miércoles, 31 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Sostenella y no enmendalla





En Las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro, el poderoso conde Lozano pega una bofetada al anciano padre del Cid, don Diego Laínez. Los amigos del primero le sugieren que pida disculpas, en vez de una pelea a muerte con el Cid. Pero el conde, en una postura tan estúpida como la de los numantinos (que desaparecieron de la faz de la Tierra) recita los siguientes versos:

Esta opinion es honrada:
procure siempre acertarla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal, .
defendella, y no enmendalla.

Ya saben ustedes cuanto duró tras esas palabras el tal conde Lozano.

¿Por qué no cambiamos de opinión aunque nos demuestren que estamos equivocados?, se pregunta en El País el escritor y periodista Javier Salas. Los datos contrastados convencen menos que los mensajes emocionales, y diversos estudios revelan las limitaciones de la razón. 

La primera impresión es la que cuenta, comienza diciendo Salas. Cuando nuestro cerebro recibe por primera vez información sobre un asunto —“ese de ahí es Juan, es un vago”— deja grabada una silueta que provoca que todo lo que sepamos desde entonces en ese ámbito tenga que encajar en ella. Los humanos vivimos en un relato, necesitamos que las piezas encajen, y por eso nos costará tanto asumir en el futuro que Juan es un currante. “Es como una mancha”, explica la psicóloga Dolores Albarracín, “es mucho más fácil ponerla que eliminarla después”. Si esa mancha forma parte de nuestra visión del mundo, nuestra escala de valores será casi imposible limpiarla, porque sería como replantear nuestra identidad. Por eso nos cuesta horrores cambiar de opinión: los hechos deben encajar en la silueta o ni siquiera los tendremos en cuenta.

Cada vez más estudios muestran las limitaciones de la razón humana. En ocasiones se ignoran los hechos porque no se adaptan a lo que pensamos. La verdad no siempre importa. Hace justo un año, se realizó una prueba muy sencillita. ¿En cuál de estas fotos ve usted a más gente? En la foto A, de la toma de posesión de Donald Trump, se veía a mucha menos gente que en la foto B, de la inauguración de Barack Obama, llena hasta la bandera. El 15% de los votantes de Trump dijo que había más gente en la foto A, un error manifiesto. ¿Tienen un problema de visión, alguna carencia cognitiva, para llevarle la contraria a un hecho tan evidente? Es más sencillo: a veces, cuando discutimos sobre hechos, en realidad no estamos discutiendo sobre los hechos. Ese 15% sabe que dar la respuesta B es reconocer que Trump es un mentiroso y, por tanto, admitir que han votado a un mentiroso. Es decir, si se trata de un enamorado del presidente de EE UU, estamos pidiendo que ponga en tela de juicio su propia identidad.

“Lo más probable es que las personas lleguen a las conclusiones a las que quieren llegar”, dejó escrito la psicóloga social Ziva Kunda al desarrollar la teoría del pensamiento motivado. La idea es sencilla: para defender nuestra visión del mundo, nuestro relato, vamos razonando inconscientemente, descartando unos datos y recogiendo otros, en la dirección que nos conviene hasta llegar a la conclusión que nos interesaba inicialmente. Visto así, parece una flaqueza, un fallo de diseño en el raciocinio. Pero tendría una explicación muy plausible: es un escudo protector contra la manipulación, pues es lógico pensar que las cosas tienen que encajar con lo que ya sabemos del mundo. Si de pronto vemos una piedra elevarse hacia el cielo no dudamos de la existencia de la gravedad; pensamos que hay trampa en la piedra.

Pero hay situaciones preocupantes en las que si los ciudadanos no hacen caso de los hechos pueden poner en riesgo bienes mayores. La salud es uno de los ámbitos más peligrosos, como sucede con el pequeño colectivo que se niega a vacunar a sus hijos. ¿Cómo se puede tomar una decisión así, que pone en riesgo la salud de las criaturas propias y las del resto? “Es una opción irracional que puede ser corregida aportando toda la información necesaria”, dicen médicos, divulgadores y autoridades. Datos históricos, detalles sobre enfermedades, estadísticas consistentes…, pero no, eso no funciona. Es más, como han mostrado algunos estudios, esta forma de abordar el problema no solo no convence, sino que puede provocar un efecto bumerán, reforzando todavía más las creencias de los antivacunas. Es un efecto que el investigador Brendan Nyhan ha registrado en distintos escenarios, desde la política a la salud, y en el caso de las vacunas particularmente. Mostrar folletos con información sobre inmunización no doblega a los recelosos y a algunos los convence más todavía.

Divulgadores, fact-checkers (verificadores de datos), periodistas y políticos asumen, en general, que la gente se equivoca porque les faltan datos. Es un enfoque simplista, llamado de déficit de información, que se empeña en obviar los mecanismos conocidos de una psicología humana que, como explica Nyhan, no va a cambiar. Hay que conocer esas fisuras del cerebro humano y aprovecharlas para colarnos y ser verdaderamente persuasivos. Pero llegados a este punto, es importante preguntarse, qué es convencer ¿Lograr que una familia antivacunas reconozca que está equivocada o conseguir que ponga una, dos o todas las vacunas necesarias a sus hijos?

Esta reflexión tenía en mente el pediatra Roi Piñeiro cuando lanzaron en el Hospital General de Villalba, un municipio de la sierra de Madrid, una consulta pionera que usaría enfoques distintos para convencer a los inconvencibles. “Se trata de conocer los motivos y rebatirlos, pero no desde la lógica sino desde los sentimientos. Mucha empatía y dejarlos hablar”, explica Piñeiro; “porque es muy difícil convencer con datos científicos, suelen ser unos expertos, pero escogiendo los que les interesa”. Piñeiro, jefe asociado del servicio de Pediatría, usó intuitivamente trucos que han mostrado su eficacia en distintos experimentos psicológicos. Ponerse de su parte, dedicarles tiempo, dejar que se expliquen, conectar emocionalmente y abordar los mitos solo cuando hay confianza. “Piensas que si te enfadas y los abroncas entenderán que es grave, pero en realidad pierdes a esa familia, no vuelven”, cuenta el pediatra. Al lanzar esta consulta abierta, recibió a 20 familias recelosas en sesiones individuales de media hora; al final, el 90% aceptó poner alguna vacuna a sus hijos y el 45% accedió a ponérselas todas.

Un experimento realizado el año pasado, sobre racismo y política, obtuvo resultados inquietantes. A un grupo de ciudadanos se les contó algunas de las mentiras habituales de Marine Le Pen sobre los inmigrantes. A otro, esto mismo, pero contrastado con los datos reales. Al tercer grupo se les contó únicamente la información veraz, sin las falsedades de Le Pen. Los “hechos alternativos” de la política francesa lograron mejorar sus opciones de voto por igual (un 7%) en el primer grupo y el segundo, mostrando que el desmentido fue inútil. Lo que es más sorprendente: sus opciones también crecieron (4,6%) entre quienes solo leyeron información real sobre inmigración. Por eso a este tipo de políticos populistas les da igual que les desmientan: han colocado el mensaje, que se hable de lo que les interesa, fijando el marco de la conversación pública: la inmigración como problema. Los investigadores consideran que no basta con el trabajo periodístico con los datos, sino que “para ser efectivo, los hechos deben integrarse en una narrativa con argumentación persuasiva” y “presentados por un político carismático”.

Esta es la paradoja de los verificadores (o fact-checkers), esos periodistas que se dedican a comprobar y desmentir las afirmaciones de los políticos: que solo funcionen con quienes no hace falta. Los primeros trabajos de Nyhan indicaban poca utilidad y que a veces eran contraproducentes, pero en un estudio reciente mostró que gracias al fact-checking se podía conseguir que algunos seguidores de Trump admitieran que sus afirmaciones eran falsas. Eso sí, no movían un milímetro su intención de voto hacia el candidato republicano. “Tienden a ignorar la información disidente. Este escenario fomenta la aparición de una caja de resonancia en torno a narrativas y creencias compartidas. En este punto, la verificación de hechos puede ser percibida como otra tesis de los rivales y por tanto ignorada”, explica Walter Quattrociocchi, especialista en cómo se disemina la desinformación.

“Cuando se trata del bulo de un medicamento retirado o algo así, la gente te cree y lo agradece. Pero si les toca la patata, dejan de discernir entre opinión y datos. Si ya han elegido bando es más complicado sacarles del error”, resume Clara Jiménez, del equipo de Maldito Bulo (MB), un proyecto periodístico creado para combatir la desinformación. Jiménez cuenta que esas disonancias fueron notables durante el 1 de octubre en Cataluña: cada desmentido se negaba por el bando puesto en evidencia, cómo no, dudando de la objetividad de MB. Durante la campaña electoral catalana, surgió el bulo de las tarjetas censales que podrían ser usadas, según algunos independentistas, para provocar un pucherazo. Cuando lo desmentía MB, muchos cargaban contra el mensajero. Pero cuando lo desmintió Josep Costa, candidato de JxC, algunos se lo discutían, pero muchos de sus seguidores optaron por fiarse de él. “Si es tu propio círculo el que te desmiente es mucho más fácil”, explica Jiménez, que forma parte del equipo que asesora contra la desinformación a la Comisión Europea. Además, los portales de verificación de datos tienen otro problema añadido: muy pocos de sus lectores (un 13%) son consumidores de fake news, según otro estudio reciente: no estarían llegando al público que los necesita.

La gente de MB ha puesto en práctica un sistema que encaja muy bien con las recomendaciones de psicólogos expertos: el bulo es como una mancha difícil de quitar, y conviene usar mensajes sencillos y directos, información gráfica o visual, y no repetir la falsedad sino centrarse en la explicación. El mejor quitamanchas es el porqué: cuando a los miembros de un jurado se les dice “no tengan en cuenta esta prueba”, no sirve de nada. Pero serán capaces de borrar esa información si les explican que hubo una motivación sospechosa al intentar incluir la prueba viciada.

El cambio climático es otro experimento natural oportuno para analizar el fenómeno. Los especialistas han probado de todo para convencer a los escépticos y no hay una varita mágica. Pero el papa Francisco nos da una clave: tras escribir una encíclica ecologista, en EE UU creció 10 puntos el porcentaje de convencidos de que el calentamiento será dañino y 13 puntos el bloque de católicos que creen que el cambio climático es real. Líder carismático y que habla desde dentro del círculo identitario. En este ámbito, hablar de catástrofes y amenazas puede ser contraproducente. Sin embargo, funcionan contenidos emocionales que hablan a la gente de cómo encaja el problema en su vida (la salud), o mensajes que indiquen que combatir el calentamiento traerá avances científicos y económicos, y que mejorará la cohesión y los valores de la comunidad.

Muchas de estas estratagemas están destinadas a escuchar al sujeto para aprovechar sus debilidades: a un empresario negacionista del cambio climático no le convencerás hablándole de la crecida de los mares, sino de oportunidades de negocios verdes. Por eso, un equipo de la Universidad de Queensland (Australia) ha acuñado el concepto de persuasión jiu jitsu, en referencia a ese arte marcial que usa contra el rival su propia fuerza. Por ejemplo, dejar que explique cómo funcionaría exactamente paso a paso su idea, para que vea sus flaquezas saliendo de su propia boca.

“Cuando se trata de temas científicos, la gente habla usando evidencias, cuando sus actitudes están motivadas por otra cosa. El divulgador tiene que resistir la tentación natural de debatir las ideas articuladas por el sujeto y en su lugar centrarse en su motivación oculta en la sombra”, explican. “Identifique la motivación subyacente, y luego adapte el mensaje para que se alinee con esa motivación”, sugieren. Por ejemplo, decirle a un votante de Trump que salvar el planeta es la única forma de mantener el estilo de vida americano.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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[PENSAMIENTO] El consuelo de la conciencia





Auschwitz sucedió. A esta cruda verdad ha de enfrentarse el hombre civilizado y, en especial, el europeo, aquejado del trauma reprimido de que sujetos humanos, ciudadanos europeos de Estados avanzados cometieron, participaron, se beneficiaron o permitieron un exterminio sistemático e industrializado de población civil sin precedentes, comenta en El Mundo el profesor de Filosofía José Sánchez Tortosa. 

Auschwitz no es sólo un hecho del pasado, comienza diciendo. Es una amenaza, una pulsión contenida. Las erupciones geopolíticas e ideológicas que prendieron su fuego acechan en muchos rincones de Occidente. Las cicatrices que rasgan la Historia de Europa parecen a punto de reabrirse. Hay, por tanto, una segunda verdad, acaso más dura: Europa no está vacunada contra Auschwitz. La pulsión del exterminio suele acabar encontrando nuevas coartadas. Auschwitz pone a Europa frente al espejo. El fracaso de Europa se mide, por ejemplo, con el éxito propagandístico de la voz nacionalismo, invocada explícitamente en las siglas NSDAP, que no ha sido desprestigiada por el peso de la racionalidad y de la Historia, confinada a los márgenes de la vergüenza política y motivo de rechazo generalizado como el racismo, el machismo, el canibalismo o la creencia en la planicie terrestre.

Pero es inevitable ceder a la tentación de buscar consuelo en el repudio del mal. Sirve para resguardarse moralmente y sosegar la conciencia. No se necesita tiempo ni esfuerzo, basta dejarse caer por el tobogán de la pereza intelectual, la emoción inmediata, la indignación estéril y la superioridad moral. En las ineludibles ceremonias institucionales, en la parafernalia escenográfica de los Días internacionales, se corre el riesgo de que la conmemoración litúrgica desplace la investigación. La consoladora imagen del dolor pervierte el dolor y obtura la comprensión. La memoria se impone a la historia. El sentimiento al análisis. La confortable valoración moral levanta una barrera impermeable entre los asesinos y los buenos ciudadanos y obstruye una aproximación racional a los hechos, a la investigación despiadada, esa que nos muestra no una elite de sádicos, no una anomalía, sino una sociedad desarrollada, culta y refinada respaldando o tolerando la política de un conjunto de Estados que ponen en marcha, siguiendo una lógica áspera, la aniquilación de millones de europeos previamente excluidos de la categoría de ciudadanos y extirpados del ámbito de lo humano y aun de lo natural, reducidos a la condición de virus incompatibles con el progreso de Europa. Sentirse de los buenos, respaldados por la teatralización de la condena redundante y superflua, sólo garantiza que no se vuelva a repetir la indumentaria de los verdugos o su jerga ideológica, pero no el asesinato. La exigencia moral de corte kantiano Que no se vuelva a repetir Auschwitz, reclamada por Adorno, quizá impida que la esvástica sea el símbolo de política hegemónica alguna pero no la utilización mediática de otros símbolos bajo los cuales políticas reales de eliminación puedan ser justificadas retóricamente por los mismos que muestran un dolor ceremonial por las víctimas del pasado. 

La racionalidad científica y filosófica, base del frágil atisbo de civilización que permite respirar por encima de la barbarie y del salvajismo, constitutivos de lo humano, exige otra cosa: estudio y, a través de él, enfrentarse a la desnuda realidad histórica. La conciencia tranquila descansa en el dogma, el prejuicio, en el sueño infantil de la ignorancia. La crítica filosófica es tensión constante, es la inquietud, la batalla contra la hipnosis de las palabras amables que dan satisfacción al onanismo ideológico o moral del yo. Mientras que el memorial y el monumento ofrecen al espectador la ventaja de situarse a este lado del mal y saberse a resguardo, la investigación y los documentos arrojan al rostro del que observa los detalles y los datos que impugnan constantemente la calma biempensante y obligan a revisar lo que se creía y a saber lo íntimo que es el crimen, lo frágil de las defensas contra el fanatismo. La fuerza didáctica de la exposición sobre Auschwitz reside en presentar los hechos a través de datos, documentos y testimonios, en abrir una brecha en el gratificante consuelo de la conciencia, en despertar a las almas bellas del sueño amnésico en que reposan. No bastan las grandes palabras, la solemnidad impostada de una repulsa retórica y vacía, mero exorcismo moral. Es necesario el examen minucioso de la cadena causal en sus múltiples aspectos, de la secuencia cronológica detallada y rigurosa, el escrúpulo máximo en las cifras, el recorrido textual por el ecosistema intelectual e ideológico del antijudaísmo, que fue caldo de cultivo de la aniquilación. 

Es imprescindible, incluso, dedicar la mayor atención a los pormenores técnicos del asesinato masivo a cuyo servicio se pusieron la tecnología y la ciencia, a cómo el proceso se fue depurando gracias al método de ensayo y error, a cómo los procedimientos operativos y administrativos ponían cada vez más una distancia aséptica entre los verdugos y las víctimas, a cómo Auschwitz culmina un refinamiento tecnológico y científico en las labores de producción de muerte, cuyos precedentes más rudimentarios proporcionan, en fases sucesivas, los resultados propicios para su perfeccionamiento técnico: de los fusilamientos masivos de los Einsatzgruppen a los camiones de gaseado de Chemno, de los atomizados centros de exterminio de la Operación Reinhard al complejo articulado de campos de Auschwitz-Birkenau, con funciones diferenciadas y mayor seguridad interna por la distribución en sectores separados. Sin la paciencia de ese examen no es posible detectar la confluencia entre nacionalismo, cientifismo y economía y, en consecuencia, entender algo del Holocausto. Para condenarlo es suficiente un momento, una imagen, un relato. Entender su lógica precisa un trabajo lento, ingrato, cruel, descorazonador y necesario. La obstinada persistencia en repetir los errores históricos se revela entonces con una coherencia implacable. El ejemplo de los Balcanes confirma esa amenaza recurrente y cíclica. Acaso sólo unas determinadas condiciones materiales, institucionales e históricas nos han situado a salvo a este lado de la Historia, pero más cerca de la posibilidad del horror de lo que resulta admisible en la comodidad de las sociedades opulentas. El mayor respeto que se le debe a las víctimas y la mayor batalla que hoy cabe contra el nazismo empieza con la fidelidad inflexible a la verdad histórica y, por extensión, al rigor en el lenguaje. Banalizar el Holocausto usándolo para etiquetar cualquier cosa sin el menor escrúpulo terminológico y conceptual es escupir a la memoria de los asesinados por la deriva nacionalsocialista y eliminar los diques de contención de sus brotes. 

Ser intolerante con su trivialización es un imperativo racional básico. Forma parte esencial de ese escrúpulo elemental la lección que ofrece la Historia: que las sociedades actuales no son inmunes a los errores y crímenes del pasado, que sólo el estudio paciente, riguroso, modesto, implacable y la investigación histórica y científica, que se resiste a caer en la memoria subjetiva, emotiva, interesada o inventada, levantan una precaria defensa contra las pulsiones homicidas de eso que aún concedemos llamar humano. El conocimiento no garantiza que pueda evitarse el exterminio. El nazismo muestra cómo una sociedad culta puede embellecer con ciencia y cultura su pulsión asesina. Pero la falta de conocimiento y de reflexión crítica lo garantiza de modo seguro. El estudio pone distancia con uno mismo y sus creencias, necesita tiempo y, por eso, frena la urgencia de odiar. En esa distancia delicada se juega la posibilidad de no volver a erigir Auschwitz.Decía Malraux, en noviembre de 1946, que "el problema que se nos plantea a nosotros hoy es el de saber, sobre esta vieja tierra de Europa, si el hombre ha muerto o no". Acaso la humanidad no haya existido nunca más que como la ilusoria ensoñación de una armonía imposible, máscara pomposa de guerras, destrucción y odio.



Dibujo de Sequeiros para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy miércoles, 31 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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martes, 30 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dimensión de la libertad





La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad. En cambio, ahora estamos asentados en un polvorín: hay desconfianza en el sistema democrático y todo gira en torno a la seguridad y la reducción de riesgos, comenta en El País el escritor Jordi Soler.

Hace poco más de cien años, los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a buscar fórmulas para contrarrestar el hacinamiento y la polución que volvía irrespirable la atmósfera urbana, comienza diciendo Soler. Buscaron, al parecer sin mucho ahínco, a juzgar por la falta de espacio y la calidad del aire que tienen hoy nuestras ciudades.

Bolton Hall fue un célebre activista que a finales del siglo XIX inició un movimiento para incitar a la gente, que estaba harta de vivir en Nueva York, a que se mudara al campo. Los pormenores de este proyecto los escribió en uno de sus libros, Three Acres and Liberty (1907), que se puede consultar online de forma gratuita. Ahí expone las ventajas de instalarse en el campo, en una casa rodeada de tres acres de terreno (1,2 hectáreas), un espacio suficiente para montar una granja, un huerto, un plantío, algo que produjera ganancias.

La aventura de independizarse en el campo que Hall proponía en su libro no era solo para liberar al ciudadano de la polución y del hacinamiento; el objetivo principal era independizarlo del sistema económico que estaba articulado, como sigue hasta la fecha, por unos cuantos dueños y una angustiosa multitud de empleados que habían vendido su tiempo, y a la larga su vida, a la empresa de un particular. La idea de Hall no era en ese tiempo ninguna novedad, pero el título de su libro, Tres acres y libertad, nos hace ver la dimensión que tenía entonces esta palabra. Hall invitaba a sus lectores a embarcarse en una aventura incierta, llena de riesgos, que iba a ser implementada por gente de la ciudad que, seguramente, no sabía ni ordeñar una cabra ni dar un golpe a la tierra con el azadón; esa vida azarosa, sin ninguna clase de seguridad, ofrecía Hall a sus valientes seguidores, a cambio de una sola recompensa: la libertad.

La sociedad ha cambiado mucho en los últimos años, la libertad, esa palabra que en el siglo XX gozaba de un sólido prestigio, comienza a perder lustre en este convulso siglo XXI, como sugieren los números que expongo a continuación.

Según datos del Pew Research Center, el 40% de los jóvenes en Estados Unidos cree que el Gobierno debería regular la libertad de expresión cuando lo que se dice es ofensivo, piensa incluso que la autoridad debería intervenir antes de que el discurso ofensivo ocurra. En la segunda mitad del siglo pasado solo el 20% creía que el Gobierno debía regular la libertad de expresión, y unos años antes, en la década de los años cuarenta, la cifra se reduce al 12%.

Este creciente rechazo a la opinión que no es del gusto de la mayoría, se redondea con otros números muy significativos. De acuerdo con un estudio del World Values Survey, antes de la II Guerra Mundial, el 72% de los estadounidenses pensaba que la democracia era un sistema imprescindible para gobernar un país; hoy solo piensa eso el 30%, y además hay un 24% que piensa que la democracia es, directamente, una mala idea.

Los datos vienen de Estados Unidos pero la realidad no es muy distinta en los países europeos, donde el desprestigio de los Gobiernos democráticos ha crecido en los últimos años, igual que la intolerancia al discurso que se sale del cauce de la corrección política.

A un número creciente de ciudadanos del mundo industrializado del siglo XXI les tiene sin cuidado quién los gobierne; mientras les conserven su burbuja de bienestar y seguridad, no importa que el Estado, para protegerlos, tenga que espiar sus conversaciones privadas, ni que les reduzca su margen de libertad.

Antes que la libertad de expresión prefieren la libertad acotada, para no exponerse a opiniones políticamente incorrectas o que difieran de las suyas. Todo gira en torno a la seguridad, a la reducción de riesgos que es la gran obsesión de este siglo, y ese número creciente de ciudadanos ya ha puesto la seguridad por delante de la libertad.

En su ensayo The Complacent Class (St. Martin’s Press, 2017), Tyler Cowen apunta una serie de elementos que perfila con más detalle esta tendencia. La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad: no hubo guerras mundiales, ni demasiadas epidemias, ni grandes descalabros económicos, y en cambio el siglo XXI está afincado sobre un polvorín, a la desconfianza de la gente en el sistema democrático, hay que sumar el esplendor de los fundamentalismos religiosos y de los nacionalismos étnicos; todo esto invita a mirar el futuro con desconfianza, y quién desconfía lo primero que hace es replegarse.

La sociedad estadounidense, que fue forjada por miles de aventureros, desde los peregrinos del Mayflower hasta los incitados por Bolton Hall, ha perdido el gusto por la aventura. En los últimos 50 años se ha reducido a la mitad el número de personas que salían de su Estado natal para ir a buscar una oportunidad en otro, y en los últimos 40 el número de ciudadanos menores de 30 años que son dueños de un negocio se ha reducido en un 65%, lo cual ya indica que los millennials serán la generación empresarial menos productiva de la historia de aquel país.

Otros datos redondean el panorama abúlico que empiezan a ofrecer estos primeros años del siglo XXI: los empleados cambian menos de trabajo que sus padres y tienen mucho menos energía para proyectar e innovar, según los números de la oficina de patentes, que vienen decayendo desde 1999. Y un dato más, que es la viva metáfora de la abulia, del repliegue o, para decirlo con todas sus letras, del miedo que hoy nos define: el número de gente que aplica para conseguir el carné de conducir decae continuamente desde la década de los años ochenta. A este paso, On the Road, la gran novela americana donde Jack Kerouac cuenta un largo viaje en automóvil por Estados Unidos y México, va camino de convertirse en una historia absurda.

Parece que los índices de bienestar con los que se vive en el mundo industrializado han convertido al ciudadano en una criatura temerosa y poco dada a la aventura, que se siente a sus anchas en el reino del pensamiento único lo cual, necesariamente, reduce el espectro de la palabra libertad.

La libertad en los tiempos de Bolton Hall implicaba dejarlo todo y mudarse a vivir al campo en una parcela de tres acres. Establezcamos la escala: la medida de la libertad ha pasado, en poco más de cien años, de tres acres a los 50 centímetros cuadrados que mide la mesa en la que tenemos instalado el ordenador.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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[PENSAMIENTO] ¿La pornografía es también cultura?





¿Son equiparables erotismo y pornografía? ¿La pornografía es también cultura? ¿Ustedes que creen? Personalmente, yo no me atrevería a decir que no; pero menos aún que sí. La pornografía me parece aburrida; el erotismo, excitante. La pornografía es un empujón a los instintos; el erotismo una apelación a los sentidos. En resumen, pienso que la diferencia fundamental entre el erotismo y la pornografía es el buen gusto, pero solo es una opinión... 

El porno es, y ha sido, cultura, comenta en la revista Jot Down el escritor Martín Sacristán. Si consideramos la cultura en su concepto más amplio, comienza diciendo, el de conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial, no podemos dejar fuera la pornografía. Y si las mejores obras de arte son aquellas que mejor captan la expresión de la vida humana, hay que reconocerle al porno su certero reflejo de nuestros deseos y aspiraciones sexuales. Sean cuales sean, se cumplan o no.

Solo en la web porno más grande y visitada del planeta existen ochenta y nueve categorías entre las que elegir. No están todas las que podemos encontrar online, solamente aquellas que más demanda generan, y precisamente por eso pueden ayudarnos a conocer cuáles son los gustos sexuales de nuestros congéneres. A muchos nos sonarán términos como «maduras», «anal» o «corridas», pero necesitaremos estar más especializados para entender qué es «bukkake», «fisting» o «hentai». Y, definitivamente, términos como «cuckold» o «estilo panda» se nos escaparán, a menos que formen parte de nuestras íntimas fantasías. Lo cierto es que el acceso a todas estas modalidades sexuales en formato vídeo es gratuito en un gran número de webs, y con el coste de una conexión a internet podremos satisfacer nuestra curiosidad en pocos minutos. Y ampliar nuestra educación sexual, siempre entendida como saber qué cosas pueden dedicarse a hacer los demás, o uno mismo, con la pareja.

Muchos moralistas claman contra el acceso fácil y gratuito a la pornografía que internet ha hecho posible. Pero su reacción es tan poco nueva como el propio porno, que nos ha acompañado desde el mismo origen del Homo sapiens. Posiblemente porque la curiosidad, y el despertar del deseo sexual al final de la infancia, sea algo común a todos nosotros. Las sociedades de raíz judeocristiana han tratado de hacérnoslo olvidar, pero la cultura humana se ha empeñado, desde siempre, en proporcionarse porno.

La manifestación más antigua de que disponemos son las pinturas rupestres, donde los muñecos fálicos o la representación del sexo de la mujer son habituales, como en el «camarín de las vulvas» de la cueva de Tito Bustillo, en Asturias. Si el sentido de esos genitales sueltos se nos escapa por estar aislados, en los grabados, más centrados en escenas, se hace mucho más explícito. En la cueva de los Casares, Guadalajara, los hombres y mujeres paleolíticos dejaron tallados en la piedra de las paredes dibujos inequívocamente sexuales. En uno de ellos una mujer tumbada en el suelo recibe a un hombre, mientras un chamán vestido de mamut ayuda con su colmillo de marfil a la penetración. Puede que no sea un chamán, sino un dios, y que se esté contando un hecho mitológico, pero es innegable que representa un acto sexual. En otros yacimientos paleolíticos de Europa se han hallado escenas similares, e igualmente explícitas, con sexo lésbico, gay, zoofilia, masturbaciones y sexo oral bi y homosexual. Sesudas explicaciones de especialistas nos remiten a cultos a la fertilidad y significados mágicos, pero tal vez deberíamos dejar también espacio a una explicación más banal. Aquellos grabados les ponían, y esa es la función de la pornografía. Animar a la práctica sexual, o aliviar a las personas necesitadas de practicarla con un estímulo a la masturbación.

Egipcios, griegos y romanos son célebres por la presencia de la sexualidad en su vida cotidiana. En cambio la Edad Media suele concebirse como un periodo en que los mandatos de abstinencia y castidad de la Iglesia acabaron con lo sexual. Ese es un relato incompleto. Pocos documentos han dejado tantas evidencias de la imaginación sexual de los cristianos medievales como unos libros elaborados por monjes irlandeses. Son los penitenciales, que se distribuyeron ampliamente por Europa debido a la extensa labor misionera en el continente por parte de la Iglesia de Irlanda. La principal función de estos libros era ayudar a los sacerdotes para que adecuaran la penitencia al pecado cometido. Una labor fundamental para ellos, pues solo imponiendo un castigo justo salvarían las almas del infierno. El penitencial era básicamente un libro de preguntas, porque partía de la base de que el pecador no confesaría motu proprio, y que muchas veces sería tan ignorante como para no saber que estaba cometiendo un pecado.

Así que debemos imaginarnos a los confesores de entre los siglos VI y IX preguntando en la penumbra de una iglesia románica al creyente si «ha comido la menstruación de una mujer»; «practicado sexo con animales de cuatro patas»; «bebido el semen de un hombre»; «dejado que le penetraran analmente o penetrado él mismo por detrás»; «frotado sus genitales con los de otras mujeres» (pregunta dirigida a ellas); «fornicado con una monja»; «practicado el sexo en la posición del perrito»; o «practicado el sexo con tus hijas», entre otros. Son preguntas tomadas directamente de distintos penitenciales, que, no lo olvidemos, están escritos en latín. El pobre sacerdote, supuestamente célibe, tenía que traducirlas, de la manera más explícita posible, para ser bien comprendido, a sus vecinos. Se me hace difícil imaginar que al uno y a los otros no se les pasaran por la cabeza las imágenes de lo que se estaba describiendo. Y si su cura no les abría los ojos con aquello, la enorme preocupación de los penitenciales por el incesto, la zoofilia, el sexo oral y el homosexual, así como por las posturas distintas a la del misionero, hace más que evidente que la vida sexual europea en la Edad Media era bastante variada.

La Iglesia de Roma y su papa, siempre preocupada por una teología unificada, consiguió abolir y quemar en hoguera pública los penitenciales en el siglo IX. Aunque conservó una idea contenida en ellos, la de que la masturbación dejaba ciego. Mientras, los juglares y trovadores, que narraban sus poemas de memoria, dejando escasa presencia de ellos en documentos escritos, continuaron propagando la literatura erótica de forma oral. Y en la Baja Edad Media esa tradición volvió a ponerse por escrito. Los Cuentos de Canterbury, en lengua inglesa, nos hablan de un estudiante de música alojado en casa de un carpintero y, con una imagen muy explícita, nos explican que el día que el joven toca a la mujer de su casero, «ella se retuerce como un potrillo al que están herrando». Otra de las narraciones, la de la comadre de Beth, asegura que «un rabo goloso encaja con una boca laminera (golosona)». La Carajicomedia, escrita en castellano ya al principio del Renacimiento, tiene por protagonista a Diego Fajardo, «con luengos cojones como un incensario», que busca un remedio para su impotencia senil y hace un recorrido por los más famosos prostíbulos de Castilla y sus meretrices, hasta morir agotado de tanto meter. El catalán tiene también su obra cumbre, el Speculum al foder, que podríamos traducir como ‘Manual para joder’. Es un tratado sobre sexología que no atiende únicamente lo pornográfico, sino que da consejos sobre prácticas de higiene —es un decir—, y sobre cómo aumentar el deseo sexual con afrodisíacos. Nos habla de la existencia de consoladores de cuero rellenos de algodón, habituales entre las mujeres, y de la importancia de las caricias previas para excitar a la pareja. «A la mujer (…) que el hombre le haga cinco cosas: besarla, sobarla, pellizcarla, estrecharla y herirla con las manos. (…) Debe besarla en la boca, las mejillas, los pechos, las piernas y el vientre». El autor añade además una serie de posturas para hacer el amor, explicando que la más frecuente es la del misionero, pero con la mujer levantando las piernas y enlazando con ellas al hombre. Propone hacerlo en cuclillas, de lado, en pie, a lo perrito, y así hasta treinta y dos variantes posturales.

Las instituciones religiosas tardaron muchos siglos en someter al pueblo a su moral. Y la pornografía siguió acompañando a los europeos, con suficientes variedades como para generar abundante tráfico hacia un portal porno de nuestros días. Cuando llegó el Renacimiento la revolución pictórica plasmó por primera vez imágenes mitológicas, elaborada excusa para pintar mujeres y hombres desnudos. Podemos acercarnos a ese arte con muy eruditas intenciones, pero seríamos unos cínicos si no comprendiéramos que a sus contemporáneos les excitaba bastante. Si no, pregúntense por qué las figuras de la Capilla Sixtina estuvieron originalmente desnudas, y un papa mandó taparlas con telas tras la muerte de su autor, Miguel Ángel Buonarroti. Tampoco caigamos en la confusión, tales pinturas eran para unos pocos obispos, cardenales, papas, y para los nobles en sus palacios. El pueblo común no tenía acceso a la imaginería porno, aunque se conformaba con los versos eróticos.

Muchos de los que han oído hablar del Decamerón de Boccaccio no saben nada de Pietro Aretino, el gran pornógrafo renacentista. Sus obras han circulado bajo cuerda en las bibliotecas privadas de toda Europa y, si me permiten decirlo, siguen siendo divertidas y excitantes. La más conocida de ellas, La cortesana, es una burla de El cortesano, de Baldassarre Castiglione, best seller de su tiempo y manual de buenas maneras para aquellos que quisieran seguir una carrera en la corte, esto es, entre los reyes o nobles. Si Castiglione hace hablar a nobles personajes, Aretino emplea a dos prostitutas, que conversan sobre sus pasadas glorias, mientras una instruye a la otra en cómo introducir a su propia hija en el oficio. Para hacernos una idea, el libro abre con la protagonista siendo novicia y viendo por una rendija al abad enredado en una orgía con jovencitos. Su calentón es tal ante la escena que usa para masturbarse unos consoladores de cristal veneciano, los cuales rellena con su orina para que no estén tan fríos. Y así todo el libro.

Más interesante por su repercusión son Los modos, del mismo autor, un conjunto de dieciséis poemas ilustrados con penetraciones explícitas en dieciséis posturas diferentes. Es el primer libro impreso de carácter pornográfico conocido, y el primero que iba a poner en manos de la gente común las imágenes de la pintura reservadas a los ricos. Sus grabados estaban hechos por un discípulo de Rafael de Urbino, y los poemas de Aretino no dejaban dudas sobre el contenido: «Deprisa, a follar, vamos a follar, amor mío / que para follar todos hemos nacido; / que si tú adoras la verga, yo amo el higo: / y sin esto, el mundo al carajo hubiera ido». La edición fue secuestrada, el impresor encarcelado,  aunque Aretino consiguió librarle, y Giulio Romano (el autor de las ilustraciones) se refugió definitivamente en Mantua; al poeta acabarían tratando de asesinarlo por orden del secretario papal. No se conservan las imágenes originales, sí algunos fragmentos atribuidos, y supuestas copias realizadas por otros autores.

No hay constancia de volviera a haber otro intento tan claro de imprimir la pornografía en imágenes. Posiblemente porque el movimiento de la Contrarreforma consiguió dar más poder a la Inquisición en los países católicos, dado el interés de monarcas como Felipe II por parar al protestantismo. Es una época donde la Carajicomedia o el Speculum al foder lo hubieran tenido mucho más difícil para salir a la luz. A cambio, muchas historias eróticas circularon en hojas sueltas, anónimas, pegadas en las paredes, y aprendidas de memoria para transmitirlas en las tabernas.

Claro que también había autores que no se iban a asustar por la amenaza de las llamas. Francisco Delicado, clérigo español ubicado en Roma, nos hace en La lozana andaluza el mejor retrato de la prostitución en Roma en tiempos de Aretino y del papa Clemente VII. Explica todos los modos que usan las meretrices para ganar dinero con sus clientes y la forma de ejercer su oficio según la categoría. Las más tiradas son las muralleras, mujeres viejas o desfiguradas que rondan la muralla de noche y son tomadas desde atrás para no ver su cara horrible, aunque a cambio son la opción más barata. En un precio medio están las «chicas de la candela», que encienden una vela detrás de la ventana de su cuarto para avisar al paseante de que allí hay una libre. Y en lo más alto las que tienen casa propia, joyas, una mascota que suele ser un mono o un ave exótica, reservadas a hombres ricos. En la novela, Lozana, la protagonista, después de haber probado casi todas las variantes, y Rampín, su chulo, acabarán huyendo a Venecia antes del Saco de Roma, esa destrucción de la ciudad por las tropas de Carlos V. Comidos, eso sí, por la sífilis.

Ni siquiera los grandes herederos de Torquemada hicieron temblar a nuestros grandes poetas del Siglo de Oro. Con su habilidad para manejar los pies métricos, y ese lenguaje clásico del XVI-XVII, nos dejaron testimonios sobre cómo dos damas se amaron usando un consolador que incluía tiras de cuero para atarlo a la cintura. Los criados jóvenes se acostaban con sus señoras, y las jóvenes solteras buscaban consuelo en los frailes confesores, que tenían fama de calzar buena talla. Había defensores en verso de las gordas, y otros de las delgadas, y otros más que preferían a las maduras —hoy llamadas MILF—: «yo, para mí más quiero una matrona / que con mil artificios se remoza / y, por gozar de aquel que la retoza, / una noche de la hora no perdona». Todos son anónimos, pero no es difícil encontrar los rasgos del culteranismo de Góngora, del conceptismo de Quevedo, y tampoco identificar la maestría de Lope de Vega. Así que, ya ven, no todo fue el Quijote y su Cervantes, autor por lo demás bastante pacato en cuanto a sexo se refiere. La culpa de que pensemos así es de la mojigatería de nuestros académicos, que nunca se han atrevido a desvelarnos que nuestros escritores eran, además de lo demás, unos cachondos.

Nuestro país renegó de los clásicos del Siglo de Oro en el XVIII, pero no de lo pornográfico. Y uso este término separándolo del erotismo, porque el porno es bien explícito. Así lo es Samaniego, el famoso autor de «La zorra y las uvas», en su divertido Jardín de Venus. En esa obra el fabulista explota a menudo la realidad de que los pobres solo tenían una cama, y un hombre casado que duerme con su madre, su mujer y sus dos cuñadas, acaba catándolas a todas, mientras muchos niños se descalabran al caer de la cama por los empellones de su padre a su madre. Los muchachos cortan el pene monstruoso de un soldado, y lo inflan soplando por broma, rellenándolo de un canuto de metal, hasta que acaba en manos de una vieja, admirada de su tamaño. Un viajero se traslada al país de Siempre-mete, donde, por no poder hacer el amor más de trece veces seguidas, es sodomizado a placer por tres negros. Hay incluso hombres que se masturban en las iglesias oyendo el Cantar de los Cantares. Fábulas eróticas del fabulista por excelencia, y sin moraleja.

El otro gran autor del XVIII, Nicolás Fernández de Moratín, escribió en verso un Arte de las putas que es un auténtico ataque contra los puritanos. De forma sesuda, pero ágil y amena, explica que es imposible que el hombre no tenga poluciones nocturnas, y juzga muy necesario que existan las prostitutas para calmarle, a costa de que, si no, todas las mujeres honestas acabarán deshonradas. Y para dar más razón a sus argumentos cita la Biblia, refiriéndose a la mulata Agar, que reverdeció el deseo sexual de Abraham, y a Loth, que hizo nietos en sus hijas.

La pornografía siguió acompañando la cultura durante los siglos XIX y XX, el momento de mayor influencia, pues lo erótico y lo sexual fueron ganando la batalla al puritanismo. De hecho, el mayor revolucionario fue un inglés de la Inglaterra victoriana que, además de ser de los pocos infieles que ha entrado en la Kaaba de La Meca, tradujo al inglés el Kama-sutra, generando luxaciones lumbares hasta nuestros días. Sin duda, la revolución sexual y la liberación de la mujer a partir de la década de 1960 facilitaron la paulatina existencia de revistas pornográficas, primero, y producciones cinematográficas, después, hasta que porno e internet se hicieron prácticamente sinónimos. Nunca en la historia de la humanidad el acceso había sido tan fácil y la variedad tan grande como en nuestros días. Pero eso no significa que el porno no haya sido siempre parte de nuestra cultura, prohibido o no, porque nada que sea tan humano como el deseo sexual puede dejar de formar parte de nosotros.



Retrato de Lucrezia Borgia, por Bartolomeo Veneto, 1520



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy martes, 30 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





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