jueves, 3 de noviembre de 2022

De arte, activismo y ecología

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de arte y activismo ecológico, porque como dice en ella la escritora Azahara Palomeque, los activistas que atacan cuadros pretenden llamar la atención sobre la hecatombe climática inminente y exigir aquello de lo que disfrutaron quienes los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Vilipendiar el arte para evitar un exterminio
AZAHARA PALOMEQUE
29 OCT 2022 - El País


Por definición, una urgencia es algo que no puede esperar. Si a nuestra madre le da un infarto, acudimos corriendo al hospital o llamamos a una ambulancia, lo que estimemos que resolverá el problema más rápidamente, sin prestar atención a circunstancias secundarias, pues se trata de salvar su vida. De la misma manera, si se desata un incendio en nuestras inmediaciones, una agarra lo imprescindible y desaloja su casa, en un minuto, o menos, evitando llevarse objetos que, aunque acumulen un alto valor sentimental, son completamente inútiles cuando nos encontramos en peligro de muerte. De nuevo, ese es el significado de urgencia y hasta aquí la mayoría de la gente estará de acuerdo conmigo. Sin embargo, cuando el asunto a abordar es la crisis climática, es decir, rescatar a la especie humana de una probable extinción en este siglo XXI, provocada por catástrofes de calibre inimaginable, sean estas hambrunas, fenómenos meteorológicos extremos, guerras o ecofascismo, se multiplican las voces que reclaman retrasar la acción efectiva, guiarnos por métodos teóricamente civilizados como cumbres que culminan en acuerdos no vinculantes que nadie cumple, o directamente no hacer nada. La urgencia climática es impostergable, como han alertado los activistas de Just Stop Oil en sus embestidas a varias obras de arte, pero en vez de encomiar su coraje o, al menos, intentar entender las razones que conducen a un grupo de jóvenes a cargar con furia contra pinturas tan emblemáticas como son las de Van Gogh, Monet o, más recientemente, Vermeer, hay quien se lleva las manos a la cabeza, los acusa de vandalismo, de “banalidad” o de haber perpetrado una “gamberrada”, como decía Sergio del Molino. Nada más lejos de la realidad.
Las agresiones a estos lienzos por parte de Just Stop Oil y otros colectivos de activistas preocupados por el cambio climático hielan la sangre de quien tenga un mínimo de sensibilidad porque atacan lo sagrado o, si preferimos secularizar nuestro lenguaje, lo sublime. Confieso que, en un primer momento, al contemplar las manchas resbaladizas sobre la superficie acristalada de obras que aprecio, sentí un horror visceral, un rechazo impulsado por las innumerables horas que, a lo largo de mi vida, he pasado en pinacotecas de todo el mundo. Yo, que no tuve padres de los que te llevan a museos, rememoro con entusiasmo cómo, al mudarme a Madrid con 18 años, lo primero que hice fue acudir al Prado y deleitarme con su colección, de la que me sobrecogieron especialmente las Pinturas negras de Goya. Lo segundo fue comprar un vuelo barato a Londres para admirar las piezas de esa desgarradora maravilla que es el British Museum. No creo que haya vivido algo más parecido al síndrome de Stendhal que entre los muros de aquel lugar en el que, al toparme con la Piedra Rosetta, supe identificar la llave que abría la puerta a varias civilizaciones cuyo legado demuestra los prodigios de que es capaz la especie humana. No obstante, esa especie que tantas veces me ha hecho vibrar con sus creaciones es la misma que está alterando el equilibrio climático hasta transformar el planeta en algo totalmente irreconocible y, en ese tira-y-afloja, es donde ha de dirimirse la lata de tomate lanzada al van gogh, o de puré de patatas catapultada al monet, ya que el mensaje es más complejo de lo que se cree.
En primer lugar, la contraposición comida-cuadro evoca un escenario en que las necesidades básicas —la alimentación— pasan a un primer plano, opacando la producción artística, como señalaron las propias activistas. Quién puede o no crear en mitad de tragedias insoportables es una interrogación bien anclada en nuestra tradición intelectual que el filósofo Theodor Adorno subrayó al escribir que la poesía, después de Auschwitz, es un acto barbárico. Esta frase, que más tarde transmutó en otras parecidas, como que es imposible el arte tras el Holocausto, alude a la dificultad de construir belleza o transcendencia en una civilización que, fruto del raciocinio, fue capaz de aniquilar a cantidades ingentes de personas. Algunos años antes, María Zambrano se hacía preguntas similares y Alejo Carpentier, al visitar nuestra Guerra Civil, llegó a declarar que no sabía para qué servía la literatura frente a ciertos “desamparos profundos”. Conscientemente o no, Just Stop Oil retoma las reflexiones de una trayectoria de pensamiento aterrado ante la violencia contra la vida que, en este caso, se refiere específicamente a la debacle fósil, y no es casual que su rabia parezca concentrarse únicamente en muestras de arte occidental, aludiendo al dislate que implica creernos superiores mientras que otras culturas consideradas atrasadas han efectuado menos daño a la biosfera. Más allá, lo que su performance pone de manifiesto es el delirante contrapunteo entre la inmediatez, el tiempo de respirar, de comer y sobrevivir, y la eternidad que se le atribuye al arte, para el que el tiempo supone un valor añadido que le otorga densidad interpretativa y lazos con universos otros, lejanos o desaparecidos. Pero, si resulta que abundarán dentro de poco los estómagos vacíos en Europa, y que en apenas tres años el número de población global afectada por la inseguridad alimentaria aguda, según la ONU, ha pasado de 135 a 345 millones, ¿quedará pluma, pincel o cuerpo para la creatividad del ánimo? Y, si queda, ¿a quién contentará, inundará de goce o llevará al éxtasis estético en un paisaje devastado?
En otras palabras, podríamos afirmar que los cuadros actúan como dispositivos de memoria, proyectan una continuidad histórica que sobrepasa la mera biografía de su autor, y eso, como vulgares criaturas pronto volatilizadas en polvo, nos reconforta enormemente. De forma análoga a la fotografía del abuelo fallecido, cuyo recuerdo sabemos que perdurará entretejido en sus redes afectivas, pero ataviadas con un “aura” que no han logrado perder a pesar de lo que Walter Benjamin llamó “la era de la reproductibilidad”, esas pinturas están dotadas de aquello que el cambio climático nos niega: la posibilidad de perpetuación. Por eso, verlas mancilladas, con latas parapetándoseles —aunque no han resultado dañadas— o manos untadas de pegamento en sus marcos, causa tantísimo espanto. De ahí también que innumerables detractores no hayan escatimado en insultos, como gritando: “¿Cómo osas privarme de mi inmortalidad?”, arremetiendo contra el patrimonio común de Occidente, violando la respetabilidad de nuestros espíritus más excelsos…, sin darse cuenta, quizá, de que si se cumplen las predicciones científicas que apuntan a casi 3ºC de calentamiento de aquí a finales de la centuria, o las que aseguran que a partir de 1,5ºC la destrucción será irreversible por activarse una serie de mecanismos de retroalimentación como el derretimiento del permafrost, pronto no habrá museos, y no se deberá precisamente a la rebeldía de unos muchachos. Al final, lo que estos activistas pretenden es llamar la atención sobre la hecatombe inminente, y exigir nada más y nada menos que aquello de lo que disfrutaron las generaciones que los precedieron: el derecho a una vida digna que admita recorrido, a poder leer y componer versos como el de la poeta griega Safo: “Te aseguro que alguien se acordará de nosotras”. A mí también me genera estupor esa iconoclasia desmedida, ese agravio a la belleza, pero más me estremece pensar en una absoluta carencia de futuro.



















De la investigación del cáncer

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre la investigación del cáncer de mama en España, pues como dice en ella la escritora Laura Ferrero, que no nos confunda el lazo rosa: entre el 20% y el 30% de los cánceres de mama no tienen curación, y lo que necesitamos se llama fondos para investigación. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Ni pena ni miedo
LAURA FERRERO
29 OCT 2022 - El País


A la poeta y ensayista Anne Boyer le diagnosticaron un cáncer de mama triple negativo de pronóstico grave. Lo contó en un libro necesario y desgarrador llamado Desmorir, donde desgranaba su enfermedad, pero sobre todo las consecuencias de esa omnipresente cultura del lazo rosa que, más que ayudar, hostigaba a las mujeres con discursos edulcorados del estilo “la actitud lo es todo”. Boyer contaba, en una frase que subrayé que “a veces dar a una persona una palabra con la que nombrar su sufrimiento es el único tratamiento disponible”. Y esa palabra, me temo, no es un símbolo, tampoco una frase hecha, tampoco un lazo rosa.
El 19 de octubre, el Día Mundial en Contra del Cáncer de Mama, la organización Teta&teta publicó una campaña de concienciación sobre esta enfermedad en la que se cuenta, en un vídeo de cinco minutos de duración, el origen del lazo rosa, que no era rosa sino de color melocotón, pero que se centra especialmente en denunciar el lavado de cara de una enfermedad tan áspera como el cáncer de mama en este mes de octubre en que el lazo rosa inunda medios y redes sociales. A lo largo del vídeo, varias mujeres que han padecido o padecen la enfermedad toman la palabra para decir, entre otras cosas que: “El cáncer de mama no es rosa, es un puto marrón” o que a menudo, la proyección que se hace de la enfermedad —pacientes maquilladas y sonrientes—, no coincide con la realidad en lo más mínimo: “Está la gente haciéndose fotos con su pañuelo. Monísimas, peinadas. Y yo estoy aquí vomitando y calva”, dice otra de las protagonistas. La campaña se plantea, entre otras cosas por el uso del vocabulario bélico o por las razones por las que el cáncer de mama es la única enfermedad comercializada del mundo: “¿Por qué no hay campañas de recaudación para el cáncer de próstata ni mensajes en los packs de calzoncillos?”.
Colgué el video de la campaña en redes e inmediatamente después, me escribió una mujer para decirme que a ella y a sus compañeros, trabajadores en un centro médico privado, les habían pedido que el 19 de octubre acudieran a sus puestos con una prenda de color rosa para dar visibilidad al cáncer de mama. Y me pareció una anécdota muy reveladora del tipo de sociedad en que vivimos. Una sociedad que no quiere ver el dolor ni la enfermedad sino es romantizado, infantilizado, un dolor a la altura de nuestras expectativas.
Tardamos de tres a cuatro años en aprender a hablar con fluidez, y casi toda una vida en saber lo que queremos decir. Pero a lo que aprendemos rápido y casi instintivamente es a dar rodeos. A no decir lo que no puede decirse. A sortear el tabú. A inventar frases hechas, símbolos, a dar con un hashtag solidario para cada causa a la que nos apuntamos sin movernos del sofá. Un día es una pantalla en negro, otro, un lazo de cualquier color, en otra ocasión, una foto de una ciudad que ha entrado en guerra con un #prayfor, que siempre queda mejor en inglés. Y todo esto estaría bien si fuera la mecha que encendiera lo verdaderamente importante, si moviera a las instituciones, a inversores, si nos moviera a nosotros del sofá porque el símbolo vacío no sirve. No es suficiente. No es real.
Tengo una buena amiga que cada vez que alguien le dice que tiene una enfermedad que no conoce se saca de la manga un “bueno, ahora hay muchos avances” con el que da por finalizada la conversación, sin importar que se trate de un ictus, de una depresión, de un cáncer metastásico o de una rotura de ligamentos. Y sería cómico si solo fuera algo anecdótico, pero es una muestra de nuestra infinita capacidad de negar y blanquear el sufrimiento y el dolor. Un hecho que sorprende teniendo en cuenta los tiempos en los que vivimos, tiempos tan llenos de imágenes violentas, de guerra, explosiones, unos tiempos tan llenos de muerte en los que sigue funcionando un mandamiento invisible según el cual no está permitido tener una conversación sobre la vulnerabilidad o sobre el miedo.
Últimamente releo mucho al poeta chileno Raúl Zurita, que tiene unos versos tatuados sobre la piedra del desierto de Atacama que dicen así: Ni pena ni miedo. No soy muy de lemas, pero me parece que este da en el clavo. Si, como apuntaba también Anne Boyer, solo pudiéramos nombrar el sufrimiento y dejar de esconderlo para poder, de verdad, acompañar sin compadecer a los que lo padecen. Si solo pudiéramos ver lo que hay tras el símbolo y el lazo.
Pero no quiere ser esta columna un alegato en contra del lazo rosa, ni mucho menos. Solo un recordatorio, una petición. Que el rosa no sea motivo de infantilizar, de lavar la cara a la dureza, de seguir hablando de guerreras y luchadoras culpando de perder la batalla a quien no se cura en esta sociedad en la que hablemos de la enfermedad mediante un lenguaje restringido y estereotipado. Y que tantos lazos rosas no nos confundan: entre el 20% y el 30% de los cánceres de mama no tiene curación: lo que necesitamos se llama investigación.



















martes, 1 de noviembre de 2022

De jugar con la verdad

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va sobre don Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, del que como dice en ella la escritora Nuria Labari, está dispuesto a jugar con la verdad, la espontaneidad y con todo lo que es (o parece) auténtico cuando la espontaneidad de Tik Tok barre al postureo calculado (y viejuno) de Instagram. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





La foto de Feijóo y el secreto de la Coca-Cola
NURIA LABARI
29 OCT 2022 - El País


A mí no me gusta la Coca-Cola. Sin embargo, algunas veces, cuando tengo mucha sed, no hay nada que desee más en el mundo que beberme una. Tengo sed y empiezo a imaginar el deseado refresco en un vaso de vidrio (saben cuál digo, el mítico con deslizamiento de gotitas heladas) con todos esos hielos danzarines. Tengo sed y quiero no solo saciarla, sino tener en mis manos ese vaso o esa lata con forma de trofeo. Y esto se lo debo claro está a todas las fotografías hiperrealistas que me he tragado de esta bebida, al arte del marketing y sus promesas. Del mismo modo, a mí no me gusta el PP. Pero veo la portada de la revista Esquire con el retrato de Aberto Nuñez Feijóo y caigo en la cuenta de dos cosas. La primera es que España tiene sed. Y la segunda, que Feijóo conoce el secreto de la Coca-Cola.
El autor del portadón de Esquire es el fotógrafo Luis de las Alas, especializado en retratos realistas. Y se ha marcado la primera imagen de Feijóo para todos los públicos, es decir, la foto de quien aspira a que lo prueben hasta quienes pasan normalmente de las bebidas gaseosas. Así, mientras Pedro Sánchez no logra despegarse de su aire de influencer de Instagram —hasta le han dedicado en Twitter una cuenta que se llama @MrHandsome—, Feijóo ha elegido mostrarse como el candidato de la hiperrealidad. Podría haberse conformado con ser un hombre sin filtros, pero él quiere subrayar que es un político “de verdad”, incluso “el de la verdad”, que suena aún mejor. De modo que la imagen de Luis de las Alas muestra el vello negro en las manos, cada una de las arrugas en primer plano, los poros abiertos de las mejillas y los recién afeitados de la barba. Todo es tan auténtico que, cuando te encuentras con sus ojos grises mirando de frente (porque Feijóo va de frente), no puedes hacer otra cosa que creerte a quien tienes delante.
Así que ya ven, Feijóo está dispuesto a jugar con la verdad y con todo lo que es (o parece) auténtico cuando la espontaneidad de Tik Tok barre al postureo calculado (y viejuno) de Instagram. Entonces llega él a demostrarnos que la estética realista de un retrato noventero puede resultar increíblemente moderna. Y que un político que lleva 30 años en activo puede convertirse en sorpresa electoral. Pero la narrativa de la portada no termina aquí. Porque Feijóó, además de ser auténtico, resulta que también es hipster y por eso luce jerséis de lana más propios de un domingo de Rastro que de un café en la calle de Génova. No es de extrañar si tenemos en cuenta que su corazón aprendió a latir al ritmo de las canciones de Luis Eduardo Aute y Joaquín Sabina, según él mismo confiesa en la entrevista. Un acercamiento estético y sentimental a los votantes de izquierdas que es un ejercicio de estudiada seducción. Y pasa un poco como cuando ligas con alguien que no te gusta. Que vale, que no es tu tipo, pero parece más amable y sexi desde que sabes que se ha fijado en ti. Tiene un punto atractivo saberse deseado, y Feijóo desea más que nada cambiar el voto de los socialistas “más centrados”. Y a todos ellos parece querer cantarles al oído aquello de “Puedo ser tu estación y tu tren / tu mal y tu bien / tu pan y tu vino…”.
Habría que ser el gallego más gallego de España para convencernos de que el bien y el mal pueden entregarse a la vez y con las mismas manos, o que se puede subir y bajar de una escalera al mismo tiempo. Pero aquí es donde el jersey de cuello alto del que emerge el candidato en la portada lo explica todo. Feijóo no necesita palabras, cuando ha conseguido una imagen que vale por mil. De modo que el cuello alto del jersey hipster le tapa casi hasta la mitad del rostro pero, lejos de mostrar indecisión u ocultamiento, aporta equidistancia, simetría y belleza a la imagen. Como si Feijóo quisiera explicarnos que lo importante del tópico no es si va a subir o va a bajar (la escalera, el jersey o la ideología), sino que la clave está en ser capaz de mantenerse en el centro, en ser ecuánime y no dejarse arrastrar por ningún extremismo salvo, en el peor de los casos, el de la verdad. Que levante la mano quien no quiera un sorbito de semejante elixir.
Lo malo es que hay escaleras en las que uno tropieza, peldaños marcados donde ciertas ideologías siempre patinan. Y Jorge Alcayde, director de Esquire y autor de la entrevista, lo sabe. Así que además de hablar de la paternidad, del rock y de Madrid conduce al entrevistado hasta tres escalones donde es imposible subir y bajar al mismo tiempo: el aborto, la ley trans y la igualdad. Del aborto dice Feijóo que “el tema económico no puede ser nunca un factor desencadenante de esa decisión”. Que es como decir que alguna ideología o institución podrían determinar qué factores son legítimos para que una mujer elija abortar. Afirmación que puede mosquear a muchas mujeres, evidentemente. A lo mejor por eso la palabra mujer no le cabe en la boca cuando sostiene: “Hemos de respetar a la gente que toma esa decisión”. Qué curiosa aquí la palabra “gente”, ¿no creen? Como si la elección no fuese única y exclusivamente de las mujeres. Demasiado áspero me parece ahora su jersey de lana.
Más tarde, en la ley trans, el escalón marcado se convierte en profundo abismo cuando asegura: “Creo que las feministas tienen razón. Esta ley no atiende a la causa histórica del feminismo. Además, es una ley impuesta por una minoría contra la mayoría”. Y aquí la lana del cordero que lo abriga empieza a parecerme la piel de un lobo. Primero, porque utiliza la palabra “feministas” para referirse en realidad a una minoría de mujeres tránsfobas. Y, segundo, porque asegura que defender los derechos de la minoría no debe hacerse si en algo incomoda a la mayoría. ¿En serio? Casi podría parecer que garantizar la igualdad de todas y de todos (empezando por las minorías más vulnerables) no fuera la primera exigencia de la democracia. Podría incluso parecer que la democracia puede convivir felizmente con la más profunda (e injusta) desigualdad. Claro que no solo lo parece, sino que Nuñez Feijóo llega a decirlo literalmente. “Para mí la libertad individual es irrenunciable. La libertad se complementa con la igualdad. Pero por ese orden”. Y aquí es cuando el lobo comienza aullar. Porque decir que la igualdad es “un complemento” es mucho decir en un país donde 10 millones de personas viven con ingresos inferiores a 794,6 euros m
ensuales. Casi podría parecer que en democracia uno puede nacer libre y muerto de hambre al mismo tiempo. Libres antes que iguales, que aúlla Feijóo. Pero en realidad no, la igualdad no es un complemento, sino un derecho irrenunciable. Sin igualdad no hay justicia y sin justicia no hay libertad.
Qué bonito es el jersey. Y qué entrañable la mirada. Por un momento, casi me olvido de lo que todo el mundo sabe: por muy refrescante que sea la Coca-Cola, nunca ha quitado la sed.



















lunes, 31 de octubre de 2022

De los peligros de reír con libertad

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de los peligros de reír con libertad, porque como dice en ella la escritora Marina Perezagua, para cuando terminamos de evaluar si la hipersensibilidad colectiva actual puede sentirse dañada ante una broma o un simple comentario irónico, ya se nos han pasado las ganas de reír, porque hoy, reír libremente puede salir muy caro. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.





Vivimos la era más seria, ¿y también la más lerda?
MARINA PEREZAGUA
23 OCT 2022 - El País


Plinio el Viejo destacaba de Zoroastro, como era conocido en la Grecia clásica, el hecho de que fuera el único ser humano que comenzara a reír cuando nació. Esta risa fue estimada como augurio de una sabiduría divina y libertad espiritual. Hoy podemos entrar al juego del consabido debate: los genocidios de la actualidad son más livianos que los de antaño, nuestro respeto por la vida humana es mayor, nuestra conciencia ecológica está más desarrollada. En lo personal, no estoy de acuerdo con nada de esto, pero el debate sigue existiendo. Sin embargo, a veces no dudo sobre la radicalidad de este pensamiento: No ha habido una era más seria que la que habitamos.
Nuestra época no necesita dictaduras para que se imponga la seriedad, porque lo más perverso de la vigilancia de la risa es que los celadores son nuestros amigos, los profesores de nuestros hijos, nosotros mismos. Piense en esto: si la revisión de la lengua es necesaria porque entendemos que el modo en que hablamos es causa y consecuencia del modo en que pensamos y actuamos, ¿qué mensaje sacamos de una sociedad que ha emprendido la guerra contra una parte tan indispensable para la comunicación humana como es el humor, la ironía? Los efectos de un mundo serio son claros: acartonar la risa es acartonar la reflexión, atrofiar la inteligencia, separarnos de esa parte de la comunicación necesaria para entender a los demás, a nosotros mismos y a nuestro entorno.
Si seguimos los parámetros de Plinio el Viejo (a más risa, más sabiduría) podríamos deducir que tampoco ha habido una era más lerda que la que vivimos. Puede que hayamos pasado por siglos más despiadados, sin duda con más miseria, con peor machismo, con (aún más) racismo, pero nunca como hoy la vigilancia contra el humor ha logrado su cometido. Antes de reír hay que pensar de qué manera nuestra risa va a ser interpretada, debemos calibrar si tenemos derecho a liberar algo tan inasible como una cosquilla, un escalofrío, un orgasmo, algo que, como la risa, lleva la libertad adherida a su propia naturaleza. De este modo, uno de los principales atributos de la risa, su espontaneidad, queda filtrado antes de que la compartamos. Sinceramente, para cuando he terminado de evaluar si la hipersensibilidad colectiva actual puede sentirse dañada ante una broma o un simple comentario irónico, ya se me han pasado las ganas de reírme.
Como el lechero judío ucranio de la película El violinista en el tejado, a veces me dan ganas de preguntarle a Dios: “¿Habría sido tan terrible regalarme a mí una pequeña fortuna?”. Cantaba el lechero que si él fuera rico construiría una escalera muy larga hacia el piso de arriba, otra aún más larga hacia el piso de abajo, y otra, la más larga de todas, que condujera a ninguna parte, sólo por aparentar. Si yo fuera rica (yubby dibby dibby dum), dedicaría mi vida a la risa. Reiría, y reiría, y acallaría las quejas de los ofendidos con indecentes cantidades dinero. Yo también sería una ostentosa, pero ni con joyas, ni coches, ni ropa de alta costura, me exhibiría ante las cámaras envuelta en un armiño de piel de risa, impúdica, sonora y delictiva. Y si se me acumularan los delitos por humor, bien podría incluso pagar fianzas a la espera de juicios, o sobornar a los testigos, o a los jueces, o hacer que el psiquiatra más respetado me declarara demente (yubby dibby dibby dum).
Hace no tanto tiempo habría dedicado mi fortuna imaginaria a eso que se conoce como contribución a un mundo mejor, tal vez la investigación sobre alguna enfermedad rara, o la lucha contra la caza furtiva de rinocerontes. Hoy creo que lo más práctico sería apoyar a personas sin el ánimo naíf de mejorar la colectividad. Tan sólo regalaría parte de mi fortuna a personas con las que me voy encontrando, sin ánimo de que tengan que esforzarse en nada, y empezaría por la gente de mi barrio: la costurera que cuando paseo al perro a las once de la noche sigue tras el cristal de su diminuto negocio dejándose los ojos en un dobladillo, la camarera de 70 años que sirve desayunos grasientos a cambio de propinas, la cajera que alimenta con donuts de un dólar a su hijo de tres años. Respecto a mi vida, no cambiaría tanto como se puede imaginar; veo que en este sentido mi ambición no ha crecido de modo desmesurado desde mi única carta a los Reyes Magos que conservo, cuando apenas sabía escribir. Les pedía: una bellota gigante, un árbol que fuera a la vez muy grande y muy chico, y castañas que se pudieran comer. Hoy pediría una vivienda propia, un pequeño barquito para alejarme de la vivienda propia, una bicicleta a prueba de robos (tal vez la más vieja y fea), un terreno lleno de árboles, innumerables perros. En lo que verdaderamente despilfarraría como una nueva rica es en reírme sin escatimar los gastos de sus consecuencias, porque hoy, reírse, reírse libremente, puede salir muy caro.
Ni siquiera hablo de los límites del humor ni del humor negro, de lo cual ya se ha hablado y escrito mucho. Me refiero a algo mucho más básico: a la risa cotidiana, a la risa como medio de comunicación sano con los demás, a la risa como conciliadora. Porque la risa, y esto se ha sabido desde tiempos inmemoriales, es necesaria hasta en las sociedades más oprimidas, o especialmente en estas. Escribió sobre ello Mijaíl Bajtín, en referencia al carnaval, lo sabían también, por ejemplo, las élites romanas. Las llamadas Saturnales eran una festividad con una duración de ocho días cuyo sentido principal era el de transgredir las normas oficiales que regían durante el resto del año. Durante esos ocho días las clases más bajas podían reírse de todo, los esclavos podían burlarse de sus amos, los sirvientes podían vestirse de patrones, muchos eran liberados de sus obligaciones, los papeles se invertían: los amos limpiaban los platos de sus esclavos. Esta relajación del orden social se consideraba necesaria para refrescar los ánimos de los oprimidos, hasta el siguiente año. Durante ocho días. Ocho días en los que nadie tenía que preocuparse por teorizar sobre la risa aceptable y la inaceptable. Son más días de los que disponemos actualmente.
La risa se está convirtiendo en un nuevo lujo, y aún peor: puesto que la función hace al órgano, se nos está atrofiando esa parte del cerebro que se activa mediante la estimulación que ofrece el sentido del humor, su vitalidad, la ambigüedad de una realidad necesariamente compleja, su deformación. Seguro que todos hemos percibido que nuestros chistes a veces no es que no hagan reír, es que ni siquiera llegan a ser entendidos. Esto es grave. Otras veces nos damos cuenta de una reacción grotesca: nuestros chistes son tomados muy en serio.
Entonces, si yo fuera rica, me reiría mucho, de lo que quisiera, de quien quisiera. En eso gastaría gran parte de mi fortuna. Lo triste no es que no soy rica, lo triste es tener la fantasía de que para reírme en libertad tendría que pagar, sólo porque me ha tocado nacer en la era más seria, (¿la era más lerda?). Yubby dibby dibby dum.