domingo, 8 de junio de 2025

EUROPA COMO NÉMESIS. ESPECIAL DE HOY DOMINGO, 8 DE JUNIO DE 2025

 






La Unión Europea no solo es un modelo alternativo a Estados Unidos. Ahora, su antiguo aliado la señala como enemigo. Paradójicamente, la identidad y la soberanía de los Estados europeos dependen de las de la Unión, dice en la revista Letras Libres - Edición España (núm. 285 / Junio 2025), el profesor Víctor J. Vázquez, en un artículo titulado Europa como némesis.

Europa como hecho y utopía: La unión de Europa fue un vaticinio ilustrado, comienza diciendo.. “Un día llegará”, anunció Victor Hugo a las viejas naciones de Europa en el Congreso de la Paz de 1849, “en que sin perder vuestras cualidades distintivas ni vuestra gloriosa individualidad, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea”. La federalización republicana de Europa, la aspiración a que en el continente se originase el proceso de unidad y pacificación que se había paulatinamente producido en el interior de las fronteras de los Estados, fue presagiada también por Montesquieu o por Voltaire, y es igualmente inseparable del ideal universalista de Kant en Sobre la paz perpetua: la federación libre de Estados republicanos regidos por leyes internacionales públicas y un derecho cosmopolita que garantice a los ciudadanos ciertas condiciones de hospitalidad universal. 

Este presagio ilustrado de una Europa unida no era a cualquier precio o de cualquier manera, sino que resultaba inseparable de un horizonte utópico. Entre el vaticinio y el hecho de la unión, no obstante, median dos guerras europeas, de tal forma que, como ha escrito recientemente el filósofo Francis Wolff, nacida del magma sucio del genocidio y el totalitarismo, la Europa unida es, más que la consecución de una utopía filosófica, “una utopía en acción”, surgida del escarmiento. Una paz hobbesiana tras la guerra del todos contra todos que, retrospectivamente, nos permite ver las dos guerras mundiales como guerras civiles en su dimensión continental. “Francia y Alemania son esencialmente Europa”, diría de nuevo Victor Hugo. “Son hermanos en el pasado, hermanos en el presente, hermanos en el porvenir.”

Pensando en su inmediatez tras la barbarie, es difícil negar que la modesta Comunidad Europea del Carbón y del Acero de 1951 fuera ya un hecho inmenso, como primer exponente y prólogo de una nueva comprensión de la soberanía de los pueblos europeos. Y todo lo que vino después hasta hoy, si lo miráramos con los ojos de un europeo entre dos guerras mundiales, bien podríamos calificarlo como una profecía utópica y autocumplida. Sin embargo, la Unión Europea parece no poder librarse de un cierto halo de existencialismo. Es una realidad política que no termina de encontrar la forma sentimental de celebrarse. Para muchas de las generaciones de europeos no ha existido una conciencia épica de la construcción de la unidad de Europa, ni han comprendido su comunidad de derecho como la consecución de ese ideal cosmopolita. Las dos grandes guerras son un hecho lejano y en el proceso de construcción de la Unión nada ha podido servir –frustrado por el “no” francés y holandés al tratado que establecía su Constitución– para encontrar sustituto al mito democrático del poder constituyente. La sucesión de hechos políticos y jurídicos, extraordinariamente complejos, que ha servido para transitar de las comunidades a la Unión actual de los veintisiete Estados miembros carece así de la carga simbólica suficiente para ser vista con la magnitud creativa que presumimos debería de estar en el origen de unos Estados Unidos de Europa. 

También el hecho de que la imagen común, el arquetipo con el que identificamos al Estado democrático, desde su esquema de gobierno, territorialidad y sustento popular, no valga para caracterizar a la Unión ha servido, ya sabemos, para mantener siempre abierto por los escépticos de uno y otro signo el interrogante sobre la legitimidad de los poderes europeos. 

