiene sentido si uno pertenece a una fuerza extraparlamentaria o a una facción disidente en el interior del partido, de otro modo, ¿no salen todos los días en el telediario? ¿no dispone su partido de cuentas oficiales? Lo segundo cuesta leerlo sin morirse uno de risa, la práctica diaria ofrece un saldo contrario: las versiones políticas de nuestros diputados apenas responden a las preguntas directas y tienen el dedo facilísimo para bloquear (si al menos alguien les hubiese enseñado a silenciar). Una cosecha pírrica si la comparamos con la panorámica de deterioro que les he señalado en el párrafo anterior.

Pero no todo es cuestión de imagen. Los perfiles de nuestros políticos electos degradan también las prácticas parlamentarias. El debate parlamentario está basado en un juego de exposición, de réplicas y de contrarréplicas, de enmiendas y esperas (muchas esperas) que conducen a una votación; si bien su resultado es casi siempre previsible (pero no siempre, la pasada moción de censura fue un momento estelar de parlamentarismo imprevisible) este tempo lento posibilita una maduración de ideas, decretos y leyes que la réplica y la contra réplica de Twitter y sus respuestas cortantes en tiempo real imposibilitan. El nervio del parlamentarismo podría definirse como un intento de dar tiempo a los discursos sucesivos y en principio enfrentados de que muestren todos sus lados, a ver si algún otro partido puede encontrar una zona o un flanco donde (pese a no estar del todo conformes, pese a no convencernos por completo) llegar a acuerdos o a entendimientos. La expectativa parlamentaria de llegar a descubrir similitudes o inesperadas complicidades queda abortada en Twitter donde la acción de las versiones digitales de nuestros diputados (como se aprecia en el tristísimo ejemplo que abre el artículo) se basa en el "repliquismo": en atajar cuanto antes cualquier posibilidad que el discurso ajeno penetre lo más mínimo en la zona esponjosa donde se puede llegar a acuerdos, que enseguida suene como algo intolerable, como una vergüenza, un "cómo se le ocurre" o "no sabe con quién está hablando", "con componendas a mí", "bueno soy yo"... El repliquismo es un anti parlamentarismo.

El siguiente prejuicio es algo más abstracto (pero no lo dejen aquí, les prometo que lo abstracto puede llegar a ser muy divertido y todavía nos queda la conclusión): nuestros diputados, como no se cansan de repetir, actúan en representación de la soberanía popular. Desde luego que llegan al Parlamento en representación de los intereses de sus votantes, (que pertenecen a una provincia, aunque en el juego parlamentario español, si el partido es "de ámbito estatal", el detalle no se nota mucho), pero se acepta y asume de manera más o menos tácita que el presidente y sus ministros gobiernan para todos los españoles, que sus leyes nos afectan a todos, que no se las puede uno saltar o esquivar amparándose en que él no votó a estos señores. Al empezar a gobernar los ejecutivos nos recuerdan que pretenden beneficiar a la mayoría de españoles y a representarlos a todos. Y lo mismo se aplica, aunque sea de manera implícita, a los miembros de la mesa (que velan por el cumplimiento de las normas en beneficio de todos) o del jefe de la oposición, quien no sólo defiende las políticas predilectas de sus votantes, sino que controla la acción del gobierno en beneficio de todos; y lo mismo podría decirse cualquier diputado que trabaja en una comisión o en afinar un proyecto de ley... Este espíritu de servicio colectivo lo pisotean a diario las versiones digitales de sus señorías, quienes en lugar de apostar por incluir más usuarios en sus proyectos políticos, parecen exclusivamente dedicados a demostrarles a los suyos que son los suyos, a recordarles a diario sus señas distintivas y esencias irrenunciables (que de tanto insistir terminan luciendo como autoparodias que firmarían con gusto sus rivales), en no tolerar que ni por un momento ni bajo ningún concepto se les pueda "tomar por otros". La impresión es que a las redes sociales el diputado va a cerrarse en banda, a contribuir a la futbolización del debate parlamentario. Los políticos y diputados suelen recordarnos los sacrificios que les supone dedicarse a la función pública. Quizás no sería mucho pedir que añadieran uno que además les liberaría de trabajo no remunerado: que se privasen en beneficio de todos (militantes, simpatizantes, críticos y antagonistas) de sus cuentas digitales en cuanto asuman un acta de diputado. Que se privasen de este entrañable canal abierto con el ciudadano durante el tiempo que sus responsabilidades parecen exigirle otros tonos y también, ay, otros disimulos. 

