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lunes, 30 de noviembre de 2009

Estatuto, Cataluña , España




El Tribunal Constitucional en sesión




A estas alturas de la cuestión me imagino que el que más y el que menos tiene ya opinión formada sobre el follón del Estatuto de Cataluña a su paso por el Tribunal Constitucional. Así pues, ni una palabra más por mi parte; yo también la tengo formada, pero es la mía, y como no va a influir para nada en la resolución del contencioso me la guardo para mi. En todo caso, me gustaría recordar la anécdota que Julia Roberts protagoniza en la película "El Informe Pelícano" (Alan J. Pakula, 1993; basada en una novela de John Grisham) y que leí en un periódico de hace unos días. Julia Roberts, la protagonista, es una aventajada estudiante de Derecho. Su profesor (y amante), en una de sus clases, plantea a los alumnos un caso real en el que fue impugnada ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos una ley estatal que recortaba derechos reflejados en la Constitución Federal, pidiéndoles que argumentasen cual creían que fue la resolución del Supremo. La Roberts hace una exposición muy elaborada jurídicamente, argumentando que los derechos reconocidos en la Constitución están por encima y prevalecen sobre cualquier ley estatal que los conculque. Su profesor la felicita por su argumentación, pero la dice, que no, que el Tribunal Supremo falló a favor de la ley estatal. Y la respuesta de la protagonista, jurista en ciernes es: "Pues el Supremo se equivocó"... (Los puntos suspensivos son mios).

Hace treinta años que conozco a la magistrada del Tribunal Constitucional y ponente de la sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, Elisa Pérez Vera. Fue mi profesora de Derecho Internacional Privado en la Facultad de Derecho de la UNED, y compartí con ella asiento en la Junta de Gobierno de la Universidad y en su Consejo Social, ella como Rectora y yo como representante de los alumnos. La admiro profundamente como jurista y como persona y estoy seguro de que sea cual sea la sentencia final será jurídicamente impecable.

Dicho esto, reconozco que me duele profundamente la animadversión de buena parte de los españoles, y por supuesto de la dirección del partido Popular, hacia Cataluña y los catalanes. Lo disfracen de lo que lo disfracen y por mucho que Rajoy se quiera poner de perfil para no salir pringado, él, y el partido Popular, son responsables en gran medida del distanciamiento, perceptible, y cada vez mayor, entre Cataluña y el resto de España.

Aunque sólo fuera por eso, por la necesidad de tender y no cortar puentes entre catalanes y españoles me parece acertado y súmamente interesante el artículo que el pasado día 28 de noviembre publicó en El País ("Estrategia del reencuentro") el profesor Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Les recomiendo su lectura.

Se cuenta en la república checa que la mayor parte de sus conciudadanos se sintieron encantados y aliviados cuando los eslovacos decidieron por su cuenta y riesgo la desaparición del estado federal checoslovaco y optaron por la separación de checos y eslovacos en dos estados independientes... Estoy seguro de que algunos españoles y algunos catalanes también celebrarían el divorcio entre Cataluña y España. Con sinceridad, yo no entendería nunca una España sin Cataluña, pero tampoco una Cataluña sin España.

Sean felices, por favor, aunque no corran buenos tiempos para la lírica. Tamaragua, amigos. (HArendt)





Elisa Pérez Vera, magistrada del Tribunal Constitucional






"ESTRATEGIA DEL REENCUENTRO", por Pablo Salvador Coderch
Catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona
EL PAÍS - Opinión - 28-11-2009

Son muchas cosas las que unen a catalanes y españoles. No tiene sentido alguno cultivar ese cinismo que señala que sólo existe en común el hartazgo por la inane cerrazón de las respectivas clases políticas.

Si un terremoto asolara Cataluña, la mayoría de los catalanes preferiríamos refugiarnos en Zaragoza antes que en Marsella, en Valencia antes que en Lyon, en Madrid antes que en París. Seguiríamos, pues, en España en lugar de salir al extranjero en busca de acogida, de calor, de amistad. Pero la desmesura del ejemplo imaginario al que acabo de recurrir delata al instante la magnitud del desencuentro entre Cataluña y España. Tiene remedio, sólo que, como ya ocurrió entre 1975 y 1980, habrá que volver a empezar. La estrategia del reencuentro tiene tres ejes: el primero pasa por la implantación territorial del catalán; luego, es preciso que Cataluña obtenga capacidad real de decisión para captar y asignar recursos económicos; y, por último, necesita juzgados y tribunales propios e independientes. Como toda estrategia, ésta persigue garantizar la pervivencia de una cultura -la hispánica- en la cual todavía nos reconocemos muchos. Su objetivo a largo plazo es el reencuentro, una nueva unión con ventajas mutuas. Y la clave del éxito reside en saber articular la estrategia de modo tal que ambas partes -España y Cataluña- se comprometan irrevocablemente a jugar limpio durante el largo proceso de autodeterminación, negociación y apertura de un periodo constituyente. Vamos a ello.

En primer lugar, el catalán habrá de ser la lengua visible en el territorio catalán, como el alemán, en Zúrich, o el francés, en Quebec. Ningún arreglo de menor intensidad bastará. Nunca. Pero, a cambio de ello, los españoles prestarán un servicio inmenso a los catalanes si nos reclaman hacer de la lengua un instrumento formidable de cohesión social, jamás una barrera de entrada. El catalán no puede ser degradado al papel de coartada de mediocres, de quienes, siempre mezquinos, esconden su inepcia tras la noble lengua de Ramon Llull y Ausiàs March. El compromiso dolerá a ambas partes, pero todos saldremos ganando. Y nuestros nietos darán fe.

Luego Cataluña deberá disponer de autonomía económica y concertación fiscal. A cambio de ello, España exigirá prevalencia efectiva del derecho estatal en los ámbitos regulatorios propios de un mercado único, pues ni este país ni las empresas que invierten en él pueden permitirse 17 agencias reguladoras de la competencia, 17 bancos de España, 17 agencias de protección de datos y así sucesivamente. En 1980, Cataluña tuvo su oportunidad de crear una Administración Pública modélica -pues arrancaba de cero- pero la malogró en buena medida y a conciencia. Pudimos tener un civil service, pero construimos una diputación provincial grande. Administrativamente, estuvimos por debajo de lo exigible: una de las grandes cualidades de la Administración Central del Estado, que se cuenta entre de las mejores del mundo, es la calidad sin par de sus altos cuerpos de funcionarios, pero los catalanes no acertamos a la hora de copiar el modelo. Casi por suerte, con todo, los asalariados del sector público catalán son menos del 13% de las personas ocupadas.

En tercer lugar, urge una judicatura específicamente catalana, tribunales propios como los de California o Nueva York: los catalanes no queremos sólo llenar de contenido económico los poderes legislativo y ejecutivo que ya tenemos, sino que reivindicamos también el judicial, pues el primero y el segundo carecen de sentido sin el tercero. Pero Cataluña deberá aceptar de España una regla estatal de diversidad (diversity jurisdiction): los tribunales españoles serán competentes en los litigios entre catalanes y no catalanes, sean individuos o compañías mercantiles. Esto será, quizás, lo más difícil, pues todo tribunal es casero y, una vez más, Cataluña habrá de confiar en la neutralidad de los tribunales españoles. Apuesto por ello: la mayor parte de los jueces de este país carecen de color político. A Dios gracias.

La estrategia del reencuentro se articula mediante una negociación, sigue con una votación y culmina con una reforma constitucional. Los catalanes reclamaremos negociar y, luego, votar en paz. Pero, en el proceso, España podrá rendirnos el inmenso servicio de exigir respeto a las reglas del juego limpio. Así, la pregunta sobre la autodeterminación habrá de ser inexcusablemente clara. Al respecto, la Ley de 29 de junio de 2000, del Parlamento de Canadá (Canadian Clarity Act), es una muy buena guía y ya está inventada. Los canadienses se habían dirigido a su Tribunal Supremo en busca de una solución al embrollo de Quebec y el Tribunal, en una sentencia legendaria de 1998, estableció el canon de la doble claridad: en primer lugar, resolvió, la pregunta a los ciudadanos de la provincia debería ser nítida y directamente si aquéllos querrían dejar de formar parte de Canadá y acceder a la independencia. Y en segundo término, una mayoría clara de la población debería pronunciarse afirmativamente. Sólo tras la doble clarificación resultaría posible arrancar una negociación política y el proceso consiguiente de modificación de la Constitución.

La pregunta en un referéndum catalán, por tanto, no podrá ser ni farragosa, ni si los catalanes escogemos entre el Cielo y esta tierra, siempre dura y agreste, sino si estaremos dispuestos a soltar amarras. Porque España es una polity seria: un Estado respetado -a pesar de sus gobiernos- que tiene política exterior y hasta de defensa. Cuenta con empresas de nivel mundial, a las cuales controla en última instancia. La lengua española es un portaaviones profesional, económico y cultural de primera magnitud. Sin autoengaños, los catalanes deberíamos ser conscientes de que una Cataluña independiente tendría la misma política exterior que un país europeo muy pequeño, es decir, ninguna. Como habríamos de serlo ya que, en todas las elecciones autonómicas bajo el régimen constitucional de 1978, nunca se ha abstenido menos del 35% del censo electoral, mientras que, en las generales, sólo una vez un porcentaje mayor del electorado dejó de votar. Claridad, pues, en la pregunta y claridad también -rotundidad- en la respuesta: la que brinda una mayoría real. No olvidemos que algún nacionalista catalán radical teme más a las gentes que viven y trabajan en Cataluña que a los españoles, pues si mañana realmente votáramos todos, saldría que no. Que no.

España tiene armas, instrumentos políticos de primera magnitud para hacer entrar a muchos catalanes en las razones inconfesadas del realismo, del interés nacional: en Europa está España, no Cataluña -esquina en desgarro, como diría el notario Juan José López Burniol- una Cataluña que no es Eslovaquia, ni Eslovenia, ni Flandes. España sabe que buena parte de la inmigración, que no vota, puede ser nacionalizada y puede empezar a hacerlo. De ahí las angustias de algunos nacionalistas, nativistas claros que reclaman votar ya, no fuera que un millón de neocatalanes diera al traste con su invento dentro de cuatro días. Al tanto: a muchos catalanes nos atrae del nacionalismo su amor sincero por la lengua y por la manera catalana de hacer las cosas. Pero nos distancia de él su faccionalismo cainita -¡en los campos de fútbol veo tres banderas catalanas distintas!- y su eventual propensión a confundir disidencia con traición -¿qué me espera tras haber afirmado en público aquello que defiendo en privado?-.

Pero escribo de buena fe con lo que resta de mi ánimo, volcado en el interés de todos o de casi todos, en el de un reencuentro que nos permita otras dos generaciones de vida compartida en Sefarad, fascinante pell de brau. ¿Qué nos une a catalanes y españoles?, me preguntarán. Muchas cosas y bastantes muy buenas, créanme: no caigan, por favor, en la tentación del cinismo, en la noción de que a catalanes y españoles sólo nos unirían el hartazgo compartido ante la inane cerrazón de nuestras respectivas clases políticas y la sospecha terrible de que, a la postre, son precisamente las nuestras porque nosotros mismos las hemos puesto a mandar, que aquí nadie ha nacido en los árboles. Y es que la duda embarazosa que nos abruma a todos es si, al final, el problema real de Cataluña no es tanto aquello que la diferencia de España, como precisamente aquello en lo que coincide con ella, que es casi todo. Lo bueno y lo malo. Persigamos, pues, lo mejor en el reencuentro del mañana. Ganaríamos.





El profesor Pablo Salvador Coderch, con el Rey





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Entrada núm. 1254 -
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