Hace unos días intenté sin demasiado éxito excitar la curiosidad literaria de mi nieto mayor -tiene 7 años- con unos versos de "Las Flores del Mal", de Baudelaire. No le disgustaron pero reconozco que quizá fue excesivo por mi parte, así que me pasé a "La isla del tesoro" y me prestó un poco más de atención. Normal.
He recuperado para el blog una antigua entrada, de febrero de 2008, en la que hablaba de mis primeras lecturas. No es un ejercicio de narcisismo; dejémoslo en nostalgia más bien, de un tiempo pasado que nunca volverá. La he reescrito para acomodar los tiempos verbales al momento actual.
Mi primer libro, el primero del que tengo recuerdo, me lo regaló la muchacha que ayudaba a mi madre en las tareas de casa. Se llamaba Cristina. Fue el 8 de febrero de 1954. El día que yo cumplía 8 años. ¿Qué como es posible que recuerde algo que ocurrió hace cincuenta y ocho años? Sencillamente porque el libro iba de un niño llamado Carlos que cumplía ocho años un ocho de febrero… Es difícil de olvidar una cosa así. Fue impactante para mi. Aún hoy, pasado tanto tiempo, me recuerdo con mis pantalones cortos y saltando como un loco al sofá del salón de nuestra casa, en la calle Batalla del Salado de Madrid, para leerlo. Después vinieron más libros y más lecturas, pero ese fue el primero, el inolvidable.
El segundo, ya un poco menos infantil, más serio, fue “La Isla del Tesoro”, regalo de mis abuelos maternos. No puedo recordar la fecha pero seguro que no fue mucho después de aquel inolvidable 8 de febrero de 1954. Y luego siguieron muchos más. Algunos de ellos están citados en el blog. Recuerdo con especial cariño "Leyendas heroicas de la antigua Grecia", y el de similar título: "Leyendas heroicas de la antigua Roma". Y otro sobre "Los nibelungos". Y las ediciones juveniles de "El paraíso perdido", y "La Divina Comedia". Y también "El último mohicano", "La cabaña del tío Tom", "Las aventuras de "Tom Saywer", "Robinso Crusoe", "Los viajes de Gulliver" o "Tarzán de los Monos.
La primera vez que leí algo sobre la "Odisea" de Homero fue en el citado libro de “Leyendas heroicas de la antigua Grecia”. Recuerdo el título, pero no el autor. Era una versión para niños que me cautivó. Más tarde, en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid, donde estudié entre los diez y los dieciséis años, tuve un profesor de Lengua y Literatura que nunca sabrá la conmoción que causó en mí y al qué nunca tuve la ocasión de agradecérselo. Se llamaba Mariano Abánades. Nos dictaba los argumentos de las principales obras de la literatura universal, y la vida de sus autores. Lo hacía de memoria, sin papeles delante. Y yo me quedé subyugado para siempre con sus relatos sobre el “Ramayana”, de Valmiki; el “Mahbarata”, de Vyassa; la “Divina Comedia”, de Dante; la “Iliada” y la “Odisea”, de Homero; la "Eneida" de Virgilio; el poema del "Mio Cid" o de "Los Infantes de Lara", “El Quijote”, de Cervantes; “Fuenteovejuna”, de Lope, o "La vida es sueño", de Calderón… Él despertó una pasión por la buena literatura que aún perdura en mi.
He leído varias veces la “Odisea” de Homero. La última, en la magnífica edición de 1996 del Circulo de Lectores para la Colección de Clásicos Griegos de su Biblioteca Universal. Y también me gustaron sobremanera las versiones del universal mito homérico en "La tejedora de sueños”, de Antonio Bueno Vallejo; “La hija de Homero”, de Robert Graves; o el singularísimo “Ulises”, de James Joyce.
Aquella entrada de febrero de 2008 me llevó a escribirla un artículo publicado por esas fechas en El País por el historiador José Andrés Rojo, titulado “Ulises, el primer turista sexual”, que mi hija Ruth, siempre atenta con las quisicosas de su padre tuvo la amabilidad de enviarme. Y en esas estaba, en aquella lejana fecha, cuando recuerdo que saltó en el navegador de mi portátil (sigo teniendo el mismo viejo cacharro) un aviso de noticia en El País sobre Jane Birkin, la cantante británica, que actuaba esos días en España, y que los de mi edad recordarán por su canción, suya y de su pareja, Serge Gainsbourg, titulada “Je t’aime… mois non plus” que escandalizó (¡Dios, con qué facilidad se escandaliza la gente aún hoy!) a media Europa a finales de los sesenta. Sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Tamaragua, amigos. HArendt