En un artículo inolvidable Juan Benet aseguraba que "a lo que de verdad se dedica el político es a la política, como no podía ser menos; a sus entresijos, a sus intrigas a sus juegos y conjuros; dedica mucho más tiempo al nombramiento del subsecretario que a poner en marcha las obras de un canal". Sabemos todo esto, pero ya sea desde un cinismo rampante (la convicción de que tras "el aura de solemne y secreta trascendencia» amparan «la tendencia del bobo a vivir en el juego y la futilidad") o desde ciertas prevenciones del gusto y la educación, quizás fuese conveniente no exhibirlo a diario de manera tan descarnada.



Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

sábado, 28 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] La poesía como reconciliación





Hace ahora 65 años, comentaba hace unos días en El Mundo César Antonio Molina, escritor, ex director del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura en el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, se celebraba en Salamanca el segundo Congreso Internacional de Poesía. El primero había tenido lugar en 1952 en Segovia, mientras que el tercero, y último hasta este mismo año, se llevaría a cabo en Santiago de Compostela en 1954. Dos años después, también en Salamanca, se desarrollarían las Conversaciones sobre Cine. Todas estas actividades culturales, de tanta trascendencia, transcurrieron durante unos años en los cuales el régimen franquista tenuemente abrió la mano, no por convicciones liberales, sino por el arrojo de una serie de profesores e intelectuales que se arriesgaron a poner en práctica un nuevo espíritu de concordia tras la larga y oscura posguerra y el primer regreso de exiliados. Y qué mejor espíritu conciliatorio que atraer a poetas de todas las lenguas españolas y poner de testigos a otros hispanoamericanos, portugueses, franceses, italianos o de habla inglesa. 

Especialmente, el segundo Congreso de Poesía de Salamanca incidió en abrir una vía de diálogo, conocimiento y admiración mutua entre la lengua española y la catalana. No en vano el número de poetas catalanes asistentes, así como su importancia y simbolismo fue muy significativa: Carles Riba, Foix, Perucho, Clementina Arderíu, Tomás Garcés, Permanyer, Teixidor o Rafael Santos Torreoella, casado con una inolvidable salmantina, Mayte Bermejo. Siempre la herida de Cataluña. Ya antes de la Guerra Civil, durante la República, se habían llevado a cabo este tipo de reuniones y de acercamientos, algunos de los cuales fueron suscitados por Ernesto Giménez Caballero y su excelente publicación La Gaceta Literaria, o la propia Revista de Occidente de Ortega.

Aquellos esforzados intelectuales, dentro del propio Régimen, eran, entre otros, el ministro de Educación Ruiz-Giménez, el rector de la Universidad de Madrid, Laín Entralgo, el de la de Salamanca, Antonio Tovar, o el director general de Enseñanza Universitaria, Pérez Villanueva. También estaban con ellos Dionisio Ridruejo, Vivanco y Rosales. El propio Ridruejo, en el colofón, en su discurso de cierre del congreso, habló de "la tragedia de España, que quiere ser una y universal, diversa y conviviente, compendiadora de todas sus múltiples diversidades culturales, geográficas y políticas". ¡La tragedia de España! Si todos ellos vieran lo que ha hecho la democracia española en estos 40 años estarían más que satisfechos y, probablemente, sorprendidos. España cambió radicalmente en todo y, sin embargo, ese espíritu de conciliación y convivencia entre quienes habían ganado y perdido, todos ellos españoles dispuestos a colaborar para que la confrontación no volviera a producirse nunca más, parece ahora haberse detenido, roto, involucionado. En medio de las libertades recobradas como jamás las hubo, en medio de las lenguas y culturas respetadas (yo lo afirmo porque vengo de una de ellas) y reconocidas constitucionalmente, en medio de una economía que se cuenta entre las mejores de Europa y el mundo (¡quién nos lo iba a decir!), en medio del prestigio internacional de nuestros escritores, artistas, científicos o deportistas, vuelven a surgir los antiguos fantasmas. Por eso, el nuevo Congreso Internacional de Poesía ha adquirido un valor simbólico excepcional en un momento también excepcional: volver a reflexionar sobre nosotros mismos y ayudar a la pacificación de nuestras pasiones políticas mediante la convivencia cultural y lingüística. Aquel espíritu de 1953 hoy está si cabe más vivo, aunque, curiosamente, las dificultades actuales sean diferentes pero de semejante complejidad. Sí, vivimos en un país contradictorio, inconformista, amnésico, peligrosamente amnésico y mal educado o maleducado. Y la poesía vuelve a ser no la cura sino un bálsamo, un camino de acercamiento y de concordia familiar.