La idea de la Unión como ojni, como objeto jurídico no identificado, o las teorías evolutivas, autopoiéticas o constructivistas que apelan al concepto de gobernanza, como continuo proceso de reelaboración, negociación e interpretación del marco jurídico de la Unión, tienen un encanto intelectual y capacidad descriptiva, pero no parece que, fuera del mundo académico, hayan tenido fuerza persuasiva suficiente para dar réplica a la acusación, muchas veces construida sobre una visión mítica de la vida democrática nacional, de que la Unión carece de un principio de legitimación vigoroso. 

Los hitos de la integración y la expansión de la Unión demostrarían su inercia pero no la eximirían de ese pesimismo o existencialismo democrático. La Unión, como ha explicado el profesor Juan Luis Requejo, puede ser vista como consecución y al mismo tiempo como fin del sueño constitucional. Pues si termina con el paradigma de la soberanía estatal, los viejos soberanos, refugiados en la Unión y despojados de límites y obligaciones democráticas, pueden imponer una voluntad normativa parcialmente extraña a los ciudadanos. 

Europa sin europeos: En una conferencia reciente sobre Europa, dictada en el Colegio de Francia, el filósofo alemán Peter Sloterdijk definía pragmáticamente el elemento poblacional de la Unión, al europeo medio, como “alguien que consume al año 11 litros de alcohol puro, 6,2 kilos de salchichas hervidas, 900 gramos de miel, que tiene una vida activa de 35,9 años, que recorre cada año 12.000 kilómetros de distancia y que da a luz entre 0,75 y 0,85 hijos, una décima parte de ellos concebidos en camas de Ikea”. Esta ironía era antesala de un diagnóstico poco piadoso, en el que el europeo aparece como “la reencarnación de la ingratitud”, alguien que no quiere saber de su raíz existencial. Una ingratitud que tendría causa, por lo tanto, en la falta de cultura sobre sí mismo. La identidad política del europeo sería así una identidad anfibia o superficial, un mero estilo cosmopolita sobre los viejos trajes nacionales. Esta dificultad para mirarse como europeo supondría también un límite a la autoestima en un mundo global. En las olimpiadas de Pekín, donde China exhibió su carta de presentación como potencia mundial, venciendo en el medallero, se preguntaba Felipe González por qué, lejos de ser meros espectadores abrumados ante ese cambio, no éramos capaces de ver que la Unión Europa obtenía más medallas que China, Estados Unidos y Rusia juntos. La respuesta a este interrogante parece sencilla y es la de que prevalece el viejo ropaje nacional como identidad. 

Carente de un ethos común, la incapacidad para construir un demos, un verdadero pueblo europeo, condenaría al escepticismo o al nihilismo nuestra identidad. Relativizaría el alcance del contrato social europeo. No obstante, en ausencia de ethos y conscientes de las imperfecciones de nuestro pueblo político, desde la crisis de deuda hasta la actualidad la realidad nos ha dicho tercamente que tenemos problemas comunes como europeos, y que es esa asociación política de la que formamos parte el único marco desde el que es viable articular una defensa de prosperidad. El europeo medio, digamos, si bien no es consciente de cuánto de Grecia, Roma y Jerusalén hay en él que lo una existencialmente a sus vecinos, tiene, como ellos, a Europa como necesidad. 

