El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2025
lunes, 28 de abril de 2025
domingo, 27 de abril de 2025
Hannah Arendt: "In memoriam" (1906-1975). Especial 5 de hoy domingo, 27 de abril de 2025.
Amistad y "amor mundi": la vida de Hannah Arendt. Especial 4 de hoy domingo, 27 de abril de 2025
Reseña de los libros HANNAH ARENDT, por Laure Adler (Destino, Barcelona, 592 pp) y HANNAH ARENDT, Elisabeth Young-Bruehl (Paidós, Barcelona, 648 pp.), en Revista de Libros [01/02/2008] del filólogo Jordi Ibáñez Fanés. Al final de su ensayo «La crisis de la cultura» (incluido en Entre el pasado y el futuro), comienza diciendo Ibáñez Fanés, Arendt alude al criterio de acompañarse bien en esta vida y saber escoger los amigos, las ideas y las cosas. La conocida sentencia de Cicerón de que es preferible errar con Platón a tener razón con sus enemigos (Errare mehercule malo cum Platone […] quam cum istis vera sentire), y que Hannah Arendt cita en este mismo contexto, entreabre una puerta por cuyo resquicio es posible entenderla a ella y al contenido de verdad que ella misma dio a su vida. El arte de escoger a los amigos, el juicio para conocer a las personas más allá de sus aciertos y desaciertos, no es una actividad incidental o privada: es donde comienza el primer círculo de la acción política, de una existencia decente capaz de reconocer y producir sentido. En el mundo estropeado por los totalitarismos es, además, un modo de supervivencia y de heroísmo.
Para comprender a Hannah Arendt hay que asumir su concepto de la amistad: exigente, generoso, dinámico, tenso, profundo, leal. Su relación con Heidegger, por ejemplo, va mucho más allá de un enamoramiento de juventud guardado en el relicario de la propia vida. Se convierte en una forma de amor impresionante a partir del momento en que resulta a todas luces incomprensible (si no se ve todo desde un prisma hecho de entrega y generosidad). No es que Hannah Arendt le perdone a Heidegger su deriva nacionalsocialista. Es que simplemente se sobrepone, se coloca por así decirlo más allá de las miserias y debilidades del pobre Martin, y acude a él en sus años más oscuros, como el «rey escondido» que fue pero ahora ya destronado, simplemente para retomar un diálogo tan necesario para ella como para él. Podemos pensar que, en plena barbarie nazi, Hannah Arendt (como Jaspers, como tantos otros amigos) hubiera podido morir ante la puerta de Heidegger sin que ésta se abriera. Es duro pensarlo, pero no tenemos motivos más razonables para no pensarlo, visto el comportamiento del filósofo durante esos años negros. Y, sin embargo, ahora ella va en su busca, le ahorra esta imposible palabra de la disculpa, que él nunca pronunciará, le vuelve a ofrecer su amistad, su amor incluso. A partir de aquí (verano de 1949), Hannah Arendt no dejará de buscar y apreciar el contacto con su antiguo maestro, a pesar de no encontrar en él nunca, o sólo muy al final, un reconocimiento por sus propios libros. Deja huella este modo incondicional de entender y de vivir la amistad, dejándola que se alimente de la propia claridad y de los hábitos irregulares, y en cualquier caso cómicamente oraculares, de Heidegger como corresponsal. Si se comparan las cartas de Arendt con las de Heidegger, se descubre de inmediato dónde está la filosofía más profunda y dónde queda simplemente la que más imposta la voz. La biografía de Laure Adler, sin aportar grandes novedades, relata muy bien el melodramático reencuentro (siempre en el verano de 1949) entre los dos antiguos amantes, la escena grotesca, inducida por Heidegger, ante su esposa Elfriede, antisemita hasta los tuétanos, enloquecida por los celos, transida por el odio y el dolor, y la actitud de Hannah Arendt, que parece sobrevolar este drama familiar como alguien de otro mundo. Heidegger, que siempre filosofó como si fuera él el que descendía de otro mundo, tuvo posiblemente en Hannah Arendt la percepción más clara de lo que era realmente ser de otro mundo. Aunque, si ella no lo condenó, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Personalmente, creo que se desprende mayor profundidad existencial de cinco minutos de la vida de Hannah Arendt que de cinco páginas de Ser y tiempo. Pero también esto es una exageración que ella no hubiera aceptado bajo ningún pretexto (aunque sea verdad).