Los sucesos universitarios del año 1956 barrerían aquel espíritu abierto llevándose por delante a sus protagonistas que hoy homenajeamos recordándolos como precursores. Las mismas acusaciones que los regímenes absolutistas vertieron sobre la Ilustración y aquellos otros años de gloria, los finales del siglo XVIII, serían de nuevo recriminados por el franquismo. Si la Ilustración y la liberalidad, según la reacción, habían traído la Revolución francesa, igualmente el régimen franquista se veía en peligro y acusaba a aquellos intelectuales excesivamente tolerantes por las manifestaciones juveniles en su contra.Hoy, también, nos cabe recordar al presidente del II Congreso, Azorín, y a los vicepresidentes: Tovar, Ungaretti (uno de los más grandes poetas, no solo italiano, del siglo XX, recordado por Ángel Crespo), Dulce María Loynaz (la futura Premio Cervantes, cubana), Eduardo Carranza, Gerardo Diego, Carles Riba y Santos Torroella. Y entre los participantes, física o espiritualmente, a través de su presencia en la Antología que se publicó posteriormente: Bonald, Carmen Conde, Leopoldo de Luis, Morales, Otero, Panero, Valente, Valverde o Vivanco, entre otros muchos. Entre los extranjeros, además de Ungaretti, estaban Aubert, Campbell, Figueiredo, David Ley, Ponge, así como los hispanoamericanos: Urtecho, Mejía Sánchez o Fernández Spencer.

Si, 65 años después, volvemos a Fray Luis, volvemos a Unamuno, volvemos a Salamanca. Ellos nos dieron rienda suelta para que viéramos mundo y comprobáramos que lo que allí fuera buscábamos lo habíamos dejado aquí. Fray Luis, un compañero fiel en cualquier tiempo y condición. Su moral estoico-epicúrea, un paso más allá de la moral cristiana tradicional. Fray Luis, un secularizador de la ética. Fray Luis, un desesperanzado de la esperanza. La esperanza, un vicio estoico. Pero Fray Luis la convirtió en virtud como Santo Tomás. Fray Luis, perseguido y olvidado, recuperado por la Ilustración. Fray Luis, crítico de la sociedad de su tiempo, contra la Inquisición y la falta de libertad. Fray Luis y el ensueño humanista de la tolerancia, el buen hacer, el saber, el conocimiento, la valoración por los méritos y no por el linaje, el horror de las guerras y las desigualdades provocadas por el lucro de unos cuantos. Fray Luis, desconfiado ante el poder de la ciencia, ¿qué diría hoy de las nuevas tecnologías, del mundo de Internet? Fray Luis, visto desde hoy mismo, un pre-demócrata, un pacifista, un ecologista, un antirracista. Y la culpa de tantos males: la intransigencia, el sectarismo, el fanatismo. Fray Luis de Granada como Fray Luis de León, erasmistas a su manera. La interesada confusión entre erasmismo y luteranismo llevó a los primeros a la persecución. En el año 1558 se prohibieron toda clase de libros, excepto los litúrgicos, y así la universidad fue vigilada y entró en decadencia. Fray Luis y Gaspar de Grajal (también de ascendencia judía) y Martín Martínez (es de justicia también lanzar al aire sus nombres) todos fueron presos por la falta de libertad. Gaspar de Grajal falleció en prisión y Fray Luis y Martín Martínez fueron, tiempo después, liberados. Y una vez hecho el mal, ¿quién repone el honor? España siempre en conflicto con su inteligencia e incluso con sus santos: contra Santa Teresa, contra San Juan. Y luego contra Molinos. 

La lista sería inmensa. Todos estos sucesos han sido el símbolo de la desgraciadamente tradicional intransigencia española. Fray Luis, un gran poeta, un poeta de la gran poesía culta española, también permanentemente perseguida, poesía clásica latina en la gran tradición de Horacio o Virgilio. Una poesía de la existencia, una poesía filosófica y de pensamiento, una poesía metafísica que pone en entredicho a la ciencia porque ella sola no puede ni podrá nunca llegar a explicar todas las dudas de la vida. Volver A Fray Luis, alumno de Francisco de Vitoria, y a su lucha por un mundo mejor. Volver a Unamuno. María Zambrano, citando a Antonio Machado, calificaba a Unamuno como "antisenequista", es decir, antiestoico, porque nunca habló de resignarse ante la muerte, jamás la aceptó y, por el contrario, la quiso vencer. Volvemos a Fray Luis, volvemos a Unamuno, volvemos a Salamanca. ¿Valió la pena nuestro viaje por el mundo? Creo que sí. Valió para volver. Ahora ya somos contemporáneos de todos los estilos y de todos los géneros, ahora ya somos contemporáneos de nosotros mismos, ahora ya somos contemporáneos de Fray Luis, de Unamuno, de todas las salamancas. El lenguaje poético es aquel que es capaz de generar mundo. Un verso, un poema, crea un mundo. ¿En el futuro alguien podrá destruir todo esto? ¿Vaciarán nuestras conciencias para, supuestamente, hacernos inmortales? ¿Derrotarán a la muerte y el amor será una vieja reliquia? ¿Llenarán estas estancias de robots más sabios que los actuales alumnos y profesores? ¿Esculpirán sobre el pórtico de la catedral, junto al astronauta al robot? ¿Ya no habrá comercios abiertos en las calles de Salamanca y solo volarán los drones? ¿Habremos sucumbido a la ciencia, o mejor a la tecnología, desmintiendo así los juicios de nuestro fraile agustino que no creía que solamente una investigación científica pudiera responder a los interrogantes más profundos de la naturaleza humana, pues esos saberes solo se podrían alcanzar cuando el alma vuelva al origen? Al abolirse la muerte, y la posibilidad de la resurrección: ni Dios ni alma tendrán sentido ya. Y la esperanza, ¿aún quedará y de qué? Fray Luis, a través de Cátulo, nos ofrece una última: siempre habrá, a pesar de todo "amor y besos sin cuento".




Dibujo de Javier Olivares para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 16 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Pesadilla en Barcelona





¿Representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña?, se pregunta en el diario El País el escritor catalán Javier Cercas. Me sumo a su petición final: Ya no sé si merece la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla. 

Repitámoslo una vez más, comienza diciendo Cercas, a ver si repitiéndolo acabamos de creerlo: Joaquim Torra, flamante presidente de la Generalitat, es un entusiasta de Estat Català, un partido fascista o parafascista y separatista que en los años treinta organizó milicias violentas con el fin de lanzarlas a la lucha armada; también es un entusiasta de sus líderes, en particular de los célebres hermanos Badia, dos terroristas y torturadores a quienes, como recordaba Xavier Vidal-Folch en este periódico, el señor Torra calificó como “los mejores ejemplos del independentismo”. La palabra “entusiasta” no es, como se ve, exagerada. Hace apenas cuatro años, en un artículo titulado Pioneros de la independencia y publicado en el diario El Punt Avui, el señor Torra escribía refiriéndose a Estat Català y a Nosaltres Sols!, una corriente de Estat Català nacida en torno a una red paramilitar clandestina: “Y hoy que el país ha abrazado lo que ellos defendían desde hace tantos años, me parece de justicia recordarlos y agradecerles tantos años de lucha solitaria. ¡Qué lección, qué bellísima lección!”.

