domingo, 6 de octubre de 2024

Del Occidente que vive en Babia. [Especial 1 de hoy domingo, 6 de octubre de 2024]





 


“En el principio fue la prensa y después apareció el mundo”, escribió Karl Kraus en 1921. La alusión bíblica no era una floritura retórica. En una era apocalíptica, el escritor austriaco —seguramente el primer gran analista de los medios de comunicación— tenía motivos para creer que el periodismo había dejado de ser un filtro neutral entre la imaginación popular y el mundo exterior y había decidido construir una nueva realidad. Todo lo anterior lo dice en El País [Gaza: Occidente no se entera de nada, 06/10/2024] el escritor indio Pankaj Mishra.

Kraus había refinado su crítica durante la I Guerra Mundial, cuando empezó a culpar a los periódicos de estar agravando el desastre sobre el que debían informar. “¿Cómo es posible que se esté empujando al mundo hacia la guerra?”, preguntaba; en su opinión, el origen de la guerra fundacional del siglo XX estaba en el hundimiento de las facultades cognitivas e imaginativas en todo el continente que había provocado la prensa y que facilitó que las naciones europeas cayeran en la trampa de una guerra que no supieron prever ni detener. “Gracias a décadas de práctica”, escribió, “[el periodista] ha creado en la humanidad tal falta de imaginación que es capaz de enzarzarse en una guerra de exterminio contra sí misma”.

Puede parecer fácil despreciar, desde nuestra perspectiva privilegiada y bien informada, el mundo provinciano de las publicaciones periódicas vienesas contra las que despotricaba Kraus. Sin embargo, ahora que se extienden, imparables, unas guerras encarnizadas en Europa y Oriente Próximo que amenazan con convertirse en conflagraciones más amplias y están desgarrando el tejido de varias sociedades, la crítica de Kraus al cuarto poder, el llamado pilar de la democracia, no solo es más pertinente, sino que resuena como un análisis general de la decadencia de las instituciones democráticas en Occidente.

La fragilidad innata de esas instituciones la vieron hace mucho tiempo los súbditos asiáticos y africanos de los colonialistas europeos. Mohandas “Mahatma” Gandhi, para quien la democracia era literalmente el gobierno del pueblo, insistía en que, en Occidente, era pura teoría. No podía ser una realidad mientras “persista el inmenso abismo entre los ricos y los millones de personas hambrientas” y los votantes “se dejen guiar por sus periódicos, tantas veces deshonestos”.

Hoy, una evaluación así de contundente llegaría a la conclusión de que la deshonestidad de gran parte de los medios digitales que trafican con bulos y teorías de la conspiración es sistemática. La prensa tradicional, que suele estar en manos de grandes magnates, mantiene su pretensión de tener una responsabilidad política y ética, de ser una luz en esa oscuridad en la que supuestamente muere la democracia. Pero las pruebas de su ineptitud e incluso su carácter corrupto no han hecho más que acumularse de forma siniestra en las tres décadas que llevo dedicado al periodismo.

Mi carrera como escritor de literatura de no ficción empezó en serio con la guerra contra el terrorismo, la guerra fundacional de nuestro propio siglo, que asoló grandes partes de Asia y África y vació las libertades civiles en Occidente para, al final, terminar con la humillante retirada occidental de Afganistán en 2021. A principios de 2001 viajé a Afganistán y Pakistán por encargo de Granta y The New York Review of Books. Los largos artículos que escribí basándome en esos viajes aparecieron justo después del 11 de septiembre, por lo que, en los medios de comunicación estadounidenses y europeos, muchos consideraron que era un “experto en terrorismo”.

No rechacé esta etiqueta tan absurda con la vehemencia que debería haber tenido. En aquella época había muy pocos escritores de origen no occidental en la prensa angloamericana; las páginas de opinión estaban llenas de diatribas intolerantes contra el islam y sentí el peso de tener cierta responsabilidad. Aunque la pueril pregunta de “¿por qué nos odian?” me producía rechazo, quería hacer todo lo posible para luchar contra la deshumanización de unas sociedades tan profundamente dañadas como Afganistán e Irak y la demonización de las minorías en Occidente.

Tuve que ver, incrédulo, cómo la BBC proyectaba en horario de máxima audiencia un documental sobre los efectos beneficiosos del Imperio Británico para el mundo entero. Cuando escribía para publicaciones occidentales, me sentía presionado para no apartarme demasiado de su consenso general: que la invasión simultánea de múltiples países era buena, justa y necesaria, concebida para liberar a su población, en especial a las mujeres, de unos opresores crueles y hacer avanzar la democracia.

Y no me quedó más remedio que observar con impotencia cómo los sectores más respetables de la prensa occidental no solo alentaban una guerra basada en la mentira, sino que además contribuían a racializarla. Hoy conocemos las fantasías de los nacionalistas de extrema derecha actuales, en las que un enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental. Pero las teorías sobre la violencia ejercida contra esta némesis de tez oscura florecieron durante años en las publicaciones periódicas “de toda la vida” y los intelectuales progresistas.

“Es hora de pensar en la tortura”, proclamaba Newsweek unas semanas después del 11 de septiembre. “Una brutalidad selectiva”, recomendaba Time. Cuando la invasión de Irak estaba en marcha, The Atlantic expuso en un reportaje de portada las ventajas de la “tortura light”. En The New York Times Magazine, Michael Ignatieff instaba a los estadounidenses a asumir su destino imperial e invadir Irak; pero, además, este profesor de derechos humanos también definía cómo era posible someter a los cuerpos negros y morenos a “formas de privación del sueño” y “desorientación (como mantener a los prisioneros encapuchados) que causaran estrés”. La fecha de publicación del artículo fue inoportuna: justo cuando aparecieron las primeras fotos de prisioneros encapuchados de la cárcel de Abu Ghraib.

La impunidad con la que Israel ha asesinado a casi 200 escritores, académicos y periodistas en Gaza, después de prohibir la presencia de periodistas extranjeros en el lugar de las ejecuciones, se la concedieron sus amigos occidentales poco después del 11 de septiembre. En 2002, después de que Israel bombardeara y destruyera una emisora de radio en Cisjordania, Anne Applebaum, en la actualidad una destacada crítica de la “autocracia”, declaró que “los medios de comunicación oficiales de los palestinos son un blanco apropiado para la ira de Israel”. La “prohibición a los musulmanes” de Trump y las fantasías violentas de J. D. Vance nos escandalizan solo si nos olvidamos de que, en 2006, Martin Amis confesó en tono cómplice a un periodista de The Times su “clara necesidad” de decir cosas como esta: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga sus asuntos en orden. ¿Qué tipo de sufrimiento? Prohibirles viajar. Más adelante, deportaciones. Restringirles las libertades. Obligar a desnudarse, para cachearla, a cualquier persona que tenga aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán”.