Ese culto intenso a la amistad, al juicio como una apuesta y un conocimiento dado por los otros a través de la experiencia de la amistad, no lo explica todo, pero sí explica lo esencial, o por lo menos ofrece una visión que permite ir al núcleo vital del personaje. La biografía de Hannah Arendt resulta una lectura apasionante (más allá del chisme, que brilla por su ausencia en alguien que vivió libremente, sin dobles fondos) precisamente porque esa viva experiencia de la amistad y la entrega lo articula todo. Las ideas y las posiciones políticas no se pronuncian en una soledad extraña o superior, sino en el seno de una constelación humana muy diversa y compleja. No hay camino de amistad en Hannah Arendt que no sea de ida y vuelta. Y no hay juicio sumario (a los que también podía ser proclive) que no ponga en evidencia a su condenado de un modo definitivo. El ejemplo de Adorno es, al respecto, devastador. Podemos pensar que hay una cierta incongruencia en el hecho de no perdonarle a Adorno ciertos titubeos cobardicas con respecto al nacionalsocialismo en los primeros meses de la llegada de Hitler al poder, y que luego, en cambio, no le pidiera explicaciones a Heidegger por su compromiso y su identificación con los nazis. Plantear eso supone equivocar completamente el plano desde el que se juzga la cuestión. Adorno nunca fue amigo, más bien fue enemigo desde el primer instante. Por muy irracional que parezca, digamos que ella lo caló, y ahí ya no había nada que hacer. Naturalmente, los tejemanejes de Adorno y Horkheimer con el que fuera su primer marido (Günther Anders), o la condescendencia vagamente prepotente y de maestrillo sabihondo que ella creyó captar en el trato que Adorno le dispensaba a su amigo Walter Benjamin en el exilio parisino, no ayudaron en nada a lavar esta mala impresión inicial. También puede entenderse el estilo vital e intelectual de Arendt a partir del contraste con Adorno. Arendt nunca fue hegeliana (el error esencial de Hegel fue, según ella, entender el pensar y el actuar como lo mismo; además, para ella, como para Heidegger, el absoluto es una presunción abusiva de la que la filosofía debe precaverse). Tampoco fue marxista (aunque pocos de su generación leyeron a Marx con tanta generosidad para comprenderlo como ella). Fue kantiana y aristotélica, y en cierto modo Adorno tuvo que envejecer para volverse kantiano. El lugar de la negatividad adorniana, además, aparece en ella ocupado por una idea completamente antagónica: el amor al mundo, a las cosas como lo que son. Es decir, frente a la comprensión de lo que es mediante su inversión y su negación, ella siempre opuso la comprensión de lo que es como lo que es. Esto la hizo ser una pensadora valiente, y esto la colocó también en algún apuro.
Si no tenemos presente esta exaltación vital por el dilucidamiento de la verdad, no se entiende que entrara en tromba en un tema tan complejo y vivo como el del holocausto, y no digamos ya en 1961-1963, en el momento del primer relevo generacional entre supervivientes y descendientes de supervivientes. Me refiero a los cinco artículos que publicó en The New Yorker sobre el proceso al nazi Eichmann en Jerusalén y al libro que inmediatamente publicó a partir de ellos (sin rectificar nada, sin matizar lo que ya hubiera podido matizar). Aunque hay una notable y copiosa literatura sobre el tema, las biografías de Young-Bruehl y Laure Adler permiten una reconstrucción y un cierto juicio sobre los hechos. Los «pecados» de su libro fueron básicamente dos. El primero: haber analizado la supuesta sumisión de las víctimas como un fenómeno general de compleja subordinación ideológica respecto del mismo sistema que las masacraba (algo que ya estaba en sus Orígenes del totalitarismo). Su célebre afirmación de que si los judíos no hubieran estado organizados en términos de racionalidad moderna e identificados con un mundo administrativamente competente hubieran sido menos vulnerables, no es ni una paradoja ni un sarcasmo, sino un modo (seguramente poco delicado) de tocar un punto singularmente doloroso del exterminio: el de las zonas grises de la colaboración judía con los verdugos nazis. Su segundo error fue haber comentado el mal personificado por Eichmann y por el aparato administrativo nazi en términos de banalidad. Esta idea era, por un lado, coherente también con su propio análisis del totalitarismo: la maldad es una plaga, una epidemia que se apodera de la mediocridad general y se propaga como mezquindad. Pero también es cierto que, de entrada, parecía trivializar el sufrimiento y convertía a las víctimas en cómplices de una rutina siniestra. Arendt sólo se explicó mejor sobre esto cuando la resaca de la dura polémica (que en algunos momentos rozó el linchamiento civil) remitió. El reverso de la trivialidad del mal es la profundidad del bien. La crisis por su libro sobre Eichmann puso a prueba a su «tribu». Viejos amigos como Hans Jonas, Gershom Scholem o Kurt Blumenfeld se enfrentaron a ella; otros, como J. Glenn Gray, Mary McCarthy o Jaspers se pusieron de su lado (no sin ayudarla a ver que la locura de los otros tenía una razón de ser que su propio sentido de la verdad no podía ignorar). Fue en este contexto cuando Arendt se declaró no-filósofa. Pero creo que también fue en el fragor de esta batalla dolorosa por una verdad que no se dejaba decir cuando se encontró a sí misma filosóficamente. Tuvo que pelearse con la vergüenza que le ocasionaba su pasado para aprender a ser generosa no solamente con sus amigos, sino con el mundo.