Todo lo anterior es más o menos conocido; no lo es tanto, en cambio, que el partido venerado por el señor Torra sobrevivió a la Guerra Civil y el franquismo y revivió durante la Transición. Así, la hemeroteca de la Universidad Autónoma de Barcelona conserva un cuaderno firmado por Nosaltres Sols! que, según el historiador Enric Ucelay-Da Cal, se publicó en torno a 1980. Está escrito en catalán, consta de ocho páginas mecanografiadas, se titula Fundamentos científicos del racismo y concluye de esta forma: “Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial”. Cambiando “alemán” por “catalán” y “español” por “judío”, estas palabras las hubiera firmado cualquier ideólogo nazi de pacotilla: ¿son ellas la lección, la bellísima lección que, según el señor Torra, debemos aprender los catalanes de sus admirados pioneros independentistas? La respuesta sólo puede ser sí, al menos a juzgar por los artículos y tuits que el señor Torra ha escrito en los últimos años y que hemos conocido con incredulidad estos últimos días, en los que los españoles aparecen sin falta como seres indeseables, candidatos a ser expulsados de Cataluña (“Aquí no cabe todo el mundo”, escribió en 2010, refiriéndose a dos socialistas catalanes con apellidos españoles).

En su primera entrevista como candidato, el señor Torra declaró sobre esas porquerías xenófobas: “Pido disculpas si alguien las ha entendido como una ofensa”. ¡Pero, hombre de Dios, cómo se le ocurre! ¿Quién en su sano juicio consideraría una ofensa que se le califique de sucio, fascista, violento y expoliador, como hace usted en sus textos con millones de personas? Y ahora la pregunta se impone: ¿representa el señor Torra, con su xenofobia salvaje, al independentismo actual? ¿Esto es lo que había detrás del nacionalismo tolerante, transversal, abierto e integrador que el catalanismo predicaba en Cataluña y que tantos nos creímos durante años (aunque no fuéramos nacionalistas)?

Uno entiende muy bien que el señor Puigdemont y tres o cuatro insensatos como él compartan las ideas del señor Torra, pero ¿las comparte también el PDeCAT, la antigua Convergència de Pujol y Roca y Mas? ¿Las comparten ERC y la CUP, partidos que dicen ser de izquierdas? Y, si no las comparten, ¿cómo es posible que hayan permitido con sus votos que este señor sea presidente de Cataluña? Porque no es que el señor Torra no merezca ser presidente de la Generalitat; es que no merece ser representante político de nadie, y los partidos catalanes que conservan un mínimo de cordura y dignidad hubieran debido exigir su inmediata dimisión como parlamentario. ¿Cuánto hubiera durado en su escaño un diputado de cualquier parlamento español que hubiera escrito sobre los catalanes las brutalidades que ha escrito este señor sobre los españoles y hubiera expresado hace cuatro días su entusiasmo por Falange, el equivalente español de Estat Català?

Hasta aquí, el asco y la vergüenza; ahora viene el miedo. Porque el señor Torra ha prometido en el Parlamento catalán hacer exactamente lo mismo que, en nombre de la democracia y sin el más mínimo respeto por la democracia, hizo su antecesor en la presidencia de la Generalitat, lo mismo que en otoño pasado llevó a Cataluña, tras el golpe desencadenado el 6 y 7 de septiembre, a vivir dos meses de locos durante los cuales el país se partió por la mitad y quedó al borde del enfrentamiento civil y la ruina económica (una ruina que algunos economistas consideran en voz baja difícil de evitar: una muerte lenta). Por supuesto, este xenófobo entusiasta de un partido fascista o parafascista y violento se halla en condiciones de cumplir su ominosa promesa, porque a partir de su toma de posesión tendrá en sus manos un cuerpo armado compuesto por 17.000 hombres, unos medios de comunicación potentísimos, un presupuesto de miles de millones de euros y todos los medios ingentes que la democracia española cedió al Gobierno autónomo catalán, además de cosas como la educación de decenas de miles de niños. Dicho lo anterior, sólo puedo añadir que me sentiría mucho más tranquilo si el presidente de la Generalitat fuera un paciente escapado del manicomio de Sant Boi con una sierra eléctrica en las manos.