Europa como necesidad: En el año 2015 un jurista español, Pedro Cruz Villalón, formado como constitucionalista en Alemania, durante nuestra dictadura, exponía como abogado general en el Tribunal de Justicia de la Unión sus conclusiones respecto a una cuestión prejudicial elevada por el Tribunal Constitucional alemán, la primera en su historia, relativa a la adecuación del programa omt, anunciado por el Banco Central Europeo, para adquirir deuda pública de Estados miembros en mercados secundarios, con el objetivo de estabilizar los mercados financieros nacionales. La respuesta dada a dicha cuestión, ya saben, fue que el programa del bce no violaba la prohibición de financiación monetaria de los Estados miembros establecida en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (tfue). Como es bien conocido, el omt concretaba la ya célebre expresión del entonces presidente del bce, Mario Draghi: la voluntad de hacer “lo que sea necesario” para salvar el euro. Aquel hecho ya fue visto como un “momento hamiltoniano”, en referencia a la acción del primer secretario del Tesoro de los Estados Unidos para unificar, tras la Guerra de Independencia, la deuda de los nuevos estados. Si bien cuando esta expresión ha hecho verdadera fortuna ha sido con el programa de recuperación NextGeneration, con el que la UE ha movilizado más de 800.000 millones de euros, entre préstamos y subvenciones a los Estados, para paliar los daños económicos causados por la pandemia. A pesar de que lo del momento hamiltoniano es algo impreciso, pues con este la federación también incrementó cualitativamente su capacidad tributaria, algo que no se ha producido en la Unión, lo que resulta innegable es que en los últimos diez años, y pese a que el Brexit nos recordó nuestros vestigios confederales, la federalización de Europa, es decir, su mayor unión, ha sido un proceso marcado por la necesidad histórica. Y no es aquí improcedente el paralelismo con el proceso federativo de Estados Unidos, no solo con su momento hamiltoniano sino con el propio New Deal, como momento constitucional centralizador en un contexto de crisis e incertidumbre social.  

Podríamos decir también que, en este tiempo, la necesidad de tener una constitución o de activar el mito del poder constituyente ha sido sustituida por una más inmediata como es la de defender la constitución material que define la identidad de la Unión a través de sus tratados. Y es en este contexto defensivo, más explícito sin duda desde la invasión rusa de Ucrania, donde la conclusión apodíctica sobre las carencias de legitimidad de las instituciones y el derecho de la Unión resulta más superficial. Y ello no solo por lo que implica de desdén respecto a la propia legitimidad democrática, digamos híbrida, a la que el sui generis sistema de poder europeo también responde, sino también porque desprecia, en un contexto de irracionalidad política y populismo, la propia legitimidad que ofrece al sistema, como nos enseñara Pierre Rosanvallon, la tan denostada tecnocracia supranacional, desde su compromiso con la imparcialidad. 

Europa como némesis: En aquel Congreso de la Paz de 1849, el poeta Victor Hugo también vaticinó que “un día llegará en que los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de Europa, colocados frente a frente, se tenderán la mano por encima de los mares, intercambiando sus productos, su comercio, su industria, sus artes y sus genios”. No hace falta insistir en por qué no son buenos tiempos para la satisfacción de ese presagio. Es innegable que la ruptura del vínculo liberal y cosmopolita, también del económico o geopolítico, con Estados Unidos tiene una dimensión existencial para Europa. Igualmente, frente a un proyecto anticosmopolita y ajeno a cualquier ideal de razón pública resulta más fácil ver el calado de nuestra identidad política común, pese a que ahora seamos también más conscientes de la propia fragilidad. 

Al poco de terminar la Primera Guerra Mundial, el poeta Paul Valéry escribía La crisis del espíritu, una reflexión política sobre Europa que comenzaba diciendo: “Las civilizaciones sabemos ahora que somos mortales.” Considerando que este diagnóstico tiene ya más de cien años, valdría para la tendencia al obituario de la civilización europea aquella frase atribuida a Mark Twain de que los rumores sobre su muerte han sido muy exagerados. En todo caso, lo que hoy afronta el reto de sobrevivir no es la civilización europea en abstracto sino su concreción como unión política y de derecho. Y la novedad es que ahora Europa, como Unión, no es aliada sino némesis de la primera democracia constitucional. Europa es, cada vez más, como insiste Sloterdijk, el otro mundo o el resto del mundo, para desengaño de su utopía cosmopolita. 

