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lunes, 3 de octubre de 2016

[Historia] Del fracaso de la República a la guerra civil. Un análisis de Stanley G. Payne



La diosa Clío, musa de la historia


Dicen los historiadores Pilar y Alfonso Fernández-Miranda en su libro Lo que el Rey me ha pedido (Plaza & Janes, Barcelona, 1995), que leí en septiembre de 1995 y ayer terminé de releer por segunda vez con enorme placer, que está en la naturaleza de la historia y en la condición histórica de la existencia humana el que los hechos queden sujetos a reinterpretación continua, de suerte que solo cabe hablar de verdades, histórica y definitivamente establecidas, en lo que concierne a la consistencia fáctica de los hechos acaecidos, pero no respecto a su sentido profundo o al alcance de sus efectos. Es un criterio que como historiador me parece correcto y a él procuro atenerme en la medida de mis conocimientos.

En el ya lejanísimo verano de 1966, con veinte años recién cumplidos, leía mi tesina de graduación en la Escuela Social de Madrid. Llevaba el pomposo y conflictivo (para la época) titulo de El futuro político de España, y recuerdo que citaba en ella unas palabras del todopoderoso por aquel entonces director del diario Pueblo, órgano del sindicalismo vertical franquista, Emilio Romero, nada sospechoso de veleidades izquierdistas, que había comentado con énfasis que a la Segunda República española se la "cargó" (esas eran sus palabras exactas) una derecha cerril y montaraz que se negó a colaborar con ella. No le faltaba razón a don Emilio. Yo también lo pensaba entonces, quizá sin mucho fundamento dados mis escasos conocimientos históricos en aquel momento. Pero no todo el mundo pensaba lo mismo, ni entonces ni ahora. Y es que como decía Voltaire la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura. 

De entonces a acá, y sin que la susodicha tesina figure en antología alguna sobre la historia de la Segunda República ni tan siquiera de la última etapa del régimen franquista y su posible evolución una vez "cumplidas las previsiones sucesorias", que era de lo que trataba, se ha escrito suficientemente sobre el tema como para no insistir excesivamente en él. Como siempre he defendido que la Historia, como ciencia social que es, la deben hacer los historiadores y no los políticos, me gusta subir hasta el blog aquellas aportaciones que a mi modesto juicio enaltecen la profesión de historiador, aunque resulten polémicas. Y si hace unos días escribía sobre el 80 aniversario del inicio de la guerra civil trayendo hasta Desde el trópico de Cáncer un enjundioso artículo del escritor Rafael Narbona, hoy me animo a compartir con ustedes otro interesante comentario por parte del catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, el profesor Luis Palacio Bañuelos, publicado el pasado mes de julio en Revista de Libros bajo el título de De "una democracia poco democrática" a una guerra civil, reseñando dos recientes libros del afamado hispanista e historiador estadounidense Stanley G. Payne: Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora (Gota a Gota, Madrid, 2016), y El camino al 18 de julio. La erosión de la democracia en España. Diciembre de 1935-Julio de 1936 (Espasa, Barcelona, 2016), que espero merezca su interés.

Payne, comienza diciendo el profesor Palacio, es uno de los mejores conocedores de la España contemporánea. En sus dos nuevos libros completa su visión de la Segunda República –«cuando tuvo lugar la desunión de la sociedad civil española, el punto de inflexión de su historia más reciente»– y se interna en el origen de la Guerra Civil. Nos ofrece un retrato de Niceto Alcalá-Zamora y su influencia en el devenir de la República y escudriña el proceso que conduce al 18 de julio. Se trata de dos libros densos, minuciosos, rigurosos y bien documentados, referentes ya para el estudio de esta etapa histórica. En ellos, este hispanista norteamericano hace gala, una vez más, de su condición de gran historiador pues, como se dice en el Quijote, puede escribirse como poeta o como historiador: «el poeta puede contar o catar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna».

Don Niceto es un personaje poco y mal conocido, señala sobre la figura del que fuera primer presidente de la República. Contra él surgió toda una leyenda negra azuzada por el franquismo. Estos versos que cantaba la tropa durante la guerra, en 1936, son buena muestra del poco aprecio que suscitaba su persona:

El sinvergüenza de «El Botas»
a Noruega quiso ir.
Le dijeron los noruegos
que se marchara a París.
En París lo recibieron
los del Frente Popular,
entre tanto sinvergüenza
¿qué importa un canalla más?

¿Qué papel desempeña Alcalá-Zamora como presidente de la Segunda República?, se pregunta. Y estas son algunas de las respuestas de Payne en este libro: contribuyó más que nadie a la caída de la Monarquía y a la instauración de la Segunda República; fue la figura pública más importante de la España de aquellos años; influyó más que nadie en los asuntos públicos; tuvo más responsabilidad que ninguno en la quiebra de la democracia parlamentaria y en que el sistema se derrumbara y, como consecuencia, «fue más responsable que ningún otro individuo del estallido de la Guerra Civil».

La vida de Alcalá-Zamora (1877-1949), sigue diciendo, ayuda a entender mejor su actuación política. Su historia personal es una historia de éxito. Son notas relevantes en su biografía su formación como autodidacta, su precocidad mental y aguda inteligencia, su extraordinaria memoria fotográfica, su capacidad de trabajo y su extraordinaria salud. Estudió como alumno libre, siempre con resultados deslumbrantes, el bachillerato –viajaba «en un borriquillo» a examinarse al instituto de Cabra– y la carrera de Derecho en Granada. Sus triunfos continuaron en el doctorado –era un alumno favorito de Gumersindo de Azcárate–, en la oposición a letrado del Consejo de Estado –fue el número 1– y como brillante orador y jurista. Es el arquetipo de persona que se hace a sí misma. Nacido en una familia modesta, fue capaz de situarse magníficamente en Madrid gracias al ejercicio de su profesión en su bufete de abogado (1912), donde ganaría mucho dinero. Vivió –incluso en sus años de presidente de la República– en un «hotelito» que se compró en el número 30 de la calle Martínez Campos, con su mujer, Doña Pura, y sus seis hijos, y siempre mantuvo su finca «La Ginesa» en su pueblo. Tuvo una vida intelectual muy activa como miembro de tres Academias (Jurisprudencia, Ciencias Morales y Políticas, de la que fue presidente, y de la Lengua). Y en su carrera política, tras romper con su monarquismo (fue dos veces ministro de Alfonso XIII), llegaría a liderar el Comité Revolucionario, nacido del Pacto de San Sebastián, y a presidente de la nueva República. Don Niceto, un hombre de «aspecto vulgar con una prosa saturada de gongorismo», al decir de Wenceslao Fernández Flórez, era meticuloso, austero, escrupuloso, honesto; «modesto y vanidoso, desconfiado y rencoroso», subrayaba Azaña. «Para explicar aquel originalísimo ejemplar de andaluz hay que apelar a las cuatro razas que han hecho a Andalucía: don Niceto era un bético-hebreo-árabe-gitano»: tal vez sea exagerado este juicio de Salvador de Madariaga, pero es oportuno tener en cuenta su condición de cordobés-senequista. Y entendemos mejor a Don Niceto si lo ubicamos en su Priego natal, un pueblo fragmentado entre nicetistas y valverdistas, partidarios de Don Niceto o de José Tomás Valverde, que personalizaban dos maneras de ejercer el caciquismo y el poder local. Su actuación política con su desafortunado final crearon un «antinicetismo» transmitido oralmente: «Ay, Nicetillo / qué mal te veo / sin tu Ginesa, / sin tus enchufes / y ya tan viejo... / Vendiste a tu Patria / por dinero... / Vete a Moscú, / lejos de aquí». Pero, al margen de esta leyenda negra, la imagen pública de Alcalá-Zamora ha quedado marcada no sólo por su caciquismo y autosuficiencia, sino también por valores como su honestidad, trabajo y austeridad.

Payne comienza su libro, nos dice el profesor Palacio, afirmando que, en contra de lo aceptado, la Segunda República fue mucho más revolucionaria que democrática pues, más que concentrarse en la democratización política, abrió un proceso revolucionario que culminó en una guerra civil. Los primeros fallos fueron de los republicanos fundadores, marcados por el radicalismo, sectarismo y personalismo, así como por su sentido patrimonial de la República, que les llevaba a defender que era de izquierdas y únicamente de la izquierda. Respecto a Alcalá-Zamora, explica las múltiples contradicciones que vivió como presidente católico en una República anticlerical y cómo y cuánto contribuyó a la polarización de España. Retomando lo escrito en su día por Javier Tusell, Payne se reafirma en que la República «era una democracia poco democrática».

En 1931, continúa relatando, se proclamó una República democrática que, aunque carente del aval de un referéndum o de unas elecciones legislativas, vio aceptada su legitimidad por la mayor parte del espectro político. De los tres grupos que impulsan el nuevo régimen –los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro–, sólo estos últimos, defiende Payne, otorgaban un valor intrínseco a la democracia liberal y a las normas del sistema electoral parlamentario. Para el resto, el concepto de revolución aplicado a la República no era tanto un sistema político como un determinado programa de reformas culturales e institucionales para el cual era indispensable eliminar permanentemente a los católicos y a los conservadores de cualquier participación en el Gobierno. Eso ocurrió tras las elecciones de junio: elaboraron una Constitución que no reflejaba la opinión pública española al rechazar el consenso y restringir algunos derechos de los católicos. La insurrección revolucionaria de 1934 tiene como punto de partida, según Stanley Payne, la radicalización del socialismo español durante 1933 y 1934. Se trataba de recuperar el poder a toda costa. Y, como no era posible por medio de unas elecciones democráticas (1933), que legítimamente ganó la derecha, había que lograrlo por la revolución. En este libro, Stanley Payne abunda en el hecho de que Azaña y otros líderes de izquierda pretendieran convencer al presidente de la República para que se buscaran alternativas y «se olvidaran» los resultados logrados democráticamente, lo que resultaba de una gravedad inusitada (para las elecciones de 1933 y de 1936 se basa en trabajos que cita de Roberto Villa y Manuel Álvarez Tardío). Este fue, para nuestro autor, «su gran momento como presidente: su firme negativa a cancelar los resultados de las primeras elecciones verdaderamente democráticas en la historia de España, como le reclamaba la izquierda». Es decir, su gran acierto fue, insiste el autor del libro, resistir la presión de Azaña para que formase un gobierno extraparlamentario que pudiera manipular unas elecciones, y su mayor error, denegar el poder a la CEDA; no quiso seguir la lógica de la democracia parlamentaria y permitir que el partido más votado formase gobierno. Alcalá-Zamora hizo uso de sus prerrogativas como presidente para acabar con gobiernos que eran claramente mayoritarios e interfirió en el funcionamiento del Ejecutivo. Además –apostilla Payne–, precipitó el comienzo de la crisis con las elecciones de febrero de 1936, «totalmente innecesarias e incendiarias», que se convirtieron en una especie de plebiscito entre el proceso revolucionario abierto en 1934 y la contrarrevolución. En definitiva, le faltó coraje moral y político para enfrentarse con la izquierda en el poder, del mismo modo en que lo había hecho con la derecha. Y, en cualquier caso, todo respondía a su modo caciquil de entender la política y a la sobrevaloración de su papel como garante de la República liberal.

La tesis final de Stanley G. Payne, añade más adelante, es que las profundas raíces provincianas y su formación en la cultura política elitista y predemocrática de la Restauración hicieron de Alcalá-Zamora un personaje decimonónico que nunca llegó a entender la política de masas del siglo XX. Se decía por ello que era «Alfonso en rústica», una edición de bolsillo de Alfonso XIII. Don Niceto, añade nuestro autor, no supo ver que «la revolución es un proceso, no un acontecimiento». Su personalismo y egocentrismo le llevaron a concebir «un papel heroico en la jefatura del Estado, como el artífice de un nuevo equilibrio a través de la manipulación constante». Pero en la práctica no respetó del todo la Constitución. Sus defectos de personalidad y su falta de visión y juicio político lo convertirían finalmente en «uno de los principales enterradores de la República».

Tras ser cesado como presidente de la República, nos dice, Alcalá-Zamora tuvo que vivir exiliado el resto de su vida. Fue una etapa dramática, que Stanley Payne expone en el libro con todo detalle. El día 6 de julio –el mismo día en que cumple cincuenta y nueve años– Don Niceto, libre de cargos y responsabilidades, decide hacer realidad su sueño de conocer los países del norte de Europa acompañado de su familia. Un barco les llevaría de Santander a Hamburgo y a Islandia. En Reikiavik le llega la noticia del estallido de la guerra. Queda consternado. Obtiene en Francia el estatus de refugiado y se instala en Pau, cerca de la frontera. Tras el desenlace de la guerra decide exiliarse en Argentina, hacia donde se embarca en noviembre de 1940. El viaje fue una horrible odisea: Marsella, Dakar –donde son retenidos 128 días en condiciones penosas–, Casablanca, de nuevo Dakar y La Habana, hasta que el 28 de enero de 1942 llegan a Buenos Aires. En aquellos 441 días de éxodo, Don Niceto y su familia experimentan lo que significa ser exiliados.

Transterrados –conterrados dirá Juan Ramón Jiménez–, exiliados, olvidados –palabra con resonancias buñuelianas– traducen la misma realidad vivida por cerca de medio millón de españoles como consecuencia de la Guerra Civil, sigue diciéndonos. Realidad más dura, si cabe, en el caso del expresidente de la República, al que no se le paga su pensión presidencial, se le embarga su patrimonio personal, se prohíbe que se le hagan transferencias de fondos y se saquean las cajas fuertes que tenía en bancos. Don Niceto tuvo que empezar una nueva vida y pasar de ser un hombre acaudalado a tener que trabajar a diario para mantener a su familia. Pudo sobrevivir gracias a sus colaboraciones en prensa: su amigo Adolfo Posada le había conseguido una columna en La Nación de Buenos Aires y también colaboraría en L’Ere nouvelle de París. Fruto de su trabajo de aquellos años nacerían libros como 441 días, Confesiones de un demócrata, Régimen político de convivencia en España, Lo que no debe ser y lo que debe ser, La Guerra Civil ante el Derecho Internacional o La paz mundial. Payne, a pesar de la dura crítica que hace de su papel como presidente de la República, reconoce noblemente que «esta última etapa de su vida revela las más admirables cualidades de Alcalá-Zamora». Explica que fue fiel a los ideales de la República y sus hijos Pepe y Luis lucharían en el ejército popular. Alcalá-Zamora, a diferencia de otros intelectuales, jamás apoyó a Franco y el dictador nunca devolvería sus bienes a su familia «por haber hecho posible la revolución». Rechazado y abandonado por ambos bandos, muere a los setenta y un años; sería enterrado, siguiendo sus deseos, envuelto en la bandera republicana junto con un puñado de tierra española.

