jueves, 31 de agosto de 2023

De las lenguas de España (II)





 


Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Bernat Castany, va de nuevo sobre las lenguas de España. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








Congreso galáctico
BERNAT CASTANY PRADO
28 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Todos los nacionalismos, con y sin Estado, coinciden, entre muchas otras cosas, en su culto al monolingüismo. Su convicción romántica de que el espíritu nacional se expresa en una sola lengua les hace abominar del hecho de que en la mayoría de las sociedades coexistan varias. Para los unos y los otros, el bilingüe es un ser bífido, que espera escondido en la hierba a morder el tobillo de la nación, y la lengua ajena ―o ajenizada―, el caballo de Troya de los colonizadores o los separatistas. Como Virgilio, desconfían de “los otros”, aun cuando traigan regalos… De hecho, partiendo del fenómeno de la sincinesia, que consiste en realizar un gesto involuntario, como morderse la lengua, a modo de sobrecompensación de un esfuerzo intenso, podríamos llamar “sincinesia lingüística” al hecho de que nuestra hipocondría identitaria nos lleve a mordernos nuestra lengua bífida, hasta arrancarnos una de sus puntas.
De ahí que los nacionalismos con Estado odien ―porque, lo siento, pero esa es la palabra― unas lenguas que deberían tratar como suyas. Primero, porque es una riqueza, y segundo, porque, excluyéndolas, les dan la razón a aquellos que dicen sentirse excluidos. De ahí también que los nacionalismos sin Estado odien ―porque esa es también la palabra― una lengua, que, por mucho que les duela, constituye una parte inexorcizable de la sociedad que pretenden redimir. Como las dos madres ante Salomón, ambos nacionalismos dicen ser la madre patria del niño. Aunque, en este caso, ambos deseen cortarlo. El primero, por las piernas, que son las lenguas minoritarias, para quedarse con la cabeza, que consideran lo único esencial. Los segundos, por el cuello, que es la lengua común, para quedarse con una extremidad, al fin unánime. Pero, en ambos casos, el niño ―que no es la nación, sino la sociedad― muere. Por eso prefiero la imagen nietzscheana de las hermanas siamesas, que solo pueden crecer o disminuir juntas, aunque la convivencia no sea siempre fácil. Y por eso también creo que es bueno que en el Congreso de los Diputados puedan escucharse todas las lenguas, como si fuese el Congreso Galáctico de Star Wars. Y que también lo sería que se utilizasen, sin escándalo, en los parlamentos autonómicos. Y que aquellos que puedan hacerlo las alternasen, por el gusto de hacerlo, y también porque el objetivo no es formar un mosaico de teselas monolingües, sino una sociedad plural en la que cada individuo tenga la oportunidad de hablar y de amar cuantas lenguas quiera y pueda.




































[ARCHIVO DEL BLOG] Chile, 11 de septiembre de 1973. Un relato del golpe de estado. [Publicada el 14/09/2016]










Si hace unos días traje hasta el blog mi emocionado recuerdo y homenaje a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, hoy traigo el relato que del golpe de estado del general Augusto Pinochet en Chile, ocurrido también un 11 de septiembre, pero de 1973, publica Revista de Libros en primerísima persona, el profesor Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad Autónoma de Madrid (1983-1995), que estaba en Chile durante los días que precedieron y siguieron al golpe.
Y el próximo día 21 de septiembre se cumplen también los cuarenta años del asesinato en Washington del que fuera ministro de asuntos exteriores de Allende, Orlando Letelier, presmiblemente a manos de los servicios secretos de Pinochet con la complicidad, nunca probada, del gobierno estadounidense. Les animo a leer la crónica que de esa efeméride escribe en El País la investigadora Silvia Ayuso.
El 4 de septiembre de 1973, dice Leguina al comienzo, se celebró en Santiago de Chile el tercer aniversario de la presidencia de Salvador Allende. Era difícil avanzar entre la multitud que desde los cuatro puntos cardinales se dirigía a la plaza de la Constitución. Allí, junto a la fachada norte de La Moneda, se había levantado un estrado sobre el cual, en filas escalonadas, se sentaban los dirigentes de los partidos de la Unidad Popular. Si la memoria no me engaña, el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, y Carlos Altamirano, el del Partido Socialista, se defendían del fresco mediante unos ligeros ponchos que llevaban puestos sobre sus hombros. En el centro de la primera fila estaba Salvador Allende. Cuando pasamos frente a la tribuna pude comprobar que iba vestido, como a él le gustaba presumir, de «pura lana inglesa» y percibí, tras sus lentes de miope, el brillo de la emoción. Los cantos y las consignas atronaban el aire. La concentración alcanzó tal magnitud que hasta los periódicos contrarios al Gobierno hubieron de admitir al día siguiente su enorme tamaño. Se habló de una cifra por encima del millón de personas. La emoción compartida, la voluntad que en ella palpitaba hacían inimaginables la humillación o la derrota. Bien entrada la noche, Allende habló con pasión contenida, expresando la firme convicción de que el paro patronal y «la sedición» –entonces en marcha– serían derrotados. La subida del precio del cobre, anunció, permitiría importar alimentos y materias primas. Los años de presidencia que le quedaban los culminaría junto al pueblo, dijo. Luego nos fuimos dispersando lentamente...
Poco después, Joaquín Leguina nos deja el relato de las primeras horas del golpe: Eran las seis y media de la mañana del martes 11 de septiembre cuando sonó el teléfono. «Despierta, que la cosa se está poniendo fea. La Marina está tomando Valparaíso. El golpe está en marcha», dijo la voz. Comenzaba un largo día. El urbanista Jordi Borja, a quien yo había tratado en París, había llegado a Santiago con su compañera, Carmen, a mediados de agosto para impartir un curso en la Universidad Católica, fue el segundo en llamar. Le dije que se vinieran a nuestra casa y lo hicieron. A las ocho y cuarto, Radio Corporación emitió un discurso de Allende. Poco después –según supimos ese mismo día–, el presidente de la República recibió una llamada del Ministerio de Defensa, ocupado ya por los sediciosos. Al otro extremo del citófono, el almirante Carvajal lo conminó a rendirse, ofreciéndole un avión para él, su familia y sus colaboradores, que les llevaría al extranjero. Con palabras duras, Allende rechazó la oferta. El citófono quedó abierto y los allí presentes pudieron escuchar con espanto las palabras que Carvajal, ignorante del descuido, dirigía a sus subordinados: «Tenemos que matarlos como a ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, en especial de Allende». No eran las nueve cuando varias unidades del ejército y los tanques del Segundo Regimiento de Blindados se colocaron frente a La Moneda; al tiempo, la Fuerza Aérea comenzó a bombardear las emisoras de la Unidad Popular.
«Ahora se dirige a los trabajadores de todo el país el Presidente de la República, Salvador Allende, directamente desde el palacio presidencial», dijo el locutor. Se escuchó la voz de Allende con chisporroteos iniciales a causa de las interferencias. Luego se normalizó la transmisión. Según supimos pocas horas más tarde, Allende improvisaba el discurso sosteniendo un viejo teléfono a magneto: «Seguramente ésta será la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes –comenzó–. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal a la lealtad de los trabajadores. El pueblo debe defenderse, pero no debe dejarse arrasar ni acribillar. Tampoco debe humillarse». Estas últimas palabras me hicieron dar un respingo. Miré a mis amigos; sus caras estaban pálidas y una lágrima, una sola, resbaló desde el ojo derecho de mi mujer hasta su boca.
Allende concluyó su discurso: «Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición».
– Es una despedida –dije.
– ¿Qué? –me preguntó Jordi Borja a mi lado.
– Que no hay nada que hacer. Que no dispone de un solo regimiento. Que todo está perdido –concluí. 
Lo que sigue después es el relato pormenorizado de la visita a la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, aún de cuerpo presente, ya registrada por la policía secreta chilena, la siniestra DINA, las primeras noticias de detenciones masivas y asesinatos indiscriminados, y las peripecias del narrador y otros españoles y chilenos hasta que consiguen refugiarse en la Embajada de España gracias a las gestiones y buenos oficios del embajador. Al final de su relato, Leguina se centra en el retrato del general Pinochet: La catadura moral del asesino que ordenaba a sus sicarios la matanza queda, a mi juicio, añade, retratada de cuerpo entero al leer la carta que envió a una de sus víctimas, a Carlos Prats, cuando éste le dio paso para que ocupara la cúpula del Ejército. La carta, añade, lleva fecha del 7 de septiembre de 1973, cuatro días antes del golpe, y en sus párrafos más significativos dice lo siguiente: «Es mi propósito manifestarle, junto a mi invariable afecto, mis sentimientos de sincera amistad, cimentada en las delicadas circunstancias que nos ha correspondido enfrentar [...] Tenga usted la seguridad de que quien le ha sucedido en el mando del Ejército, queda incondicionalmente a sus gratas órdenes, tanto en lo profesional como en lo privado y personal». Dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, idea con la que nunca he comulgado. Cuando muchos años después, y precisamente de la mano de Joan Garcés –verdadero impulsor, en este caso, de la acción de la justicia en la Audiencia Nacional española– el ya exdictador fue a parar a una clínica londinense para intentar burlar la acción de la justicia que iba a procesarlo en España, sólo sentí renacer en mí un profundo desprecio y no encontré en mi interior el regusto de ver al asesino ante la mirada de sus víctimas: porque eso es imposible. Ahora bien, cuando –ya en vísperas de su muerte– descubrieron los enormes chanchullos económicos de él y de su familia, me agradó sobremanera que lo trataran como lo que también era: un ladrón. Un patriotismo, el suyo, que resultó ser –esta vez sí– el refugio de un miserable, concluye diciendo.
En los enlace citados más arriba pueden leer completa la emocionada recreación de lo vivido por el autor en aquellos fatídicos días de septiembre de 1973, en el Chile sometido que iniciaba ya la tenebrosa dictadura militar de Pinochet. Les aseguro que merece la pena leerlos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












miércoles, 30 de agosto de 2023

De las lenguas de España (I)

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la filóloga Lola Pons, va de las lenguas de España. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Las lenguas de España, dentro y fuera del Congreso
LOLA PONS RODRÍGUEZ
26 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La canción decía: “Que trobem tot el que ens va mancar ahir” (‘que encontremos todo lo que nos faltó ayer’). Éramos cerca de 1.800 personas en el público escuchando a una agrupación de coros juveniles cantando al unísono Que tinguem sort, de Lluís Llach. Ocurrió no hace mucho en el Teatro de la Maestranza de Sevilla; los escolares eran los preuniversitarios andaluces que conforman el precioso proyecto coral “Crecer cantando”. Alguien sentado detrás de mí susurró con curiosidad: “¿En qué lengua cantan?”. La anécdota resume el trato que reciben las otras lenguas de España fuera de sus autonomías de uso: la naturalidad sin aspavientos con que, a un lado del escenario, se había decidido que el programa incluyera piezas en catalán, en inglés o en español, y el desconocimiento que, al otro lado del proscenio, había sobre una de esas lenguas.
La medida que se ha adoptado de permitir que en el Congreso de los Diputados se pueda tomar la palabra en las varias lenguas cooficiales de España rema a favor del reconocimiento de nuestro país como territorio multilingüe. Sería torpe pronunciarse en contra. Pero hoy opino río arriba: creo que el alcance efectivo de esa determinación será escaso y que debería haberse planteado con mayor decoro.
La decisión de abrir el Congreso a otras lenguas no se ha tomado con un diccionario en la mano sino con una calculadora y en un marco de negociación con los partidos nacionalistas. Se ha concedido en un contexto transaccional y abona la idea falaz de que usar estas lenguas es propio de una determinada militancia política. No han pasado ni dos años desde que una presidenta del Congreso del mismo partido que hoy abraza ecuménicamente el multilingüismo interrumpió y retiró la palabra a un parlamentario que quiso extender su intervención en catalán. Solo ha cambiado, de entonces a ahora, la necesidad de entenderse con líderes políticos a los que antes no se precisaba. El marketing de la medida, que diría un publicista, ha sido defectuoso.
El logro que puede derivarse puede ser afortunado, claro está. El Parlamento es, a todas luces, un gran escenario de representatividad lingüística, pero su fuerza en la naturalización social del multilingüismo es menor si no se acompaña de otros hechos. Tenemos un precedente que sacar a relucir: el del parlamentarismo español decimonónico. En las tempranas crónicas parlamentarias es conmovedor observar cómo a los periodistas de entonces les llamaba la atención el acento ajeno al hablar español. Sin los medios audiovisuales de ahora, empezar a escuchar a esos señores “de provincias” que iban a la capital a defender los intereses de sus territorios tenía un efecto no buscado de exposición a los distintos estándares. “Yo apuesto mi acento extremeño contra el acento catalán de Prim a que sale un rey del plebiscito”, decía un cronista satírico en la prensa de 1870. El parlamentarismo supuso una toma de conciencia provincial y dialectal. Pero no era el único elemento; otras instituciones, sin ser primariamente educativas, instruían sobre la sensibilidad lingüística: el teatro, la música, la incipiente radio. La preceptiva lingüística era normativa y antidialectal, pero la competencia pasiva de los españoles sobre la existencia de formas distintas de hablar español se iba consolidando. Hemos tardado más de un siglo en normalizar esas diferencias.
En nuestro Parlamento se oirán próximamente intervenciones en lenguas oficiales distintas del español pero todo se reducirá, me temo, al simbolismo del micro: el español será la lengua utilizada, por ejemplo, por gallegos y vascos cuando hablen entre sí, porque la defensa que desde los partidos nacionalistas se ha desplegado de la diversidad de España no los ha hecho más conocedores de las otras lenguas españolas que los habitantes de comunidades monolingües.
Los años de democracia han supuesto una importante mejora en las políticas lingüísticas respecto a las lenguas cooficiales, con las imperfecciones propias del sistema. En los últimos 45 años se ha logrado que el uso del catalán, vasco y gallego en sus respectivos territorios sea un empleo no decorativo ni folclórico; se escribe ciencia en tales lenguas, se hacen gramáticas, corpus y diccionarios, y hay instituciones que las promueven. Las comunidades oficialmente bilingües han incrementado la visibilidad de su multilingüismo en calles, cines, escuelas. Por eso, no me parece admisible la visión sombría de España que estimulan quienes han celebrado esta medida como si fuera una grandiosa puerta abierta que redime a lenguas silenciadas hasta ayer. Las lenguas de España están muy protegidas, más que nunca. ¿Están bien valoradas? Creo que no.
Ser multilingüe no es lo mismo que ser plurilingüe: multilingües son los territorios y plurilingües las personas. El multilingüismo es un hecho normal en el mundo: la homogeneidad lingüística es una ficción prebabélica. El nivel de plurilingüismo, en cambio, va por otro camino y dentro de él se incluyen mínimos que están incluso antes que el propio conocimiento de lenguas: nuestra cultura lingüística, saber qué es un estándar y qué es una variedad, reconocer rasgos de otra lengua, ubicarla en el mapa, conocer algo de su historia... son datos que nos hacen más respetuosos y mejor preparados ante un mundo multilingüe. Mi impresión es que el multilingüismo, que es una cuestión legislable, ha sido bien atendido pero que seguimos fracasando en el plurilingüismo y la cultura lingüística particular, que no solo afecta a las lenguas cooficiales sino a las propias variedades del español: la prueba es que de vez en cuando alguien se sigue riendo de un andaluz cuando habla en público.
Regular el estatus de una lengua no significa hacerla crecer. Esto no es como la soberanía fiscal, gestionada desde arriba: la gente paga impuestos obedientemente pero habla lo que quiere, como quiere y cuando quiere. Nadie puede controlar (y si lo intenta, nos sale la pavorosa policía de patio) en qué lengua hablan los críos en el recreo. Dentro de las comunidades con lenguas oficiales se debería asumir de una vez que pretender políticamente el monolingüismo es una barbaridad y que se debe naturalizar el bilingüismo.
En el resto de las comunidades autónomas nos falta cultura lingüística sobre las otras lenguas de España. No sería una barbaridad facilitar que los escolares españoles salgan de su enseñanza básica sabiendo algunas expresiones elementales (los números, los saludos, las identificaciones) de las lenguas vecinas. No es una barbaridad reclamar que en el ámbito universitario español crezcan las asignaturas de catalán, gallego o vasco. He saludado con alegría la noticia de que mi alma mater, la Universidad de Sevilla, va a ofrecer próximamente un lectorado de catalán con el Institut Ramon Llull: de los cerca de 150 lectores de catalán que hay en decenas de universidades fuera de Cataluña, solo diez están en España.
Los gestos simbólicos son útiles, no cabe duda. Los había ya en el Senado y en la política lingüística de otras instituciones: los discursos de la reina doña Letizia o la princesa de Asturias usando el catalán con notable solvencia se han adelantado en años a esta medida que se acaba de tomar. Está muy bien soltar palomas en el Congreso pero es mejor que sobrevuelen sobre una cultura lingüística mejor construida. “Cal caminar” (‘hay que caminar’), que decía también la canción.