Hoy en día, la opinión general es que la guerra contra el terrorismo fue un fracaso militar y geopolítico. Pero todavía no somos plenamente conscientes de que fue un inmenso fracaso intelectual y moral: un intento de los medios de comunicación y la clase política de Occidente de construir una realidad, que tuvo resultados catastróficos, pero consiguió integrar la crueldad y la mendacidad, a fondo y de forma duradera, en la vida pública. Y, en parte porque este desastre no se reconoció —los periodistas y escritores que promovían los falsos relatos y jaleaban la violencia a gran escala siguieron en sus puestos e incluso obtuvieron ascensos—, hoy volvemos a verlo en las informaciones que dan los medios de comunicación occidentales sobre la guerra de Israel contra Gaza: otra guerra que ha quemado en la hoguera todas las normas jurídicas y morales internacionales y que ha adormecido y pervertido las conciencias.

El historiador Omer Bartov ha señalado que Israel, con su aparente respuesta a un ataque terrorista de Hamás sin precedentes, quiso desde el principio “hacer inhabitable toda la Franja de Gaza y debilitar a su población hasta que muera o busque todas las formas posibles de huir del territorio”. Ahora, con las bombas de mil kilogramos que les proporciona Estados Unidos, los líderes israelíes de extrema derecha quieren militarizar aún más la ocupación de Cisjordania y Gaza, y provocar a sus enemigos, mediante actos de terrorismo en Líbano e Irán, para generalizar la guerra. Pero todas estas realidades innegables e incluso la aniquilación de Gaza, que, a diferencia de muchas otras atrocidades, vemos retransmitida en directo por sus autores y por sus víctimas, se ocultan e incluso se niegan cotidianamente en los principales medios de comunicación de Occidente.

Los palestinos y los árabes conocen desde hace décadas las numerosas líneas rojas ocultas que limitan el debate sobre la trayectoria de Israel. Mis propios intentos esporádicos de abordar el tema me han mostrado un pérfido régimen de represiones y prohibiciones en Occidente. Pero no solo se reprimen o se desoyen los puntos de vista no occidentales como el mío. Cada vez está más claro que los periodistas occidentales más destacados parecen haber decretado una receta general con la que tratan de proteger su retorcida lógica: que, como dijo Gideon Rachman, responsable de Opinión sobre política internacional de Financial Times, “la mejor forma de evitar una catástrofe humanitaria en Gaza es apoyar a Israel”.

En llamativo contraste con la identificación inequívoca de la barbarie rusa en Ucrania, el modo verbal preferido en las noticias occidentales sobre las atrocidades israelíes es la voz pasiva, que dificulta saber quién hace qué a quién y en qué circunstancias. (“La solitaria muerte de un hombre de Gaza con síndrome de Down”, decía el primer titular de un reportaje de la BBC sobre unos soldados israelíes que soltaron un perro de ataque contra un palestino con discapacidad y luego lo dejaron morir). El reportaje de The New York Times sobre un siniestro hito, la matanza de 30.000 palestinos —en su inmensa mayoría mujeres y niños— a manos de Israel, se titulaba Vidas acabadas en Gaza. Otro reportaje más reciente de Associated Press sobre la política del hambre impuesta por Israel se titula Un bebé palestino de 10 meses dejó de gatear de repente. La polio había llegado a Gaza.

Los periodistas y el propio presidente de Estados Unidos dieron protagonismo a unas informaciones no confirmadas, y que finalmente resultaron falsas, sobre bebés israelíes decapitados. Mientras tanto, todos guardan silencio a propósito de múltiples informaciones corroboradas sobre violaciones y torturas en las cárceles israelíes. Un artículo en The Atlantic, revista hoy dirigida por un antiguo miembro de las Fuerzas de Defensa israelíes que difundió un famoso informe falso sobre Irak, se atrevió a afirmar, incluso después del asesinato de miles de niños en Gaza, que “es posible matar niños legalmente”.

Desde luego, el relato de los medios de comunicación occidentales sobre la “defensa propia” de Israel es una muestra más de la drástica discrepancia entre lo que dicen los principales periodistas de Occidente y lo que los demás vemos que está pasando en el mundo. No puedo evitar una sensación de déjà vu ni dejar de hacerme una vieja pregunta: ¿aún es posible aumentar la capacidad cognitiva en el menguante ámbito del periodismo occidental, el reino encantado en el que he pasado provechosamente la mayor parte de mi vida?

Al fin y al cabo, vivimos en un mundo mucho más grande que el que habitaba Karl Kraus en la Viena de principios del siglo XX, con una variedad infinitamente mayor de experiencias y perspectivas. Hay mucha más diversidad demográfica en las redacciones de los periódicos y los medios de comunicación que cuando yo empecé a escribir. ¿Podrían evitarse las constantes debacles intelectuales y morales del periodismo cultivando un clima de opinión menos conformista y la apertura a experiencias y puntos de vista diferentes?

Tal vez, pero, para ello, el primer paso es ser conscientes de los formidables obstáculos que nos aguardan: vivimos en una época muy confusa, especialmente desconcertante para la generación de periodistas y comentaristas occidentales de más edad, que alcanzaron la madurez en las décadas posteriores al final de la Guerra Fría y la caída del comunismo, cuando la democracia y el capitalismo occidental parecían definir el futuro del mundo entero.

Hoy, todos los supuestos que han sustentado la política y el periodismo occidentales durante casi tres décadas yacen hechos añicos. Vivimos en un mundo en el que el futuro de la democracia no está garantizado ni siquiera en Europa y América, y mucho menos en la India. El capitalismo occidental ha creado demasiadas desigualdades y ahora está generando una reacción violenta. Los demagogos y los líderes despóticos están en pleno auge. Y lo más inquietante es que, tras un largo paréntesis, hay grandes partidos políticos, a ambos lados del Atlántico, que vuelven a exhibir explícitamente el nacionalismo blanco como ideología.

En una época de dificultades económicas generalizadas, los etnonacionalistas de Estados Unidos y el Reino Unido, como los de Alemania, Francia, Hungría, Polonia e Italia, comparten la hostilidad hacia los inmigrantes y atacan unas instituciones que consideran insuficientemente patrióticas o demasiado indulgentes con las minorías sexuales, étnicas y raciales. Este panorama tan sombrío puede extenderse más. Las principales ideologías económicas de crecimiento sin fin y prosperidad global se han topado con las restricciones medioambientales y la innovación tecnológica, además de sus propios límites, y parecen insostenibles.

Los responsables y redactores de las publicaciones más veneradas no se habían preparado mentalmente para el derrumbe de su ideología de la globalización capitalista ni para la rápida pérdida de poder, legitimidad y prestigio de Occidente. Estaban demasiado aferrados, por origen nacional y de clase y por formación, a las tesis intelectuales desarrolladas durante su hegemonía total. Estaban tan involucrados en los estertores de muerte del viejo mundo que ahora no pueden sentir las contracciones del nuevo que está naciendo. Es más, les cuesta comprender sus propias sociedades, que están cambiando drásticamente a su alrededor; se obsesionan con cosas que no son más que meros síntomas de un consenso social roto, como las “guerras culturales”, y acaban extrayendo con dificultad el significado de abstracciones como “populismo”, “retroceso democrático” y “crisis del liberalismo”.