Este baño de realidad, en cualquier caso, también sirve no ya para que los europeos recuperen cierto interés por sí mismos, sino para poner de manifiesto la banalidad de aquellos que, a izquierda y derecha, desde su soberanismo nacionalista, dicen querer hacer a Europa grande de nuevo sometiéndola al mejor postor. Con Europa vista como némesis desde el exterior, el antieuropeísmo interno descubre su realidad profundamente vasalla, mientras que la soberanía y la identidad de los Estados europeos, su capacidad de decidir, aparecen nítidamente vinculadas a la posibilidad de afirmar la propia soberanía de la Unión. El trance de Europa es difícil, pero de él aprendemos algo muy importante: que el patriotismo europeo es también la forma de defender nuestra pequeña patria. Víctor J. Vázquez es profesor titular de derecho constitucional en la Universidad de Sevilla y autor de La libertad del artista. Censuras, límites y cancelaciones (Athenaica, 2023).
















sábado, 7 de junio de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY SÁBADO, 7 DE JUNIO DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 7 de junio de 2025. Ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos, comenta en la primera de las entradas del blog de hoy la filóloga y escritora Irene Vallejo. Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra, la demagogia subvirtió la democracia desde dentro, y cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado, recordaba en la segunda, un archivo del blog de julio de 2017, el escritor Enrique Krauze. El poema del día, en la tercera, se titula Cascada, es de la poetisa brasileña Amanda Vital, y comienza con estos versos: Mi madre me enseñó a relajarme: en el agua del baño/le pedí que la dejara caer en medio de la espalda y el/comienzo del cuello unos segundos hasta sentir la carne ceder. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt













DE LAS METÁFORAS DEL LENGUAJE

 







Ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos, comenta en El País [Por una frasecilla se pierde un gran amor, 01/06/2025] la filóloga y escritora Irene Vallejo. Quien lo probó lo sabe, comienza diciendo. Una simple palabra puede iluminar el día o herirlo, darte alas o hundirte. Algunas frases despectivas se clavan en el tejido de la memoria y el daño arde a pesar de los años. Un comentario agrio puede agrietar una amistad o helar el deseo que empezaba a nacer. Por eso la hostilidad roba tantos afectos y aciertos. Ya lo advertía el Libro de buen amor: “Por una frasecilla se pierde un gran amor, por pequeña pelea nace un fuerte rencor; el buen hablar siempre hace de lo bueno, mejor”.

Las personas, las generaciones, los países parecen aislarse, cada vez más solos y soliviantados. Las distancias se dilatan, y olvidamos cómo hablar el lenguaje de la cercanía, de la suavidad. El imaginario del combate se ha incrustado en nuestro pensamiento hasta teñir las situaciones cotidianas con colores bélicos. Imaginamos que todo obedece a una lógica guerrera. El amor es conquista. Sobrevivir implica batirse en la lucha por la vida. El éxito exige vencer a los adversarios, humillar cuenta como herramienta política. Incluso terrenos que solían ser pacíficos sufren rearmes constantes, como la batalla cultural. Toda discusión es una pelea que ganamos o perdemos. Confundimos error y derrota. Tiene más prestigio ser duros que flexibles, agresivos más que agradables. Entre los sentimientos, apelan al resentimiento; las actitudes se exasperan y las conversaciones derivan en apocalípticas riñas sin cariño.

A menudo, nos comportamos como si el encuentro con otros se redujese a dirimir rivalidades y desafíos. Georges Lakoff y Mark Johnson lo analizan en su ensayo Metáforas de la vida cotidiana. Hablamos de la discusión como de una guerra, donde atacamos los puntos débiles del discurso del otro, defendemos nuestras tesis, damos en el blanco con nuestras críticas y queremos destruir el argumentario del bando contrario. Llegamos a decir frases tan armamentísticas como “¿No estás de acuerdo? Dispara". Al mirar el lado beligerante de los desacuerdos, esta metáfora casi invisible impide que nos concentremos en otros enfoques. “Alguien que discute con otro está dedicándole su tiempo valioso, en un esfuerzo común de mutuo entendimiento. Pero, preocupados por los aspectos bélicos, a menudo perdemos de vista los aspectos cooperativos”. Lakoff y Johnson invitan a imaginar una cultura donde discutir no consista en vencer o ser vencidos, atacar o defender, ganar o perder terreno, sino en danzar. Los participantes serían bailarines y, en esa sociedad de polifonías y coreografías, nuestras acciones y conversaciones aspirarían a la elegancia, el equilibrio y la belleza estética.

Solemos olvidar la importancia crucial de las metáforas. Las consideramos un recurso literario de poetas, un adorno. De hecho, la mayor parte de la gente cree que puede sobrevivir sin ellas. No somos conscientes de su presencia constante, del modo en que impregnan la vida cotidiana: no solo el lenguaje, también el pensamiento y la acción. Dan forma a las percepciones, a la mirada sobre el mundo, a nuestras actitudes y relaciones con las demás personas. “Palabra” procede del griego parabolé, que significa “comparación”. Cuando nuestros antepasados aprendían a hablar y aún no sabían cómo nombrar las cosas, buscaban parecidos, igual que hacen los niños. Por eso, en los términos de nuestro vocabulario habitual hay tantos símiles camuflados. “Rival” viene de “río”, porque en el mundo rural de los romanos antiguos el gran adversario era quien ocupaba la otra ribera de un arroyo. Este término tan corriente —nunca mejor dicho— evoca un paisaje a orillas del agua y relata una larga historia de sed, asentamientos y vecindades. Hablar, incluso en el día a día, es una actividad poética.

Al escuchar discursos políticos, atendemos al contenido, sin reparar con el mismo cuidado en los símiles, las metáforas y las argucias. Esos aparentes adornos delimitan el marco de pensamiento y justifican las estrategias. En esta época de mensajes viscerales, todo es descrito como una batalla, pero quienes de verdad sostienen la guerra o el exterminio no los nombran, parapetados tras imágenes higienizadas como “limpieza”, “seguridad” o “pacificación”. Otro ejemplo revelador es la metáfora de la enfermedad. Llamar “cáncer” a las ideas del adversario no implica solo acusarlas de ineficaces o equivocadas; significa que son mortíferas y hace falta extirparlas cuanto antes. La amenaza del tumor justifica el sufrimiento que provoque la operación. Quienes proponen medidas dialogantes contribuyen con su cobardía al crecimiento del mal. Una sola palabra transforma el contexto de forma persuasiva pero inconsciente —inconsciente para quien escucha, porque los líderes eligen los términos de forma muy deliberada, sembrando de trampas verbales los campos semánticos del debate—.

A su vez, como ya analizó Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas, trasladamos el lenguaje bélico al vocabulario del cáncer. “La metáfora militar apareció en medicina hacia 1880, al identificar la enfermedad con una ‘invasión’. También el tratamiento sabe a ejército. La quimioterapia es una guerra química. No hay médico, ni paciente atento, que no sea versado en esta terminología militar”. El símil de la batalla intenta ser movilizador: hay un premio para el luchador que se aferra a la vida. Sin duda, el coraje ayuda a sobrellevar la vida cotidiana, pero el éxito del tratamiento depende sobre todo de un diagnóstico a tiempo, de invertir recursos en sanidad e investigación, de los medios y del equipo médico. Al final, esas frases bienintencionadas pueden suponer una carga, culpabilizando al enfermo por su supuesta derrota. Desde sus orígenes, la medicina ha recorrido un largo camino para liberar al paciente de la responsabilidad por su mal. Hace más de 20 siglos, el filósofo Epicteto resumió esta actitud comprensiva y humanista en una máxima: “Ni vergüenza ni culpa”. Ante la salud no hay vencedores ni vencidos: los enfermos no son guerreros.

En un cuento de David Foster Wallace, dos pececillos se cruzan con un pez más viejo, que saluda amablemente: “Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?“. ”Buenos días. Una mañana preciosa", responden los jóvenes. Continúan nadando un trecho y, al poco, uno de ellos mira al otro y pregunta: “¿Qué demonios es el agua?“. Muchas veces, lo más cercano y esencial es aquello que más cuesta ver y lo más difícil de explicar, como el agua donde vivían los peces de la fábula. Nosotros, bañados en el lenguaje, no somos conscientes de su trascendencia: las palabras modulan y modelan la realidad que respiramos.

La oratoria importa, contagia emociones. Existe un universo verbal que inunda nuestras mentes y condiciona nuestra percepción. Las frases hechas, las expresiones aprendidas, la semántica que expanden los líderes, la cultura o los medios definen nuestras realidades cotidianas, modelan nuestra mirada y dibujan un paisaje de causalidades. Por eso, ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos. Tenemos el ignorado poder de contemplar la vida a través de metáforas alternativas. Allí donde invocan guerras y trincheras de ideas podríamos, por ejemplo, convocar la imagen del baile. Conversar vendría a ser como salir a la pista de baile y ensayar una serie de piruetas sutiles y compartidas. Danzamos juntos si estamos dispuestos a acompasarnos con quien nos habla, a tono y en equilibrio. Podríamos abandonar la lógica de nuestro divisivo algoritmo para abrazar la del ritmo; no acorazarnos, sino acompasarnos; en lugar de armas, armonías. Irene Vallejo es filóloga y escritora, Premio Nacional de Ensayo de 2020 por El infinito en un junco (Siruela).











[ARCHIVO DEL BLOG] MEDITACIÓN EN ATENAS. PUBLICADO EL 27/07/2017











Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirtió la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ningún discurso fue recordado, comenta en El País el escritor y director de la prestigiosa revista Letras Libres, Enrique Krauze. El Pnyx, comienza diciendo Krauze, donde en un paréntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reunió la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, es un lugar silencioso. De difícil acceso, vacío de atractivos artísticos —templos, columnas, estelas—, semeja un paisaje lunar. Se trata de una inmensa área semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un pequeño estrado, denominado Bema, desde donde hablaban los oradores frente a 6.000 ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas. Nada más. Acompañados de mi sobrina Sofía y sus hijas Alpha y Zoe —mitad mexicanas, mitad griegas—, Andrea y yo lo visitamos una mañana de junio y permanecimos varias horas.
Por la tarde, en una librería de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth —maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta—. Basado sobre todo en las crónicas de Pausanias —geógrafo griego del siglo II—, y publicado por primera vez en 1839, recrea líricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acrópolis. “A poca distancia bajo el orador, el Ágora, llena de estatuas, altares y templos. Más allá el Areópago, el más antiguo y venerable tribunal de Grecia. Por encima, la Acrópolis, presentando a sus ojos las alas, el pórtico y el frontón de los nobles propileos. Y alzando aún más la vista, el coloso de bronce de Minerva y el Partenón”. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los oráculos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempló la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, navíos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.
La imaginación romántica de Wordsworth atribuye la inspiración del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda: “Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son también, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ésta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares”.
Hermosa evocación, pero quizá lo inverso sea más cierto: buena parte de ese escenario (artístico, histórico, mitológico), y las obras que se produjeron en esa corta época (tragedias, comedias, historias, tratados filosóficos), era producto de la vida áspera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.
En una reseña sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology, del historiador danés Mogens Herman Hansen —obra suprema, no traducida que sepamos al español—, mi amigo el filósofo y poeta Julio Hubard escribió no hace mucho en Letras Libres: “La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras. El secreto es la voz en el espacio público. Un polités ateniense tiene la obligación de hablar entre sus pares y hacerlo claramente: las ambigüedades eran consideradas defecto moral”. Según Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea —reunida no menos de 40 veces al año— deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los movía la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el afán de divertirse. Ni pan ni circo. Los movía la alta vocación de participar en la vida en común y decidir el destino de la polis. En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas benéficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acertó más veces de las que erró. Según Herodoto, aun así el éxito militar de Atenas se debía a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia usó la persuasión, alentó la crítica —aun la más feroz, contra ella misma—, y resistió hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa —la conquista— y la mentira interna —la demagogia—.
En el Museo de la Stoa, en el Ágora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia —elevada al rango de diosa en 404 a. C.— coronando al venerable Demos, el pueblo. “Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiranía —rezaba la inscripción inferior— quien lo mate, no tendrá culpa”. La fecha de la estela (337/6) coincide con la súbita muerte de Filipo II —vencedor de los atenienses dos años antes, en Queronea— y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culminó con la conquista de Grecia. Al morir súbitamente Alejandro, un torvo sucesor culminó la destrucción: “No hay —escribe Hansen— un solo discurso posterior a la abolición de la democracia, llevada a cabo por Antípatro en 322 a. C.”. Antes que vivir en servidumbre, Demóstenes, el orador supremo, el crítico de Filipo y Alejandro, se quitó la vida. Y el Pnyx guardó silencio desde entonces.
Casi un siglo antes, una enemiga más sutil —la demagogia— había comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Aristófanes y Tucídides la denunciaron por su nombre. Lo mismo —copiosamente— Platón y Aristóteles, en el IV. Los filósofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sofística a la filosofía: una adulteración letal de la verdad, un culto cínico al éxito a través de la mentira.
En la misma librería de viejo compré un grabado de Le Roi —segunda mitad del siglo XVIII— con una vista del Pnyx en tiempos de la dominación turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Areópago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Odeón, otro más reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiranía y la demagogia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt

















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, CASCADA, DE AMANDA VITAL

 






CASCADA



Mi madre me enseñó a relajarme: en el agua del baño

le pedí que la dejara caer en medio de la espalda y el

comienzo del cuello unos segundos hasta sentir la carne ceder

y hundirse: es una presión débil que viene penetrante:

la madre de mi madre se relajó con la corriente del río en

bica: era otro rumbo: dejarlo al principio de la columna

un chorro único y mucho más potente salpicando pingüinos

golpeaba directo al hueso goteando fuera de la piel

a veces lloramos: es que hay baños donde es preciso

llorar: déjame ir con mi madre y la madre de mi madre

secar nuestros ojos con alegría y tristeza y alivio

las mujeres de la familia supieron respetar el ciclo del río

de inundación a seco mojadas por fuera secas por dentro

hay baños, madre mía; hay baños, abuela mía: y estos

los dejamos correr con los pies plantados en la gravedad

eterna: y sigue lavando el alma hasta que el cuerpo sea piedra.



AMANDA VITAL (1995)

poetisa brasileña





***


CACHOEIRA



Minha mãe me ensinou a relaxar: na água do banho

pedi-lhe que a deixasse cair no meio das costas e o

começo do pescoço por alguns segundos até sentir a carne ceder

e afundar: é uma pressão fraca que vem penetrante:

a mãe da minha mãe relaxava com a correnteza do rio em

bica: era outro rumo: deixá-la no início da coluna

um jato único e muito mais potente salpicando pinguins

batia direto no osso gotejando fora da pele

às vezes choramos: é que há banhos onde é preciso

chorar: deixa-me ir com minha mãe e a mãe da minha mãe

secar nossos olhos com alegria e tristeza e alívio

as mulheres da família souberam respeitar o ciclo do rio

de enchente a seca molhadas por fora secas por dentro

há banhos, minha mãe; há banhos, minha avó: e estes

os deixamos correr com os pés plantados na gravidade

eterna: e continua lavando a alma até que o corpo seja pedra.



AMANDA VITAL (1995)

poetisa brasileira






***




















DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY SÁBADO, 7 DE JUNIO DE 2025

 







































viernes, 6 de junio de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY VIERNES, 6 DE JUNIO DE 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 6 de junio de 2025. El desacuerdo ruidoso es mejor que el silencio forzado y las personas deben tolerar las opiniones ajena, afirma el periodista José Manuel Grau en la primera de las entradas del blog de hoy. La segunda es un archivo del blog de junio de 2020 en el que el escritor Manuel Jabois decía que en muchos litigios penales relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones sobre la libertad de expresión se consideraba que había que defender la libertad y juzgar la expresión. El poema del día, en la tercera, del poeta guatemalteco José Batres, se titula Al volcán de agua, y comienza con estos versos: Sobre la gran muralla americana,/altivo torreón, vecino al cielo,/su cúspide levanta soberana,/a do jamás osó llevar su vuelo/la reina de las aves atrevida,/que en la cuna de Júpiter anida. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt