martes, 16 de septiembre de 2025

EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LAS CICATRICES, DE PIEDAD BONNETT

 






LAS CICATRICES




No hay cicatriz, por brutal que parezca,

que no encierre belleza.

Una historia puntual se cuenta en ella,

algún dolor. Pero también su fin.

Las cicatrices, pues, son las costuras

de la memoria,

un remate imperfecto que nos sana

dañándonos. La forma

que el tiempo encuentra

de que nunca olvidemos las heridas.




PIEDAD BONNETT (1951)

poetisa colombiana























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY MARTES, 16 DE SEPTIEMBRE DE 2025

 


































lunes, 15 de septiembre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY LUNES, 15 DE SEPTIEMBRE DE 2025

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes, 15 de septiembre de 2025. La meta común del diálogo intercultural en un mundo cada vez más tecnificado debe ser la aspiración a construir la paz, escribe en la primera de las entradas del blog de hoy la filósofa Adela Cortina. En la segunda, un archivo del blog de septiembre de 2015, se hablaba de Jennifer Lawrence, una joven actriz de 23 años, premiada con un Óscar de Hollywood, pero desde hace unos meses apenas aparece en público ni concede entrevistas ni habla con la prensa, lo cual, en la sociedad contemporánea, significa poco menos que renunciar a la existencia, y todo porque en septiembre de 2014 un hacker robó una serie de fotografías en las que la actriz aparecía desnuda; eran imágenes privadas, pero al poco tiempo aparecieron públicamente por todos los confines de la Red, y la reacción de la sociedad consistió en algo frecuente: la culpabilización de la víctima. El poema del día, en la tercera, se titula Un canto fúnebre, es de la poetisa inglesa Mary Shelley, y comienza con estos versos: Esta mañana, amor, tu galante navío/se lanzaba a la mar bajo un cielo radiante./Pocas horas después, una negra tormenta/lo ha hecho naufragar. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "ἡμεῖς ἀπιοῦμεν" (nos vamos); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt

















DEL FRANKENSTEIN DEL SIGLO XXI

 








La meta común del diálogo intercultural en un mundo cada vez más tecnificado debe ser la aspiración a construir la paz, escribe en El País [Frankenstein en el siglo XXI, 11/09/2025] la filósofa Adela Cortina. Nunca pudo imaginar la genial Mary Shelley la huella que iba a dejar aquella novela que escribió para ganar una apuesta: Frankenstein o el moderno Prometeo. El marco no podía ser más apropiado. Verano de 1816, una reunión de amigos, poetas por más señas, en Villa Diodati (Suiza). Lord Byron lanza a sus compañeros el desafío de escribir durante la noche un relato de terror. Los interpelados eran nada menos que el matrimonio Shelley, John Polidori y el propio Byron. Es verdad que solo Polidori logró concluir su novela, pero esa noche nació el mito del Prometeo moderno gracias a la única mujer del grupo. El relato es desde entonces bien conocido: el estudiante Frankenstein crea vida a partir de la materia inerte, reúne piezas de cadáveres y pronuncia ese fiat que parece reservado solo a Dios, valiéndose ahora de la electricidad.

Es verdad que la ambición de crear seres vivos a partir de la materia inerte ha sido un elemento común a diversas culturas, como la sumeria, china, judía, cristiana, musulmana, y que en esos casos los relatos venían envueltos en historias de terror. Por eso, no es extraño que en el siglo XXI, con el nacimiento de la inteligencia artificial (IA), se hable de frankenfobia para designar el temor a las máquinas supuestamente inteligentes que pueden dañar a los seres humanos. Un temor totalmente infundado, porque la IA es un conjunto de instrumentos que pueden ser muy valiosos si los manejamos desde un marco de principios éticos. Bueno sería que una ética de la IA aprendiera el verdadero mensaje de Mary Shelley: la gran tragedia del monstruo es que su creador le ha infundido una aspiración a la felicidad imposible de alcanzar, porque a la vez lo ha hecho único y no puede encontrar a un semejante con el que compartir la vida.

Cabría preguntar si en el siglo XXI, pese al florecimiento de la conectividad, no ha quedado preterida la comunicación. Conectarse no es comunicarse. El incremento de la soledad por el encapsulamiento en las plataformas, el aumento de las enfermedades mentales por el aislamiento son nuevas patologías. Y en la ética política, la imposibilidad de construir un “nosotros” desde el que tomar las decisiones conjuntamente dificulta la formación de sociedades democráticas, en las que los afectados por las nuevas tecnologías deberían ser también los protagonistas de las decisiones, con ayuda de los expertos.

La buena noticia es que han proliferado los principios éticos para la IA desde la Conferencia de Asilomar de 2017 con el objetivo de intentar que sea diseñada para el bien. Hasta el punto de que, según el Inventario global de directrices éticas sobre IA de Algorithm Watch, en 2020 había ya más de 160 principios propuestos, nacionales, internacionales, supranacionales y globales. La noticia no tan buena es que esos principios se enfrentan a la dificultad moral de descubrir orientaciones éticas interculturales, teniendo en cuenta la diversidad de culturas en un mundo globalizado, y al escollo técnico de incorporarlas en los sistemas inteligentes de forma que actúen éticamente. ¿Qué “leyes éticas” es preciso o conveniente incorporar en sus programas, que podrían aprender mediante el machine learning?

Son cuestiones esenciales, porque las empresas que producen las tecnociencias ya no se contentan con adaptar el medio a nuestras necesidades y deseos, sino que se afanan por adaptar nuestras necesidades y deseos al medio, al entorno creado para que se desarrollen mejor las IA. Una clara muestra de que las tecnociencias no son neutrales, porque están en manos de quienes se disputan el poder económico y político. El problema no es el monstruo de Frankenstein.

A mediados del siglo pasado, los representantes de la primera generación de la Escuela de Fráncfort, Adorno y Horkheimer, denunciaron el eclipse de la razón, producido “gracias” al triunfo de la racionalidad instrumental, que entiende de medios pero es incapaz de ponerse de acuerdo en valores últimos desde los que entenderse y organizar la vida conjuntamente. La segunda generación, sobre todo Habermas, en estrecha conexión con Apel, sacó a la luz la realidad de la razón comunicativa, que nos permite superar el imperio de la razón instrumental y organizar el mundo desde el “nosotros” de los seres humanos, desde la intersubjetividad que nos constituye. Como bien decía Hölderlin, “somos un diálogo”, y la imposibilidad de ejercerlo con un semejante era la tragedia del monstruo de Frankenstein. En ese diálogo no pueden entrar las IA, incapaces de comunicarse desde un trasfondo de intersubjetividad del que carecen.

Pero, si el diálogo entre las personas de diversas culturas fuera posible, ¿hacia dónde querríamos ir en este mundo global e intercultural? ¿Hay alguna meta común? Sí, la hay: la aspiración a construir la paz está presente en todas ellas.

En 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos señaló el objetivo común de construir la paz tras la dolorosa experiencia de guerras inmisericordes. Construirla sigue siendo la tarea conjunta, que no es una utopía, un no lugar, sino una idea regulativa, en el sentido kantiano, que sirve como orientación para la acción y como crítica para la situación presente. Porque desde un punto de vista teórico no podemos asegurar que llegaremos a una sociedad mundial pacífica, pero tampoco negarlo. Y cuando la razón teórica no puede garantizar una cosa u otra, la razón moral lanza su veto irrevocable: “No debe haber guerra, porque esa no es la forma en que los hombres deben resolver su derecho”. Lograr una paz justa es la meta común de la humanidad, un ideal presente en muy distintas culturas.

Bueno sería que Netanyahu recordara el versículo de Isaías: “¡Qué alegres son los pies del mensajero que anuncia la paz!”. Poner fin a la guerra y aceptar los dos Estados sería el camino.

Ojalá Putin releyera el pacifismo militante de Tolstói, porque hay un tiempo de guerra indeseable que debe desembocar en la añorada paz. O aplicara a Zelenski las palabras sanadoras de Dostoievski a favor de los que han sido humillados y ofendidos.

Trump se empeña en hacer grande América por el camino equivocado, la está empequeñeciendo, cuando cuenta con infinidad de clásicos como Thoreau.

Por su parte, la Unión Europea debería recordar tradiciones como la del Defensor pacis, de Marsilio de Padua, pero no menos La paz perpetua kantiana, que propone alcanzarla construyendo Estados de derecho democráticos en el nivel mundial entre los que se creen lazos éticos y jurídicos. Apoyar a Zelenski para lograr una paz justa que no le impida entrar en la OTAN y en la UE es ahora la tarea de los que trabajan por la paz.

También trabajar por la paz es lo que propone Xi Jinping verbalmente en el discurso pronunciado con ocasión del 80º aniversario de la rendición de Japón. Solo que las palabras son muy sufridas y es imposible construir la paz cerrando filas con dictadores como Putin o Kim-Jong-un. Pero el hecho de emplearlas muestra que valores como la paz son los que pueden exhibirse en público, porque la humanidad los desea.

En esa línea, España debería recuperar aquel espíritu de la Transición que alumbró una etapa ética y próspera, una democracia de calidad, un Estado de derecho sólido, capaz de ser un eslabón en el camino mundial hacia la paz. Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR. Su último libro es ¿Ética o ideología de la inteligencia artificial? (Paidós).




















ARCHIVO DEL BLOG. INQUISIDORES 2.0. PUBLICADO EL 18/09/2015

 






No suelo comentar libros que no he leído salvo casos excepcionales. Este es uno de ellos. Me refiero al titulado "Inquisidores 2.0. El sueño del robot o el fraude de la libertad de información" (Ed. Almuzara, Córdoba, 2015), escrito por el magistrado, jurista y profesor universitario Plácido Fernández-Viagas, y reseñado magníficamente por el arquitecto y crítico cultural Pedro Torrijos en Revista de Libros en un artículo titulado "El espejismo individual, o el monstruo borroso de la Inquisición contemporánea", que pueden leer íntegramente en el enlace anterior. Esta entrada no es continuación intencionada de la publicada en el blog hace unos días con el título "La envidia", pero ambas ganan en claridad si se las pone en relación. 

La novia de América, dice Pedro Torrijos al inicio de su reseña ya no habla con nadie. Jennifer Lawrence aún no ha cumplido veinticuatro años y ya ha sido distinguida con un Óscar de Hollywood. Es universalmente famosa, pero su actitud es la misma que la de cualquier otro joven. La del cualquier persona normal. Pero desde hace unos meses apenas aparece en público ni concede entrevistas ni habla con la prensa, lo cual, en la sociedad contemporánea, significa poco menos que renunciar a la existencia. Y todo porque en septiembre de 2014 un hacker robó una serie de fotografías en las que la actriz aparecía desnuda. Eran imágenes privadas, pero al poco tiempo aparecieron públicamente por todos los confines de la Red. Por todos los confines del mundo. La reacción de la sociedad consistió en algo frecuente: la culpabilización de la víctima. Si no hubiese subido las imágenes a la Nube, nadie las habría encontrado. Si no se hubiese hecho las fotografías, no existirían. Lo cual, paradójicamente, se enfrenta de manera frontal a la cultura de la total transparencia en que vivimos. 

A menudo se ha escrito, continúa diciendo el articulista, sobre la dicotomía entre las dos grandes novelas distópicas del siglo XX: "1984" y "Un mundo feliz", entre el Estado fascista de George Orwell, que uniformiza a sus súbditos en un sistema vertical clásico, y la civilización que describía Aldous Huxley, una masa autoanestesiada a través del ocio, la química y, en esencia, la búsqueda de una felicidad sin propósito, de un bienestar adormecido. El libro de Plácido Fernández-Viagas, añade, no apuesta por ninguno de los dos planteamientos, sino que los encaja y los enlaza y los amalgama en una suerte de pacto flotante como manera de definir la realidad del siglo XXI, porque "Inquisidores 2.0" es un ensayo exhaustivo y muscular, pero también es conscientemente nebuloso en respuesta a la nebulosa conformación de la sociedad contemporánea.

En menos de ciento setenta páginas de robusta erudición, añade Torrijos, el libro de Fernández-Viagas nos bombardea con conceptos y explicaciones, con más de ciento cincuenta citas y referencias que se agregan y se yuxtaponen y se fragmentan, y a veces se apoyan y otras se contradicen para, finalmente, generar una tesis que no se afirma con rotundidad lineal. Según el autor, el pilar de la realidad occidental contemporánea es la libertad de información. Lógicamente, la libertad de pensar como uno quiere y de expresarse como se piensa sólo tiene cabida dentro de la democracia, el sistema que posibilita que, en efecto, las ideas puedan competir en igualdad y ser sustituidas unas por otras. De hecho, como garante democrático, la libertad de información pronto se convierte en mecanismo de control inverso: en herramienta de crítica a los poderes públicos y que desemboca en la igualdad. «Tous les Hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits», que decía la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1798. Pero, ¿somos todos en verdad iguales? Pues en realidad sí, pero probablemente no tal y como lo concibieron los diputados de la Asamblea Nacional Constituyente.

La transparencia, raíz de la libertad de información, sigue diciendo, es muy anterior a la Revolución Francesa. De hecho, tiene que ver con la consciencia medieval de la muerte. La muerte en la Edad Media, especialmente la venida a través de pestes y plagas, no se contempla como una situación natural o un accidente extraño, sino como un castigo divino a los pecados. Había que estar vigilante contra los enviados del Diablo. Y la Inquisición y el reformismo puritano lo supieron estar. Así, los calvinistas abrazaron con vigor el concepto de transparencia, lo que explicaría la obsesión de los ciudadanos de Ginebra, que descolgaron sus cortinas haciendo ostentación de que todo lo que ocurría en sus casas podía contemplarse sin cortapisas. Si el alma es pura, nada tiene que esconder. Pero ningún alma es lo suficientemente pura: todas albergan algún secreto, algún pudor o alguna vergüenza. Y cuanto más enseñaban, más fomentaban la penetración del ojo inquisidor, que tomaba mil formas, desde el mismo estamento oficial o eclesiástico hasta la pura ciudadanía.

El concepto de transparencia, continúa, bucea durante la historia como elemento catalizador de la comprensión del mundo y, tras la llegada de la Ilustración, se transforma para seguir resistiendo en el corazón del nuevo modelo. Una vez sustituida la imposición divina por el imperio del Hombre, centro de la sociedad postmedieval y revolucionaria, han pasado los siglos y la idea de transparencia ha sobrevivido hasta nuestros días. Modificada pero con el mismo o mayor poder que hubiere tenido. La libertad de información se presenta como una máxima de la civilización democrática contemporánea, pero no nos hemos dado cuenta de que se ha convertido en ese fraude que Fernández-Viagas sitúa como uno de los subtítulos de su ensayo. «Uno de los grandes instrumentos históricos en la lucha contra el Antiguo Régimen está siendo utilizado ahora como medio para destruir las reputaciones ajenas», afirma. En efecto, los medios de comunicación, aun conservando parte de su necesaria actividad como crítica del poder, con frecuencia están movidos por la envidia o el revanchismo interesado, cuando no por el puro chisme y el cotilleo. Sabemos que las personas distinguidas y sobresalientes son, en el fondo, iguales que nosotros. Igual de vulgares y corrientes. Igual de sucias. Pero queremos que nos lo digan. Queremos verlo. Queremos que todos lo vean. Y disfrutamos con ello. No en vano, las noticias más leídas y con mayor número de clics en los periódicos digitales –esto es, las que más beneficio económico reportan– a menudo son las relacionadas con el chismorreo.

Haciendo gala de la libertad de información, añade, el ojo de los medios es implacable, incontenible y no rinde cuentas. Si escarbando en lo más profundo de nuestra intimidad no consiguieran encontrar nada, buscarán en la de nuestra pareja, y después en la de nuestra familia, amigos, allegados y conocidos. Además, la injuria aparece a cinco columnas en la primera plana, pero la rectificación apenas ocupa la esquina de una página par, con las consecuencias que ello comporta para los afectados. Bill Clinton fue un buen presidente de Estados Unidos, o quizá fue un mal presidente de Estados Unidos, pero siempre estará asociado al caso Monica Lewinsky. Albert Einstein era un genio, sí, pero abandonó a su familia. En una reciente entrevista, Jennifer Lawrence, cuya única culpa es la de existir, afirmaba sentir miedo por el futuro de su carrera como actriz.

Se diría entonces, añade más adelante, que los diferentes, los famosos y los notables tienen menos derecho a la intimidad que el resto de los ciudadanos. Que los medios de comunicación, con nuestra propia connivencia, se lo han –se lo hemos– arrebatado. Pero Fernández-Viagas opina que no. Que todos hemos perdido el derecho a la intimidad porque todos hemos perdido la propia intimidad. Y con ella, la individualidad. En el siglo XXI, la aparición de la Red 2.0 y su camino bidireccional de la información está acabando con la individualidad. 

Ya no se trata de, añade, que por envidia, necesitemos saber que los brillantes y los más dotados son tan vulgares como nosotros: es que todos somos exactamente iguales a todos. El problema es que esta vigilancia perenne destruye el comportamiento individual. Como somos animales sociales, nadie quiere destacar por arriba ni por abajo por miedo a ser repudiado y, al final, ni siquiera actuamos de acuerdo con nuestros propios deseos o motivaciones íntimas. Actuamos como los demás esperan que actuemos. Como nosotros esperamos que actúen los demás. Todos nos hacemos selfies con palos para selfies y sonreímos en todas nuestras fotografías que ven todos los demás. No hay motivaciones íntimas porque la intimidad ha desaparecido. El puritanismo ha vencido gracias a las redes sociales y la nueva Inquisición es una máquina global y multicéfala de la que todos somos cómplices y partícipes. No hay más que atender a las últimas informaciones vertidas en prensa para darnos cuenta.

Según la hipótesis –y no olvidemos que sólo es una hipótesis– de Fernández-Viagas, continúa diciendo, el proceso de sustitución del Hombre por una entidad social superior está viviéndose en este preciso momento. Para justificarlo, alude a la pérdida de la individualidad y la dignidad como herramienta evolutiva de la sociedad. Además, como la Red 2.0 genera un flujo bidireccional de la información y también de la vigilancia, todos los seres humanos, también los anónimos, acabamos siendo instrumentos de ese proceso pretendidamente evolutivo de la desindividualización.

¿Y por qué haríamos tal cosa?, concluye por preguntarse y preguntarnos el comentarista. ¿Cuál es el mecanismo que nos convierte en enemigos de nuestra propia naturaleza individual como seres humanos? Según el autor, vivimos presos de la búsqueda de la felicidad. Desde que la ciencia abole la superstición e introduce el concepto de progreso, aceptamos que los cambios son consecuencia del avance hacia un objetivo último y mejor. La misma ciencia ha eliminado casi por completo la antigua visión de la enfermedad y la muerte. Sin estas amenazas, el ser humano tendría que preocuparse únicamente de la felicidad. De su felicidad. Y un hombre es más feliz cuando ha eliminado las preocupaciones. Ya ni siquiera tenemos miedo a que descubran nuestros secretos ocultos, porque no los tenemos. Porque «Ser como todo el mundo nos libera del trabajo de pensar». Al diferente no se le ve como un enemigo, sino como un enfermo; como alguien que ha renunciado al bienestar y al que, por cierto, puede curársele. Hemos interiorizado psicológicamente la uniformidad como mecanismo de felicidad. El texto afirma que vamos camino de convertirnos en robots felices, si es que no lo somos ya. Si aceptamos que tan solo somos engranajes de una máquina social en evolución, estamos abocados a nuestra desaparición real como individuos independientes. Poco importarán nuestras actuaciones, nuestras reflexiones o, incluso, que nos avisen y tengamos plena consciencia de ello. Estaríamos destinados a desaparecer disueltos en un cerebro colectivo, por mucha resistencia que ofreciésemos. Y, en segundo lugar, porque la hipótesis que plantea el ensayo no tiene verdadera base científica o sociológica más allá de las elucubraciones que, con notable elocuencia, eso sí, plantea el autor. 

Espero leer "Inquisidores 2.0", el inquietante libro de Plácido Fernández-Viagas, en la primera oportunidad que tenga. Lo más pronto posible... De momento ya lo he pedido a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas. Ya les contaré.

P.S.: Ya lo he leído, y confieso que me ha parecido más fascinante, y aterrador, de lo que pensaba. Para nuestra desgracia, creo que su autor tiene toda la razón en su profética denuncia. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt

















EL POEMA DE CADA DÍA. HOY, UN CANTO FÚNEBRE, DE MARY SHELLEY

 







UN CANTO FÚNEBRE




Esta mañana, amor, tu galante navío

se lanzaba a la mar bajo un cielo radiante.

Pocas horas después, una negra tormenta

lo ha hecho naufragar.


¡Dolor! ¡Dolor! ¡Dolor!

En las profundidades,

acunan los espíritus

tu sueño ahora eterno.


Sobre la arena yaces, amor mío,

mientras baten las olas,

y las ninfas del mar

entonan un eterno canto fúnebre.


¡Venid! ¡Venid! ¡Venid!

¡Oh, espíritus marinos!

Junto a su lecho de algas,

velo su cuerpo a solas.


A lo lejos, amor,

y mar adentro, en las profundidades,

un lamento salvaje el eco arranca

en las grutas marinas.


¡Oíd! ¡Oíd! ¡Oíd!

Son ellos, los espíritus del mar,

que hacen oír su pena sin consuelo

y acompañan mi llanto interminable.




MARY SHELLEY (1797-1851)

poetisa británica























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY LUNES, 15 DE SEPTIEMBRE DE 2025