El lector en español dispone de estas dos biografías (más la de Alois Prinz, que es una introducción nada desdeñable al pensamiento de la autora tomando la vida como guión1). ¿Cuál elegir? La de Young-Bruehl data de 1982, fue escrita cuando toda la correspondencia de Hannah Arendt estaba inédita, y la autora es alguien que la conoció y estuvo muy cerca de ella en los últimos tiempos. La de Laure Adler es de 2005, y aunque también trabaja con material inédito, buena parte de las grandes colecciones de cartas (a Jaspers, a Heidegger, a Blücher, a McCarthy) son bien conocidas. La de Young-Bruehl es algo más distante, la de Laure Adler es más empática. Young-Bruehl nos muestra un recorrido intelectual forjándose a sí misma en juego con el mundo, Laure Adler nos muestra a una mujer en busca de sí misma en juego con los demás. Yo he releído la primera (ya había sido publicada en Edicions Alfons el Magnànim en 1993) y la segunda en paralelo, y sólo puedo decir que los dos libros son excelentes, extraordinarias biografías. Que donde no llega la una, llega la otra, y que las dos se dan apoyo mutuo. ¿Para qué elegir, pues, si Hannah Arendt no fueron dos, sino una: profunda, coherente, formidable y de una pieza? Jordi Ibáñez Fanés es filólogo.
Sobre la desobediencia civil. Especial 3 de hoy domingo, 27 de abril de 2025
Thoreau y Arendt contemplan la desobediencia civil como una forma de inspirar la virtud necesaria para que la ciudadanía no se deje llevar por la apatía y la corrupción, para que la democracia no degenere en una tiranía de la mayoría, se dice en la revista Ethic [23/04/2025].
Los escritos de Thoreau suelen dividirse en dos grandes categorías implícitas en Walden: la de los textos de la naturaleza o «lo salvaje» y la de aquellos de carácter político, entre los que destaca el famoso ensayo La desobediencia civil, cuyo origen se halla precisamente en un incidente ocurrido durante la estancia del autor en Walden. A mitad de dicha estancia, que se prolongó de 1845 a 1847, Thoreau pasó una noche en la cárcel de Concord (Massachusetts). Una tarde de julio de 1846 se encontró con Sam Staples, el alguacil y recaudador de impuestos, quien le pidió amablemente que pagara el impuesto de capitación, requerido para poder ejercer el voto. Thoreau llevaba varios años sin pagarlo, a modo de protesta contra un gobierno estadounidense que toleraba la institución de la esclavitud y que había invadido México en una guerra de expansión territorial. El autor hizo oídos sordos a la petición de Staples y se negó a pagar, de manera que el alguacil se vio obligado a encerrarlo. Pero a la mañana siguiente alguien pagó por Thoreau, probablemente su tía Maria. El escritor abandonó entonces la cárcel a regañadientes y, tras hacer un recado, se fue al campo a buscar arándanos.
Con el objetivo de defender su posición y explicar el episodio a sus vecinos, Thoreau impartió dos conferencias en el Liceo de Concord a principios de 1848, poco después de regresar de Walden. Un año más tarde publicó en Aesthetic Papers un escrito titulado Resistance to Civil Government (Resistencia al gobierno civil), el cual, con algunas modificaciones, volvió a publicarse de manera póstuma en 1866, en A Yankee in Canada, with Anti-Slavery and Reform Papers. El cambio más significativo en esa edición de 1866 es el del título, que pasó a ser Civil Disobedience. No consta que el autor emplease por escrito la expresión «desobediencia civil», que no se encuentra en su diario ni en su correspondencia, aunque no es descartable que la sugiriese él mismo durante los últimos meses de su vida, cuando trabajó en la revisión de sus obras junto a su hermana Sophia.
A juicio de Thoreau, ningún gobierno, ni siquiera el democrático, está basado en la justicia, de modo que el ciudadano libre debe vivir de acuerdo con una ley superior; tiene el derecho y la obligación de retirar su apoyo al gobierno cuando este actúa de manera condenable, incluso si ello conlleva una pena: «Bajo un gobierno que encarcela a cualquiera de forma injusta, el lugar en el que debe hallarse al hombre justo es también la cárcel». Esta defensa de la conciencia privada e individual frente al gobierno de la mayoría recibió escasa atención en su momento, pero llegados al siglo XX ejerció una gran influencia en Lev Tolstói, Mahatma Gandhi y Martin Luther King Jr., entre otros, y en el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos.
Es justamente tras el auge de dicho movimiento, así como de la contracultura y la oposición a la guerra de Vietnam, cuando Hannah Arendt publica su célebre réplica, en 1970. A juicio de la autora, Thoreau no logra captar la naturaleza pública y colectiva de la desobediencia civil. El desobediente del que él nos habla es en realidad un objetor de conciencia, no un miembro de un movimiento político. Es más, la posición de Thoreau es, según Arendt, fundamentalmente apolítica: la desobediencia civil no consiste en el acto solitario de un individuo, sino en la acción colectiva de un grupo organizado, cuyo objetivo sería o bien cambiar las leyes, o bien impedir cambios inconstitucionales de las mismas. Para la autora, se trata del tipo de institución que puede fortalecer la democracia, al desarrollar y proteger los derechos de las minorías y el disentimiento organizado, evitando al mismo tiempo el empleo de la violencia.
Thoreau y Arendt, a pesar de sus divergencias, coinciden pues en su recelo del gobierno de la mayoría. Ambos contemplan la desobediencia civil como una forma de inspirar la virtud necesaria para que la ciudadanía no se deje llevar por la apatía y la corrupción, para que la democracia no degenere en una tiranía de la mayoría. Este texto es un fragmento de ‘Sobre la desobediencia civil’ (Página Indómita), de Henry D.Thoreau y Hannah Arendt.
Arendt y Heidegger (o la oscuridad del amor). Especial 2 de hoy domingo, 27 de abril de 2025
La relación entre ambos filósofos, Hannah Arendt y Martin Heidegger, escribe en la revista Ethic [07/07/2023] el filósofo David Lorenzo Cardiel, dos de los más influyentes del siglo XX, se mantuvo a lo largo de toda su vida y trascendió la dimensión intelectual. Tampoco fue la única relación compleja entre filósofos que sigue sorprendiendo a los estudiosos de la disciplina. «Solo hay sombras donde brilla el sol. Y ese es el fondo de tu alma», comienza diciendo Lorenzo Cardiel. Con estas palabras se dirigió Martin Heidegger a Hannah Arendt en una de las muchas cartas que atestiguan la correspondencia que mantuvieron durante décadas. Ambos filósofos podrían parecer polos opuestos. El pensamiento de ambos autores enfrentó dos posturas irreconciliables. Heidegger fue pangermanista y defensor de, al menos, ciertos rasgos del nacionalsocialismo. Arendt, por su parte, se opuso con fiereza al nazismo y estudió a fondo la cuestión del mal y su génesis. Las desavenencias en el pensamiento de ambos, sin embargo, no impidieron su particular relación personal, un vínculo que llegó a trascender la camaradería intelectual.
Alfa y omega de una pasión. Una joven Hannah Arendt de apenas 18 años acababa de llegar a Marburgo para estudiar en la universidad. Comenzó a recibir clases, entre otros profesores, de dos de los más destacados pensadores de la Alemania de 1924: Nicolai Hartmann y Martin Heidegger. El fenomenólogo gozaba ya por aquel entonces de una creciente fama: aún no había publicado Ser y tiempo, la obra que lo situaría a la vanguardia del pensamiento europeo, pero su trabajo había recibido una importante acogida intelectual. Arendt pronto destacó por su inteligencia desbordante, lo que permitió que ambos tejiesen una intensa relación, intelectual primero, y sentimentalmente –aunque brevemente– después.
El orden correcto para describir la muy peculiar relación de ambos fue, precisamente, la capacidad que tuvieron para oscilar entre la discusión filosófica y el amor que mantuvieron el uno por el otro hasta el final de sus días. Arendt fue crítica con su querido maestro. Combatiente del régimen nazi, opuso resistencia desde su filosofía política a las ideas de Heidegger, defensor, en gran medida, de las ideas del partido nacionalsocialista alemán. Mientras la filósofa hizo su vida en un país que comenzaba a quebrarse ante sus ojos, Heidegger recibía honores y respetos por parte de un partido al que no dudó en adscribirse desde 1933. En sus diarios, el alemán dejó bien claro que incluso el asesinato en masa de judíos y otras etnias no le parecía algo escalofriante, pues en China eran miles de personas las que cada día morían de hambre. Su amada Hannah, en cambio, fue detenida por la Gestapo en la Francia ocupada por su condición de judía, si bien logró escapar y huir hasta Estados Unidos a través de Lisboa. La correspondencia entre ambos no se reanudó hasta 1950, cuando Arendt regresó a Europa.
La filósofa alemana fue tajante a la hora de dialogar con el pensamiento de metafísico. Atacó con fiereza alguna de sus ideas, que tachó de nihilistas. La idea de una nada, a merced de las influencias budistas y taoístas de las que el erudito se había nutrido, fueron material suficiente para desarticular su noción del Dasein [aproximadamente, «existencia» o «ser-ahí»]. Sin embargo, en el aspecto personal, Arendt se comportó de una manera muy distinta. Tan diferente que, teniendo en cuenta la investigación de la pensadora de Hannover, ha sido señalada por diferentes autores posteriores como un incomprensible blanqueamiento del nazismo que Heidegger manifestó.
Quizá la más curiosa controversia de Arendt le afectó a sí misma. En 1937, el gobierno de Adolf Hitler le retiró la nacionalidad a la teórica política. Ya en Estados Unidos, en 1959, intervino en el debate sobre Little Rock criticando los movimientos de derechos civiles contra las Leyes Jim Crow, que fueron una evidente inspiración para las decisiones raciales que tomaron los nazis. De igual manera, sembró la polémica en su crítica sistemática a la democracia representativa prefiriendo, en todo caso, una democracia directa, al estilo de la ateniense, también más transversal hacia el conjunto de la población que el modelo clásico griego.
En esta línea, cuando Heidegger fue reprendido y juzgado intelectualmente por su pertenencia ideológica al nazismo, Arendt perteneció al pequeño grupo que lo juzgó. Por ejemplo, en su investigación sobre el origen y manifestación del mal en el juicio a Adolf Eichmann, determinó la idea de la «banalidad del mal» que, en resumen, significa que la participación en un acto dañino más extenso puede no ser consciente y seguir criterios de conducta grupal, burocráticos o de cadena de mando. Una observación real, pero que, de alguna manera, servía para disculpar a personas que sí eran muy conscientes de las consecuencias de sus actos, incluso de su rol en la misma cadena considerada parte del problema. Así lo expone el escritor francés Emmanuel Faye en su ensayo Arendt y Heidegger: el exterminio nazi y la destrucción del pensamiento o en el libro Hannah Arendt y el siglo XX. Martin Heidegger y Hannah Arendt se amaron y admiraron a pesar de las mutuas decisiones, de la distancia y de sus matrimonios. Filosofía y biografía, que siempre caminan de la mano, mezclaron bruscamente sus caminos en multitud de planteamientos, en especial en los de ella. Sólo la muerte, que les llegó con apenas un año de diferencia, les separó (o les unió) definitivamente.
Pero la muy compleja relación intelectual entre Hannah Arendt y Martin Heidegger fue una de las muchas que han sucedido a lo largo de la historia. Una de las más antiguas de todas relaciona a Sócrates con Diotima, una desconocida sacerdotisa y filósofa de la que Platón describe un esbozo de su pensamiento en su diálogo Banquete. El personaje de Sócrates afirma que Diotima fue su maestra en las cuestiones del amor, con la extensión posible en significado de esta afirmación. A partir de ese momento, la influencia de una mujer de la que desconocemos si su existencia fue o no real se muestra absoluta: Sócrates adoptó como suyas la mirada de la filósofa sobre el eros y la filia.
Caso semejante fue el estrecho vínculo que fraguaron Marie de Gournay y Michel de Montaigne en el siglo XVI. Ambos quedaron deslumbrados de su sapiencia y pronto se convirtieron en amigos y confidentes. Gournay fue una de las más influyentes defensoras del igual rol de la mujer en la sociedad de su tiempo. Montaigne, el padre del moderno género del ensayo y humanista ferviente, se alzó como uno de los principales filósofos franceses de su tiempo. En su testamento dejó su obra en la mano de Gournay, y no de su esposa e hija, afirmando que ella era la única capacitada para comprender y gestionar su legado.
En España también tuvimos un caso paradigmático, el de José Ortega y Gasset y su discípula, María Zambrano. Aunque esta relación nunca sobrepasó los límites de la admiración académica, la influencia del pensamiento orteguiano es evidente en la obra de la malagueña. De alguna manera, Ortega hubiese tenido el interés en que Zambrano fuese una brillante continuadora de su pensamiento, algo en lo que la filósofa tuvo muy claro desde el principio que no iba a convertirse, defendiendo siempre posiciones originales e independientes.
50 años sin Hannah Arendt. Especial 1 de hoy domingo, 27 de abril de 2025
Medio siglo después de su muerte, las ideas de la filósofa Hannah Arendt siguen vigentes. En la era líquida y digital, reflexionar sobre la banalidad del mal es fundamental para fomentar el pensamiento crítico y la acción individual y colectiva, escribe en la revista Ethic [21/04/2025] el filósofo Alejandro Villamor.El 4 de diciembre de 1975, comienza diciendo Villamor, la ciudad de Nueva York vio morir a la filósofa alemana Hannah Arendt. En realidad, ella nunca se sintió cómoda con esa etiqueta, tal y como hizo constar en una entrevista de 1964, en la cual afirmó: «No me siento en modo alguno una filósofa». Pero lo cierto es que, cincuenta años después de su muerte, sus ideas continúan ejerciendo de faro para vislumbrar el confuso contexto que circunda.
En la que quizá sea su obra más conocida, Eichmann en Jerusalén, Arendt describió el juicio a Adolf Eichmann, un cargo nazi responsable del destino que innumerables personas encontraron en los campos de concentración. Para sorpresa de Arendt, Eichmann no era ningún diablo o psicópata, sino un burócrata que se justificó alegando que cumplía órdenes. De esa impresión surge su concepto de «la banalidad del mal». El mal no procede necesariamente de dementes que quieren hacer daño, sino que se reproduce y expande mecánicamente en el vínculo de personas comunes y corrientes. No es en las entrañas del averno donde nace, sino que aflora en la ausencia de reflexión y pensamiento crítico. Y la idea ha adquirido una nueva significación en la era digital. La automatización de las decisiones a través de los algoritmos, el anonimato en las redes, la distancia emocional ofrecida por pantallas que exponen con indiferencia el sufrimiento ajeno, la facilidad con la que se domeña con tergiversaciones, todo ello alienta el fantasma de la banalidad del mal.
La propia Arendt lo experimentó al tener que exiliarse, viendo cómo incluso su otrora maestro y amante Martin Heidegger se torna cómplice de la causa nazi. Lo que hoy es derecho puede mañana diluirse como el humo, y para ello es preciso la simple complicidad indiferente. Es por ello que Arendt no se cansó de reclamar el «derecho a tener derechos». No en lo abstracto, ni gracias a un marco estatal que mañana puede variar, sino como derecho internacional efectivo que no deje a nadie –inmigrante, refugiado, etcétera– en los márgenes de la sociedad.
Asusta observar la vigencia de su trabajo de 1951, Los orígenes del totalitarismo. La facilidad con la que tanta gente hoy se identifica con discursos de odio. La sencillez con la que los ciudadanos –confundidos con meros consumidores de los medios audiovisuales– compran a precio de saldo relatos pobres de la realidad. No se trata solo de la ausencia de crítica individual, sino de la apatía moral que parece prevalecer.
Siguiendo la batuta de Hannah Arendt, la actual polarización nacional e internacional –traducida en un sempiterno y vago «nosotros versus ellos»– predomina a costa de una ausencia de reflexión. Este es el caldo de cultivo del que surge un totalitarismo que no se reduce a una organización autocrática. Para Arendt, la estructura dictatorial solo es la punta del iceberg de un fenómeno mucho más complejo que, entre otras cosas, parte de la complicidad de individuos que se sienten escudados por los mantras de un rebaño.
Como sentenció Bauman, el mundo posmoderno es líquido. Cada medio de comunicación, cada grupo político y social, cada gobierno, en definitiva, modela discursos que solo procuran que los aires soplen a su favor. Ni siquiera el consenso científico casi universal en temas tan delicados como el cambio climático se libra de este tendencioso y superficial cuestionamiento.
En este estado de desaliento, merece la pena volver la vista a Hannah Arendt. Frente a este panorama, ¿hay espacio para el optimismo? Lo hay, y la obra de Arendt perfila una hoja de ruta que pasa por el refortalecimiento del espacio público. Un espacio que dé cabida a la acción individual, al pensamiento crítico, a la discusión pacífica y enriquecedora. Alejandro Villamor es filósofo.
sábado, 26 de abril de 2025
De las entradas del blog de hoy sábado, 26 de abril de 2025
Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 26 de abril de 2025. Mi patria es mi lengua materna, dejó dicho la filósofa Hannah Arendt. Nadie discute la potencia y riqueza del español; nuestro idioma es un tesoro que no corre peligro, pero necesita cuidados, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. La segunda, un archivo del blog de abril de 2017, hablaba de la deliciosa excentricidad que suponía que le hubieran concedido el nombre de una calle de Madrid a Simone Weil, la fascinante pensadora francesa que luchó contra el franquismo con las armas y las palabras. El poema del día, en la tercera, se titula Nada ocurre dos veces, es de la poetisa polaca Wislawa Szymborska, y comienza con estos versos: Nada ocurre dos veces/ni ocurrirá. Por eso/nacimos sin práctica/y moriremos sin rutina. Y la cuarta y última, como siempre, son las viñetas de humor, pero ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν" (toca marchar); volveremos a vernos mañana si las Euménides y la diosa Fortuna lo permiten. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. HArendt
De la lengua como patria
Nadie discute la potencia y riqueza del español; nuestro idioma es un tesoro que no corre peligro, pero necesita cuidados, dice en El País [Lengua viva, que viva la lengua, 23/04/2025] el escritor Leonardo Padura. 1. José Martí, comienza diciendo Padura, fue poeta en cada acción, pensamiento, cada expresión de su vida. Incluso fue poeta al proyectar la revolución independentista librando una “guerra necesaria”, que concibió como “una guerra sin odio”, algo que solo puede imaginar el poeta que escribió: “Dos patrias tengo yo, Cuba y la noche”. Y que para consumar su condición, cabalgando sobre una bestia blanca, muere en el campo de batalla en la primera escaramuza en la que participa. Al conocer la noticia, el más conocido y celebrado poeta de la lengua por aquellos años finales del siglo XIX, el nicaragüense Rubén Darío, exclamó su lamento: “¿Qué has hecho, Maestro?”, y en boca del autor de Azul tal calificativo, con el que reconocía la estatura lírica del cubano, no parece un elogio vacío.
Tanto Martí, como Darío, como el también cubano Julián del Casal, ese ser etéreo que vestía en la tórrida Habana con batas japonesas de seda y era capaz a la vez de escribir crónicas sobre el béisbol, fueron los promotores de otra revolución, esta vez literaria y panhispánica, la del Modernismo poético que desde esta orilla del Atlántico sacudió la modorra en que había caído la lírica de la lengua. Y lo hacen con un vigor, un colorido, un atrevimiento lexical y tropológico que ilumina los tesoros de un idioma generoso que, sobre los restos del latín imperial, habían ido forjando por siglos muchos hombres a uno y otro lado del océano y adornándose con el relumbre de una larga lista de escritores: Jorge Manrique, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Góngora, Quevedo, a los que se unieron, enriqueciendo un léxico ya portentoso, el Inca Garcilaso, Sor Juana o el volcánico José María Heredia, el mismo que escribió que “no en vano entre Cuba y España, tiende inmenso sus olas el mar”.
2. Hace diez años, en un teatro asturiano, muy cerca de sus majestades los reyes de España Felipe VI y Doña Letizia, parafraseé a Martí y aseguré que dos patrias tengo yo: Cuba y mi lengua. Y no fue una fórmula demasiado original. Mucho se ha dicho, y con razón, que la patria del escritor es su lengua. Porque su lengua es, al fin y al cabo, la expresión, la emanación más fehaciente de una pertenencia.
3. Cada 23 de abril celebramos el Día del Idioma Español, instituido por Naciones Unidas “para concienciar al personal de la Organización, y al mundo en general, acerca de la historia, la cultura y el uso del español como idioma oficial”, pues es uno de los seis con esa condición en el cónclave universal. La fecha, como sabemos, rememora el día de la muerte, en 1616, de Miguel de Cervantes, considerado el más alto exponente literario de nuestro idioma. Aquel 23 de abril, por cierto, también murió William Shakespeare, estimado como el gran maestro del idioma inglés. Y, aunque suele olvidarse, también ese día fallecía el Inca Garcilaso de la Vega, el primer hombre que, en su literatura, dejó dramática constancia del nacimiento cultural de un Nuevo Mundo, el Iberoamericano, surgido del trauma de la conquista. Un universo cultural y lingüístico que ya en la propia obra del cuzqueño venía a enriquecer la lengua española con todo el acervo de realidades y espiritualidades que se fundían con la peninsular y la llenarían de nuevas palabras, sonoridades y cadencias.
4. Hoy el español es la lengua oficial de más de veinte países, a uno y otro lado del Atlántico. Lo hablamos más de 500 millones de personas. En español se crea una de las literaturas más potentes de la actualidad, se canta cada vez más en español, se filman más producciones audiovisuales en nuestra lengua. Nadie discute la potencia y riqueza del idioma de la Ñ.
Como lengua viva y dinámica el español evoluciona y se contamina, no siempre del mejor modo, pero inevitablemente. En un mundo cada vez más global, en el cual el inglés es la lengua más recurrida por la ciencia y la tecnología, nuestro idioma asimila y en ocasiones hasta hispaniza palabras y conceptos provenientes de ese idioma pero que, al fin y al cabo, enriquecen el nuestro. Aunque algunos puristas temen a los efectos de esta contaminación, quizás hoy más acelerada que nunca, el fenómeno no es nuevo. Anglicismos y galicismos son parte asimilada del español, por no hablar de los miles de americanismos que desde la llegada de Colón al Nuevo Mundo se incorporaron para, con esas palabras, nombrar cosas que no existían o no tenían nombre en la lengua peninsular.
El uso cotidiano del idioma, que se practica en múltiples normas lingüísticas regionales, nacionales, locales, es, sin embargo, el principal yacimiento del que se extraen nuevas riquezas para el idioma. La gente habla, necesita expresar realidades inéditas y busca el modo de nombrarlas. Los escritores, por su lado, se valen de aportes con los que expresan realidades con el único instrumento a su disposición, y nos regalan palabras como el sublime apapachar mexicano o la mordaz huachafería andina que empujó hacia el corazón del idioma la obra de Mario Vargas Llosa.
5. Pertenecer a una cultura implica —al menos en los países monolingües— pertenecer a una lengua. De ahí la certeza de que su idioma es también la patria del escritor. Tengo el privilegio de haber nacido y vivido toda mi existencia en un territorio de lengua española y con ella como magnífico instrumento, haber escrito mi obra. En español he expresado todo lo que he necesitado decir de fenómenos y procesos que me rodean, desde lo más social hasta lo más privado. He recurrido a las llamadas normas cultas para determinadas situaciones y a las populares —mi lengua habanera— para otras muchas, hasta el punto de provocar la estupefacción de algunos traductores cuando, para decir que alguien había tenido un gran problema con muchas consecuencias, solo puede expresarlo diciendo que el tipo “explotó como Kafunga”.
6. Hace unos años escribí una crónica que titulé Dime lo que lees y te diré de dónde eres, a propósito de la lista de títulos que el presidente Barack Obama pretendía leer en sus vacaciones (sí, era presidente y leía). Eran cinco libros, todos escritos por autores anglos. También por esa época me enteré de que el mundo anglosajón solo publicaba al año un 3% de traducciones, lo que revelaba una inquietante autofagia cultural.
No me extraña entonces que otro presidente estadounidense —que estoy seguro que no lee y convencido de que desprecia al resto del mundo que no es el suyo— la emprenda contra el uso del español en las instituciones federales y decrete que el inglés es la única lengua oficial de un país que, en realidad, es multicultural y, en la práctica, multilingüe.
Semejante actitud no debería asombrarnos, aunque sí preocuparnos por los efectos sociales que tendrá entre los ciudadanos de ese país. Pero, con respecto a la salud y vigor de esta lengua española nuestra no albergo ningún temor. Solo debo refrendar la certeza de que, como el ser vivo que es, nuestro idioma necesita de cuidados, y deberíamos hacerlo sabiendo que poseemos un tesoro que nos comunica por encima de mares y montañas y nos permite consumir una de las culturas más potentes y animadas de cuantas hoy existen en el reino de este mundo.
[ARCHIVO DEL BLOG] Una filósofa en el frente de Aragón. Publicado el 30/04/2017
Resulta una deliciosa excentricidad que le hayan concedido el nombre de una calle de Madrid a Simone Weil, fascinante pensadora francesa, comenta en El País [Una filósofa en el frente de Aragón, 30/04/2017] el escritor José Andrés Rojo.De todo lo que escribió, comienza diciendo Rojo, es esta observación de Simone Weil —recogida en Echar raíces— la que resulta hoy más pertinente: “La inteligencia está derrotada a partir del momento en que la expresión del pensamiento va precedida, explícita o implícitamente, de la palabra nosotros.Y cuando la luz de la inteligencia se ofusca, al cabo de un tiempo harto breve se extravía el amor al bien”.
Y es pertinente porque sortear ese minúsculo nosotros era algo imprescindible para el Comisionado de la Memoria Histórica en su tarea de proponer los nombres que iban a sustituir a los que tenían 52 calles de Madrid, marcadas por los rastros de la dictadura franquista. Que no hubiera espíritu partidista, nada de mentalidades de capilla o de tendencia o de causa alguna, ningún cálculo sectario. Fuera ese miserable nosotros que derrota a la inteligencia para así poder ocuparse del cometido esencial: que una ciudad exprese en su callejero gratitud a la grandeza de algunas figuras, fueran éstas más remotas o más cercanas.
La de Simone Weil, pese a su humildad y a su deshilachada apariencia, es imponente. Nacida en París en 1909, tuvo intereses muy distintos: las matemáticas, la física cuántica, las lenguas clásicas, un compromiso radical con los más desfavorecidos, el afán de llevar cada pensamiento al límite. Manuel Arranz la ha recordado en el número anterior de Claves y José Luis Gallero se ocupó de ella en El Estado Mental.
Ferrater Mora la definió como la “mística clara”, Eliot dijo que podía ser “injusta y desmesurada”, Bataille la describió así: “Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver, y a menudo tropezaba con las mesas. Sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara”. A principios de agosto de 1936 llegó a Barcelona, luego acompañó a los anarquistas en el frente de Aragón, estuvo en un hospital en Sitges, regresó a Barcelona: unos dos meses. Quería conocer la guerra de cerca, supo de cosas terribles. En sus cuadernos escribió después: “Desde mi niñez he simpatizado con las agrupaciones políticas que estaban a favor de los humillados y de los oprimidos por las jerarquías sociales; hasta que comprendí que esos grupos políticos no merecen ninguna simpatía”. De nuevo contra el abominable nosotros. Murió a los 34 años.
Frente a los nuevos nombres de las calles de Madrid habrá quien piense que se perdió la oportunidad de rescatar del olvido a algunas figuras que, en aquella guerra que vino a conocer Simone Weil, procuraron salvar lo que quedaba del esqueleto de la República. Resulta, en cualquier caso, una deliciosa excentricidad que le hayan concedido el nombre de una calle a esta fascinante pensadora (y santa, pensaban algunos) que no pasó por Madrid y que escribió que “debemos preferir el infierno real a un paraíso imaginario”. Ese gesto abre para algunos una disparatada esperanza, la de vivir un día en Madrid en la plaza Witold Gombrowicz.