El 3 de mayo de 1985 el diario El País publicó un artículo sin firma titulado Un debate histórico, que recordaba uno de los desencuentros intelectuales más relevantes de la posguerra española. Un debate que enfrentó en posturas irreconciliables a dos conocidas figuras del exilio, Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro. Ambos con planteamientos y conceptos distintos de la historia y de la esencia de lo español. La polémica, se dice en el artículo mencionado, se inició en 1948 con la publicación del libro de Castro España en su historia, obra en la que acuñaba dos nuevos términos: la morada vital -el horizonte de posibilidades de un pueblo- y la vividura -cómo viven los hombres estas posibilidades-. Américo Castro, basándose fundamentalmente en fuentes literarias, llegaba a la conclusión de que era la singularidad de la Edad Media española, y en concreto las vivencias de los cristianos como casta frente a otras castas (moros y judíos), lo que había configurado el carácter diferenciador de lo español, su esencia, "la vividura hispánica". Estas tesis se vieron reforzadas con la publicación, en 1954, de La realidad histórica de España, (uno de los libros de historia más fascinantes que yo he leído nunca) revisión y ampliación de la anterior, que incorporaba nuevos capítulos, entre ellos, el polémico Los visigodos no eran españoles.
La respuesta de Claudio Sánchez Albornoz al libro de Castro fue España, un enigma histórico, publicada en 1956. En ella rechazaba el concepto de la historia de Castro, a quien acusaba de caer en generalizaciones fáciles, y mantenía que había que partir de un conocimiento de los hechos y de la utilización de todo tipo de fuentes.
Sánchez Albornoz defendía en ese libro que la esencia de España y de lo español estaba ya latente en los pueblos prerromanos que se asentaron en la Península, y que fueron los romanos y los visigodos quienes la configuraron al construir la unificación política y cultural de Hispania. Respecto a la Edad Media, no consideraba decisiva la aportación del judaísmo ni de la islamización: España es ante todo cristiana y occidental, es más, España se contempla desde Castilla.
La publicación en 1971 de la obra de Pedro Laín Entralgo A qué llamamos España, en la que suscribía las tesis de Américo Castro y que obtuvo respuesta de Sánchez Albornoz en El drama de la formación de España y los españoles (1973), ha mantenido la polémica hasta nuestros días. Las obras citadas tuvieron una rápida difusión tanto en los círculos universitarios españoles como en Latinoamérica, y la polémica se extendió a la Prensa y a sus discípulos, mientras los dos profesores seguían cruzando réplicas. Un servidor, modesto discípulo de la diosa Clío, se pone de parte de Américo Castro por razones muy personales que desvelo más adelante.
El territorio que conforma la península ibérica, en el extremo sudoeste de Europa, ha sido colonizado y habitado por pueblos diversos a lo largo de los siglos, pueblos que han dado a su nueva patria nombres también diversos. Tras sus primeros pobladores conocidos, los iberos y los celtas, fenicios y cartaginenses la conocieron como Ispani; los griegos la dieron el nombre de Iberia; romanos y visigodos el de Hispania; los judíos, que llegaron a ella en el siglo III a.C., el de Sefarad; y por último, los musulmanes, el de Al-Ándalus. A partir del siglo XIII d.C. los reinos cristianos del norte de la península, en contraposición a los musulmanes del sur, considerándose herederos directos del reino visigodo, le dan ya el nombre de España.
Todos ellos se fueron asentando e integrando en el territorio peninsular y mezclándose con la poblaciones anteriores. Así ocurrió entre romanos e iberos, y entre visigodos e hispanorromanos. La invasión musulmana propicia una conversión masiva de la población aborigen al islam, quedando como únicos reductos cristianos la cornisa cantábrica y los pirineos.
Aunque los historiadores no se han puesto de acuerdo en el número de los judíos españoles, se supone que a finales del siglo XV podían ser unos 400.000. Es el momento en que los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, decretan la conversión forzosa de los judíos al catolicismo, y la expulsión inmediata para los que no lo hagan, con confiscación de todos sus bienes y propiedades. Aproximadamente la mitad del total de los judíos españoles optan por el exilio.
Cien años más tarde, Felipe III orden la expulsión tajante y definitiva de los moriscos de todo los territorios de la Corona. Los moriscos eran los cristianos de origen musulmán que se habían convertido al catolicismo durante el período de la reconquista. Aproximadamente otros 300.000 españoles son obligados a exiliarse sin opción contraria alguna.
Cientos de miles de españoles desarraigados, desterrados, exiliados por la voluntad de otros españoles... La historia se ha repetido después en numerosas ocasiones; la última hace apenas 80 años. Y la pregunta que surge de inmediato es: ¿Cuántos judíos conversos y moriscos quedaron en la península y cuantos son sus descendientes actuales en España?
Hasta ahora no había forma de dar una respuesta concreta, pero el estudio genético de los españoles realizado por la American Journal of Human Genetics, que estos días presenta sus datos en Madrid, viene a confirmar que unos ocho millones de nuestros compatriotas son descendientes directos de judíos conversos (aproximadamente el 20 por ciento de la población total de España), y unos cuatro millones y medio lo son de moriscos (el 10 por ciento del total). Lo contaba el profesor Javier Sampedro en un interesante artículo titulado Sefardíes y moriscos siguen aquí, publicado en El País en diciembre de 2008.
No deja de ser curioso en un país en el que el antisemitismo campa a sus anchas, que uno de cada cinco de sus pobladores sea descendiente directo de aquellos a los que detesta, es decir de sus antepasados, sus padres y sus abuelos judeo-conversos. Y uno de cada diez, descendiente de esos "moros" que le atemorizan, pero necesita.
Y ahora, una pequeña digresión muy personal al respecto. En el otoño de 1956 yo tenía 10 años y acababa de comenzar los estudios de bachillerato en el colegio "Infanta María Teresa" de Madrid. Era el primer día de clase de la asignatura de Historia de la Música, que impartía un joven profesor muy atildado, al que siempre recuerdo vestido de riguroso traje negro, con corbata de colores chillones y camisa blanca. Podría tener unos cuarenta y pocos años, y lamento no recordar su nombre. Lo que no voy a olvidar nunca fue ese primer día de clase, pues nada más comenzar la misma se dirigió a mí, me preguntó mi nombre y apellidos, y me soltó: "Usted es de origen judío, ¿verdad, señor Campos?". Me quedé tan sorprendido, -era la primera vez que alguien me mencionaba tal cosa-, que le respondí con sinceridad que no tenía la menor idea, pero que pensaba que no, puesto que yo, mis padres, mis hermanos y toda mi familia eran católicos. Me contestó que los rasgos de mi cara y mi apellido paterno decían que sí, y que se lo preguntara a mis padres. Nunca lo hice esa pregunta a mis padres, quizá avergonzado de que me confirmaran que "era distinto" a los otros niños de mi clase por razones que no alcanzaba a comprender en aquel momento.
Mucho más tarde, libre ya de prejuicios infantiles, vine a confirmar que formo parte, lo digo con orgullo, de ese veinte por ciento de españoles de origen judeo-converso. Y que Américo Castro, y no Sánchez Albornoz, tenía razón en cuanto a la famosa polémica sobre el "Ser de España".
En deuda con ellos, con los descendientes de los sefardíes (es decir, españoles) expulsados de su patria en 1492, la Ley 12/2015 les otorgó el derecho a obtener la nacionalidad de sus antepasados. Y el mismo rey de España, don Felipe VI, en un acto solemne en el Palacio Real de Madrid, reunido el pasado 30 de noviembre con representantes de las comunidades sefardíes, les dirigió palabras de afecto: "¡Cuánto os hemos echado de menos!", les dijo.
Orgulloso de mi ascendencia judeo-conversa, como lo fueron, quizá no tan orgullosos de ello por razones obvias, españoles tan ilustres como el propio rey Fernando el Católico; escritores como Juan de Mena, Fernando de Rojas, Mateo Alemán, Miguel de Cervantes, Jorge de Montemayor o Fray Luis de León; místicos como Teresa de Jesús o Juan de la Cruz; humanistas como Luis Vives, Hernando del Pulgar o Alfonso de Valdés; científicos como Miguel Servet, o el propio Inquisidor General, Juan de Torquemada, me gustaría concluir esta entrada de hoy manifestando mi deseo y esperanza de que pronto pueda España llamar de nuevo a su seno a los descendientes de los moriscos tan injustamente expulsados de su patria hace 400 años.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt