“En el principio fue la prensa y después apareció el mundo”, escribió Karl Kraus en 1921. La alusión bíblica no era una floritura retórica. En una era apocalíptica, el escritor austriaco —seguramente el primer gran analista de los medios de comunicación— tenía motivos para creer que el periodismo había dejado de ser un filtro neutral entre la imaginación popular y el mundo exterior y había decidido construir una nueva realidad. Todo lo anterior lo dice en El País [Gaza: Occidente no se entera de nada, 06/10/2024] el escritor indio Pankaj Mishra.
Kraus había refinado su crítica durante la I Guerra Mundial, cuando empezó a culpar a los periódicos de estar agravando el desastre sobre el que debían informar. “¿Cómo es posible que se esté empujando al mundo hacia la guerra?”, preguntaba; en su opinión, el origen de la guerra fundacional del siglo XX estaba en el hundimiento de las facultades cognitivas e imaginativas en todo el continente que había provocado la prensa y que facilitó que las naciones europeas cayeran en la trampa de una guerra que no supieron prever ni detener. “Gracias a décadas de práctica”, escribió, “[el periodista] ha creado en la humanidad tal falta de imaginación que es capaz de enzarzarse en una guerra de exterminio contra sí misma”.
Puede parecer fácil despreciar, desde nuestra perspectiva privilegiada y bien informada, el mundo provinciano de las publicaciones periódicas vienesas contra las que despotricaba Kraus. Sin embargo, ahora que se extienden, imparables, unas guerras encarnizadas en Europa y Oriente Próximo que amenazan con convertirse en conflagraciones más amplias y están desgarrando el tejido de varias sociedades, la crítica de Kraus al cuarto poder, el llamado pilar de la democracia, no solo es más pertinente, sino que resuena como un análisis general de la decadencia de las instituciones democráticas en Occidente.
La fragilidad innata de esas instituciones la vieron hace mucho tiempo los súbditos asiáticos y africanos de los colonialistas europeos. Mohandas “Mahatma” Gandhi, para quien la democracia era literalmente el gobierno del pueblo, insistía en que, en Occidente, era pura teoría. No podía ser una realidad mientras “persista el inmenso abismo entre los ricos y los millones de personas hambrientas” y los votantes “se dejen guiar por sus periódicos, tantas veces deshonestos”.
Hoy, una evaluación así de contundente llegaría a la conclusión de que la deshonestidad de gran parte de los medios digitales que trafican con bulos y teorías de la conspiración es sistemática. La prensa tradicional, que suele estar en manos de grandes magnates, mantiene su pretensión de tener una responsabilidad política y ética, de ser una luz en esa oscuridad en la que supuestamente muere la democracia. Pero las pruebas de su ineptitud e incluso su carácter corrupto no han hecho más que acumularse de forma siniestra en las tres décadas que llevo dedicado al periodismo.
Mi carrera como escritor de literatura de no ficción empezó en serio con la guerra contra el terrorismo, la guerra fundacional de nuestro propio siglo, que asoló grandes partes de Asia y África y vació las libertades civiles en Occidente para, al final, terminar con la humillante retirada occidental de Afganistán en 2021. A principios de 2001 viajé a Afganistán y Pakistán por encargo de Granta y The New York Review of Books. Los largos artículos que escribí basándome en esos viajes aparecieron justo después del 11 de septiembre, por lo que, en los medios de comunicación estadounidenses y europeos, muchos consideraron que era un “experto en terrorismo”.
No rechacé esta etiqueta tan absurda con la vehemencia que debería haber tenido. En aquella época había muy pocos escritores de origen no occidental en la prensa angloamericana; las páginas de opinión estaban llenas de diatribas intolerantes contra el islam y sentí el peso de tener cierta responsabilidad. Aunque la pueril pregunta de “¿por qué nos odian?” me producía rechazo, quería hacer todo lo posible para luchar contra la deshumanización de unas sociedades tan profundamente dañadas como Afganistán e Irak y la demonización de las minorías en Occidente.