En el segundo de los libros reseñados por el profesor Palacio, Payne narra con gran detalle el camino que lleva al 18 de julio: la erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936), es decir, los hechos que, en cadena, conducen a la guerra, aunque –afirma– fue evitable hasta el 15 de julio. Se detiene en muchos de los líderes. Ratifica su visión de un Azaña que se había declarado sectario, radical, y no un liberal, y que funcionó como los socialistas esperaban, como un Aleksandr Kérenski que acabaría plegándose a ellos, como ocurrió el 19 de julio. E insiste en que su apuesta de apoyarse en los partidos revolucionarios del Frente Popular fue demasiado arriesgada en vísperas de la Guerra Civil y que Azaña pecó de ingenuidad y le sobró soberbia al creer que con el tiempo renunciarían a sus pretensiones revolucionarias. Le culpa, sobre todo, de no haber creado un gobierno de concentración. Es cierto, dice Payne, que Azaña se dio cuenta de su error el mismo 18 de julio, cuando ofrece a Martínez Barrio formar un gobierno de concentración, pero ya era demasiado tarde. En cualquier caso, concluye Payne, el error fundamental cometido por Azaña y Casares Quiroga fue que no se tomaron lo bastante en serio el peligro de rebelión militar.

Este libro, continúa Palacio, ofrece un estudio, paso a paso, del proceso revolucionario. Explica que, según las instrucciones del Comité Revolucionario, la insurrección debía tener «todos los caracteres de una guerra civil» y seguía planes del manual La insurrección armada, del mariscal Mijaíl Tujachevski para el Ejército Rojo en 1928. «Sorprende –añade– la ligereza con que los socialistas –y antes los anarquistas– contemplaban la posibilidad de guerra civil». Y refrenda a Santos Juliá: los socialistas pretendían no una revolución preventiva, sino un proyecto de responder a una supuesta provocación con el propósito de conquistar todo el poder para el partido y el sindicato socialista. En El Socialista del 25 de setiembre de 1934, puede leerse: «Renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía. Bendita sea la guerra».

El Gobierno de centro-derecha, añade a continuación, cae a fines de septiembre de 1935 como consecuencia del escándalo del estraperlo, que aprovecharía Alcalá-Zamora para manipular y forzar la dimisión de Alejandro Lerroux, a quien deseaba destruir, algo bien distinto a su proclamado deseo de «centrar la República». En esta misma línea sitúa Payne el caso de José María Gil-Robles, que no logra formar gobierno porque el presidente –que retrata al líder derechista como un «epiléptico y frenético caudillo» cuya política era reaccionaria– se lo impide. La envidia y el resentimiento de Don Niceto, unidos a su obsesión por restaurar el poder de la izquierda, fueron fatales para el destino de la República, según Payne, que cita a Cambó en sus memorias, cuando dice que Alcalá-Zamora tuvo gran parte de culpa de que llegara la República y «fue el principal responsable de que estallara la revolución y en ambas ocasiones obró por resentimiento».

El Gobierno de Manuel Portela, dice, que excluye a la CEDA, no se sometería a una votación parlamentaria porque Alcalá-Zamora echó mano de la prerrogativa presidencial para cerrar las Cortes durante treinta días. Este tipo de decisiones caciquiles hicieron que se viera a Don Niceto como un enemigo implacable de las Cortes. Poco después decreta las elecciones de febrero de 1936. Afirma Stanley que sectores socialistas y comunistas pensaban emplear la violencia y el fraude para garantizar el resultado electoral. Payne revisa en este libro el importante y controvertido tema de las irregularidades que se produjeron en las elecciones de 1936: «Todo este proceso constituyó la etapa más decisiva de la erosión de la democracia en España». Finalmente llegó el momento de prescindir de Alcalá-Zamora. El 5 de marzo, Indalecio Prieto escribía en El Liberal un artículo en el que decía que debía ser sustituido por un presidente netamente izquierdista. Diez días después, las Cortes se abrían entonando La Internacional, muestra del ambiente que allí existía. El Frente Popular habla ya claramente de poner en marcha la dictadura del proletariado. Azaña desea que Don Niceto dimita y así se lo sugiere el 7 de abril. El presidente renunciaría finalmente tras la votación de las Cortes en su contra. El 10 mayo de 1936, Azaña será elegido Presidente de la República. Encarga a Indalecio Prieto que forme gobierno, pero, al pretender que fuera una coalición socialista-republicana, se topa con el radicalismo de Largo Caballero. Le llega el turno a Casares Quiroga, hombre leal a Azaña. Los problemas entre prietitas y caballeristas se acentúan: aquéllos buscan alianzas con los republicanos de izquierda y éstos reclaman la revolución marxista. Para lograrla, Largo Caballero estrecha sus relaciones con los comunistas, intentando forzar a Azaña y a Casares para que den paso a un gobierno socialista revolucionario. Es en este contexto donde el Partido Comunista, con diecisiete diputados, podía por primera vez desempeñar un papel significativo, gracias al apoyo de los caballeristas.

El libro, añade Palacio Bañuelos, dedica un minucioso análisis a la trayectoria del Partido Comunista. Tras las elecciones de 1936, una delegación del PCE recibía de la Comintern un documento que habría de servir de guía para «la revolución que estaba desarrollándose en España». Payne afirma, en contra de lo habitualmente aceptado, que la posición del PCE en el Frente Popular no era moderada, sino extremista, en pro de una República popular. Recuerda también que el Partido Comunista recibía de la Unión Soviética ayuda financiera y pautas políticas: debía rechazar el insurreccionismo y la violencia de masas, asumiendo una variante de la táctica fascista en Italia y Alemania para hacerse con el poder, paso a paso, y siempre en nombre del antifascismo. El objetivo era que el Gobierno republicano dejara paso a «un Gobierno obrero y campesino». En este entramado, Stanley Payne analiza el papel desempeñado por Luis Araquistáin, principal teórico del caballerismo, que defendía un paralelismo histórico entre las revoluciones rusa y española, y que escribiría en Claridad que «el dilema histórico es fascismo o socialismo, y sólo lo decidirá la violencia». Y recuerda la pretensión de Largo de crear un partido único con los comunistas: «¡No hay ninguna diferencia!», proclamaba. Este proyecto era inviable, pero animó a las Juventudes Socialistas a unificarse, el 5 de abril, como Juventudes Socialistas Unificadas. Su líder, Santiago Carrillo, escribía en Mundo Obrero el 10 de mayo que las Alianzas Obreras se convertirían en la versión española de los soviets revolucionarios, en órganos para la dictadura de una clase.

En los meses de mayo y junio, sigue diciendo, Stanley detecta una fuerte erosión de la democracia. Desórdenes públicos, violencias, aceleración de la reforma agraria y del terror en el campo andaluz, arrestos arbitrarios, violencia creciente, etc. Cada vez se habla más de guerra civil en aquella España que proseguía su «triste anárquico caminar», que diría Sánchez-Albornoz. La sesión del 16 de junio en la Cortes fue dramática. Gil-Robles hizo recuento de asesinatos (269) y otros desmanes. Son bien conocidas las intervenciones en las Cortes de Calvo Sotelo y Casares en medio de gritos y amenazas. Todo se precipita. A comienzos de julio, la conspiración no era un secreto, pero el Gobierno optó por esperar a que se produjera la sublevación para yugularla y restablecer la paz.

El libro, nos señala el profesor Palacio, dedica un capítulo entero (acude a los trabajos de Alfonso Bullón de Mendoza) al asesinato de Calvo Sotelo que, para Payne, es el «equivalente funcional al asesinato de Giacomo Matteotti en Italia en 1924» y porque anticipaba el modus operandi de las checas revolucionarias en Madrid durante los cinco meses siguientes. Aquel magnicidio fue el catalizador necesario para transformar una conspiración en una rebelión violenta. La Segunda República había dejado de ser un sistema parlamentario constitucional. Claridad, el día 16, publicaba la Técnica del contragolpe de Estado para iniciar «la dictadura del proletariado o del Frente Popular»; su director, Luis Araquistáin, habla de que una revolución violenta requería una guerra civil para triunfar. «Largo Caballero –concluye Payne– conseguiría crear su dictadura revolucionaria, pero después de un gran torbellino de confiscaciones de propiedades de todo tipo y un programa de asesinatos en masa que acabaría con la vida de más de cincuenta mil personas».

Finalmente, añade, Azaña convenció a Diego Martínez Barrio para que formara un gobierno moderado de centro-izquierda. Si se hubiera planteado antes esta solución, según Payne, tal vez se hubiera evitado la guerra. Pero ya no interesó a nadie. Y llegó el Gobierno de republicanos de izquierda con José Giral. Tras los cinco meses de Frente Popular, se había vivido una etapa prerrevolucionaria de transición hacia la revolución directa y comenzaba la Tercera República (Burnett Bolloten), la «República popular española» (Comintern y Partido Comunista de España) o la «Confederación republicana revolucionaria de 1936-1937» (Carlos M. Rama).

Para Payne, concluye el profesor Palacio, el 18 de julio fue una rebelión provocada por una oleada de atropellos, actos ilegales y violencias. Dos factores fundamentales determinaron que sobrevendría una guerra civil: la división dentro del ejército y la entrega de armas a los revolucionarios. Es falso, añade, que nadie deseara entonces una guerra civil, pues todos los marxistas revolucionarios la consideraban una inevitabilidad histórica y el general Emilio Mola veía que un golpe de Estado sería totalmente imposible y que una insurrección militar sólo podría vencer a través de una guerra civil. Sin olvidar que durante la República –insiste Payne– se repitió una actuación consistente en ignorar la realidad, dejar que los acontecimientos se desbordaran y luego responder con una hiperreacción.

En estos libros, el autor (Payne), echando mano de los resultados de nuevas investigaciones, completa y matiza sus tesis de antaño, nos dice Palacio. Defiende con contundencia «el carácter revolucionario y radical» de la realidad republicana y se muestra más crítico con la izquierda. Prohibido antaño por el franquismo, Stanley Payne es hoy acusado por algunos de ser benevolente, e incluso lo llaman converso. Lo que para unos es traición, para otros y para él mismo es «mayor equilibrio» al disponer de más datos. Para entender esta evolución, tenemos que remontarnos a su libro La revolución española, que, según explica él mismo, «fue una especie de hito para mi concepción de la política española». Su diagnóstico sobre los procesos revolucionarios ha cambiado. Lo antes aceptado de que «la derecha era inicua, reaccionaria y autoritaria, mientras que la izquierda (a pesar de ciertos excesos lamentables) era fundamentalmente progresista y democrática» se ha trocado, a la luz de nuevas investigaciones y reflexiones, en que «la izquierda no era necesariamente progresista ni, desde luego, democrática, sino que en realidad, en la década de 1930, había ocasionado un retroceso de la democracia relativamente liberal instaurada entre 1931 y 1932». Sus tesis hoy son, sin duda, más arriesgadas pero, como ya se dice en el Quijote, «es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente a todos los que le leyeren». 




Madrid, 14 de abril de 1931



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 2937
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 15 de enero de 2016

[Historia] De nuevo, sobre la Transición española a la democracia



Campus de la Universidad Complutense, Madrid


Cuando era yo aún un mozalbete, a finales de los 50 del pasado siglo, recuerdo que tenía un vecino, unos años mayor que yo, que estudiaba en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Vivía justo encima de nuestro piso, en el 3º-D, del número 24 de la calle Chile de Madrid. Lo admiraba; o mejor dicho, lo envidiaba. A mí, aquello de que alguien estudiara una cosa llamada "Ciencias Políticas" me sonaba como muy exótico. Era un joven alto, delgado y apuesto. Lo recuerdo casi siempre vestido con pantalón y jersey negro; y un mucho distante, estirado y presuntuoso, como muy creído de su superior estatus de estudiante universitario. Nadie de mi familia había pasado nunca por dicha institución; eso era algo alejado de nuestras posibilidades y pretensiones. Lo nuestro era, terminados los estudios (como máximo el bachillerato superior) comenzar a trabajar. Ignoro si terminó la licenciatura y si acabó como profesor en la Facultad de Ciencias Políticas. Le perdí la pista, aunque su familia seguía viviendo en el mismo piso cuando yo me vine a Canarias, a comienzos de 1967. Por su edad, ahora tendría que estar rondando los 75 años, y me extrañaría que hubiera llegado a tiempo de conocer como alumnos a la nueva hornada de diputados y senadores que acaban de acceder a sus cargos electivos y dan la impresión de pretender reescribir la historia, la de España y la del mundo, como si nada hubiera ocurrido hasta, al menos nada de valor ni importancia, que ellos han hecho su aparición. 

Denostar la Transición española a la democracia es para ellos, para una buena parte de ellos, sobre todo la más ubicada a la izquierda, su punto de partida y de referencia. No seré yo quien les lleve la contraria; sinceramente, como protagonista -modestísimo- de ella (de la tan denostada Transición), me la trae al pairo su opinión. Respeto su derecho a exponerla, faltaría más, pero me dejan frío la mayor parte de sus argumentos. Así que, como historiador, cuando sale a debate público algún nuevo estudio que arroje una cierta luz sobre ella y sus zonas oscuras, siento que renace en mí la esperanza de alguna vez dejemos los españoles de torturarnos con nuestro pasado y lo asumamos tal y como es, como fue, sin utilizarlo como arma arrojadiza de unos contra otros. 

Luis Palacios Bañuelos es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Revista de Libros publicaba hace unos días un interesante artículo suyo, titulado Narrar la Transición con sus luces y sombras, en el que reseñaba críticamente un reciente libro del historiador hispano-británico Tom Burns: De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015).

Cuando se cumplen cuarenta años de la proclamación de Juan Carlos I como rey de España nombrado por Franco, -dice el profesor Palacio- es oportuno reflexionar sobre la Transición, pues aquella ilusión que acompañó al proceso de hacer realidad la democracia se ha trucado hoy –por desconocimiento histórico, por el lógico paso del tiempo o por inducción partidista– en desafección para muchos españoles. De esto trata este interesante libro de Tom Burns, añade.

La tesis central es que «la Transición fue la caída del árbol de la fruta madura» y hoy «la mercancía –la fruta– está muy podrida». El libro de Burns -dice- dedica más de trescientas páginas a mostrar el proceso por el que la manzana va pudriéndose y la democracia pervirtiéndose, ayudándonos así a entender mejor qué ha fallado para, a partir de ahí, revisar, rectificar y regenerar nuestra democracia.

Para Burns, -dice Palacio- el punto de arranque de la Transición está en el tardofranquismo y su comienzo fue la jura en julio de 1969 de Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey; el éxito del desarrollismo español; el peso del recuerdo de la Guerra Civil; y la toma de conciencia por parte de los españoles de la normalidad existencial de España y su deseo de normalidad política. Porque la Transición -añade- tenía un doble objetivo: lograr una democracia de corte europeo y consolidar a la Corona como árbitro del sistema parlamentario. El «actor» elegido para representar la función fue Adolfo Suárez, sugerido al rey por Torcuato Fernández-Miranda: «lo que el rey me ha pedido». Con lo que no contaron era con que Adolfo Suárez querría seguir ocupando un papel estelar en la siguiente función, en la segunda etapa de la Transición, que era la democracia.

La importantísima Ley para la Reforma Política es muestra de que se entendiera la lógica de la madurez de la fruta. Perspicazmente, -añade- Burns apostilla que el anteproyecto de dicha Ley que finiquitó la dictadura fue redactado por un prohombre del régimen y «estaba a la altura de lo que escribían los padres fundadores de la independencia de Estados Unidos». En ese texto, Fernández-Miranda decía que, en democracia, la supremacía de la ley era la expresión de la voluntad suprema de los españoles y que los diputados del Congreso serían elegidos por sufragio universal directo y secreto. Nada que ver con el franquismo. Y concluye que «habiendo examinado escuetamente la lanzadera del tránsito a la democracia, cabe preguntarse ahora hasta qué punto Franco fue ajeno al proceso político que se desataría con su muerte y con el entierro del Régimen». No ha de olvidarse que el «atado y bien atado» se sustentaba en dos soportes: primero, en el príncipe y, segundo, en las instituciones del régimen y, por tanto, el nombramiento de un sucesor culminaba su obra.

El libro se detiene -sigue refiriendo Palacio- en el papel desempeñado por los jóvenes reformistas del régimen –la «generación del tránsito»–, pues ellos eran quienes mejor sabían cómo cortar la fruta, que estaba madura, sin dañarla. Adolfo Suárez, Eduardo Navarro, Rodolfo Martín Villa y Gabriel Cisneros son algunos de ellos. Entendieron que la Transición era un proceso que se distinguiría por la continuidad y no el continuismo. Querían pactar evitando rupturas. Eran hombres formados en un joseantonianismo/falangismo y en un patriotismo crítico con la situación política del franquismo, y antes de morir Franco ya estaban en otra cosa. El arquetipo es Suárez, «uno de esos políticos natos que saben al segundo la orientación que toman los vientos […] fue un camaleón […] lo notable de Suárez fue un perfil irreprochablemente adaptado a la encrucijada de su tiempo». Comenzaron a conocer a un Juan Carlos que, a raíz de su juramento como sucesor de Franco, les inspiraba confianza y optimismo y «ayudó a descubrirnos que España era capaz de conseguir todo lo que se propusiera, y este optimismo lo puso en marcha don Adolfo Suárez». 

En la operación Transición -sigue diciendo Palacio- hubo tres actores fundamentales: Juan Carlos como empresario, Torcuato Fernández-Miranda –«seguramente el político más inteligente y a la vez el más soberbio del Régimen»– como guionista de la obra y Adolfo Suárez como actor elegido para la representación: «fue un trepador más competitivo hacia las alturas del poder y el más telegénico de aquella quinta». Pero el autor del libro -añade- no olvida, amén del papel del pueblo español, la oposición, la Iglesia, etc., a otros muchos protagonistas como Santiago Carrillo, Rafael Calvo Serer, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Jaime Carvajal, Carlos Arias Navarro, Luis Carrero Blanco, José Joaquín Puig de la Bellacasa y un largo etcétera. Y se detiene en Fraga, por su relevancia política y su aceptación de la democracia, afirmando que Suárez le robó su agenda reformista, su cartel centrista y la mayor parte de su base electoral. Pero su máxima atención -dice Palacio del libro de Burns- la dedica máxima al rey Juan Carlos, Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar.

Primero, al rey Juan Carlos, al que denomina como "la partera de la democracia". Su intención inicial -añade- de animar a la creación de un amplio partido de centro-derecha fracasó, pero, gracias a su conocimiento de la realidad española, pudo comprobar que la fruta estaba madura y supo ver que él, apoyado por gente de su generación, sería quien cogería esa fruta para articular una España constitucional y una monarquía parlamentaria. Él era continuador del régimen, pero para reinar y restaurar la monarquía de los Borbones, para lo cual no podía ser el continuista del franquismo. Burns -dice el profesor Palacio- tiene claro que el rey heredó a Franco, pero «sucedió» a su padre, don Juan.

¿Pero cómo se llega a pudrir la manzana? Los comienzos de «una fermentación que convirtió la fruta madura en una manzana podrida» están para Burns en el proceso electoral y en el marco establecido para elegir unas Cortes constituyentes que definirían los parámetros de la democracia. Comienzan cuando el PSOE decide que, para vender mejor su mensaje, más que un ideario plural, era necesario poner un rostro a la voz de un partido que llevaba cuarenta años debajo de las piedras. Felipe González, con su gran tirón popular, estableció un liderazgo fuerte e incuestionable que en adelante sería una constante en el parlamentarismo español, pues algo similar hicieron el resto de los partidos: el jefe sería quien repartiría las diferentes parcelas de poder. En resumen, -añade- los socialistas eligieron un rostro por razones tácticas y los centristas lo hicieron por pura necesidad con el Suárez del «puedo prometer y prometo», único activo de una UCD que no era sino una amalgama de ambiciones personales de distinta procedencia. Y el liderazgo de Felipe González fue en aumento, mientras que el de Adolfo Suárez fue disminuyendo hasta desaparecer. Porque Suárez no supo capitalizar sus logros políticos y el electorado, que no es nunca agradecido, no votó en reconocimiento a promesas cumplidas, sino en función de otras ofrecidas y más ilusionantes.

Será durante los años del PSOE en el poder y, luego, durante la etapa del centro-derecha, cuando aquella fruta madura se estropee del todo. Aquello de «quien se mueva no sale en la foto» era mucho más que una anécdota, pues en realidad, puntualiza Burns, no dejaba de ser una norma irrenunciable del anterior régimen. El análisis que Burns hace de Felipe González, como líder que acaparó todo el poder centrando en torno suyo la vida pública en España, resulta muy sugerente. Felipe González «estableció un estilo de ejercer el poder y de gobernar que definiría la política española a lo largo de una época». Suresnes –donde no se refundó, sino que se reinventó el PSOE–, el Felipe González heterodoxo y no marxista, el Felipe González del discurso ético, el Felipe González pragmático, darían vida a un partido a su medida, el felipismo, que estableció el procedimiento, las tácticas y las trampas según las cuales se comportarían los partidos políticos. Acumular poder, fabricar adhesiones inquebrantables y mesianismo fue lo que el felipismo dio a unos votantes que se lo demandaban. Aquel PSOE de Felipe González, más que izquierdista, era populista. Comenzó así un nuevo régimen con un poder político que tenía toda la apariencia de ser un poder absoluto: y la fruta madura de la libertad acabó pudriéndose. Emergió la tóxica tentación del adanismo, del rechazo de conductas anteriores y pasaron al olvido las señas de identidad del partido tradicional, su comportamiento ético y su austeridad moralizante, porque aquel cúmulo de votos «alejó la posibilidad de la alternancia en el poder y debilitó a la sociedad civil».

Igual que Adolfo Suárez le robó el centrismo a Fraga y Felipe González se lo robó a Suárez, Aznar le robó el centrismo a Felipe González después de catorce años de felipismo. Aznar -continúa diciendo- entró en política cuando la fruta madura había sido cosechada hacía tiempo. Heredó de González una incuestionable manzana podrida: «fuertes desequilibrios económicos –siendo la desocupación de uno de cada cinco españoles en edad de trabajar el más lacerante de ellos–; una administración pública anquilosada por falta de reforma, y desmotivada y bajo sospecha por haber sido politizada; y una instituciones deslegitimadas al estar altos cargos bajo acusación judicial». Aznar era el candidato de una nueva generación de políticos. Modernizó el centro-derecha y lo desfranquicizó. Los populares tenían un cheque en blanco para darle la vuelta al centro-derecha cuando se hicieron con el partido en el congreso de Sevilla en 1990 e intentaron implantar el centro reformista. Sus aportaciones, económicas sobre todo, fueron, según Burns, importantes. También traza paralelismos entre Aznar y el socialdemócrata Tony Blair, y habla de su fascinación por Estados Unidos, que acabó por hundirles en el más hondo de los pozos. Tanto que, injustamente, a ambos se les recuerda solamente por la guerra de Irak. Pero Aznar decepcionó a quienes esperaban de él un reforzamiento del sistema parlamentario. Pudo haber hecho una reforma de la Ley Electoral, pudo haber patrocinado un debate interno y fomentar la transparencia en el PP, pudo haber profesionalizado –es decir, despolitizado– la Administración pública, pero la manzana siguió pudriéndose bajo su mandato. Su prioridad fue sanear las cuentas públicas, reducir la inflación y estimular el crecimiento económico para que España estuviese en la parrilla de salida de la Eurozona. Difícil todo ello, porque el PSOE legó un balance muy deteriorado. Burns destaca que el haber económico de Aznar fue abultado e incuestionable. No lo fue en lo político. Y nombrar sucesor fue la continuación de las peores prácticas de la vieja política.

Pero lo peor llegó después de Aznar, cuando «la nave tomó un rumbo progresivamente pantanoso». No dedica espacio el libro a José Luis Rodríguez Zapatero, que, sin duda, no era Felipe González. Fue un exaltado que llegó a preocupar seriamente a los veteranos del socialismo hispano y que resucitó, entre otras cosas, el penoso tema de las dos Españas. 

El libro de Tom Burns -concluye el profesor Palacio- es una narración que aporta claridad y planteamientos novedosos en aquel laberinto que fue la Transición. En resumen, -añade- «el franquismo injertó el estatismo y el corporativismo a la fruta madura y los legó a la sociedad española junto con el deseo, no anticipado por la dictadura, de reconciliación y el ansia de la normalización política». La tentación caudillista, o populista, se hace presente tanto en la derecha como en la izquierda cuando los diputados carecen de cercanía con los votantes y el Parlamento. Unos y otros crearon un híbrido entre el sistema presidencialista y un sistema parlamentario, inclinándose hacia el primero. Con la Ley Electoral florecieron el hiperliderazgo y el control del aparato y se corrompió la manzana. Cuarenta años después, -dice- la mercancía está muy podrida, pero no es necesario partir de cero, añado yo, para recomponerla.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









Entrada núm. 2577
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)