martes, 20 de junio de 2023

De España y el apocalipsis

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Santiago Alba, va de España y el apocalipsis. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










La izquierda y el deseo del apocalipsis
SANTIAGO ALBA RICO
16 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Según una encuesta realizada en enero de este año por el IFOP, el 55% de los estadounidenses y el 35% de los franceses creen en al menos una teoría de la conspiración, tendencia al alza entre los más jóvenes y los más conservadores. Por ejemplo: el 42% de los estadounidenses y el 33% de los franceses están convencidos de que el Gobierno de EE UU conocía de antemano, y no impidió, el atentado terrorista contra los Torres Gemelas; el 41% y el 23%, respectivamente, aseguran que el Apolo nunca llegó a la luna en 1969; el 41% y el 31% creen que Biden desencadenó la invasión de Ucrania para ocultar los negocios de su hijo y el 27% y el 20% que las matanzas de Bucha fueron una “puesta en escena” de los ucranios; un 40% de los estadounidenses y un 26% de los franceses cuestionan el triunfo electoral de Biden y estiman que el asalto al Capitolio fue amañado para desacreditar a los partidarios de Trump; el 42% y el 29% se declaran negacionistas climáticos e incluso un 18% y un 12% (¡seis millones de franceses!) creen que la Tierra es plana. No sé si hay cifras para España, pero conviene no tomar a risa estos datos. Con porcentajes como estos se pueden ganar unas elecciones y gobernar un país. Con porcentajes como estos se dibuja el declive de una civilización.
No voy a explorar las razones sociológicas de esta tendencia universal. El conspiracionismo me interesa más aquí como síntoma neurótico. En 1960, para describir la indiferencia de los franceses ante los crímenes coloniales en Argelia, Jean Paul Sartre diagnosticó tajante: “Francia no es un país, es una neurosis”. El mundo entero es hoy, diría, una neurosis narcisista de clase media (los más pobres, como decía Chesterton, no se pueden permitir ni el optimismo ni el desánimo). Las épocas de peligro se reconocen por esto: la gente que antes era indiferente ante el Mal pasa a desearlo con todas sus fuerzas: “que se imponga de una vez, aunque me cueste la vida”. Esta pulsión de muerte suele ser la respuesta pendular a la pérdida de control sobre el propio entorno, a la impotencia y a la sensación de derrota; los conspiracionistas, en efecto, prefieren un mundo gobernado por una Mano Negra que un mundo ingobernable. Incluso los negacionistas climáticos no buscan protegerse del miedo mediante un engaño confortable: encuentran satisfacción, más bien, en la idea de que se les está engañando. ¿Y por qué le puede apetecer a alguien que la Tierra sea plana? Porque eso colma, precisamente, el deseo neurótico de que el poder nos mienta.
Podemos decir que se trata de la típica neurosis narcisista del perdedor: si no puedo ganar, entonces quiero perderlo todo. Se trata de una neurosis, por cierto, muy española; o lo ha sido y quizás vuelve a serlo. Pensemos, por ejemplo, en el fútbol como receptor transversal de nostalgia imperial y fragilidad nacional en un país mal construido que solo ha sabido pensarse a sí mismo como conquistador o como paria; como Imperio sin puestas de sol o como periferia cutre de Europa. Esta neurosis decimonónica, prolongada durante el franquismo y superada en las últimas décadas, encontró su último refugio en los campos de fútbol. Opera así: si la selección gana el primer partido del Mundial, entonces España es el mejor equipo del mundo; si pierde el segundo, entonces es el peor y queremos que sea derrotada una y otra vez, para darnos la razón, de la manera más humillante. “Si no ganas, quiero que pierdas por goleada”. Hasta el gol de Iniesta en 2010, todos los españoles —y no solo los independentistas catalanes y vascos— deseaban profundamente la derrota de la selección. Cuando no son los judíos y los masones (o la embajada estadounidense), es el Destino el que conspira contra los españoles.
Esta neurosis históricamente hispana y hoy universal se acompaña de tres deseos subjetivos: el deseo de ser apaleado, el deseo de que nos gobierne el Mal y el deseo de distinción. Queremos ser víctimas de alguien; queremos el apocalipsis now; queremos formar parte de la contra-élite que conoce la fecha y la hora de la perdición.
Esta neurosis, ¿es de derechas o de izquierdas? De ambas. Pero con una diferencia. La derecha, que suele ganar, no sabe ganar: cuando gana —heredera de una tradición nefasta— nunca perdona al vencido. La izquierda, por su parte, se quiere perdedora y, por lo tanto, no sabe perder: cuando pierde, tiende a destruirse a sí misma. Hay una izquierda superoptimista, en efecto, que apuesta por el “cuanto peor mejor”; una izquierda teológica que quiere que el Mal sea uno y no múltiple y que desea reducir toda contingencia a una Voluntad omnipotente que al menos nos reconocería como enemigos y cuya victoria anhelamos como evidencia irrefutable de nuestra superioridad cognitiva y moral.
Más allá de los cálculos y las estrategias, creo que esta neurosis narcisista, muy reaccionaria, opera hoy activamente en el inconsciente de Podemos. Derrotados, quieren ser apaleados en la plaza pública, como víctimas agresivas de una traición general: su proyecto es ser odiados y se las arreglan para que todo el mundo los odie. Derrotados, quieren que gobierne el Mal, para resistir heroicamente al determinismo y la brutalidad metafísicas. Derrotados, quieren al menos tener razón, para así distinguirse del resto de los españoles, que se dejan engañar con mansedumbre o ceden por felonía. Da mucho miedo que Podemos traslade esta neurosis narcisista de derrota necrófila al interior de Sumar. Ya lo ha hecho. Lo ha hecho durante unas negociaciones lastradas de bulos, filtraciones y presiones subsidiarias; y ha seguido haciéndolo después, atacando sin escrúpulos a sus compañeros de Unidad, como si su único proyecto político fuera el de extender el morbo a la totalidad de la izquierda y con independencia del precio a pagar: aunque con ello —digo— se facilite una victoria ultraderechista que confirmaría (máxima felicidad neurótica) las tesis conspiracionistas en torno a los medios de comunicación, la “izquierda cuqui” y las cloacas del Estado. En las negociaciones, Podemos se ha movido entre el interés pragmático de una máquina partidista amenazada de muerte y necesitada de escaños y el placer neurótico del apocalipsis colectivo. Ojalá el interés más bajo hubiese contenido en este caso el deseo más alto de destrucción. Ojalá todavía lo contenga. Porque Podemos puede hacer aún mucho daño a un proyecto al que se unió voluntariamente con el propósito de sobrevivir. No tengo muchas esperanzas. Entre la supervivencia y la destrucción, el neurótico —ay— elige siempre la destrucción.
¿Hay alguna curación para esta neurosis general, tan española y tan universal? Cambiar el deseo. Ahora bien, el problema es que el deseo no lo puede cambiar la voluntad: solo se puede cambiar en el mundo y desde el mundo. Hace falta una pequeña victoria que sustituya el narcisismo entrópico por la autoestima compartida. Por desgracia, la neurosis misma —pues es deseo de derrota— hace difícil cualquier victoria; y hace difícil (como han demostrado los años de la nueva política) gestionarlas bien —las victorias. Sumar es imprescindible, pero si quiere sumar tiene que ser ante todo un proyecto de salud mental.
El 23-J nos jugamos mucho, porque las derechas globales son hoy muy “españolas” y la española aún más. No estamos ante un cambio de ciclo sino ante un cambio de mundo. Las teorías conspiratorias, lo hemos dicho, son fundamentalmente reaccionarias: los judíos, los masones y los comunistas (y los inmigrantes y los maricones) nos están robando España. Una victoria de la derecha será una victoria imperial: somos los mejores y ganamos por goleada; y no tendremos piedad con los vencidos. No olvidemos a la hora de votar que las neurosis narcisistas, las de derechas y las de izquierdas, hoy campantes en la política global, son causa y efecto de la renuncia a la política y del fracaso de la democracia. Santiago Alba Rico es escritor y filósofo.






























lunes, 19 de junio de 2023

De las líneas rojas

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Daniel Gascón, va de las líneas rojas. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 










Que hablen del otro aunque sea bien
DANIEL GASCÓN
15 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Una de las cosas más sorprendentes del pacto entre el PP y Vox en la Comunidad Valenciana es que sorprenda: entre los contrarios alarmados, el escándalo tiene algo fingido; entre los partidarios decepcionados, hay un componente de esforzada ingenuidad. Son llamativas la rapidez del acuerdo y la facilidad con que se ha obtenido: algunos pensaban que el PP se lo pondría más difícil a Vox. Los cinco ejes que supuestamente guiarán la acción del gobierno dicen tan poco que ni siquiera están mal: no llegan ni a ser, a la manera de un discurso de Yolanda Díaz con menos anacolutos. Una de las dudas es si el pacto va a ser el modelo que seguirá el PP en otras comunidades autónomas en situación similar. La extrema derecha probablemente se verá más fuerte; lo que ocurría en Castilla y León deja de ser excepcional. Como ha escrito Ignacio Varela, Feijóo no puede fingir que está al margen del acuerdo, si no quiere perder la credibilidad (por mentir o por falta de control). Entre las razones de la prisa está que se hable menos tiempo de un asunto incómodo. Las líneas rojas se cruzan muy despacio, para que no puedan pararte, y cuando falta poco aceleras: los escrúpulos son una señal de debilidad. La campaña es negativa: siempre es mejor que hablen del otro, aunque sea bien. Votantes de la derecha aceptan a Vox como un mal menor o una necesidad estratégica. El principal blanqueador del populismo de derechas de Vox ha sido quien ha formado un gobierno de coalición con el populismo de izquierdas de UP (y eso sin contar las alianzas insalubres con quienes acababan de atentar contra el orden constitucional y los herederos del terrorismo). En el poder, la incompetencia de UP ha sido obvia y prácticamente ha acabado con ellos: ¿ocurriría lo mismo con los nacionalistas españoles o serían más hábiles y peligrosos, entre otras cosas, porque podrían aprender de la experiencia anterior?
Los pactos, espera la izquierda, podrían movilizar a abstencionistas o desalentar las transferencias de socialistas descontentos con las alianzas de Pedro Sánchez: los acuerdos con la ultraderecha son una realidad y no una amenaza. La versión alambicada del argumento sería que algunos, convencidos de la derrota de la izquierda, votaran al PP para que pudiera prescindir de Vox. Pero parece difícil cambiar la pregunta central de las elecciones, que gira en torno a la continuidad de Sánchez: gracias a eso, el PP puede ahorrarse la molestia de detallar cuál es su proyecto para España. Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) estudió Filología Inglesa y Filología Hispánica. Es editor responsable de Letras Libres España. Ha publicado el ensayo 'El golpe posmoderno' (Debate) y las novelas 'Un hipster en la España vacía' y 'La muerte del hipster' (Literatura Random House).






























[ARCHIVO DEL BLOG] Lecturas del pasado. [Publicada el 25/08/2017]










Dejemos aparcada por un momento la política... ¿Es eso posible? Pienso que no, pero en todo caso, intentémoslo. ¿El juicio previo que se dicta sobre una obra literaria sin haberla leído, como es el caso de El monarca de las sombras de Javier Cercas, (yo sí la he leído, como el autor del artículo que reseño, y me gustó mucho) y la pretensión de que todo intelectual tiene que “mojarse”, sin matices, no son dos perversiones de este tiempo nuestro que nos ha tocado vivir? Se lo preguntaba hace unos días en El País el escritor Miguel Barroso, y creo que merece la pena leer lo que dice. Y por cierto, me identifico plenamente con lo que escribe en él.
Se lo escuché hace poco a un conocido politólogo, comienza diciendo: “Javier Cercas está blanqueando los sepulcros del fascismo”. La afirmación me pareció tan peculiar y el tono tan pintorescamente exaltado, que le pedí que desarrollara la cuestión. Me explicó que Cercas se dedicaba en su última novela a embellecer el papel de la Falange, tanto en la Guerra Civil como en los años previos al conflicto y yo le pregunté si se había tomado la molestia de leerla. No lo había hecho. Tampoco lo creía necesario. Para sacar tal conclusión le bastaban algunos comentarios leídos al respecto y el hecho de que su autor tuviera una columna en El País desde la que, en vez de cuestionar severamente la transición y sus derivaciones, optaba por exponer y razonar un punto de vista más templado. Fue un diálogo interesante, en tanto que explica bien algunas perversiones propias de este tiempo nuestro.
La primera tiene que ver con el escaso peso del que goza el concepto de “autoridad”, entendido en un sentido meramente académico. El fenómeno me llamó la atención a principios de este año, justamente cuando se anunció la publicación de El monarca de las sombras (Penguin Random House) y se dijo que Cercas seguía en su nueva novela las huellas de un tío suyo, falangista, al que no llegó a conocer porque murió en las trincheras del Ebro, cuando apenas era un adolescente. Antes de que llegase a las librerías, se desató un aluvión de reacciones que comenzaron por cuestionar el propósito del libro para terminar impugnando toda la obra del escritor. Lejos de aguardar a que el texto pudiera leerse y hubiera, por lo tanto, una base desde la que labrar una opinión solvente, no tardaron en aparecer voces que reconvenían seriamente al novelista a partir no de lo que había escrito, sino de lo que se dijo que decía en las páginas que acababa de dar a imprenta. No era necesario acreditar esa "autoridad" que da el conocimiento porque el juicio previo se instaló sin reservas y campó por sus respetos.
No tenía la menor importancia que El monarca de las sombras, que yo sí leí, no dedicara sus páginas a elogiar o disfrazar el papel de la Falange, sino que más bien se afanara en todo lo contrario. Si algo hay es una crítica acerba a quienes se aprovecharon de las necesidades del campesinado de la España de 1936 para aglutinar adeptos en torno a una causa que no sólo era ilegítima, sino también inmoral. Lo que hace Javier Cercas con su tío no es incurrir en los elogios propios de quien se siente abrumado ante un modelo de conducta irreprochable, sino apiadarse de alguien que tomó partido por el bando equivocado, a una edad demasiado temprana para entrar en disquisiciones políticas.
Por aquellas mismas fechas, yo acababa de leer Recordarán tu nombre (Destino), la espléndida novela en la que Lorenzo Silva glosa la biografía del general José Aranguren, que hizo que la Guardia Civil salvaguardara en Barcelona la legalidad republicana el 19 de julio de 1936. Alguien me trasladó su desagrado ante el hecho de que el escritor se obstinase en defender al cuerpo fundado por el duque de Ahumada. Fue inútil explicarle que si por algo se caracterizó el instituto armado en 1936 fue por mantenerse fiel, en un apreciable porcentaje, al Gobierno de la República. También que le advirtiera de que no hay en todo el libro de Silva una sola línea complaciente con el dictador Franco. Como ocurriera meses atrás con Javier Cercas, aunque en este caso a menor escala, la sentencia ya estaba pronunciada.
Todo esto entronca con la segunda reflexión a la que me condujo mi breve conversación con el politólogo. A la hora de referirse a los artículos que Javier Cercas publica en El País, explicó que cualquier persona que disponga de un espacio en los medios de comunicación está haciendo política y añadió que llega un momento en el que todo intelectual tiene que mojarse. No puedo no estar de acuerdo con su primera afirmación, que yo ampliaría: todos hacemos constantemente política, en cualquier faceta de la vida. Respecto a la segunda, en cambio, tengo serias dudas. Por lo que entendí, mi interlocutor consideraba que “mojarse” equivale a defender una determinada causa, sin atender a sombras ni matices. Pero quizá la verdadera labor intelectual consista en cuestionarlo todo, incluso (o principalmente) aquello que se defiende o con cuyos fundamentos se comulga. Pienso, sin salir del contexto de la Guerra Civil, en Arturo Barea o Manuel Chaves Nogales, que tan bien narraron aquellos años, instalados en la izquierda pero sin escamotear ni una sola de sus penumbras; o en el George Orwell brigadista, que contó en su Homenaje a Cataluña las luchas intestinas que tenían lugar dentro del bando republicano; o en Dionisio Ridruejo, coautor de la letra del Cara al sol, que supo cuestionar sus propios dogmas hasta convertirse en un firme opositor al franquis
Hace tiempo que la política se maneja en una endiablada dialéctica entre el “ellos” y el “nosotros”, extrapolada a todas las escalas imaginables. Todos hacemos política constantemente, sí, pero están quienes aspiran a adquirir responsabilidades públicas y los que sólo pretenden intervenir en los asuntos colectivos mediante su opinión, su voto o sus tertulias. Los primeros posiblemente tengan que apostarse en su trinchera retórica y mermar como sea al adversario. Los segundos, en cambio, hacen bien en evitar maniqueísmos y situarse a una altura desde la que juzgar, con ecuanimidad y sin consignas, lo que les rodea. Luego sus opiniones o sus análisis podrán evaluarse en función de sus propios méritos o defectos, pero nunca mediante juicios anticipados, estereotipos o falsas acusaciones de blanqueamiento de sepulcros.
Nadie puede pontificar sobre lo que deben escribir quienes rehúsan seguir la senda marcada porque han preferido trazar ellos mismos su camino. A algunos les gusta tanto sentarse ante el tablero y elegir blancas o negras que terminan olvidando los matices de gris, los claroscuros. No deja de resultar curioso que quienes más críticos se muestran al leer nuestro pasado reciente sean también quienes más agresividad destilan cuando se ponen de manifiesto las grietas de las que adolecen los cimientos de sus convicciones. Mientras sigan optando por ocultar esos resquicios, y no por asumir que tal vez convenga replantear la estructura, no podremos decir que el miliciano de Robert Capa sea un personaje anónimo. En realidad, somos nosotros, cayendo constantemente abatidos por la bala de nuestro revanchismo inerte, concluye diciendo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt











domingo, 18 de junio de 2023

De los jueces como oportunidad

 








Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del genetista Javier Sampedro, va de los jueces como oportunidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 











Los jueces pueden salvar el mundo
JAVIER SAMPEDRO
15 JUN 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Siempre nos quejamos, yo el primero, de la judicialización de la política, pero hay ocasiones en que esta maniobra puede tener un potencial transformador. El cambio climático es una cuestión política de primera magnitud, y las generaciones jóvenes no están muy felices con la gestión de los gobiernos actuales. Les hemos visto protestar, desesperarse y repartir kétchup por las pinacotecas, hemos escuchado o fingido escuchar sus argumentos en las aulas y las cenas de navidad, sabemos que pasan mucho de sacarse el carné de conducir o de comer fresas de un regadío ilegal, sí, hemos comprobado todo eso, pero nuestra gobernanza no está ni de lejos a la altura de sus ambiciones. Estamos dañando de manera irreversible el mundo en el que van a vivir ellos, no nosotros. Es la definición de manual de un conflicto generacional. Y han empezado a llevar a los políticos ante los tribunales. ¿Judicialización de la política? Oh sí, y ojalá dure.
De momento son solo 16 chavales de Montana, el Estado de las grandes llanuras donde se ven más ovejas que personas, sede de la batalla de Little Big Horn y hogar del oso Yogui. Arguyen que el Gobierno estatal promueve los combustibles fósiles en flagrante violación de su derecho a un ambiente limpio y saludable. La cabeza visible de esta chavalería se llama Rikki Held, así que el caso se ha inscrito como Held versus Montana y así ha llegado esta semana a los tribunales. Montana es sobre todo una economía agropecuaria, pero también depende de la minería del cobre y de la extracción de petróleo, gas y carbón, las tres grandes causas evitables del cambio climático. Como el derecho a un ambiente limpio está reconocido explícitamente en la constitución estatal, Held vs. Montana marca un hito jurídico en Estados Unidos, y seguramente será una inspiración para el resto del mundo, donde también hay jóvenes muy cabreados.
De hecho, el precedente más notable de judicialización de la política climática no ocurrió en Estados Unidos, sino en Países Bajos en 2013, cuando un grupo civil demandó al Gobierno por su pasividad frente al calentamiento. Aquello salió bien, el tribunal les dio la razón y obligó al Ejecutivo a recortar sus emisiones. Pero los intentos similares en Estados Unidos se han topado hasta ahora con la élite judicial de Washington. Una acción legal de 21 jóvenes de Oregón en 2015 (Juliana vs. Estados Unidos) se estrelló cinco años después contra el Tribunal Supremo. Los mentideros científicos norteamericanos andan excitados estos días por el nuevo caso de Montana. Esta vez los chavales no van contra el país entero, sino solo contra su estado. El Supremo va a tener más difícil bloquear eso. A veces los objetivos modestos son más eficaces que los sueños ambiciosos.
La moraleja es bien curiosa. Los jueces tienen en su mano salvar el mundo, porque pueden puentear la torpeza, la inacción o la perversidad de los políticos. ¿Lo harán? Será interesante comprobarlo. Los jueces reciben tantas presiones como los gobernantes, pero tal vez tengan más capacidad para resistirlas y menos interés en avenirse a ellas. A diferencia de los políticos, pueden mirar más allá de la miopía de una legislatura. Y también tienen hijos cabreados.



