Tuve que ver, incrédulo, cómo la BBC proyectaba en horario de máxima audiencia un documental sobre los efectos beneficiosos del Imperio Británico para el mundo entero. Cuando escribía para publicaciones occidentales, me sentía presionado para no apartarme demasiado de su consenso general: que la invasión simultánea de múltiples países era buena, justa y necesaria, concebida para liberar a su población, en especial a las mujeres, de unos opresores crueles y hacer avanzar la democracia.
Y no me quedó más remedio que observar con impotencia cómo los sectores más respetables de la prensa occidental no solo alentaban una guerra basada en la mentira, sino que además contribuían a racializarla. Hoy conocemos las fantasías de los nacionalistas de extrema derecha actuales, en las que un enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental. Pero las teorías sobre la violencia ejercida contra esta némesis de tez oscura florecieron durante años en las publicaciones periódicas “de toda la vida” y los intelectuales progresistas.
“Es hora de pensar en la tortura”, proclamaba Newsweek unas semanas después del 11 de septiembre. “Una brutalidad selectiva”, recomendaba Time. Cuando la invasión de Irak estaba en marcha, The Atlantic expuso en un reportaje de portada las ventajas de la “tortura light”. En The New York Times Magazine, Michael Ignatieff instaba a los estadounidenses a asumir su destino imperial e invadir Irak; pero, además, este profesor de derechos humanos también definía cómo era posible someter a los cuerpos negros y morenos a “formas de privación del sueño” y “desorientación (como mantener a los prisioneros encapuchados) que causaran estrés”. La fecha de publicación del artículo fue inoportuna: justo cuando aparecieron las primeras fotos de prisioneros encapuchados de la cárcel de Abu Ghraib.
La impunidad con la que Israel ha asesinado a casi 200 escritores, académicos y periodistas en Gaza, después de prohibir la presencia de periodistas extranjeros en el lugar de las ejecuciones, se la concedieron sus amigos occidentales poco después del 11 de septiembre. En 2002, después de que Israel bombardeara y destruyera una emisora de radio en Cisjordania, Anne Applebaum, en la actualidad una destacada crítica de la “autocracia”, declaró que “los medios de comunicación oficiales de los palestinos son un blanco apropiado para la ira de Israel”. La “prohibición a los musulmanes” de Trump y las fantasías violentas de J. D. Vance nos escandalizan solo si nos olvidamos de que, en 2006, Martin Amis confesó en tono cómplice a un periodista de The Times su “clara necesidad” de decir cosas como esta: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga sus asuntos en orden. ¿Qué tipo de sufrimiento? Prohibirles viajar. Más adelante, deportaciones. Restringirles las libertades. Obligar a desnudarse, para cachearla, a cualquier persona que tenga aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán”.
Hoy en día, la opinión general es que la guerra contra el terrorismo fue un fracaso militar y geopolítico. Pero todavía no somos plenamente conscientes de que fue un inmenso fracaso intelectual y moral: un intento de los medios de comunicación y la clase política de Occidente de construir una realidad, que tuvo resultados catastróficos, pero consiguió integrar la crueldad y la mendacidad, a fondo y de forma duradera, en la vida pública. Y, en parte porque este desastre no se reconoció —los periodistas y escritores que promovían los falsos relatos y jaleaban la violencia a gran escala siguieron en sus puestos e incluso obtuvieron ascensos—, hoy volvemos a verlo en las informaciones que dan los medios de comunicación occidentales sobre la guerra de Israel contra Gaza: otra guerra que ha quemado en la hoguera todas las normas jurídicas y morales internacionales y que ha adormecido y pervertido las conciencias.
El historiador Omer Bartov ha señalado que Israel, con su aparente respuesta a un ataque terrorista de Hamás sin precedentes, quiso desde el principio “hacer inhabitable toda la Franja de Gaza y debilitar a su población hasta que muera o busque todas las formas posibles de huir del territorio”. Ahora, con las bombas de mil kilogramos que les proporciona Estados Unidos, los líderes israelíes de extrema derecha quieren militarizar aún más la ocupación de Cisjordania y Gaza, y provocar a sus enemigos, mediante actos de terrorismo en Líbano e Irán, para generalizar la guerra. Pero todas estas realidades innegables e incluso la aniquilación de Gaza, que, a diferencia de muchas otras atrocidades, vemos retransmitida en directo por sus autores y por sus víctimas, se ocultan e incluso se niegan cotidianamente en los principales medios de comunicación de Occidente.
Los palestinos y los árabes conocen desde hace décadas las numerosas líneas rojas ocultas que limitan el debate sobre la trayectoria de Israel. Mis propios intentos esporádicos de abordar el tema me han mostrado un pérfido régimen de represiones y prohibiciones en Occidente. Pero no solo se reprimen o se desoyen los puntos de vista no occidentales como el mío. Cada vez está más claro que los periodistas occidentales más destacados parecen haber decretado una receta general con la que tratan de proteger su retorcida lógica: que, como dijo Gideon Rachman, responsable de Opinión sobre política internacional de Financial Times, “la mejor forma de evitar una catástrofe humanitaria en Gaza es apoyar a Israel”.
En llamativo contraste con la identificación inequívoca de la barbarie rusa en Ucrania, el modo verbal preferido en las noticias occidentales sobre las atrocidades israelíes es la voz pasiva, que dificulta saber quién hace qué a quién y en qué circunstancias. (“La solitaria muerte de un hombre de Gaza con síndrome de Down”, decía el primer titular de un reportaje de la BBC sobre unos soldados israelíes que soltaron un perro de ataque contra un palestino con discapacidad y luego lo dejaron morir). El reportaje de The New York Times sobre un siniestro hito, la matanza de 30.000 palestinos —en su inmensa mayoría mujeres y niños— a manos de Israel, se titulaba Vidas acabadas en Gaza. Otro reportaje más reciente de Associated Press sobre la política del hambre impuesta por Israel se titula Un bebé palestino de 10 meses dejó de gatear de repente. La polio había llegado a Gaza.
Los periodistas y el propio presidente de Estados Unidos dieron protagonismo a unas informaciones no confirmadas, y que finalmente resultaron falsas, sobre bebés israelíes decapitados. Mientras tanto, todos guardan silencio a propósito de múltiples informaciones corroboradas sobre violaciones y torturas en las cárceles israelíes. Un artículo en The Atlantic, revista hoy dirigida por un antiguo miembro de las Fuerzas de Defensa israelíes que difundió un famoso informe falso sobre Irak, se atrevió a afirmar, incluso después del asesinato de miles de niños en Gaza, que “es posible matar niños legalmente”.
Desde luego, el relato de los medios de comunicación occidentales sobre la “defensa propia” de Israel es una muestra más de la drástica discrepancia entre lo que dicen los principales periodistas de Occidente y lo que los demás vemos que está pasando en el mundo. No puedo evitar una sensación de déjà vu ni dejar de hacerme una vieja pregunta: ¿aún es posible aumentar la capacidad cognitiva en el menguante ámbito del periodismo occidental, el reino encantado en el que he pasado provechosamente la mayor parte de mi vida?
Al fin y al cabo, vivimos en un mundo mucho más grande que el que habitaba Karl Kraus en la Viena de principios del siglo XX, con una variedad infinitamente mayor de experiencias y perspectivas. Hay mucha más diversidad demográfica en las redacciones de los periódicos y los medios de comunicación que cuando yo empecé a escribir. ¿Podrían evitarse las constantes debacles intelectuales y morales del periodismo cultivando un clima de opinión menos conformista y la apertura a experiencias y puntos de vista diferentes?
Tal vez, pero, para ello, el primer paso es ser conscientes de los formidables obstáculos que nos aguardan: vivimos en una época muy confusa, especialmente desconcertante para la generación de periodistas y comentaristas occidentales de más edad, que alcanzaron la madurez en las décadas posteriores al final de la Guerra Fría y la caída del comunismo, cuando la democracia y el capitalismo occidental parecían definir el futuro del mundo entero.
Hoy, todos los supuestos que han sustentado la política y el periodismo occidentales durante casi tres décadas yacen hechos añicos. Vivimos en un mundo en el que el futuro de la democracia no está garantizado ni siquiera en Europa y América, y mucho menos en la India. El capitalismo occidental ha creado demasiadas desigualdades y ahora está generando una reacción violenta. Los demagogos y los líderes despóticos están en pleno auge. Y lo más inquietante es que, tras un largo paréntesis, hay grandes partidos políticos, a ambos lados del Atlántico, que vuelven a exhibir explícitamente el nacionalismo blanco como ideología.
En una época de dificultades económicas generalizadas, los etnonacionalistas de Estados Unidos y el Reino Unido, como los de Alemania, Francia, Hungría, Polonia e Italia, comparten la hostilidad hacia los inmigrantes y atacan unas instituciones que consideran insuficientemente patrióticas o demasiado indulgentes con las minorías sexuales, étnicas y raciales. Este panorama tan sombrío puede extenderse más. Las principales ideologías económicas de crecimiento sin fin y prosperidad global se han topado con las restricciones medioambientales y la innovación tecnológica, además de sus propios límites, y parecen insostenibles.
Los responsables y redactores de las publicaciones más veneradas no se habían preparado mentalmente para el derrumbe de su ideología de la globalización capitalista ni para la rápida pérdida de poder, legitimidad y prestigio de Occidente. Estaban demasiado aferrados, por origen nacional y de clase y por formación, a las tesis intelectuales desarrolladas durante su hegemonía total. Estaban tan involucrados en los estertores de muerte del viejo mundo que ahora no pueden sentir las contracciones del nuevo que está naciendo. Es más, les cuesta comprender sus propias sociedades, que están cambiando drásticamente a su alrededor; se obsesionan con cosas que no son más que meros síntomas de un consenso social roto, como las “guerras culturales”, y acaban extrayendo con dificultad el significado de abstracciones como “populismo”, “retroceso democrático” y “crisis del liberalismo”.
Otro problema, más grave, es que las élites intelectuales y políticas de Occidente cuentan con muy pocos medios para comprender —y mucho menos para explicar— el resto del mundo. Los periodistas de los grandes medios intentan plasmar la velocidad y la magnitud de la transformación histórica actual —el ascenso del sur global— mediante análisis cuantitativos. Presentan datos estadísticos sobre la importancia creciente de China en el comercio exterior y el volumen cada vez mayor de las economías de la India, Brasil e Indonesia.
Vivimos en un mundo que difiere por completo, en todas sus variantes de mentalidad política, actitud emocional y estructura económica, del mundo de hace solo dos décadas. La historia siempre ha consistido en un choque entre distintos relatos en los que la gente desea reconocerse. El relato que escogemos sobre el pasado nos orienta hacia el mundo actual, nos ofrece un lugar y una identidad, y explica en líneas generales nuestros sentimientos sobre lo que es posible. El marco del periodismo occidental, muy utilizado, se construyó sobre los triunfos de Occidente: la derrota de los regímenes totalitarios en dos guerras mundiales, la contención de Alemania, Italia y Japón en la posguerra y la victoria sobre el comunismo en la Guerra Fría, seguida de la propagación mundial del capitalismo y la democracia occidentales. Esta experiencia excepcional de progreso en el Occidente de posguerra llevó a sus beneficiarios a hacer generalizaciones optimistas sobre los cambios en el resto del mundo y la capacidad de Occidente para dirigirlos.
Pero esta versión de la historia en la que les gustaba reconocerse a varias generaciones de periodistas occidentales choca ahora con otro relato mucho más amplio, resonante y convincente: el de la descolonización, el acontecimiento fundamental del siglo XX para la inmensa mayoría de la población humana.
La palabra se utilizó por primera vez para describir el proceso histórico que comenzó en los años cuarenta, cuando “las personas de piel oscura” (en expresión del sociólogo estadounidense W. E. B. Du Bois) de Asia y África empezaron a liberarse del poder occidental directo e indirecto. Pero ahora se refiere a algo más que un simple traspaso del poder político y económico en la historia mundial. La descolonización es una forma abreviada de describir cómo numerosos pueblos no blancos, entre ellos muchos afroamericanos y grupos de población inmigrante en Occidente, se sitúan en un continuo histórico más largo, ven su pasado y miden sus posibilidades para el futuro.
Es indudable que, si hay un marco analítico capaz de explicar una gran variedad de fenómenos nacionales e internacionales —desde el auge del nacionalismo chino y la extrema derecha en Occidente hasta las guerras culturales en Europa y Norteamérica, los disturbios en las universidades estadounidenses a propósito de Gaza, las divisiones en PEN América o el hecho de que Kylie Jenner haya perdido casi un millón de seguidores en Instagram—, es el de la descolonización.
Ese es el motivo de que los líderes y comentaristas occidentales, en especial los que se dejaron absorber en exceso por la fantasía del fin de la historia después de 1989, tengan ahora el deber de reaccionar ante una dinámica histórica crucial —el reequilibrio del poder occidental construido a través del imperialismo— y, además, comprender las numerosas formas culturales y psicológicas de manifestarse ese reequilibrio.
Es una tarea muy difícil, sin duda. Porque no es fácil descubrir ni siquiera ciertos hechos esenciales de la historia mundial como el imperialismo y la descolonización: languidecen en la oscuridad, ocultos por los relatos monumentales sobre la civilización occidental que van de Platón a la OTAN. Recuerdo que, cuando, en los años noventa, empecé a publicar en Europa y Estados Unidos, todo escritor y periodista que se preciara solía decir que su país era heredero espiritual de la democracia ateniense, el individualismo renacentista y la racionalidad de la Ilustración.
Era posible leer millones de palabras sobre los méritos de la democracia y el liberalismo occidentales y los males del totalitarismo oriental, escritas por figuras intelectuales angloamericanas como Michael Ignatieff, Timothy Garton Ash, Martin Amis, Thomas Friedman y Anne Applebaum, sin encontrar ni un solo párrafo sobre las consecuencias de la esclavitud, el imperialismo y la descolonización. Parecían obsesionados con los crímenes de Hitler, Stalin y Mao, pero, para ser supuestamente unos internacionalistas liberales, no parecían tener en cuenta la historia occidental moderna de esclavitud en masa, expolio colonial y guerras genocidas contra los pueblos indígenas.
Esa ignorancia, en otro tiempo un lujo asequible, hoy sería fatal para la generación actual de periodistas y comentaristas: se encuentran con un orden mundial en el que la democracia y el liberalismo, o incluso la estabilidad política normal, han dejado de ser unas cosas que se pueden dar por sentadas. Se les exige que vean el mundo tal como es, sin la obligación de embellecer su propio bando que imponía la Guerra Fría. En cierto sentido, se ven obligados a trazar con precisión nuestro fragmentado paisaje geopolítico y cultural y a reconocer sus múltiples historias y geografías, además de la nueva constelación de fuerzas.
Esto significaría, en primer lugar, reconocer que el elemento que tenían en común las diversas luchas de los condenados de la tierra —y que ha sobrevivido a los fracasos poscoloniales de muchos Estados-nación— era la convicción de que el orden mundial no podía seguir apoyándose en el privilegio racial. Hoy, las historias y las visiones del mundo determinadas e incluso agresivas de los países de Asia, África y América Latina están poniendo completamente en tela de juicio las tesis tradicionales de Occidente. Se suponía que la historia había terminado con el triunfo del liberalismo y el capitalismo occidental. Sin embargo, en la actualidad, los miembros de una clase intelectual que está fuera de Occidente —un arquitecto en Yakarta, un médico en Kuala Lumpur, un abogado en Mumbai, un sociólogo en Estambul, un economista en Doha, un profesor en Lahore o un estudiante en Ciudad del Cabo— quieren articular sus propias experiencias, explorar sus propias historias y tradiciones.
Ven que los líderes, los políticos y los periodistas responsables de las calamitosas guerras de Occidente no han rendido cuentas todavía. También ven el gran contraste entre la generosa hospitalidad occidental para con los refugiados ucranianos y los muros y vallas que los países europeos y Estados Unidos construyen para mantener alejadas a las personas de piel oscura víctimas de sus propias guerras.
Recuerdan que Occidente no solo negó a los países más pobres la tecnología para fabricar sus propias vacunas durante una larga y devastadora pandemia, sino que acaparó vacunas que ya estaban caducadas. Este “apartheid de las vacunas” costó millones de vidas en Asia, África y Latinoamérica y volvió a confirmar, a juicio de muchos, que lo que quiere siempre Occidente es proteger sus intereses bajo el disfraz de una retórica universalista de democracia y derechos humanos.
Esta nueva conciencia se observa con gran claridad en el furioso rechazo del mundo no occidental a la violencia cometida por Israel y Occidente en Oriente Próximo. El antagonismo aparentemente irreconciliable entre israelíes y palestinos se perfila sobre una de las líneas divisorias más traicioneras de la historia moderna: la “línea del color”, calificada por W. E. B. Du Bois como el problema esencial de la política internacional: “La cuestión de hasta qué punto las diferencias raciales se convertirán a partir de ahora en la base para negar a más de la mitad del mundo el derecho a compartir en la medida de sus posibilidades las oportunidades y los privilegios de la civilización moderna”. La indignación se dispara entre las mayorías cuando una potencia subrogada de Occidente en Oriente Próximo demuestra con qué facilidad se pueden seguir capturando, quebrando y destruyendo los cuerpos negros y morenos al margen de todas las normas y leyes de la guerra.
Mucho antes de que estallara la guerra y de que las informaciones sobre ella se convirtieran en mentiras descaradas, las personas de ascendencia no occidental ya estaban exigiendo urgentemente la descolonización de los sistemas occidentales de conocimiento y un cambio en la imagen que tienen de sí mismos los antiguos imperios que impusieron la supremacía blanca. Eso quiere decir una transformación de las culturas públicas, desde la sustitución de topónimos, estatuas y fondos de museos hasta la modificación y corrección de los planes de estudios académicos, el periodismo y la retórica política.
Como es lógico, este cambio de imagen es inaceptable para muchos occidentales, cuya reacción es obstinarse en ideas fracasadas y tesis destrozadas y apresurarse a reforzar las estructuras de desigualdad que siempre los ha beneficiado. El nacionalismo blanco en la política actual ha empezado a tener una siniestra contrapartida en el ámbito cultural que trata de acabar con la diversidad intelectual, aunque de boquilla defienda el pluralismo demográfico.
Hemos visto actuar a este poder despótico en el intento de muchos miembros de la clase política, empresarial y mediática occidental de suprimir las investigaciones académicas y artísticas sobre el racismo y el imperialismo. Lo vemos ahora en la represión de las discrepancias políticas. Tenía previsto dar una conferencia sobre Israel, Gaza y Occidente para la London Review of Books, pero los organizadores, del Barbican Centre de Londres, decidieron anularla para evitar problemas. Al llegar a Canadá he descubierto más casos de personas que intentan resistirse a la despolitización forzosa de la literatura y las artes y se encuentran con que les hacen el vacío.
En 2018, The New York Times llamó a Wanda Nanibush “una de las voces más poderosas de la cultura indígena en el mundo del arte norteamericano”. El año pasado, de pronto, desapareció, después de varias publicaciones sobre Palestina en Instagram, un caso que evoca siniestros recuerdos de cómo se borraba de las fotografías incluso a las personas más poderosas en las sociedades totalitarias. Naomi Klein escribe que “las extraordinarias redadas, detenciones e incautaciones de bienes de los 11 de Indigo [un grupo pacifista que organizó una protesta en Toronto y que fue acusado de vandalismo y antisemitismo] constituyen un ataque a la libertad de expresión política que no había visto nunca en Canadá”. ¿Es pura coincidencia que el diario canadiense The Globe and Mail suprimiera todas las referencias a Israel de este discurso cuando me propuso publicar un extracto?
La escritora sudafricana Kagiso Lesego Molope preguntó en la gala del Writers’ Trust celebrada en Toronto hace unos meses: “Se acerca el momento en el que el mundo empezará a pedir perdón por lo que está ocurriendo, y entonces nos preguntarán: ¿para qué usasteis vuestro poder?”. Es una pregunta que tenemos que hacernos todas las personas y todas las instituciones. Pero muchos han adoptado, en el mejor de los casos, la postura de los delegados demócratas en la Convención de Chicago, que se taparon los oídos para no oír los nombres de los niños palestinos muertos mientras salían del centro de convenciones.
Porque, en el peor de los casos, hay una serie de instituciones occidentales —desde universidades de la Ivy League hasta cadenas públicas de televisión— que han tomado medidas claramente antidemocráticas y han infringido sus propios principios de libertad de conciencia y expresión. Ayer, la Universidad de California publicó en su página web una lista del armamento militar que necesita para librar una guerra contra sus estudiantes: la lista incluye 3.000 cartuchos de munición de pimienta, 500 cartuchos de munición de impacto de 40 milímetros, 12 drones y nueve lanzagranadas.
A finales de febrero escribí que asistimos a una especie de desmoronamiento del mundo libre. Desde entonces, las pruebas se acumulan a una velocidad siniestra. Quizá no debería sorprendernos. La incompetencia intelectual y la bajeza moral del cuarto poder quedaron diagnosticadas desde el momento en que Kraus advirtió contra “el suicidio intelectual de la humanidad por medio de su prensa”. Con la vista puesta en el futuro, en nuestra época, Gandhi predijo que era probable que incluso “los Estados que hoy en teoría son democráticos (…)se vuelvan claramente totalitarios”, porque un régimen en el que “los más débiles van al paredón” y “unos cuantos propietarios capitalistas” prosperan “no puede sostenerse más que por medio de la violencia, velada o incluso descarada”. Vaclav Havel, elogiado en Occidente por haber sido un “disidente” anticomunista, en realidad afirmaba en su ensayo Política y conciencia (1984) que los sistemas totalitarios de la Unión Soviética y Europa del Este representaban el futuro del mundo occidental; advertía contra el poder que actúa “al margen de toda conciencia, un poder arraigado en una ficción ideológica omnipresente que puede racionalizar cualquier cosa sin necesidad de rozar jamás la verdad”.
Estamos destinados a ser observadores indefensos mientras una potencia que actúa al margen de toda conciencia y se basa en ficciones ideológicas es capaz de racionalizar hasta un genocidio retransmitido en directo. Desde luego, después de Gaza tengo todavía menos confianza en que sea posible recuperarnos de la era de la posverdad. Mis contribuciones al periodismo literario e intelectual durante tres décadas resultan hoy insignificantes, desproporcionadas en comparación con el reconocimiento y las recompensas materiales que he recibido.
Pero no tengo más remedio que reconocer que necesitamos con urgencia ideas nuevas para reexaminar nuestro pasado y trazar el rumbo que nos lleve desde el presente hasta un futuro habitable. Estoy convencido de que esas ideas saldrán de una nueva generación de escritores, artistas y periodistas. También sé que, a medida que se agrave nuestra policrisis —guerras inevitables, desastres climáticos y terremotos políticos—, el ansia de contar con una descripción fresca y justa del mundo será aún más irreprimible; y muchos de nosotros nos sentiremos obligados a satisfacerla.
Hay muchos escritores y periodistas que no nos acompañarán en esta tarea esencial: son los escritores, académicos y periodistas asesinados por las Fuerzas de Defensa de Israel. Me parece increíble que las ejecuciones extrajudiciales de nuestros colegas y la destrucción de escuelas, universidades y bibliotecas en Gaza sigan sin merecer una mención por parte de las comunidades literarias, académicas y periodísticas de Occidente. Cada vez parece más evidente que, como señaló Arundhati Roy, “lo único ético que pueden hacer los palestinos, por lo visto, es morir. Lo único legal que podemos hacer los demás es verlos morir. Y guardar silencio. Si no, ponemos en peligro becas, subvenciones, sueldos y medios de vida”.
Hoy debo unirme a quienes intentan romper los inhumanos grilletes que nos atenazan la mente y el alma. Dedico este premio a la memoria de los escritores asesinados en Gaza. Ya he dado gran parte del dinero que lo acompaña, y daré el resto, a escritores y periodistas de Palestina. Gracias. Pankaj Mishra es escritor.