Otro problema, más grave, es que las élites intelectuales y políticas de Occidente cuentan con muy pocos medios para comprender —y mucho menos para explicar— el resto del mundo. Los periodistas de los grandes medios intentan plasmar la velocidad y la magnitud de la transformación histórica actual —el ascenso del sur global— mediante análisis cuantitativos. Presentan datos estadísticos sobre la importancia creciente de China en el comercio exterior y el volumen cada vez mayor de las economías de la India, Brasil e Indonesia.

Vivimos en un mundo que difiere por completo, en todas sus variantes de mentalidad política, actitud emocional y estructura económica, del mundo de hace solo dos décadas. La historia siempre ha consistido en un choque entre distintos relatos en los que la gente desea reconocerse. El relato que escogemos sobre el pasado nos orienta hacia el mundo actual, nos ofrece un lugar y una identidad, y explica en líneas generales nuestros sentimientos sobre lo que es posible. El marco del periodismo occidental, muy utilizado, se construyó sobre los triunfos de Occidente: la derrota de los regímenes totalitarios en dos guerras mundiales, la contención de Alemania, Italia y Japón en la posguerra y la victoria sobre el comunismo en la Guerra Fría, seguida de la propagación mundial del capitalismo y la democracia occi­dentales. Esta experiencia excepcional de progreso en el Occidente de posguerra llevó a sus beneficiarios a hacer generalizaciones optimistas sobre los cambios en el resto del mundo y la capacidad de Occidente para dirigirlos.

Pero esta versión de la historia en la que les gustaba reconocerse a varias generaciones de periodistas occidentales choca ahora con otro relato mucho más amplio, resonante y convincente: el de la descolonización, el acontecimiento fundamental del siglo XX para la inmensa mayoría de la población humana.

La palabra se utilizó por primera vez para describir el proceso histórico que comenzó en los años cuarenta, cuando “las personas de piel oscura” (en expresión del sociólogo estadounidense W. E. B. Du Bois) de Asia y África empezaron a liberarse del poder occidental directo e indirecto. Pero ahora se refiere a algo más que un simple traspaso del poder político y económico en la historia mundial. La descolonización es una forma abreviada de describir cómo numerosos pueblos no blancos, entre ellos muchos afroamericanos y grupos de población inmigrante en Occidente, se sitúan en un continuo histórico más largo, ven su pasado y miden sus posibilidades para el futuro.

Es indudable que, si hay un marco analítico capaz de explicar una gran variedad de fenómenos nacionales e internacionales —desde el auge del nacionalismo chino y la extrema derecha en Occidente hasta las guerras culturales en Europa y Norteamérica, los disturbios en las universidades estadounidenses a propósito de Gaza, las divisiones en PEN América o el hecho de que Kylie Jenner haya perdido casi un millón de seguidores en Instagram—, es el de la descolonización.

Ese es el motivo de que los líderes y comentaristas occidentales, en especial los que se dejaron absorber en exceso por la fantasía del fin de la historia después de 1989, tengan ahora el deber de reaccionar ante una dinámica histórica crucial —el reequilibrio del poder occidental construido a través del imperialismo— y, además, comprender las numerosas formas culturales y psicológicas de manifestarse ese reequilibrio.

Es una tarea muy difícil, sin duda. Porque no es fácil descubrir ni siquiera ciertos hechos esenciales de la historia mundial como el imperialismo y la descolonización: languidecen en la oscuridad, ocultos por los relatos monumentales sobre la civilización occidental que van de Platón a la OTAN. Recuerdo que, cuando, en los años noventa, empecé a publicar en Europa y Estados Unidos, todo escritor y periodista que se preciara solía decir que su país era heredero espiritual de la democracia ateniense, el individualismo renacentista y la racionalidad de la Ilustración.

Era posible leer millones de palabras sobre los méritos de la democracia y el liberalismo occidentales y los males del totalitarismo oriental, escritas por figuras intelectuales angloamericanas como Michael Ignatieff, Timothy Garton Ash, Martin Amis, Thomas Friedman y Anne Applebaum, sin encontrar ni un solo párrafo sobre las consecuencias de la esclavitud, el imperialismo y la descolonización. Parecían obsesionados con los crímenes de Hitler, Stalin y Mao, pero, para ser supuestamente unos internacionalistas liberales, no parecían tener en cuenta la historia occidental moderna de esclavitud en masa, expolio colonial y guerras genocidas contra los pueblos indígenas.

Esa ignorancia, en otro tiempo un lujo asequible, hoy sería fatal para la generación actual de periodistas y comentaristas: se encuentran con un orden mundial en el que la democracia y el liberalismo, o incluso la estabilidad política normal, han dejado de ser unas cosas que se pueden dar por sentadas. Se les exige que vean el mundo tal como es, sin la obligación de embellecer su propio bando que imponía la Guerra Fría. En cierto sentido, se ven obligados a trazar con precisión nuestro fragmentado paisaje geopolítico y cultural y a reconocer sus múltiples historias y geografías, además de la nueva constelación de fuerzas.

Esto significaría, en primer lugar, reconocer que el elemento que tenían en común las diversas luchas de los condenados de la tierra —y que ha sobrevivido a los fracasos poscoloniales de muchos Estados-nación— era la convicción de que el orden mundial no podía seguir apoyándose en el privilegio racial. Hoy, las historias y las visiones del mundo determinadas e incluso agresivas de los países de Asia, África y América Latina están poniendo completamente en tela de juicio las tesis tradicionales de Occidente. Se suponía que la historia había terminado con el triunfo del liberalismo y el capitalismo occidental. Sin embargo, en la actualidad, los miembros de una clase intelectual que está fuera de Occidente —un arquitecto en Yakarta, un médico en Kuala Lumpur, un abogado en Mumbai, un sociólogo en Estambul, un economista en Doha, un profesor en Lahore o un estudiante en Ciudad del Cabo— quieren articular sus propias experiencias, explorar sus propias historias y tradiciones.

Ven que los líderes, los políticos y los periodistas responsables de las calamitosas guerras de Occidente no han rendido cuentas todavía. También ven el gran contraste entre la generosa hospitalidad occidental para con los refugiados ucranianos y los muros y vallas que los países europeos y Estados Unidos construyen para mantener alejadas a las personas de piel oscura víctimas de sus propias guerras.

Recuerdan que Occidente no solo negó a los países más pobres la tecnología para fabricar sus propias vacunas durante una larga y devastadora pandemia, sino que acaparó vacunas que ya estaban caducadas. Este “apartheid de las vacunas” costó millones de vidas en Asia, África y Latinoamérica y volvió a confirmar, a juicio de muchos, que lo que quiere siempre Occidente es proteger sus intereses bajo el disfraz de una retórica universalista de democracia y derechos humanos.

Esta nueva conciencia se observa con gran claridad en el furioso rechazo del mundo no occidental a la violencia cometida por Israel y Occidente en Oriente Próximo. El antagonismo aparentemente irreconciliable entre israelíes y palestinos se perfila sobre una de las líneas divisorias más traicioneras de la historia moderna: la “línea del color”, calificada por W. E. B. Du Bois como el problema esencial de la política internacional: “La cuestión de hasta qué punto las diferencias raciales se convertirán a partir de ahora en la base para negar a más de la mitad del mundo el derecho a compartir en la medida de sus posibilidades las oportunidades y los privilegios de la civilización moderna”. La indignación se dispara entre las mayorías cuando una potencia subrogada de Occidente en Oriente Próximo demuestra con qué facilidad se pueden seguir capturando, quebrando y destruyendo los cuerpos negros y morenos al margen de todas las normas y leyes de la guerra.

Mucho antes de que estallara la guerra y de que las informaciones sobre ella se convirtieran en mentiras descaradas, las personas de ascendencia no occidental ya estaban exigiendo urgentemente la descolonización de los sistemas occidentales de conocimiento y un cambio en la imagen que tienen de sí mismos los antiguos imperios que impusieron la supremacía blanca. Eso quiere decir una transformación de las culturas públicas, desde la sustitución de topónimos, estatuas y fondos de museos hasta la modificación y corrección de los planes de estudios académicos, el periodismo y la retórica política.

Como es lógico, este cambio de imagen es inaceptable para muchos occidentales, cuya reacción es obstinarse en ideas fracasadas y tesis destrozadas y apresurarse a reforzar las estructuras de desigualdad que siempre los ha beneficiado. El nacionalismo blanco en la política actual ha empezado a tener una siniestra contrapartida en el ámbito cultural que trata de acabar con la diversidad intelectual, aunque de boquilla defienda el pluralismo demográfico.

Hemos visto actuar a este poder despótico en el intento de muchos miembros de la clase política, empresarial y mediática occi­dental de suprimir las investigaciones académicas y artísticas sobre el racismo y el imperialismo. Lo vemos ahora en la represión de las discrepancias políticas. Tenía previsto dar una conferencia sobre Israel, Gaza y Occidente para la London Review of Books, pero los organizadores, del Barbican Centre de Londres, decidieron anularla para evitar problemas. Al llegar a Canadá he descubierto más casos de personas que intentan resistirse a la despolitización forzosa de la literatura y las artes y se encuentran con que les hacen el vacío.

En 2018, The New York Times llamó a Wanda Nanibush “una de las voces más poderosas de la cultura indígena en el mundo del arte norteamericano”. El año pasado, de pronto, desapareció, después de varias publicaciones sobre Palestina en Instagram, un caso que evoca siniestros recuerdos de cómo se borraba de las fotografías incluso a las personas más poderosas en las sociedades totalitarias. Naomi Klein escribe que “las extraordinarias redadas, detenciones e incautaciones de bienes de los 11 de Indigo [un grupo pacifista que organizó una protesta en Toronto y que fue acusado de vandalismo y antisemitismo] constituyen un ataque a la libertad de expresión política que no había visto nunca en Canadá”. ¿Es pura coincidencia que el diario canadiense The Globe and Mail suprimiera todas las referencias a Israel de este discurso cuando me propuso publicar un extracto?

La escritora sudafricana Kagiso Lesego Molope preguntó en la gala del Writers’ Trust celebrada en Toronto hace unos meses: “Se acerca el momento en el que el mundo empezará a pedir perdón por lo que está ocurriendo, y entonces nos preguntarán: ¿para qué usasteis vuestro poder?”. Es una pregunta que tenemos que hacernos todas las personas y todas las instituciones. Pero muchos han adoptado, en el mejor de los casos, la postura de los delegados demócratas en la Convención de Chicago, que se taparon los oídos para no oír los nombres de los niños palestinos muertos mientras salían del centro de convenciones.

Porque, en el peor de los casos, hay una serie de instituciones occidentales —desde universidades de la Ivy League hasta cadenas públicas de televisión— que han tomado medidas claramente antidemocráticas y han infringido sus propios principios de libertad de conciencia y expresión. Ayer, la Universidad de California publicó en su página web una lista del armamento militar que necesita para librar una guerra contra sus estudiantes: la lista incluye 3.000 cartuchos de munición de pimienta, 500 cartuchos de munición de impacto de 40 milímetros, 12 drones y nueve lanzagranadas.

A finales de febrero escribí que asistimos a una especie de desmoronamiento del mundo libre. Desde entonces, las pruebas se acumulan a una velocidad siniestra. Quizá no debería sorprendernos. La incompetencia intelectual y la bajeza moral del cuarto poder quedaron diagnosticadas desde el momento en que Kraus advirtió contra “el suicidio intelectual de la humanidad por medio de su prensa”. Con la vista puesta en el futuro, en nuestra época, Gandhi predijo que era probable que incluso “los Estados que hoy en teoría son democráticos (…)se vuelvan claramente totalitarios”, porque un régimen en el que “los más débiles van al paredón” y “unos cuantos propietarios capitalistas” prosperan “no puede sostenerse más que por medio de la violencia, velada o incluso descarada”. Vaclav Havel, elogiado en Occidente por haber sido un “disidente” anticomunista, en realidad afirmaba en su ensayo Política y conciencia (1984) que los sistemas totalitarios de la Unión Soviética y Europa del Este representaban el futuro del mundo occidental; advertía contra el poder que actúa “al margen de toda conciencia, un poder arraigado en una ficción ideológica omnipresente que puede racionalizar cualquier cosa sin necesidad de rozar jamás la verdad”.

Estamos destinados a ser observadores indefensos mientras una potencia que actúa al margen de toda conciencia y se basa en ficciones ideológicas es capaz de racionalizar hasta un genocidio retransmitido en directo. Desde luego, después de Gaza tengo todavía menos confianza en que sea posible recuperarnos de la era de la posverdad. Mis contribuciones al periodismo literario e intelectual durante tres décadas resultan hoy insignificantes, desproporcionadas en comparación con el reconocimiento y las recompensas materiales que he recibido.

Pero no tengo más remedio que reconocer que necesitamos con urgencia ideas nuevas para reexaminar nuestro pasado y trazar el rumbo que nos lleve desde el presente hasta un futuro habitable. Estoy convencido de que esas ideas saldrán de una nueva generación de escritores, artistas y periodistas. También sé que, a medida que se agrave nuestra policrisis —guerras inevitables, desastres climáticos y terremotos políticos—, el ansia de contar con una descripción fresca y justa del mundo será aún más irreprimible; y muchos de nosotros nos sentiremos obligados a satisfacerla.

Hay muchos escritores y periodistas que no nos acompañarán en esta tarea esencial: son los escritores, académicos y periodistas asesinados por las Fuerzas de Defensa de Israel. Me parece increíble que las ejecuciones extrajudiciales de nuestros colegas y la destrucción de escuelas, universidades y bibliotecas en Gaza sigan sin merecer una mención por parte de las comunidades literarias, académicas y periodísticas de Occidente. Cada vez parece más evidente que, como señaló Arundhati Roy, “lo único ético que pueden hacer los palestinos, por lo visto, es morir. Lo único legal que podemos hacer los demás es verlos morir. Y guardar silencio. Si no, ponemos en peligro becas, subvenciones, sueldos y medios de vida”.

Hoy debo unirme a quienes intentan romper los inhumanos grilletes que nos atenazan la mente y el alma. Dedico este premio a la memoria de los escritores asesinados en Gaza. Ya he dado gran parte del dinero que lo acompaña, y daré el resto, a escritores y periodistas de Palestina. Gracias. Pankaj Mishra es escritor.










De las entradas del blog de hoy domingo, 6 de octubre de 2024

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo, 6 de octubre de 2024. ¿Qué puedo hacer contra el Gobierno iraní? ¿Qué puedo hacer contra la política estadounidense en Oriente Próximo? ¿Qué puedo hacer con el cinismo sangriento de Vladímir Putin? ¿Qué puedo hacer con la discordia que está socavando a Europa? ¿Qué puedo hacer contra el oportunismo de Xi Jinping?, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy, pero la pregunta no debería hacerse en estos términos y en lugar de apuntar a lo que está más allá de mi alcance, debería estar más cerca del objetivo y preguntarme: ¿En qué soy capaz de actuar? La segunda, un archivo del blog de junio de 2016, iba de cabreos ciudadanos, sociedades exasperadas, políticos al uso y gentes del común. El poema del día, en la tercera, se titula La voz a ti debida, y es del poeta Pedro Salinas. La cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todo ello le resulte interesante. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos, y nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt








De los clanes de odio

 







Mientras las bombas caen sobre Beirut, todos los pájaros se me llevan hasta la tupida cabellera de Wajdi Mouawad para buscar su lúcida desolación, comenta en El País [La espiral del odio, 29/09/2024] el escritor Jordi Amat. Hace algo menos de un año escuché su nombre por primera vez en la redacción y semanas después publicamos una entrevista memorable que Álex Vicente le hizo en el teatro La Colline que este dramaturgo libanés dirige en París. La he releído para intentar comprender la dimensión humana de la tragedia, la de siempre y la que destruye otra vez el país del que huyó con su familia cuando tenía 10 años, y ahora no hay forma de conseguir una entrada para ver en Barcelona Tots ocells. Esta obra de 2017 es un Romeo y Julieta contemporáneo: el argumento principal es la relación entre un científico de ascendencia judía y una estudiante de posgrado de Estados Unidos cuyos orígenes son marroquís, pero el tema de fondo es vivir con la herencia de la violencia en tiempos de guerra de identidades. A finales de 2022 se representaba en Múnich y, tras cuatro noches sobre las tablas, se canceló por la protesta de asociaciones de estudiantes judíos apoyada por la Asociación Federal de Centros de Investigación e Información sobre Antisemitismo financiada con dinero público. La paradoja es que la misma obra se había estrenado en Tel Aviv sin protesta alguna y su traductor al hebreo afirmó que la decisión de prohibirla ayudaba a los islamistas radicales. Tenía razón. La otra paradoja es que el pasado abril Mouawad tuvo que huir del Líbano, sobre el que no ha dejado de meditar, pocos días antes del estreno de una de sus obras, acusado de estar vinculado al enemigo, es decir, a Israel. Los pájaros me llevan a la cabeza de Mouwad y veo su rostro actuando en la película Bajo los cielos del Líbano, cuando la guerra destroza la vida de una familia como la suya. ¿Cómo sobrevivir después?

El jueves un grupo de periodistas discutimos sobre la responsabilidad de nuestro oficio convocados por la Fundación Formentor. Ante la amenaza de la inteligencia artificial para profanar nuestra individualidad, pensaba que conocí a Mouawad gracias a esa entrevista. Releía el artículo de opinión No tendrán nuestro odio que él publicó en Libération poco después del 7 de octubre. Es impresionante. “¿Qué puedo hacer contra Hamás? ¿Qué puedo hacer contra la franja supremacista del Gobierno israelí? ¿Qué puedo hacer contra Hezbolá? ¿Qué puedo hacer contra el Gobierno iraní? ¿Qué puedo hacer contra la política estadounidense en Oriente Próximo? ¿Qué puedo hacer con el cinismo sangriento de Vladímir Putin? ¿Qué puedo hacer con la discordia que está socavando a Europa? ¿Qué puedo hacer contra el oportunismo de Xi Jinping? Tal vez la pregunta no debería hacerse en estos términos y en lugar de apuntar a lo que está más allá de mi alcance, debería estar más cerca del objetivo y preguntarme: ‘¿En qué soy capaz de actuar?”. La respuesta de Mouawad a esa última pregunta es más humana que política, pero seguramente es más transformadora porque invita a tomar conciencia de los odios que heredamos al asumir la identidad del clan al que pertenecemos. No es fácil tomar conciencia de ese odio nos acompaña asediando nuestra relación con los otros. No es agradable saber que estará siempre allí y que la esperanza es trabajar para evitar que esa flor negra reavive. Las bombas que caen sobre Beirut van a perpetuar el odio. Contra esa espiral clama la obra maestra de Mouwad, Incendios, en la que una madre muerta, desposeída por la guerra en el Líbano, se dirige a sus hijos con fe en el futuro: “Yo digo que vuestra historia comienza con una promesa. La de romper el hilo de la ira”. Jordi Amat es escritor.


















Cabreados. [Archivo del blog, 15/06/2016]












Dice mi admirado Michel de Montaigne (1533-1592) en su Ensayos (Libro II, capítulo X, págs. 815/817. Edición bilingüe de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2014), que le gustan los historiadores o muy simples o muy eminentes. Los simples, añade, porque no tienen nada suyo que integrar en la obra, aportando a esta únicamente el afán y la diligencia de recoger todo lo que llega a su conocimiento, y de registrar de buena fe todas las cosas sin seleccionarlas ni clasificarlas, dejándonos el juicio intacto para conocer la verdad. De más está decir que me encuadro gustosamente en el equipo de los historiadores simples por las razones que tan elegantemente expresa Montaigne. Aunque selecciono a mis interlocutores, algo que también hace él aunque se le note menos que a mí. Y de ahí, que en ocasiones como esta de hoy resulte un vuelapluma un poco más extenso de lo habitual sobre cabreos ciudadanos, sociedades exasperadas, políticos al uso y gentes del común. Del debate a cuatro del lunes confieso que no lo ví por pereza e higiene mental. Preferí leerme de un tirón el Noches sin dormir (Seix Barral, Barcelona, 2015) de mi querida Elvira Lindo. Y disfrutarlo.
El primero de los artículos que traigo a colación está escrito por Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco, autor del libro La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015) que ya he comentado en el blog, y además, candidato de Geroa Bai al Congreso de los Diputados en las elecciones de dentro de dos semanas. Se titula "Sociedades exasperadas". El segundo artículo lo firman conjuntamente Juan Rodríguez Teruel y Pau Marí-Klose, profesores respectivamente de Ciencia Política en la Universidad de Valencia y de Sociología en la Universidad de Zaragoza, y lleva el título de "¡Arriba la gente, abajo los políticos!". Ambos están publicados en El País, diario del cual sigo pensando, a pesar de las críticas en contrario -que respeto- que es el menos sectario, el más plural y el más progresista de los periódicos españoles. 
Dice el profesor Innerarity al inicio del suyo que ante el ascenso de indignados y populistas de extrema derecha hay que convertir las exasperaciones en transformaciones reales. No creo exagerar, añade, si afirmo que vivimos en sociedades exasperadas. Por motivos más que suficientes en algunos casos y por otros menos razonables, se multiplican los movimientos de rechazo, rabia o miedo. Las sociedades civiles irrumpen en la escena contra lo que perciben como un establishment político estancado, ajeno al interés general e impotente a la hora de enfrentarse a los principales problemas que agobian a la gente.
Probablemente todo esto deba explicarse, sigue diciendo, sobre el trasfondo de los cambios sociales que hemos sufrido y nuestra incapacidad tanto de entenderlos como de gobernarlos. Asistimos impotentes a un conjunto de transformaciones profundas y brutales de nuestras formas de vida. Hay quien culpabiliza de estos cambios a la globalización, otros a los emigrantes, a la técnica o a una crisis de valores. Hay decepcionados por todas partes y por muy diversos motivos, frecuentemente contradictorios, en la derecha y en la izquierda, a los que ha decepcionado el pueblo o las élites, la falta de globalización o su exceso. Este malestar se traduce en fenómenos tan heterogéneos como el movimiento de los indignados o el ascenso de la extrema derecha en tantos países de Europa. Por todas partes crece el partido de los descontentos. En la competición política, tienen las de ganar quienes aciertan a representar mejor la gestión de los malestares. Y no hay nada peor que parecer ante la opinión pública como quien se resigna ante el actual estado de cosas, lo que probablemente explique a qué se deben las dificultades de los partidos clásicos, que son más conscientes de los límites de la política, menos capaces de hacerse cargo de las nuevas agendas y con unas posiciones equilibradas que resultan incomprensibles para quienes están enfurecidos.
La extensión de tal estado emocional, añade, no sería posible sin los medios de comunicación y las redes sociales. En esta sociedad irascible, gran parte del trabajo de los medios consiste precisamente en poner en escena los ataques de ira, mientras que las redes sociales se encienden una y otra vez dando lugar a verdaderas burbujas emocionales. En esta mezcla de información, entretenimiento y espectáculo que caracteriza a nuestro espacio público, se privilegian los temperamentos sobre los discursos. Las virulencias son vistas como ejercicios de sinceridad y los discursos matizados como inauténticos; quienes son más ofensivos ganan la mayor atención en la esfera pública. Gracias a los medios y las redes sociales, hay una plusvalía que se concede a quienes saben asegurar el espectáculo.
Deberíamos comenzar, dice, reconociendo la grandeza de la cólera política, de esa voluntad de rechazar lo inaceptable. La realidad de nuestro mundo es escandalosa, en general y en detalle. Mientras que la apatía pone los acontecimientos bajo el signo de la necesidad y la repetición, la cólera descubre un desor­den tras el orden aparente de las cosas, se niega a considerar el insoportable presente como un destino al que someterse.
El cuadro de las indignaciones estaría incompleto si no tuviéramos en cuenta su ambivalencia y cacofonía, matiza. El disgusto ante la impotencia política ha dado lugar a movimientos de regeneración democrática, pero también está en el origen de la aparición de esa “derecha sin complejos” que avanza en tantos países. Hay víctimas pero también victimismos de muy diverso tipo; además el estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.
Para ilustrar en variedad de iras colectivas, continúa, pensemos en cómo la política americana ha visto nacer después de 2008 dos movimientos de auténtica cólera social de signo contrario (el Tea Party y Occupy), así como en el hecho de que los últimos ciclos electorales han estado marcados por la polarización política y el ascenso de los discursos extremos. El éxito de Donald Trump ha sido interpretado como la gran cólera del pueblo conservador. Pero a veces se olvida que lo que impulsó al Tea Party fue el anuncio del Gobierno de Obama de nuevas medidas de rescate financiero a los grandes bancos, exactamente lo mismo que puso en marcha a los movimientos de protesta en la izquierda altermundialista.
A la indignación le suele faltar reflexividad, añade más adelante. Por eso tenemos buenas razones para desconfiar de las cóleras mayoritarias, que frecuentemente terminan designando un enemigo, el extranjero, el islam, la casta o la globalización, con generalizaciones tan injustas que dificultan la imputación equilibrada de responsabilidades. Hay que distinguir en todo momento entre la indignación frente a la injusticia y las cóleras reactivas que se interesan en designar a los culpables mientras que fallan estrepitosamente cuando se trata de construir una responsabilidad colectiva.
Por todas partes crece el partido de los descontentos, sigue diciendo. Tiene las de ganar quien representa mejor los malestares. El hecho de que la indignación esté más interesada en denunciar que en construir es lo que le confiere una gran capacidad de impugnación y lo que explica sus límites a la hora de traducirse en iniciativas políticas. Una sociedad exacerbada puede ser una sociedad en la que nada se modifica, incluido aquello que suscitaba tanta irritación. El principal problema que tenemos es cómo conseguir que la indignación no se reduzca a una agitación improductiva y dé lugar a transformaciones efectivas de nuestras sociedades.
Ante el actual desbordamiento de nuestras capacidades de configuración del futuro, las reacciones van desde la melancolía a la cólera, pero en ambos casos hay una implícita rendición de la pasividad, añade Innerarity. En el fondo estamos convencidos de que ninguna iniciativa propiamente dicha es posible. Los actos de la indignación son actos apolíticos, en cuanto que no están inscritos en construcciones ideológicas completas ni en ninguna estructura duradera de intervención. Lo político comparece hoy generalmente bajo la forma de una movilización que apenas produce experiencias constructivas, se limita a ritualizar ciertas contradicciones contra los que gobiernan, quienes a su vez reaccionan simulando diálogo y no haciendo nada. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.
La política se reduce, continúa diciendo, por un lado, a una práctica de gestión prudente sin entusiasmo y, por otro, a una expresividad brutal de las pasiones sin racionalidad, simplificada en el combate entre los gestores grises de la impotencia y los provocadores, en Hollande y Le Pen, por poner un ejemplo (la Hollandia y la Lepenia, como decía Dick Howard).
La miseria del mundo debe ser gobernada políticamente, concluye su artículo. Se trataría de acabar con las exasperaciones improductivas y reconducir el desorden de las emociones hacia la prueba de los argumentos. Nos lo jugamos todo en nuestra capacidad de traducir el lenguaje de la exasperación en política, es decir, convertir esa amalgama plural de irritaciones en proyectos y transformaciones reales, dar cauce y coherencia a esas expresiones de rabia y configurar un espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice.
Al comienzo del segundo de los artículos citados, dicen los profesores Rodríguez Teruel y Marí-Klose que la disparidad entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente éstos pueden ofrecerles provoca frustración y desencanto y que es el momento de exigir que unos y otros estén a la altura en sus respectivos papeles. 
En un reciente spot electoral de Ciudadanos, continúan diciendo, el cliente aparentemente más lúcido y asertivo del bar reclama políticos que estén a la altura de la ciudadanía. Una curiosa forma de resaltar las cualidades del candidato, poniendo, para ello, en el punto de mira a la clase política en general. Quizá sea efectiva, pero no original. Se trata de una lógica discursiva calcada a la que viene desplegando Podemos, contraponiendo ese pueblo llano al conjunto de representantes políticos, que forman la “casta”,dedicada a proteger sus privilegios y los de oscuros intereses empresariales.
En realidad, añaden, denigrar a la clase política o rebajarla moralmente respecto al resto de ciudadanos es un recurso característico de los populismos modernos, y común en un ideario de la antipolítica tejido desde la antigüedad, en el que se idealiza a una ciudadanía esforzada, predispuesta a asumir sacrificios justos y, ante todo, profundamente honesta. Probablemente, Podemos fue quien mejor logró sintetizar ese sentimiento en el lema de otro anuncio electoral del 20-D: “Maldita casta, bendita gente”.
Razones hay para denunciar en los últimos años problemas de representación política, que la clase política no ha sabido atender con la celeridad exigible, continúan diciendo. Pero es dudoso que deba achacarse a su falta de “calidad” una responsabilidad significativa en la generación de esos problemas. Pocos motivos hay para pensar que los políticos españoles no están a la altura de su ciudadanía. Cuando se examina la evidencia internacional, los datos desmienten que nuestros políticos trabajen poco, cobren mucho, estén poco formados o incumplan sus promesas en mayor medida. Resultaría discutible incluso afirmar que sean particularmente corruptos e inmorales. Ningún argumento académico serio justifica ese concepto impresionista de élites extractivas que Acemoglu y Robinson propusieron para otras latitudes que nada tienen que ver con nuestra democracia.
Tampoco parece, siguen escribiendo más adelante, que nos hallemos ante una ciudadanía especialmente virtuosa, informada e intolerante con los pecados de sus políticos. Y esta debilidad de la esfera pública sí que parece ser un verdadero factor diferencial, en negativo, en comparación con democracias de referencia de nuestro entorno. Así lo acreditan datos recientes del Barómetro de la Democracia de la Universidad de Zurich: ciudadanos que participan poco en partidos, sindicatos u otras asociaciones, que utilizan aún menos los instrumentos de democracia participativa o directa disponibles en nuestro marco legal, o que compran poca prensa (donde —por cierto— el debate político suele escribirse con trazo grueso de calidad literaria, pero de dato escaso). Aunque en los últimos años se han incrementado los niveles de interés por la política, éstos siguen siendo relativamente bajos y compatibles con elevadas dosis de desafección, desdén hacia la política y los políticos. Esas actitudes se han combinado, no pocas veces, con dosis elevadas de permisividad con los actos de corrupción cometidos por muchos representantes políticos y personalidades sociales.
Denigrar a la clase política  es un recurso característico de los populismos modernos, afirman. De manera invariable se intuye un problema, de parte del ciudadano, para captar la naturaleza, inherentemente conflictiva y siempre insatisfactoria, de la política democrática, reflejado en tres paradojas sobre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos. De entrada, esperamos representantes con cualidades excepcionales, de formación y comportamiento sobresalientes, que conozcan no solo los problemas sino también sus soluciones. Luego resulta que cosechan las mayores audiencias en programas de televisión banales, donde deben mostrarse campechanos y evitar cualquier sutileza o sofisticación. A sabiendas de su audiencia y proyección, los candidatos acuden raudos a ofrecer entrevistas insustanciales, aportando detalles íntimos sobre cosas que les emocionan, preferencias deportivas o, últimamente, alguno lo hace incluso sobre sus mitos eróticos y hábitos sexuales.
Por otro lado, añaden, esperamos dirigentes que lideren, marquen orientaciones a la ciudadanía, atiendan a consideraciones estratégicas, y piensen en el largo término. Pero a la vez los queremos sensibles a las preocupaciones inmediatas expresadas por los ciudadanos y que respondan a las directrices fluctuantes de nuestra democracia de audiencia. En esta línea, algunos pretenden convertir el sistema democrático en una suerte de asamblea constituyente permanente, donde los políticos se limiten a ejecutar veredictos de la ciudadanía.
Como colofón, puntualizan, esperamos líderes que se mantengan fieles a sus principios ideológicos y programáticos, que hablen claro y resulten insobornables en el cumplimiento de sus promesas. Pero les reclamamos, a la vez, que estén dispuestos a renunciar a esos principios, sean pragmáticos y alcancen acuerdos en las grandes materias con sus oponentes. Se nos dice que la ciudadanía está harta de políticos que no dialogan, pero no parece dispuesta a recompensar a quienes llevan la iniciativa para pactar. Más bien al contrario, los sondeos apuntan a que los partidos que más se esforzaron por evitar la repetición de elecciones no serán premiados por ello. De confirmarse la notable continuidad del voto entre diciembre y junio, podríamos deducir que, en realidad, los partidos —todos ellos— se comportaron tal como esperaban sus votantes.
El problema es, añaden, que estas paradojas inflan, inevitablemente, lo que el politólogo Stephan Medvic denominó una trampa de las expectativas, la enorme disparidad a menudo existente entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente éstos pueden ofrecerles. El riesgo proviene de que, en un contexto de escaso margen de maniobra, esa disparidad entre el elevado grado de exigencia y la capacidad real deje a los políticos a la intemperie y alimente la frustración y el desencanto.
Llega el momento, concluyen diciendo, de exigir que ciudadanos y políticos estén a la altura en sus respectivos papeles. Y avanzar en la buena dirección pasa, ahora, por exigir a la ciudadanía algo más. No debe convertir las próximas elecciones en una oportunidad perdida para asignar responsabilidades sobre lo que los partidos políticos hicieron —o dejaron de hacer— en los últimos meses, o para evaluar la credibilidad de los respectivos programas y promesas políticas a la luz del nuevo contexto en el que nos van a gobernar los representantes elegidos finalmente. Por su parte, para estar a la altura, los partidos deben manejar con cautela los discursos de la antipolítica, porque sí algo sabemos a ciencia cierta en el análisis político comparado, es que es un arma que carga el diablo.
Si comenzaba esta prolija entrada de hoy con una cita de Michel de Montaigne, permítanme cerrarla con otra de Zygmund Bauman y Carlo Bordoni en su libro Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016. Pág. 96) también comentado por mí en el blog con anterioridad. Dice así: "La historia es un cementerio de esperanzas inmaterializadas y expectativas defraudadas". Pues, bien, por difícil que nos parezca no dejemos que la política lo sea también. Al menos, hagamos todo lo que esté en nuestras manos por evitarlo. Y voten el día 26 pensando en lo mejor para ustedes y lo mejor para todos. Seguramente, acertarán. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













El poema de cada día, Hoy, La voz a ti debida, de Pedro Salinas (1891-1951)

 






LA VOZ A TI DEBIDA


Tú vives siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.

De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.

Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas,
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.

Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reloj
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.

Y nunca te equivocaste,
más que una vez, una noche
que te encaprichó una sombra
-la única que te ha gustado-.
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.

Pedro Salinas (1891-1951). Poeta español








De las viñetas de humor de hoy domingo, 6 de octubre de 2024

 

















sábado, 5 de octubre de 2024

De las entradas del blog de hoy sábado, 5 de octubre de 2024

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado, 5 de octubre de 2024. En medio del ruido de las bombas que estos días sacuden Gaza y Beirut, sorprende el silencio de los países árabes; más allá de algunas palabras de condena y manidos llamamientos al diálogo de sus dirigentes, no ha habido medidas de calado frente a los excesos cometidos por Israel en respuesta al infame atentado que sufrió hace un año a manos de Hamás; ¿por qué?, nos pregunta la primera de las entradas del blog de hoy; ni siquiera se han visto manifestaciones en las calles, algo que sí ha ocurrido en numerosos países occidentales. ¿Qué deberíamos leer?, ¿para qué leer?, ¿por qué leer?, se preguntaba también en la segunda entrada, un archivo del blog de septiembre de 2012, en el se decía que escribir es verbo intransitivo y que leer también puede y debe llegar a serlo allí donde la lectura se convierte en actividad gratuita y gozosa en sí misma. La tercera es hoy el hermosísimo poema Oda a un día feliz, de Pablo Neruda. La cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que todo ello le resulte interesante. Y ahora, como decía Sócrates, nos vamos, y nos vemos de nuevo mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt








Del trabajo sucio de Israel

 







En medio del ruido de las bombas que estos días sacuden Gaza y Beirut, sorprende el silencio de los países árabes, comenta en El País [¿Dónde están los árabes?, 29/09/2024] la experta en Relaciones Internacionales, Ángeles Espinosa Más allá de algunas palabras de condena y manidos llamamientos al diálogo de sus dirigentes, no ha habido medidas de calado frente a los excesos cometidos por Israel en respuesta al infame atentado que sufrió hace un año a manos de Hamás. Ni siquiera se han visto manifestaciones en las calles, algo que sí ha ocurrido en numerosos países occidentales y en otros de mayoría musulmana.

De los siete países árabes que tienen relaciones diplomáticas con Israel (y descontando Sudán, sumido en una guerra civil), solo Jordania, que las estableció en 1994, ha retirado a su embajador. Egipto, el primero en firmar un tratado de paz con el Estado hebreo en 1979, intenta un difícil equilibrio como mediador entre éste y Hamás. Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Marruecos, por su parte, han mantenido los lazos estrenados a raíz de los Acuerdos de Abrahan (2020). Y Arabia Saudí no ha cerrado la puerta a incorporarse a ellos en el futuro.

Esa actitud choca con décadas de utilización de la causa palestina como elemento cohesionador. De ahí que se hagan algunos gestos de apoyo (como sumarse a la causa por genocidio contra Israel emprendida por Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia), a la vez que se toman medidas contra el activismo propalestino (como ha sucedido en Arabia Saudí, Egipto o Jordania).

La realidad es que los líderes árabes no quieren enfrentarse a Israel. En la mayoría de los casos, esto se debe a sus relaciones con Estados Unidos, un país del que dependen para su seguridad (caso de las monarquías del Golfo) o para su supervivencia financiera (Egipto o Jordania). Pero ni siquiera alguien en las antípodas como el presidente sirio, Bachar el Asad, aliado del eje de resistencia que encabeza Irán, ha hecho hasta ahora amago de salir en apoyo de Hezbolá, la milicia libanesa que salvó su régimen del levantamiento popular de 2011, que enseguida se apropiaron los extremistas suníes.

Lo que todos tienen en común es el temor a una movilización de la calle ante su falta de legitimidad democrática. Y la causa palestina ha sido históricamente un catalizador, primero en manos de los izquierdistas y, más recientemente, de los islamistas. Por muchos excesos que cometa Israel, en el fondo les está haciendo el trabajo sucio de poner coto a los islamistas, sean los suníes de Hamás o los chiíes de Hezbolá. Ángeles Espinosa es analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico.









¿Qué deberíamos leer? [Archivo del blog, 16/09/2012]











La reaparición de "Revista de Libros", de la que hablaba en mi entrada de ayer, me anima a plantear de nuevo en el blog un asunto que siempre me ha interesado sobremanera: ¿Qué deberíamos leer?, ¿para qué leer?, ¿por qué leer? Lo hago trayendo hasta ustedes un artículo del escritor y profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad Complutense de Madrid, Ángel García Galiano, publicado en "Revista de Libros" en abril de 2001, que llevaba el sugestivo título de "Lecturas, lectores y obsesiones", en el que su autor comentaba sendos libros sobre el tema que nos ocupa, ¿qué deberíamos leer?, de autores tan prestigiosos como C.S.Lewis, Ezra Pound, Carmen García Gaite, Alberto Manguel, Anne Fadiman y Harold Bloom.
Aquel artículo me hizo leer con apasionado interés dos de los libros comentados por el profesor García Galiano, concretamente, los de Anne Fadiman, titulado Ex Libris (Alba, Barcelona, 2000) y el de Harold Bloom, titulado Como leer y por qué (Anagrama, Barcelona, 2000). Ambos me cautivaron, especialmente el de Anne Fadiman, y sobre él ya he escrito  anteriormente en el blog.
Dice el profesor Galiano, en su artículo, citando a Ronald Barthes, Jorge Luis Borges y Walter Benjamin, que escribir es verbo intransitivo y que leer también puede y debe llegar a serlo allí donde la lectura se convierte en actividad gratuita y gozosa en sí misma, que los grandes lectores son más escasos aún que los grandes escritores, y que todo buen lector propende a la escritura, aunque leer y escribir, afirma, sean en cualquier caso actividades indisolublemente unidas en cada lado de ese espejo que llamamos el texto. 
Les recomiendo buscar y ver en YouTube un vídeo que versa sobre el tan traído y llevado asunto del "canon literario", es decir de aquellos libros y lecturas que una tradición de siglos ha considerado como imprescindibles en la conformación de una cultura, en nuestro caso, de la occidental. Como casi todo en la vida, el contenido de esos "cánones" es bastante subjetivo, pero no cabe duda de que su existencia ayuda a elegir, y elegir es siempre descartar, lo que nos ahorra bastante tiempo... Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt












Del poema de cada día. Hoy, Oda al día feliz, de Pablo Neruda (1904-1973)

 




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ODA AL DÍA FELIZ


Esta vez dejadme

ser feliz,

nada ha pasado a nadie,

no estoy en parte alguna,

sucede solamente

que soy feliz

por los cuatro costados

del corazón, andando,

durmiendo o escribiendo.

Qué voy a hacerle, soy

feliz.

Soy más innumerable

que el pasto

en las praderas,

siento la piel como un árbol rugoso

y el agua abajo,

los pájaros arriba,

el mar como un anillo

en mi cintura,

hecha de pan y piedra la tierra

el aire canta como una guitarra.


Tú a mi lado en la arena

eres arena,

tú cantas y eres canto,

el mundo

es hoy mi alma,

canto y arena,

el mundo

es hoy tu boca,

dejadme

en tu boca y en la arena

ser feliz,

ser feliz porque si, porque respiro

y porque tú respiras,

ser feliz porque toco

tu rodilla

y es como si tocara

la piel azul del cielo

y su frescura.


Hoy dejadme

a mí solo

ser feliz,

con todos o sin todos,

ser feliz

con el pasto

y la arena,

ser feliz

con el aire y la tierra,

ser feliz,

contigo, con tu boca,

ser feliz.



Pablo Neruda (1904-1973) 

Poeta chileno