[ARCHIVO DEL BLOG] Blasfemias. [Publicada el 22/07/2017












La entrada de hoy va sobre la blasfemia y sobre la idea que de ella tiene cierta izquierda, pero antes de entrar en materia permítanme una pequeña digresión personal, fruto del recuerdo. El miércoles 19 de junio de 1985 mi mujer, mis hijas y yo estábamos pasando unos días en casa de mis padres en Madrid. Ese mismo día cumplíamos dieciocho años de casados y decidimos irnos los cuatro al cine. Desde Chamartín, donde ellos vivían, fuimos en autobús hasta el barrio de Argüelles, en el centro, sin tener muy claro que película íbamos a ver. Evidentemente, una autorizada para menores. Al pasar por la puerta del cine Alphaville, vimos con asombro un furgón de la policía y a numerosos agentes de uniforme que impedían que una aglomeración de personas, sobre todo mujeres, algunas muy jóvenes, acompañadas de varios sacerdotes, también muy jóvenes, rezando el rosario de rodillas a la puerta del cine, obstaculizaran la entrada al mismo de los escasas personas que pretendían acceder al estreno de la película Je vous salue, Marie, del cineasta francés Jean-Luc Godard, a la que, los orantes y buena parte de la iglesia católica española de la época, acusaba de blasfema. Quedamos tan impresionados del espectáculo que decidimos dejar lo del cine para mejor ocasión. Meses más tarde vi la película, y como me ocurrió con La última tentación de Cristo, del director estadounidense Martin Scorsese, estrenada en 1988, no alcancé a ver la blasfemia por lado alguno. Quizá yo tenía (y tengo) un concepto distinto de lo que es la blasfemia y una manga un poco más ancha de lo que algunos considerarían normal en ese campo.
Cuando todo se tacha de blasfemia (del latín tardío blasphemĭa, y este del griego βλασφημία blasphēmía 'palabra injuriosa': palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado, según la Real Academia Española), algunos se han impuesto como tarea proteger a las religiones de las provocaciones o, incluso, de las críticas, lo que es contrario al debate democrático. Mientras aquellas tercien sobre aspectos de la vida pública han de someterse al mismo trato que las otras ideas, dice en un reciente artículo en El País el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero. 
Para la izquierda, comienza diciendo, la religión era una superstición. Quizá algo más, pero fundamentalmente, superstición. No una cualquiera, como un espejo roto, sino de la peor naturaleza, retorcida, al servicio de la injusticia. La religión no solo impedía la mirada limpia de los males sociales sino que, además, los disculpaba y hasta condenaba la rebelión. El otro mundo compensaría los padecimientos terrenales. Peor, los padecimientos eran parte del guion. Sufrimientos e injusticias encajaban dentro de un orden moral armónico a los ojos de Dios, aunque ininteligible para nosotros. La religión era la sinrazón que cosía un mundo de sinrazones. La antítesis de la aspiración ilustrada. Frente a la autonomía y el sometimiento a la ley que uno mismo se da, la heteronomía, la moral establecida por Dios.
Eso era lo que había. Otra cosa, lo que hay. No es raro ver a cierta izquierda criticar no ya a quienes dibujan caricaturas de Mahoma sino incluso a quienes defienden el derecho a dibujarlas. Para ello no dudan en acudir a argumentos invocados por los reaccionarios de siempre, por ejemplo, cuando intentaron impedir la proyección de La vida de Brian. Cuesta entenderlo. Sobre todo porque esa misma izquierda parece dispuesta a presentarse en una iglesia para burlarse de los símbolos cristianos, en lo que, a la postre, a sus ojos no pasaría de ser una fiesta privada de unos cuantos entregados a recrear majaderías. Por la mañana se reclama el cierre de una exposición por islamofóbica y por la tarde se defiende el derecho a la blasfemia. En un caso, se descalifica incluso el derecho a criticar ciertas ideas y, en el otro, se invoca y se practica hasta impedir la posibilidad de expresarlas o elaborarlas. Un desorden intelectual. O peor. Porque solo veo un modo de compatibilizar las dos prácticas: asumiendo que hay una religión verdadera, el islam. Verdadera o, en algún sentido, superior. Algo que, francamente, me cuesta digerir porque, incluso sin entrar en honduras teológicas, les confieso que, en lo que a mí respecta, siempre será preferible una religión que amenaza con el chantaje del infierno (Borges) que otra que, en alguna de sus variantes, todo lo excepcional que se quiera, contemple la posibilidad de acelerar el trámite.
Más allá de estas paradojas, al final, parece haberse impuesto una suerte de reclamación de blindaje especial, de protección frente a las provocaciones o, incluso, frente a las críticas. Algo muy normal… si se trata de salvar las religiones. No tanto si se defiende el debate democrático. Salvar las dos cosas a la vez no resulta sencillo, al menos para quienes entienden la democracia como una práctica —una aspiración—de pública racionalidad.
La dificultad deriva de la presencia en las religiones —al menos, en las más próximas— de tres componentes que, juntos, resultan incompatibles con la pública argumentación: ideas (sustantivas) acerca de cómo vivir todos (no me parece mal mi aborto, sino cualquier aborto); ideas (ontológicas) sobre la naturaleza de la religión, como una doctrina referida a verdades morales; ideas (epistémicas) sobre cómo fundamentar la doctrina: la autoridad divina destilada en escritura sagrada. En breve: tales religiones pretenderían regular ámbitos de la vida colectiva sobre una base doctrinal que solo vale para los creyentes y sostenida en una “racionalidad especial”. Una religión con esas características resulta un cuerpo extraño para una sociedad (democrática) que aspira a regirse mediante decisiones basadas en argumentos que los otros puedan aceptar.
Durante mucho tiempo la tensión parecía decantarse del lado ilustrado. La religión, para sobrevivir, había ido debilitando alguno de sus componentes: su vocación pública, al ceñir el alcance de sus principios a sus miembros (como una secta o los trekkies); la naturaleza de cuerpo doctrinal, para mudarlo en una apañada técnica de autoayuda; la fundamentación, invocando razones terrenales (sin apelar a Dios o a sus portavoces), como una ideología más. Eso o una solución intermedia que no queda mal resumida en la fórmula “la religión otorga sentido a la vida de sus fieles”, lo que equivalía, de facto, a prescindir de toda vocación de verdad para todos. La religión dejaba de ser religión. El cristianismo ha recorrido esos caminos. Y al aguarse admitía su derrota como religión. Que al producto acabado se le siguiera llamando religión es otro asunto que, si acaso, preocuparía a los creyentes.
Por supuesto, cabía otra solución: mantener intacta la religión y degradar la democracia, desproveerla de su compromiso racionalista, universalista y emancipador. Las religiones, sin abandonar su dimensión antirrelativista y su vocación pública ni, por tanto, su afán de proselitismo —que no requiere la conversión—, convivirían en sus respectivos parques temáticos, a la espera de conquistar el monopolio del espacio público. Eso sí, con salvaguardas especiales. Se asume que cada una tiene su particular “racionalidad” que debería protegerse ante las ofensas. De ahí el especial respeto que reclaman y que no alcanza a las ideologías: podemos orinar sobre una imagen de Lenin, pero no sobre una del Profeta. Un mal negocio para los ideales democráticos que reintroducen por la ventana de la pluralidad la sinrazón expulsada por la puerta ilustrada. El resultado: una trama de “protecciones especiales” que complica la libertad de pensamiento. A la mínima presencia de ideas que se juzgan “provocadoras”, en una publicidad, en un periódico o en una obra artística, aparece la (des)calificación (“islamofobia”) que evita argumentar e, inmediatamente, se pide su desaparición del espacio público. Porque, se dice, “se ofenden sentimientos religiosos”: un argumento cochambroso porque, además de imposible de probar, en la medida en que “el testimonio” es un estado mental incontrastable (“mis sentimientos”), desmerece al dios de turno, sustituido como objeto de la ofensa por el creyente. Mal asunto. Mientras las religiones tercien sobre aspectos de la vida pública han de estar expuestas al mismo trato que las otras ideas.
Con todo, no es eso lo peor. Lo grave es que ese proceder se ha generalizado y no hay causa colectiva —justa o no— que, a la menor crítica, no apele al agravio o no descalifique invocando alguna “fobia”. Como razonar resulta fatigoso, mejor acudir al expediente de la ofensa a los sentimientos. Hasta los panaderos piden la supresión de refranes.
El daño mayor es para una democracia que, poco a poco, se va desprendiendo de sus endebles vínculos con el debate racional, termina diciendo. Las mejores causas se degradan cuando se defienden con prejuicios y prohibiciones. Con supersticiones. La izquierda, por ese camino, abandona su genuina vocación emancipadora, racionalista. Se contamina del virus que combatió.n Y Lepe pendiente de homenaje. Aguantando. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt