domingo, 12 de enero de 2025

[ARCHIVO DEL BLOG] Percepciones y realidades. Publicado el 30/08/2016











El periodista y escritor Ángel Sánchez Harguindey escribía hace un tiempo en su blog "TV" un artículo titulado "Burbujas" que comenzaba con estas palabras: "Si algo puede mostrar la diferencia que existe entre la percepción que de la realidad tienen los ciudadanos y la que tiene la clase política es el barómetro del CIS. El que se realizó entre 2500 encuestados a primeros de febrero [se refiere al año 2014] es demoledor: un 86,9% considera que la situación económica es mala o muy mala. Un 42% considera que el año que viene la situación económica será igual que este año y un 28,6% que será peor. Nada que ver con los cantos de sirena del Gobierno o de los banqueros y grandes empresarios. Y si de la economía se pasa a la política, los resultados son también terribles: un 82,02% declara que es mala o muy mala y un 80,3% considera que el próximo año será una situación igual o peor. Los grandes problemas, a juicio de los preguntados, no tienen discusión: el desempleo (un 81,1%), la corrupción (un 44,2%), los problemas de índole económica (28,3%) y los políticos y la política con un 24,2%. Con estos datos en la mano lo sorprendente es que a estas alturas todavía no se haya escuchado una sola autocrítica por parte de los protagonistas. Viven en una burbuja cuando no en pleno delirio"... Pueden leerlo completo en el enlace de más arriba.
Otro escritor (y miembro de la Academia), Antonio Múñoz Molina, en un libro que comenté por aquellos mismos días de 2014 en el blog: "Todo lo que era sólido", decía con evidente sorna de los economistas que tienen un elevadísimo concepto de sí mismos al considerarse como científicos sociales, pero que en realidad, y a la vista de los resultados de sus análisis, no tienen nada de científicos y mucho menos de sociales. Criterios ambos que comparto desde mi ignorancia de las "leyes", por llamarles algo, que rigen la economía. Espero que mi buen amigo y buen economista, Mark Zabaleta, me perdone semejante osadía... 
Como lo mío son las citas y no tanto las glosas, termino la entrada de hoy con una de un libro también mencionado en el blog por aquellas fechas: Pensar el siglo XX, un incitante diálogo entre los historiadores Tony Judt y Timothy Snyder. Hacia el final del libro el profesor Snyder le pregunta al malogrado Tonty Judt si hoy en día los intelectuales no han perdido la voluntad y capacidad de formular qué es lo que realmente va mal en la economía y en la sociedad. La respuesta de Judt es contundente: A finales de la década de los 50, le responde, ya se ha producido el autodistanciamento de los intelectuales con respecto a la preocupación por las injusticias claras y observables de la vida económica. Parecía, sigue diciendo, como si esas injusticias observables estuvieran siendo bastante superadas, al menos en los lugares en los que los intelectuales vivían. El foco en "los desheredados de Londres y París", añade, parecía casi una ingenuidad; ya sabes, le dice: "sí, sí, pero es más complicado que todo eso, las verdaderas injusticias son otras" y tal; o "la verdadera opresión está en la mente más que [en] una distribución injusta de la renta", o lo que fuera. De modo que los intelectuales de izquierda empezaron a aplicarse en encontrar la injusticia, y a interesarse menos por lo que se parecía al tipo de horror moral ante la simple desigualdad económica y el sufrimiento de la década de 1930, o si eran más históricamente conscientes, de la de 1890, le responde.
Desde finales de 1970 -dice más adelante- los intelectuales no se preguntan [sobre la economía] si algo está bien o mal sino si una política es eficaz o ineficaz. No se preguntan si una medida es buena o mala, sino si mejora o no la productividad. La razón por la que lo hacen no es necesariamente porque no estén interesados en la sociedad, sino porque han llegado a asumir de forma bastante acrítica, que el sentido de la política económica es generar recursos. Hasta que no se hayan generado recursos, viene a decir el estribillo, no tiene sentido hablar de distribuirlos. Desde mi punto de vista -sigue diciendo el profesor Judt-, esto se acerca mucho más a una especie de chantaje: ¿no vas a ser tan poco realista o tan espiritual o idealista como para establecer los objetivos antes que los medios, no?. Por tanto, se nos recomienda que todo parta de la economía. Pero este reduce a los intelectuales -no menos que a los trabajadores de los que están tratando- a ratones que corren sobre una rueda que no para de girar. Y sigue diciendo: Cuando hablamos de aumentar la productividad o los recursos, ¿cómo sabemos cuándo parar? ¿En qué punto estamos suficientemente bien provistos de recursos para volver nuestra atención hacia la distribución de los bienes? ¿Cómo vamos a saber nunca cuándo ha llegado el momento de hablar de retribuciones y necesidades más que de resultados y eficacia? Yo no tengo respuestas, pero si ustedes sí las tienen les invito a exponerlas. Desde el trópico de Cáncer está a su disposición. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
















Del poema de cada día. Hoy, Confesión, de Charles Bukowski

 






CONFESIÓN


Esperando a la muerte
como un gato
que saltará sobre la
cama.

Estoy apenado por
mi esposa.
Ella verá este
cuerpo
rígido
y blanco.

Lo sacudirá una vez, entonces
quizás de nuevo:
“Hank”
Hank no
contestará.

No es mi muerte lo que
me preocupa, es mi esposa
sola con esta
pila de nada.

Quiero que sepa
que todas las noches
durmiendo a su lado.
Incluso las discusiones
inútiles
fueron cosas
espléndidas.

Y las duras
palabras
que siempre tuve miedo de
decir
pueden ahora ser
dichas:

“Te amo”


Charles Bukowski (1920-1994)

poeta estadounidense






















De las viñetas de humor de hoy domingo, 12 de enero de 2025

 







































sábado, 11 de enero de 2025

De las entradas del blog de hoy sábado, 11 de enero de 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 11 de enero de 2025.¿Por qué los españoles nacidos en democracia no presumimos de ser hijos de la transición antes que nietos de la Guerra Civil?, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy; solo una valoración justa del legado político que hemos recibido permitiría defenderlo y agrandarlo. En la segunda del día, un archivo del blog de mayo de 2020, se decía que como muestran las lecciones de la historia, las grandes crisis extraordinarias son el momento propicio para acelerar procesos históricos que  costarían décadas consensuar. La tercera es un poema que comienza con estos versos: En mis cuadernos de escolar/en mi pupitre en los árboles/en la arena y en la nieve/escribo tu nombre. La cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todas ellas les resulten de  interés. Ahora, como decía Sócrates, nos vamos, y nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt














De los hijos de la Transición

 






¿Por qué los españoles nacidos en democracia no presumimos de ser hijos de la transición antes que nietos de la Guerra Civil? Se pregunta en la revista Ethic [Hijos de la Transición, 09/01/2025] el escritor Sergio del Molino. En un contexto de fuerte polarización y avance de los populismos, dice, solo una valoración justa del legado político que hemos recibido —sin haber luchado por él— nos permitirá defenderlo y agrandarlo. El cambio que se produjo en España tiene pocos parangones: no se me ocurren otros ejemplos de tránsito de una dictadura a una democracia avanzada con vocación social en tan poco tiempo. Mirado de cerca, incluso con sus miserias, errores y crueldades, que las hubo en abundancia, es un cambio alucinante que nos dejó en herencia un país con el que nuestros abuelos ni siquiera soñaban.

Si el olvido no se ceba antes con su historia, el proyecto de Podemos será estudiado como el auge y la caída más estrepitosos de la política española. Nunca una camarilla galopó tan confiada a lomos de las expectativas de tantos, para defraudarlas en tan poco tiempo y diluirse en la nada, tras dilapidar todo el capital político y social del que disponía la izquierda poscomunista, estabilizada en la organización de Izquierda Unida. Pocas veces se triunfa y se fracasa tan a lo grande y tan rápido: de controlar el Gobierno a servir cañas en un bar de Lavapiés en menos de un parpadeo. Pero el ruido de la fábula no debería llevarnos a formular una moraleja equivocada. Aunque sus actores y sus organizaciones se hayan derrumbado, algunos de sus dogmas se han convertido en moneda común. Como diría un politólogo, han ganado la batalla del relato en muchos aspectos esenciales de la discusión pública.

Por decirlo en términos gramscianos, tienen la hegemonía cultural. El concepto de hegemonía de Gramsci no es más que propaganda sofisticada recubierta de jerga filosófica. Con una mezcla de estrategias que aprobarían tanto Goebbels como Lenin, la hegemonía consiste en imponer una visión del mundo afín a los intereses de un grupo minoritario (o incluso muy minoritario, como la vanguardia revolucionaria). Mediante la repetición machacona y la intimidación se obtiene la imagen de una unanimidad entorno al tema elegido. No importa que tal unanimidad sea falsa o solo exista en la opinión pública controlada por la camarilla, pues la hegemonía se alcanza cuando se percibe como el discurso dominante. No es un ejercicio de persuasión, sino de imposición. Los que la cuestionan no son disidentes (eso significaría que tienen razón, pues un disidente lo es de un poder autoritario), sino idiotas, en el mejor de los casos, o agentes de poderes oscuros, en el peor. Desacreditar ad hominem a quien lleva la contraria es una táctica de este manual de guerra de guerrillas culturales. Es fundamental que el oponente no sea tomado en serio nunca, que se señale su agenda oculta, su servilismo a algún poder (aunque el acusador sea el propio gobierno) o se le ridiculice por cualquier cuestión. Cualquier cosa vale con tal de no discutir en serio, con calma y con respeto.

Uno de los mitos que se han impuesto en la nueva hegemonía es el de la cultura de la transición (CT, según la manía militante de dar apariencia de verdad absoluta a las ocurrencias mediante siglas institucionales) o régimen del 78. Ninguno de los dos nació en Podemos, sino al calor de los debates del 15M de 2011 —el primero es obra de Guillem Martínez—, pero han constituido la espina dorsal del ideario de la nueva izquierda y han logrado imponerse como verdad aceptada en casi todo el espectro político. En resumen: la democracia española nunca ha sido demócrata, sino una plutocracia corrupta manejada por una mezcla de élites franquistas y traidores de la causa antifranquista. Todo se jodió alguna mañana de 1977, cuando Carrillo abrazó a Suárez, y lo remató Felipe en 1982.

La idea conquistó primero los debates de la izquierda alternativa y encontró aplausos en los poderosísimos medios nacionalistas de Cataluña y Euskadi, que llevaban mucho tiempo señalando la tiranía del Estado español. Los sucesos de octubre de 2017 y todo el procés fueron decisivos para que la cantinela se volviera dogma entre buena parte de la izquierda sociológica española, especialmente entre los menores de 40. Pero fue la asunción del discurso por Pedro Sánchez, que lo convirtió en línea maestra del pensamiento del PSOE, robándoselo a Podemos y a Sumar, lo que ha hecho que hoy sea una verdad oficial.

Cuestionarla, en todo o en parte, conlleva riesgo de excomunión ideológica. Para obtener un pedigrí de izquierdas hay que abrazar esta ortodoxia. Quien no lo haga se condena al infierno de la fachosfera. Lo enuncio con naturalidad, sin dramatismos, pues en realidad no es tan terrible: esta doctrina de hegemonía gramsciana funciona en una sociedad abierta, plural y libre. Las sanciones para el discrepante son, pues, simbólicas, y su eficacia depende de lo anchas que tenga este las espaldas y de lo que le importe la aceptación del grupo o el reproche público (por desgracia, son muchos los que no soportan el rechazo o el señalamiento, de ellos se aprovechan). Quien aspira a la hegemonía exagera las consecuencias de la discrepancia para disuadir a los más temerosos, pero aquí no hay guardias rojos de Mao ni brigadas político-sociales de Franco: les apuesto lo que quieran a que publicar este artículo no impedirá que mañana me tome unas gambas en un bar con mis amigos, sin que nadie me detenga ni me manden un burofax con un despido. Porque la hegemonía es, en esencia, manejar un espejismo, mantener en el aire una ilusión óptica, hacer creer a todo el mundo que se libran batallas de violencia algo más que simbólica. Aquí está la primera fisura en el discurso: si España no es una democracia, ¿cómo ha consentido el régimen que se le cuestione de una manera tan rotunda y desde su propio corazón? ¿Qué dictadura es esta, que pone en el Parlamento, en el Gobierno y en los medios de comunicación a sus mayores críticos? No se me ocurre ningún otro caso de Estado autoritario cuyas instituciones estén dominadas por sus opositores. Estos suelen estar en la cárcel o en el exilio. O hechos pedacitos, como algunos periodistas de Arabia Saudí.

De acuerdo: en sus formulaciones más refinadas, la crítica es mucho más sutil y dibuja un Estado profundo dominado por empresas, jueces y medios de comunicación que torpedean el camino a las reformas democráticas. Toda conspiración tiende a complicarse con cada objeción que se le hace. Siempre habrá un poder oscuro, una mano negra, un titiritero a cargo de los hilos. Cuanto más sofisticado es el argumentario, más esotérico se vuelve. No es mi propósito desmontar aquí el chiringuito. Es más, me apena que el abuso propagandístico haya desactivado la crítica genuina y necesaria que traía en su origen. Lo que luego Martínez llamó CT era la expresión de un malestar lógico por males ciertos de la patria (por usar una expresión del regeneracionismo clásico) que enturbian la democracia. Era pertinente la crítica al sistema de partidos y a la corrupción política y administrativa que generó. Era pertinente denunciar la connivencia dependiente de algunos medios con el poder. Era pertinente señalar las inequidades sociales y el deterioro del Estado social. Buena parte del hartazgo que llevó a los entonces jóvenes a las plazas en mayo de 2011 era una respuesta valiente y razonada al agotamiento de una democracia que necesitaba un chorro de 3 en 1 en muchos de sus resortes prematuramente oxidados. Pero la enmienda absoluta, al reducir al absurdo los argumentos, ha ahogado el debate, que lo ha banalizado en una dicotomía entre demócratas verdaderos y sicarios del régimen del 78 que defienden (defendemos) privilegios.

En Un tal González, tomé prestada una frase de Miguel Aguilar en la que instaba a su generación (que es la mía, los nacidos a finales de la década de 1970) a dejar de considerarse nietos de la Guerra Civil y empezar a presumir de ser hijos de la democracia. Los acólitos de la CT han interpretado este deseo como una forma de conservadurismo e incluso de reaccionarismo. Puede que acierten en lo primero: somos conservadores en la medida en que la izquierda socialdemócrata (y buena parte de la alternativa) lo es hoy. En un contexto mundial de avance ultraderechista y de populismos antidemocráticos, un demócrata se ve obligado a adoptar una posición defensiva. Somos conservadores de los sistemas de libertades y progreso social en los que hemos crecido.

Los hijos de la democracia no hemos conocido la vida en dictadura. Pertenecemos a la primera generación de españoles que ha vivido toda su vida en un Estado de derecho con vocación social, y eso nos ha llevado a naturalizar como paisaje muchos aspectos que para nuestros padres y abuelos fueron conquistas dolorosas y avances insólitos. No es extraño que haya sido mi generación la que ha impuesto esa nueva hegemonía cultural de la CT, que ha triunfado en parte gracias a la incomprensión presentista del complejísimo contexto histórico en el que se produjo la transición democrática. Se juzga la letra de la Constitución sin sentir el espíritu de miedo y fatiga con que se escribió.

Vindicarse hijo de la democracia e intentar comprender las acciones de aquella generación de españoles que parieron una constitución moderna y casi de vanguardia cuando los franquistas aún tenían las llaves de la armería y el dedo tenso sobre el gatillo no supone caer en una idiocia acrítica. El reconocimiento del valor de aquella gente, que puso el bien nacional muy por encima de sus objetivos ideológicos y de sus ambiciones personales, no promueve el inmovilismo ni impide señalar las injusticias y fallas de la democracia. Al contrario: solo una valoración justa del legado que hemos recibido sin haber luchado por él nos permitirá defenderlo y agrandarlo. Un primer paso sería reconocer que muchas de las revisiones de la transición las han hecho intelectuales y artistas que deben su estatus al régimen del que abominan. Pondré solo un ejemplo: El año del descubrimiento, premiado documental de 2020, ganador de dos merecidísimos Premios Goya, un ejercicio de narración experimental que señala la desaparición de la clase obrera en las reconversiones industriales de los años 80. Su autor, el también escritor Luis López Carrasco (1981), es un típico hijo de la democracia, un joven murciano que jamás habría sido cineasta ni escritor de no haber crecido en el régimen del 78. Estudió cine en la ECAM de Madrid, una institución pública de élite que sería impensable sin la reforma universitaria del primer Gobierno de Felipe González. Carrasco también ha trabajado en una de las universidades públicas nacidas al calor de aquella reforma, que cimentó un sistema de becas que permitió a los hijos de las víctimas de la reconversión obtener un título académico. La producción, distribución y promoción de su documental, así como sus premios, fueron posibles también en el marco de unas políticas culturales creadas durante la transición y que han permitido a muchos autores de extracción obrera (como yo mismo) desarrollar carreras artísticas que antes solo estaban al alcance de los hijos de la oligarquía franquista.

Esto ha generado lo que algunos sociólogos llaman una sobreproducción de élites: la España democrática tiene mucha más gente formada de la que puede absorber un mercado laboral centrado en el turismo y con desempleo estructural. La frustración que esto ha causado en mi generación y en las posteriores es inmensa y, sin duda, uno de los problemas más serios a los que se enfrenta el país. Pocas cosas deberían importar más y de pocas se debate con más ligereza y menos eficacia legislativa. Pero una sociedad superpoblada de profesionales críticos capaces de articular debates y obras tan complejas como El año del descubrimiento está lejos de ser una democracia muerta o fracasada. Y si lo está, es por exceso de éxito. Hablando en términos de la generación Z, nos hemos pasado la pantalla de la democracia.

El cambio que se produjo en España entre la muerte de Franco y 1992 tiene pocos parangones. No se me ocurren otros ejemplos de tránsito de una dictadura sanguinaria nacida de una guerra civil a una democracia avanzada con vocación social en tan poco tiempo. Mirado de cerca, incluso con sus miserias, brutalidades, errores y crueldades, que las hubo en abundancia, es un cambio alucinante que nos dejó en herencia un país con el que nuestros abuelos ni siquiera soñaban. Ser consciente de ello es el primer paso para reaccionar ante las fuerzas poderosas que lo amenazan y para intervenir en aquellos aspectos más turbios y necesitados de reforma. Por eso es urgente que ignoremos el espejismo de la CT y nos concentremos en debatir los problemas reales. Como hicieron los de la generación de la transición, señorones llenos de defectos y tan enfermos de ideología como cualquier tribuno de hoy, pero que supieron analizar, parafraseando a Lenin, la realidad concreta de su tiempo, y asumieron que la democracia exige abrazar la imperfección y la derrota y no tener miedo a traicionarse en una negociación eterna.













[ARCHIVO DEL BLOG] Libres. Publicado el 16/05/2020













La vida siempre se reanuda después de un desastre, -escribe en el A vuelapluma de hoy [¡Un mundo nuevo, pero libre! La Vanguardia, 6/5/2020] el historiador Santi Vila-, quizá con otra flora y con otra fauna, pero se reemprende. Los que sobreviven lloran a los muertos, pero sobreviven, y tienen el deber de hacerlo, de procurar aprender de la experiencia vivida y de promover una sociedad mejor. Además, la buena noticia es que de entre todos los seres vivos, la resiliencia y la capacidad de adaptación de los humanos destacan especialmente. Como nos muestran con nitidez las lecciones de la historia, las grandes crisis extraordinarias y extremas son el momento propicio para acelerar procesos históricos, que fuera de contextos de guerra o de grandes desastres naturales costarían décadas de consensuar y de implementar. Lo recuerda el octogenario neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik en su último libro, Escribí soles de noche, justo ahora traducido por Gedisa: después de la peste negra de 1348, ciertamente murió la mitad de la población, tan verdad como que la escasez de mano de obra tocó de muerte definitivamente la servidumbre feudal y convirtió a muchos payeses vinculados a la tierra en hombres libres. También la II Guerra Mundial fue apocalíptica y disruptiva: entre 55 y 60 millones de muertos, militares y civiles, de todo el planeta. Tan cierto como que de aquella experiencia buena parte de Occidente salió con un nuevo sistema de seguridad social y de pensiones, universal, del todo inalcanzable políticamente antes de la guerra. ¡Pero cuidado! Porque así como las circunstancias extremas precipitan innovaciones y reformas, en estos periodos de transición también se acostumbran a suspender y lesionar temporalmente derechos y libertades fundamentales. Por razones de seguridad admitimos restricciones en la movilidad, el derecho de reunión, intervenciones sobre los precios, la propiedad o la propia intimidad. En nombre del bien común, que por cierto siempre tiene voces voluntariosas dispuestas a representarlo, algunos incluso creen necesario limitar la crítica al Gobierno y la discrepancia política. Son tiempos para estar unidos, dice siempre el papanatas oficialista de turno, incómodo con los heterodoxos y los críticos de los que le pagan.
En estas circunstancias extremas y disruptivas es cuando los ciudadanos tenemos que estar más alerta y exigir ser tratados como adultos. Porque, como advierte lúcidamente Yuval Noah Harari, muchas de las restricciones a las libertades civiles que se adoptan teóricamente de forma temporal, a menudo, como se ha demostrado en Israel, vienen para quedarse y, además, como el monstruo de Frankenstein, en general acaban escapando al control de sus creadores. Que el Gobierno reconozca sin ambages que una unidad de la policía monitoriza el comportamiento de la ciudadanía en las redes sociales para evitar noticias falsas que generen alarma social es tan loable como inquietante. Porque como admiten sus portavoces castrenses, siempre menos dotados para la retórica matizada que los políticos, la línea que separa la persecución del mentiroso y del difamador de la que denuncia a heterodoxos y disidentes es muy fina. No menos preocupante tienen que resultar las ideas de algunos de nuestros gobernantes catalanes, hasta hace muy poco abanderados de nuevas libertades colectivas, por cierto, y que ahora se nos muestran entusiasmados con la posibilidad de implementar a golpe de decreto los nuevos avances de la tecnología de la vigilancia, ya sean cámaras de reconocimiento facial, controles sistemáticos de la temperatura, carnets sanitarios o medidas de geolocalización de infectados, con aplicaciones telefónicas tan inofensivas como las que advierten a la policía y a los propios ciudadanos de si se nos acerca un apestado o de cuál ha sido su última agenda relacional.
Una ciudadanía madura y responsable tiene que plantar cara a las ocurrencias de estos nuevos aprendices de ingeniería ­social. Porque si la tentación totalitaria siempre ha estado presente en las sociedades modernas, con la revolución tecnológica experimentada estos últimos años es más peligrosa que nunca. Una verdadera caja de Pandora. En una democracia de calidad, dejémoslo claro, como nos está enseñando Suecia, nunca la apelación al bien común, a la seguridad ni a la salud pública tendrían que justificar un daño tan grande a derechos fundamentales. Porque durante este año, ciertamente habremos vivido una verdadera crisis disruptiva, quizá el final de toda una época, que tiene que ser vivida como la oportunidad de construir un mundo nuevo. Podemos protagonizar un nuevo momento fundacional a escala planetaria, con la recuperación del valor de la amistad, de la familia y de la comunidad; con una nueva conciliación de la vida laboral y personal, con teletrabajo y reparto del trabajo; con renta básica universal y con la erradicación del consumismo. Tenemos que hacer todo eso e imaginar, por qué no, que podemos ganar, por fin, la batalla de la inmortalidad, que ni un solo hombre se morirá nunca más de viejo, de enfermedad o de hambre. Tenemos que hacer estas cosas y las que todavía no sabemos ni imaginar, pero las tenemos que hacer con una ciudadanía libre, implacable con los nuevos enemigos de la democracia, que de hecho son los de siempre".
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt

















Del poema de cada día. Hoy, Libertad, de Paul Eluard

 






LIBERTAD



En mis cuadernos de escolar
en mi pupitre en los árboles
en la arena y en la nieve
escribo tu nombre.
En las páginas leídas
en las páginas vírgenes
en la piedra la sangre y las cenizas
escribo tu nombre.

En las imágenes doradas
en las armas del soldado
en la corona de los reyes
escribo tu nombre.

En la selva y el desierto
en los nidos en las emboscadas
en el eco de mi infancia
escribo tu nombre.

En las maravillas nocturnas
en el pan blanco cotidiano
en las estaciones enamoradas
escribo tu nombre.

En mis trapos azules
en el estanque de sol enmohecido
en el lago de viviente lunas
escribo tu nombre.

En los campos en el horizonte
en las alas de los pájaros
en el molino de las sombras
escribo tu nombre.

En cada suspiro de la aurora
en el mar en los barcos
en la montaña desafiante
escribo tu nombre.

En la espuma de las nubes
en el sudor de las tempestades
en la lluvia menuda y fatigante
escribo tu nombre.

En las formas resplandecientes
en las campanas de colores
en la verdad física.
escribo tu nombre.

En los senderos despiertos
en los caminos desplegados
en las plazas desbordantes
escribo tu nombre.

En la lámpara que se enciende
en la lámpara que se extingue
en la casa de mis hermanos
escribo tu nombre.

En el fruto en dos cortado
en el espejo de mi cuarto
en la concha vacía de mi lecho
escribo tu nombre.

En mi perro glotón y tierno
en sus orejas levantadas
en su patita coja
escribo tu nombre.

En el quicio de mi puerta
en los objetos familiares
en la llama de fuego bendecida
escribo tu nombre.

En la carne que me es dada
en la frente de mis amigos
en cada mano que se tiende
escribo tu nombre.

En la vitrina de las sorpresas
en los labios displicentes
más allá del silencio
escribo tu nombre.

En mis refugios destruidos
en mis faros sin luz
en el muro de mi tedio
escribo tu nombre.

En la ausencia sin deseo
en la soledad desnuda
en las escalinatas de la muerte
escribo tu nombre.

En la salud reencontrada
en el riesgo desaparecido
en la esperanza sin recuerdo
escribo tu nombre.

Y por el poder de una palabra
vuelvo a vivir
nací para conocerte
para cantarte
Libertad

Paul Eluard (1895-1952), poeta francés