A veces la historia no se repite como comedia, según creía Marx, sino como pesadilla; es lo que está ocurriendo ahora mismo en Cataluña. El señor Torra lleva razón en una cosa: de un tiempo a esta parte, todo el nacionalismo catalán y dos millones de catalanes parecen haber abrazado las ideas que en los años treinta defendían Estat Català y Nosaltres Sols!; la mayoría de los separatistas no lo saben, claro está, pero eso explica que nuestro nuevo presidente sea el señor Torra. O dicho de otro modo: ayer tomaron el poder en Cataluña aquellos a quienes la mayor parte del nacionalismo catalán, desde los años treinta hasta hace muy poco, consideraba extremistas peligrosos, cuando no directamente descerebrados. En estas circunstancias, no sé si merece ya la pena pedir ayuda a un Gobierno español que ni siquiera ha sido capaz de explicar a la opinión pública europea qué es lo que está pasando en Cataluña; se la pido al Estado democrático, a los europeos, a los españoles y a los catalanes de buena fe —incluidos los separatistas catalanes de buena fe—: hay que parar esta pesadilla.



Dibujo de Raquel Marín para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

domingo, 18 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Los idus de marzo





El pasado día 15, los "idus" de marzo, Juan Luis Cebrián, presidente de El País y del Comité Editorial del Grupo Prisa, escribía en ese diario un artículo sobre la publicación del libro De héroes y traidores por el que fuera consejero de la Generalidad de Cataluña, Santi Vila. El libro de Santi Vila, comenta Cebrián, es una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a la Declaración Unilateral de Independencia de su gobierno. 

Hoy es el día de los idus de marzo, comienza diciendo Cebrián, una fecha que durante mucho tiempo estuvo dedicado en el calendario romano a las buenas noticias, hasta que el azar lo convirtiera en el día de los traidores, ya que César cayó asesinado en tal fecha por sus lugartenientes. Y no debe ser casual que el exconsejero de la Generalidad catalana Santi Vila, único dimisionario del último gobierno de Puigdemont, haya elegido esta misma semana para el lanzamiento de su libro De héroes y traidores, en el que desvela su memoria personal sobre la deriva independentista en la comunidad autónoma. De inmediato me atrajo el título del libro, y no tanto la personalidad del autor, al que por otra parte considero uno de las personas más respetables de cuantas han chapoteado en el charco de la política catalana. La Historia de la Traición, así con mayúsculas, se encuentra intrínsecamente ligada a la del poder y la evolución del contencioso catalán, según se narra en la obra, mucho tiene que ver con las desavenencias, agravios, perjurios y deslealtades que han corroído las filas del soberanismo. De modo que los idus de marzo constituyen la mejor ocasión para reflexionar sobre ello.

Tesis central del libro, con la que concuerdo, es que la falta de un pensamiento liberal en España es el origen de todos los desajustes en nuestra convivencia cada vez que tiene lugar un experimento democrático. Pero la simple narración de los hechos recientes pone de relieve que el fracaso del procès, que amenaza ahora con producir un retroceso general en la calidad de nuestra democracia, tiene mucho más que ver con las manías, obsesiones, y ambiciones desmesuradas de un puñado de líderes mediocres, que con la flagrante ausencia de un proyecto político para Cataluña en manos de los independentistas. A mi ver la obra de Vila es sobre todo una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a una Declaración Unilateral de Independencia (DUI). Trata por su parte, en cierta medida, de exculpar a unos y otros protagonistas, ni traidores ni héroes, o quizá las dos cosas según las circunstancias y momentos, dando a entender que la lucha entre los ideales y lo posible justificaría los despropósitos cometidos por sus compañeros de viaje. Sus intentos de reivindicar personalmente a Puigdemont, presentándole como un prisionero de las circunstancias, a Mas, como el político realista desbordado por los acontecimientos, o al propio Pujol, cuya codicia criminal estaría compensada por sus aciertos en la gobernación, forman parte por lo demás de un argumentario puesto al día por muchos líderes del separatismo catalán, que exhiben su condición de buenas personas, como si eso les eximiera de las responsabilidades penales. “Soy un buen hombre”, le dijo Oriol Junqueras al magistrado Llarena, como si lo que se juzgara fuera su condición moral y no su vulneración de las leyes. Tales actitudes, que algunos califican de ingenuas, son en realidad una demostración del pensamiento pre-político y casi medieval de quienes las ejercen. En según qué casos pueden ser también la prueba de un ánimo pusilánime a la hora de afrontar las consecuencias de los propios actos.

La traición es el quebranto de la lealtad debida, y también la ingratitud de los amigos, de la que obviamente se duele Vila. Pero es igualmente, y en este caso sobre todo, un delito contra la seguridad del Estado. A espera del pertinente juicio, y respetando su presunción de inocencia, puede asegurarse sin miedo a error que el expresidente Puigdemont y determinados pequeños secuaces son traidores al Estado, a la Constitución y al Estatuto de Cataluña, por más que el autor del libro trate de evitar una opinión al respecto. Es por eso por lo que les persigue la justicia, y sus cualidades humanas, su generosidad o educación, sus aficiones místicas o sus obras de caridad no atenúan en absoluto su eventual responsabilidad criminal. Siempre hay un gangster bueno en todas las películas. Echo a faltar en una obra que trata de traidores y héroes, o ni de lo uno ni de lo otro según quien la firma, esta consideración. La historia del procés es en definitiva una historia de traidores, pero no solo en el sentido moral o sentimental del término sino en el muy estricto de la definición de las leyes.

Solo desde esta asunción se puede emprender con buen tino el camino de las reformas y la recuperación de la tercera vía a la hora de definir el futuro de Cataluña y de toda España en la línea que Santi Vila sugiere. Coincido con él en que el inmovilismo de Rajoy y el despertar de la España profunda, alentado irresponsablemente por la derecha carpetovetónica, son también muy culpables de la esperpéntica situación que se vive en Cataluña; pero es imposible suponer equidistancia alguna entre los errores de unos y los delitos de los otros. El autor parece reconocerlo cuando escribe que “…el espíritu de la Transición española a la democracia hizo posible la superación de la dictadura y las mejores cuatro décadas de libertades y progreso jamás conocidas en la historia de la península Ibérica”. Pero no solo el espíritu, sino sobre todo la letra de la Constitución, que es la ley que ampara nuestras libertades, y no tanto de la península Ibérica, como de España, un Estado-nación cuya identidad, y la de sus ciudadanos, incluye a Cataluña desde que se fundó.

La Transición española definió por eso, entre otras cosas, un proyecto para Cataluña que ahora amenaza con truncarse por la confrontación entre pasiones y extremismos de uno y otro signo. Pero no es la sociedad, pese a tantas manipulaciones y demagogias a la que se ve sometida, lo que está en crisis, sino la arquitectura institucional y el liderazgo de quienes aspiran a ocupar el poder, agitadores de “el filibusterismo de los intereses concretos” en acertada y benévola expresión de Vila, que solo olvida la moderación del lenguaje a la hora de describir la personalidad de Marta Rovira como irascible y fanatizada, y a la que acusa de aullar en los mitines. En ese magma de vanidades, miserias, vergüenzas e inconfensables posturas, anida la otra especie de traidores por la que se duele Santi Vila; un panorama caracterizado por la cobardía moral, y que enseñorea no solo el mundo de la política, sino el del trabajo, las relaciones familiares o el del simple compañerismo. El filibusterismo de los pequeños egoístas, los compañeros de partido o de pupitre en el aula, los amigos que no lo eran o los colegas del café, que desaparecen en los momentos de dificultad o descubren que el mal ajeno puede ser la oportunidad del propio éxito, frente a los que relucen “los amigos de verdad, los que me ayudaron a pagar la fianza y salir de la cárcel”, que son los que “pueden contar conmigo”. Es como si Santi Vila hubiera leído a William Hazlitt, en El placer de odiar cuando dice que los amigos de toda la vida son como “las comidas muchas veces repetidas: desagradables y desabridas”, y decidiera por eso, lo que no espero, abandonar para siempre la vida política.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)