sábado, 21 de septiembre de 2024

Las viñetas de humor de hoy sábado, 21 de septiembre

 





















viernes, 20 de septiembre de 2024

De las entradas del blog de hoy viernes, 20 de septiembre de 2024

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 20 de septiembre de 2024. ¿La cultura sigue siendo elitista?, nos preguntamos en la primera de las entradas de hoy; es cierto que el acceso y el consumo de los productos culturales han cambiado con el mundo digital, pero los expertos todavía discrepan de que se haya producido una verdadera generalización cultural. En la segunda, un archivo del blog de marzo de 2014, se hablaba de libros y televisión y del manual del autor del blog para transitar ese camino. La tercera es un poema de la poetisa argentina Marina Mariasch. Y la cuarta, como siempre, las viñetas del día. Espero que sean de su interés. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt





De la cultura y el elitismo

 







¿La cultura sigue siendo elitista? El acceso y el consumo de los productos culturales han cambiado con el mundo digital, pero los expertos todavía discrepan de que se haya producido una verdadera generalización cultural. De ello discuten en El País [¿La cultura sigue siendo elitista?, 18/09/2024] el crítico musical Luis Gago y la escritora Raquel Peláez.

Un reportaje sobre la supuesta pérdida de atractivo del perfil cultureta ha reabierto el debate sobre qué puede considerarse o no cultura ahora que el acceso digital ha ampliado el acceso a los productos culturales. Con frecuencia se esgrime que solo unos cuantos afortunados con recursos económicos y educación apropiada pueden disfrutar de la verdadera cultura. O se establece una distinción entre la alta cultura y la cultura popular, pese a los estratosféricos precios que alcanzan las entradas de los conciertos de las estrellas del pop, que siempre cuelgan el cartel de vendido.

El crítico musical Luis Gago defiende que el elitismo reside en la voluntad y el esfuerzo por escuchar, contemplar o leer con intensidad, mientras que la periodista cultural Raquel Peláez sostiene que es posible que la industria de la moda sea la que haya propiciado las mezclas más peregrinas de alta y baja cultura en los últimos años.

Esto es lo que dice Luis Gago en El elitismo al alcance de todos: ¿Qué convierte a una propuesta cultural en elitista? ¿Su contenido o sus circunstancias? ¿Quién o qué traza la línea divisoria entre alta cultura y cultura, digamos, popular? Las palabras van siempre cargadas y a menudo no es fácil deslindar conceptos, sobre todo cuando lo que podríamos llamar la práctica cultural parece contradecir nociones o presuposiciones muy asentadas, como, por ejemplo, imponer a la música llamada clásica el sambenito de ser elitista, cuando el acceso a ella se ha democratizado y facilitado en las últimas décadas más que nunca. Hubo un tiempo en el que asistir a un concierto de los Berliner Philharmoniker en la Philharmonie de la capital alemana era un privilegio reservado, efectivamente, a unos pocos. Hoy, en cambio, cualquier persona en cualquier lugar del mundo puede seguir en directo en su Digital Concert Hall todos sus conciertos en streaming, con una extraordinaria calidad de sonido e imagen, pagando una suscripción anual que es sensiblemente más barata que el precio de una entrada para asistir a un solo concierto de Taylor Swift o el renacido Oasis (que se cuidan muy mucho de difundir sus actuaciones por otras vías, blindando así su exclusividad). Entonces, ¿es más elitista la Heroica o Shake it off?

Algo parecido sucede con la ópera, considerada por muchos como un espectáculo poco menos que inaccesible, aunque en la Italia del Ottocento fue cultura popular en estado puro. Sin embargo, lo cierto es que todos los teatros, en su afán por renovar y ampliar sus públicos, permiten a los más jóvenes asistir a las representaciones por un puñado de euros y algunos transmiten también en directo en cines (como la Royal Opera House de Londres) o en diversos canales propios y ajenos la totalidad o buena parte de sus temporadas. Puede predicarse otro tanto de los grandes festivales de música, cada vez más presentes en emisoras culturales como la francoalemana ARTE o en las numerosas plataformas que han proliferado en los últimos años. Disfrutar de un concierto o una representación operística de los festivales de verano de mayor prestigio (Aix-en-Provence, Salzburgo, Verbier, Bayreuth) ha dejado de ser también un lujo al alcance de unos pocos. Pensarán algunos, con razón, que no es comparable la experiencia en directo con la transmisión en streaming, pero algo parecido pasa con los discos, que también habitan a su manera en un universo virtual, lo que no les ha impedido desempeñar un papel crucial como transmisores y artefactos culturales.

Idéntico concierto, con los mismos intérpretes, puede ser asombrosamente barato en un lugar (para quienes siguen de pie los Proms londinenses en el Royal Albert Hall, por ejemplo) e incontestablemente caro en otros (los Festivales de Salzburgo y Lucerna). Pero no es bueno generalizar y en la ciudad suiza se han programado este verano hasta nueve conciertos gratuitos de música contemporánea, el último el pasado jueves, en el que se dispusieron colchonetas en el suelo junto al escenario, desde donde varios niños siguieron tumbados las evoluciones de un percusionista español, una flautista australiana y un pianista portugués. Los conciertos de música contemporánea que organiza el CNDM (y antes el CDMC) en el Museo Reina Sofía son gratuitos y, a imitación del Festival de Edimburgo, muchos otros programan una sección denominada Fringe, en la que no hay que pagar más que la voluntad. Y, más allá de la música, los museos han democratizado su acceso y jamás ha sido tan fácil, ni tan barato, leer en papel o en pantalla la mejor literatura universal.

En una entrevista concedida a este periódico en 1999, el pianista, musicólogo y polígrafo estadounidense Charles Rosen afirmó, con dolor, que “se ha perdido la costumbre de escuchar música con intensidad” y, años antes de la caída en picado de las ventas, sostuvo que “mucha gente compra discos con música que sencillamente no les moleste, que en realidad no tengan realmente que escuchar: música atmosférica”. Aquí puede radicar la clave de todo: ¿quién tiene la voluntad de escuchar, de contemplar, de leer, con intensidad? Lo que suele entenderse por alta cultura requiere esfuerzo, concentración, tiempo. Todo ello lejos de redes sociales y demás distracciones que consumen horas y horas en las vidas de gran parte de la población. Dejemos de confundir el elitismo con la indolencia.

Y esto es lo que dice Raquel Peláez por su parte en Una cuestión de acceso al conocimiento: Cada vez que resucita el debate sobre si la alta cultura es demasiado elitista, pienso en todas las mujeres que fueron a aquella manifestación de 2017 contra Trump, después que el señor dijese aquello de Grab ‘em by the pussy con pancartas de cartón en las que se podía leer: “I cant believe I still have to protest this shit”. Supongo que la mayoría de lectores no necesitan traducción para esta frase, pero hubo un tiempo en este país en el que ser capaz de leer en inglés se consideraba cultísimo, una cuestión propia de élites.

Cuando la EGB fue impuesta y extendida sistemáticamente por esos rogelios defensores de la educación pública que también garantizaron la sanidad universal, el idioma de Shakespeare dejó de ser patrimonio exclusivo de los niños bien que iban a internados ingleses en invierno o a pasar veranos en Irlanda. Pero por si aún queda alguien que no la entienda o no sepa usar el Google Translator (herramienta de acceso masivo también), la frase significa “no puedo creerme que aún tenga que protestar por esta mierda” y la usan mucho las activistas feministas que llevan décadas, incluso siglos, luchando contra los mismos desequilibrios promovidos o mantenidos exactamente por las mismas estructuras e instituciones una y otra vez.

Trabajo en el mundo de la moda, un negocio que, aunque a muchos pueda dolerles, es una industria cultural. Una que da muchísimo dinero. Y una en la que también existen peleas entre académicos y autodidactas, eventos prestigiosos a los que solo va la gente más aburrida y saraos más bien underground en los que para entrar es mucho más importante ser cool que rico, couturiers finos aceptados por los círculos más selectos a los que el gran público no acaba de entender y los críticos llaman “maestros” y creadores populares aupados por el gran público que los verdaderos connoisseurs rechazan hasta que alguien, normalmente el esnob mayor del reino, dice que ya se les puede aceptar.

Es posible, de hecho, que sea la industria de la moda la que haya propiciado las mezclas más peregrinas de alta y baja cultura en los últimos años. Pienso por ejemplo en aquel desfile de Balenciaga, la firma fundada hace muchas décadas por el modista español más “maestro” de todos pero dirigida creativamente en los últimos años por un georgiano amante de los chándales de táctel, en el que dicho señor exsoviético, Denma, se atrevió a poner los sagrados patrones de alta costura que Cristóbal Balenciaga había pensado en los años cincuenta para damas intachables como Bunny Mellon sobre la silueta de Marge Simpson. ¿Alta traición o genialidad? ¿Espectáculo viral o ruptura necesaria?

Pienso en cuando Gucci le pidió a Daper Dan, el mayor plagiador de firmas de lujo de Nueva York, que interviniese sus prendas para después venderlas a precios estratosféricos. La falsificación era al fin más cara que el original. Ahí estaban, todos esos debates que se repiten cada vez que algo de acceso universal se cuela en los lugares que supuestamente solo están reservados a “los mejores” y viceversa.

Pienso ahora en un festival de teatro alternativo al que acudo todos los años. Tiene lugar en el pequeñísimo pueblo vallisoletano de Urones de Castroponce, donde acuden las compañías más extravagantes a representar las obras más abstrusas a un público que no está compuesto por críticos sesudos ni gente especializada en el lenguaje dramático de Ionesco sino por lugareños y gentes de la zona que ya viven este acontecimiento como una tradición. Las obras se representan en una corrala que por fuera no se diferencia en nada de una nave industrial. Dentro, siempre se escucha a alguien decir: “Dicen que lo quieren hacer más popular”, “Hay quejas de que es demasiado cultureta”, pero al final las amenazas nunca se cumplen porque los organizadores consiguen hacer prevalecer el espíritu del certamen desde hace 20 años: no existe cultura alta o baja, solo acceso limitado o general a la cultura y al conocimiento. Dos cosas distintas pero parecidas. Por ejemplo, gracias al conocimiento generalizado del inglés, la mayoría de las españolas entendemos qué significa Grab ‘em by the pussy, también desde el punto de vista de las guerras culturales.









Leer un libro; ver televisión. Manual de instrucciones para andar por casa. [Archivo del blog, 02/03/2014]











Tengo una peculiar manera de acercarme a la compra y lectura de un libro del que desconozca casi todo con la que no me ha ido nada mal hasta ahora. Desde luego la primera impresión cuenta, y es que los libros, como las personas, entran por los ojos: el libro en sí, independientemente de su contenido, tiene que resultar atractivo. Por su formato, encuadernación, composición de la portada, título... Espero que no se me tache de pueril; se que lo importante está dentro, pero ya llegaremos a ello. Ahora hablo del placer estético, físico, casi -o sin casi- sensual, que supone coger un libro en las manos. Los que leen todo en una pantalla de ordenador no saben lo que se pierden.
No suelo comprar libros ni novelas de los que no se nada previo: autor, contenido, temática, etc., etc., así que gracias a la contraportada, me hago una idea más sobre el "de qué va" y la vida y obra de su autor. Y luego el índice: da igual que esté al principio o al final del libro. Cumplidos los trámites anteriores, que pueden llevar desde unos cuantos segundos a cuatro o cinco minutos, comienzo a leerlo, de pie, al lado de la estantería, aunque el empleado de turno me mire con recelo... Leo siempre y de corrido, las dos o tres primeras páginas. Si se despierta en mi un interés manifiesto, muy manifiesto..., por él, lo más probable es que el libro en cuestión acabe en la cesta.
Nota al pie: Antes era un lector y comprador compulsivo de libros. Muchos por motivos académicos, y muchos más, por el mero placer de saberme poseedor de ellos. Ahora ya he aquilatado lo suficiente mi gusto estético como para saber que eso es una gilipollez, que los "super-ventas" de las grandes superficies comerciales suelen ser una pifia, y que los grandes premios (a lo Planeta) están concedidos de antemano en función de intereses editoriales, normalmente extra-literarios. Y por supuesto, que uno no puede "comprar" todo lo que se le pone delante, porque tampoco va a tener tiempo para leerlo, ni dinero para pagarlo.
Ya estamos con el libro en casa. Mejor por la tarde (aunque cualquier hora es buena, si las circunstancias son propicias: por ejemplo los trayectos en guagua, impensables sin un libro entre las manos), sentado cómodamente, sin ruidos que distraigan, aunque una agradable música a volumen adecuado ayuda bastante a disfrutar de su lectura. Es hora de comenzar. Releo esas primeras páginas que comenté. Si persiste el agrado, digamos que en las veinte primeras páginas, sigo con su lectura; si encuentro "algo" que me provoca rechazo, ojeo al azar algunas páginas centrales; si persiste el desagrado, me voy al final... Y ahí, se acabó la historia. Lo aparco hasta mejor ocasión; probablemente no llegue nunca a terminarlo...
No soy lector asiduo de ficción. Prefiero el ensayo (deformación profesional, supongo), pero no le hago ningún tipo de asco a la buena literatura: la de siempre, los clásicos, con preferencia, pero también la reciente, aunque me acerque a ella con suspicacia. Un ejemplo: en el pasado mes de febrero he leído diez libros. Seis de ensayo: historia, política, biografía..., y cuatro de ficción. Enumero solo estos últimos: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, del sueco Jonas Jonasson; El enredo de la bolsa y la vida, del español Eduardo Mendoza; El cuerpo humano, del italiano Paolo Giordano; y Escenas de la vida rural, del israelí Amos Oz. Todos sacados de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, en el parque de San Telmo. Tengo que decir que me han encantado, cada uno en su estilo. Divertidos los de Jonasson (hasta la carcajada) y Mendoza; serios los de Giordano y Oz. Este último, una serie de cuentos independientes que transcurren en un mismo pueblo del Israel rural contemporáneo. 
Sobre televisión me gustaría decir que no la frecuento, lo que no deja de ser una boutade por mi parte porque todo el mundo dice lo mismo aunque se pase cinco horas al día pegado a la pantalla. No es mi caso, palabra de honor: por no ver no veo ni los telediarios. Y las series que me apasionan las veo grabadas. Me encantó la primera temporada de "Homeland" y las sucesivas de "The Good Wife" (ignoro el porqué de mantener su nombre original cuando pueden ser traducidos directamente al español, pero en fin...). También me divierte "Castle", y en menor medida "Navy" o "El mentalista". Pero la verdad es que me gustan mucho más las europeas. No sé como explicarlo pero es así; es como si estuviera en casa..., aunque transcurran en Escandinavia o el Reino Unido. Ahora mismo estoy fascinado, literalmente, por dos de ellas, las dos se pueden ver en el canal AXN. La primera, "El puente", una coproducción sueco-danesa. Sí, dije fascinante, y lo es: una mujer aparece descuartizada en medio del puente que une Copenhague, en Dinamarca, y Malmoe, en Suecia. Dos inspectores de policía, uno danés, y otra sueca, se ven involucrados en la tarea de encontrar al asesino, que dicho sea de paso, no se conforma con ese primer muerto. La segunda serie es británica, y se titula "La caza". Y transcurre en la convulsa Belfast de Irlanda del Norte, con el larvado enfrentamiento entre católicos y protestantes, y un asesino en serie del que desde el primer capítulo los espectadores lo saben todo... Como ven, no solo escribo ni hablo de política, problemas sociales o alta cultura. También tengo mi corazoncito popular. Permítanme que se las recomienda ambas: lecturas y series. Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt












El poema de cada día. Hoy, Dinner, de Marina Mariasch (1973

 






DINNER


Voy caminando por la calle a la noche

y siento el olor de las milanesas

que viene de las casas

Y miro adentro para ver cómo cocinan

o se sientan a la mesa

En una casa hay una araña

con una sola lamparita encendida

Miro las plantas de las casas

tratando de imaginar

a los que se sientan

a cenar supremas o en otra

hay filet de merluza, parece.

La luz sale por la parte más alta

de las ventanas, donde las cortinas no llegan

a tapar a los que cenan.

Camino y algunos hombres

con bebés en la mano

me dicen piropos

aunque yo espíe sus quizás casas

y no toleren verme llorar.

Una vez, alguien me dijo

que el Tang tiene mucha proteína

—como la gelatina—

Desde entonces tomo todo

lo que se parece al Tang

para hacerme más fuerte.


Marina Mariasch (1973)

Poetisa argentina













Las viñetas de humor de hoy viernes, 20 de septiembre de 2024

 

































jueves, 19 de septiembre de 2024

De las entradas del blog de hoy jueves, 19 de septiembre

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 19 de septiembre de 2024. Hace mucho que sabemos que los monstruos no se esconden bajo la cama o dentro del armario, se comenta en la primera de las entradas del blog de hoy en relación con el caso de violencia sexual que sacude a Francia. La segunda de las entradas, un archivo del blog de septiembre de 2019 va de lo mismo, pero desde los presupuestos de las ficciones televisivas. La tercera es hoy un poema de la poetisa italiana Alda Merini. Y la cuarta, como siempre, son las viñetas de humor del día. Espero que les resulten de interés. Y ahora, como decía Sócrates nos vamos y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Y sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Tamaragua, amigos míos. HArendt





De como matar nuestro propio monstruo

 






Hace mucho que sabemos que los monstruos no se esconden bajo la cama o dentro del armario, comenta el escritor Sergio del Molino [Como matar a un monstruo. El País, 18/09/2024]. Tampoco acechan en el bosque o en los fondos abisales de los mares. No tienen colmillos grandes, ni cuernos, ni escupen fuego, ni rugen. Los dragones ya no son tan fáciles de matar como en tiempos de San Jorge. No sé cuándo sucedió, pero, un día, esa reunión de aldeanos que llamamos humanidad se dio cuenta de que los monstruos eran indistinguibles de los miembros más bellos y sabios de la asamblea. Cada vez que un monstruo se delataba, provocaba un temor nuevo que nada tiene que ver con los miedos ancestrales. Es la perturbación del reconocimiento: miramos al monstruo y nos vemos a nosotros mismos.

El monstruo lo sabe y se aprovecha. Desde el banquillo de acusados, lanza una acusación insolente a la humanidad entera. Nos llama hipócritas y traidores a la naturaleza bestial que compartimos con él. Como todos los monstruos antes que él, Dominique Pélicot desafía a los jueces y al mundo, y al hablar y pedir disculpas y explicarse, consigue que los jueces y el mundo aparten la vista por asco y vergüenza. Asco de él y vergüenza de nosotros mismos. Ese es su triunfo.

Pélicot, el violador francés que estremece a Europa, declara en el juicio siguiendo una estrategia legal para echar el grueso de la culpa sobre los otros 50 monstruos que comparecen ante el tribunal, pero sus palabras tienen un efecto exonerador mucho más profundo, pues con ellas puede marcharse a la cárcel sintiéndose un hombre idéntico a cualquier otro. Simplemente, las circunstancias lo llevaron a cruzar el umbral con el que los demás —sostiene él— solo fantasean en sus horas más oscuras. ¿Cómo estás tan seguro de no ser como yo?, nos pregunta.

Si abrir el abismo de la duda es su triunfo, la única forma de doblegarlo y que se arrastre a la mazmorra con conciencia plena de su monstruosidad, para que esta le corroa hasta la muerte, es escucharle con indiferencia y rigidez, y acto seguido volver la mirada a su víctima, Gisèle, para no perderla de vista nunca más y pedirle perdón por haber permitido su infierno. Si vencemos el miedo a ser dominados por las semillas de monstruosidad que llevamos dentro, podremos sentir una culpabilidad mucho más útil, que movilice en lugar de paralizarnos ante la cara del mal. Porque somos culpables, claro que lo somos. Culpables de abandonar a las víctimas al capricho de los monstruos y de permitir que las palabras de estos resuenen más altas que los silencios de aquellas. Sergio del Molino es escritor






Contra la pared. [Archivo del blog, 09/09/2019]











La ficción televisiva es una sofisticada manera de retratar la burda realidad, comenta la escritora Lara Moreno. El domingo por la noche, comienza diciendo Moreno, vi un capítulo de Los Soprano. Junior Soprano, tío y mentor de Tony, está en un hotel con su amante, Bobbi Sanfillipo. En la cama, Bobbi, cariñosa y seductora, lo felicita por lo bien que practica el sexo oral. Lo festeja: es una suerte que ella tiene, algo insólito que él le regala. Junior está serio. Es un señor mayor y respetable; un mafioso de Nueva Jersey. Le advierte: no le gusta que ella hable de eso, es algo que absolutamente nadie tiene que saber. Por supuesto, ya es tarde. La mujer ha compartido su alegría con otras mujeres, y la delicada información llega a oídos de Tony, su bravo sobrino, que en aras de la compleja relación que tiene con su tío, acabará burlándose de él durante una sesión de golf. Por comer felpudos. La escena siguiente es dura e incómoda. Junior va a buscar a Bobbi a la oficina. Le grita, la insulta, la empuja contra la pared, la inmoviliza y, en vez de pegarle en la cara, de hecho, para no hacerlo, le refriega una tarta que había sobre la mesa, con fuerza, con rabia. La despide. Se va. Y ella llora, con el merengue y el bizcocho bajándole por el rostro: “Corrado, no me dejes, por favor, no me dejes”. Este capítulo se emitió por primera vez en 1999.
El martes por la tarde vi un capítulo de Euphoria. Es la serie sobre adolescentes pero no solo para adolescentes que estrenó HBO este verano. Deberían verla todas las madres y los padres, a pesar del pánico, precisamente por él. Maddy es la novia de Nate, el macho alfa del instituto, alto y guapo. Durante una feria, Maddy va vestida de forma sexy, Nate intenta obligarla a que se cambie; no quiere que sus padres la vean así. Ella se rebela ante su familia, lo provoca, lo ridiculiza. Él va decidido tras ella y, en la oscuridad de un callejón, la coge del cuello y la embiste contra un camión. Ella lo perdona. Es 2019.
Veinte años no es nada. La ficción televisiva, una sofisticada manera de retratar la burda realidad. Me pregunto entre cuántos hombres (la cifra exacta de los hombres de la Tierra) ya está bien visto practicar el sexo oral a las mujeres. Me pregunto también cuántos hombres siguen cogiendo a mujeres del cuello y aplastándolas contra la pared. La cifra exacta de los hombres de la Tierra. Las paredes son para los besos, y la distancia entre Junior Soprano y Nate Jacobs es un simple lunes de septiembre, cargado de secretos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt