jueves, 1 de febrero de 2018

[PENSAMIENTO] Verdades y mentiras sobre los orígenes del catalanismo





Cualquier editor sabe que el llamado «problema catalán», en este momento, vende bien. Es de rabiosa actualidad y el mercado no se satura por mucho que se publique. Pero lo que no está tan claro es que venda bien un buen libro de historia sobre el asunto –de historia propiamente, no de actualidad ni de pasado inmediato–, a juzgar por la amputación que se ha infligido en la portada al título de la obra que quiero comentar en estas páginas, Del Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença, (Edicions 62, Barcelona, 2017) que figura en el interior, se pasa en portada a un título idéntico, pero eliminando las fechas. A ver si alguno se cree que es actual y pica, comenta en Revista de Libros el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense, reseñando el libro de Joan-Lluís Marfani.

Esta es, en fin, una mera anécdota comercial. Lo importante, y por donde debe comenzar esta reseña, es que el libro en cuestión es de gran solidez y de lectura obligada para cualquier interesado en el tema. En primer lugar, porque el autor es una autoridad indiscutible sobre el asunto. Y, en segundo, porque no tiene el menor empacho en decir lo que piensa, aunque con ello se oponga a muchos estereotipos vigentes; estereotipos, al menos, nacionalistas, porque hay otros cuya permanencia luego discutiré.

Joan-Lluís Marfany publicó, en 1995, La cultura del catalanisme, un estudio modélico sobre los orígenes y expansión del nacionalismo catalán en las décadas finales del siglo XIX. Seis años más tarde le siguió otro, de nuevo impecable, La llengua maltractada, sobre la coexistencia de las lenguas catalana y castellana en Cataluña entre los siglos XVI y XIX. Este tercero los complementa. Versa sobre la formulación de la identidad catalana dentro del marco del nacionalismo español, indiscutiblemente dominante (en Cataluña, como en el resto de España) durante la revolución liberal, para ser precisos en los años 1789-1859, es decir, entre la Revolución Francesa y la Renaixença. Las fechas son importantes, aunque los responsables de la portada decidieran lo contrario.

Su tesis principal, si la entiendo bien, consiste en defender que la Renaixença no significó un renacimiento de la identidad catalana, ni mucho menos un antecedente o primera fase del nacionalismo catalán. Lo primero, porque tal identidad no había muerto ni decaído en el período anterior; lo segundo, porque el nacionalismo catalán tardaría aún en surgir y porque los fenómenos deben explicarse en sí mismos y no como embrión de lo que pasó después. En esa época dominó en Cataluña un proceso de nacionalización, sí, pero no catalanista, sino españolista; y este proceso estuvo impulsado por los mismos intelectuales catalanes que luego animarían la Renaixença. Es una interpretación de la época diametralmente opuesta a la dominante hoy en la historiografía catalana, imbuida de nacionalismo.

Basándose siempre en abundantes y variadas fuentes primarias, Marfany defiende de manera tajante que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español (moderno, es decir, como identidad colectiva protagonista de la historia y base de la legitimidad política). Dominó entonces, tanto entre las elites como entre las clases subalternas, el «doble patriotismo», según expresión acuñada hace ya tiempo por Josep Maria Fradera. Pero, matiza Mafany, un doble patriotismo jerarquizado. La identidad catalana mantuvo su fuerza, sí, pero a un nivel regional o subordinado a la identidad política, que era la española. Dedicaré los párrafos siguientes a resumir con la mayor fidelidad posible la evolución de Cataluña según el inteligente, y creo que acertado, esquema propuesto por el autor de esta obra.

Durante el Antiguo Régimen, la identidad dominante fue la provincial. Los catalanes eran súbditos del rey de España y fieles al mismo, pese a lo cual conservaban su identidad cultural y se gobernaban –bajo los Habsburgo– por medio de leyes e instituciones propias. En términos de discurso, se exaltaban la antigüedad, la alta raigambre genealógica, las grandezas históricas y las riquezas naturales del «país» o provincia. Felipe V suprimió, como todo el mundo sabe, las instituciones de autogobierno a comienzos del siglo XVIII, pero no desaparecieron identidad, lengua ni cultura propias. Esa nueva situación política se encontró con escasa oposición –de nuevo en contra de los estereotipos nacionalistas– y se produjo una decidida integración catalana en el mercado español y en el colonial. Fue un momento de prosperidad y de diáspora de las elites catalanas, sobre todo económicas, por el resto de España. Se produjeron entonces reivindicaciones lingüísticas, pero solamente para elevar el prestigio de la «provincia» en relación con las demás españolas, es decir, para borrar su fama de iletrada. Subsistió también la tradición austracista, cuyas huellas subrayó quizás en exceso Ernest Lluch, pero, de nuevo, sólo como provincialismo «anticuario», es decir, no ligado a un proyecto político de restauración de la situación anterior a 1714. Era el recuerdo nostálgico de un pasado, aunque, lógicamente, se reactivara en momentos de conflictividad política.

El nacionalismo moderno –en el que la nación, repito, pasó a ser sujeto de la historia y fuente única de la soberanía legítima– se introdujo y expandió en España con la Revolución Francesa y la guerra de la Convención. Pero esta categoría de nación no se aplicó a Cataluña, durante el período aquí estudiado, sino únicamente a España. El paso decisivo en la introducción de la nueva idea fue la Guerra de la Independencia (cuyo nombre Marfany defiende como adecuado frente a quienes hemos querido subrayar su carácter más artificial y tardío). Las instrucciones de la Junta Suprema de Cataluña a los diputados de Cádiz, y la actuación de estos en aquella asamblea, fueron favorables a la homogeneización de la legislación en toda España; sólo cuando tal cosa resultaba imposible se pedía restaurar los viejos fueros. Surgieron entonces términos nuevos, como «patriotismo», aplicados, desde luego, a España. Se aceptaron plenamente los mitos españoles, como Viriato o Numancia, así como la interpretación de la nueva y revolucionaria Constitución gaditana como mera restauración de las libertades antiguas (catalanas y españolas). El más claro exponente de esta fusión de catalanidad y españolismo fue Antonio de Capmany.

La reacción absolutista de 1814 hizo que se enfrentaran rey y nación, según analizó hace años Xavier Arbós. Las clases dirigentes catalanas, en esta tesitura, se encontraron tan divididas como el resto de las españolas. Y, en ambos casos, los liberales se alinearon, sin excepción, con la nación española. Los catalanes, en resumen, apoyaron como el que más esa nueva construcción nacional. El momento en que se fijaron de manera definitiva la retórica, los símbolos y los mitos del nacionalismo español, entre los que destacaron Padilla y los Comuneros, fue el Trienio Constitucional.

Desde finales de la década de 1820, empezó a emerger entre las elites intelectuales catalanas un historicismo de intención nueva, que ya no coleccionaba toda clase de antigüedades, sino las que servían para dar prestigio a la nueva Cataluña industrial frente al mundo. Fue la época de los Bofarull o Torres Amat. La identidad dominante entonces puede denominarse «regionalista», para diferenciarla del viejo provincialismo (aunque este término siguiera usándose a veces, distinguiendo entre su sentido «mezquino» o «egoísta» y su sentido «legítimo», «prudente» o «juicioso», que defendía la unidad de España, pero de una España culturalmente variada). Aquel historicismo coincidió y siguió siendo compatible con la construcción cultural de la nación española, tanto en historia como en literatura, pintura, monumentalismo, rótulos de calles e incluso normalización y expansión de la lengua (castellana). A todo ello contribuyeron las elites catalanas en lugar muy destacado. Baste recordar, en filosofía política, como iniciador del nacionalcatolicismo español, a Jaime Balmes; en geografía, los Recuerdos y bellezas de España, de Pablo Piferrer –así escribían ellos sus nombres–, completados por Pi y Margall; o, en literatura, la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y dirigida por Buenaventura Carlos Aribau.

Si Marfany hubiera pasado de lo ideológico y literario a la organización político-administrativa del Estado, hubiera podido aportar también como pruebas la codificación penal (1822, 1848), la mercantil (Código de 1829; Ley de Enjuiciamiento, 1830; creación del Banco de San Carlos, 1829, o de la Bolsa de Madrid, 1831), la unificación del sistema judicial (1831, 1844), la división provincial de Javier de Burgos (1833) o la Ley de Enjuiciamiento Civil (1855). Todo un proceso de desaparición de las leyes e instituciones locales procedentes del Antiguo Régimen, acelerado durante el Sexenio, que no encontró oposición en Cataluña. Es muy significativo el contraste entre esta fase y la de las décadas de 1870 y 1880, cuando el Colegio de Abogados de Barcelona, en nombre de una grandiosa teoría sobre la especificidad del «Derecho catalán» basada en Savigny, entraría en combate con la tardía codificación del Derecho Civil.

Lo catalán, en esos años 1830-1859, siguió defendiéndose, pero en términos sobre todo retrospectivos y decorativos. Con un matiz: que se le añadió una nueva afirmación orgullosa de la prioridad regional catalana dentro de la nación española, debido a su industria. Cataluña se proclamaba el motor del progreso de España; y derivaba de ello exigencias políticas, especialmente de protección arancelaria. Esta reivindicación era propia, ante todo, y como es lógico, de la burguesía industrial, pero recibía el apoyo unánime de las fuerzas políticas catalanas (moderados, progresistas, republicanos e incluso del incipiente movimiento obrero).

Esas defensas orgullosas de la industria catalana se vieron pronto acompañadas por quejas: España, el resto de España, no terminaba de entender ni de apoyar la importancia del nuevo fenómeno industrial. Es más: había quienes tildaban de egoísta la solicitud catalana de protección arancelaria. Lo cual empezó a originar un sentimiento de desagrado y rencor. Surgieron las primeras quejas. Las afirmaciones de lealtad a España, que siguieron repitiéndose, se vieron con frecuencia asociadas a veladas amenazas. Comenzaron las críticas al centralismo «excesivo», a la «exagerada» uniformidad del Estado. Lo cual se añadió a agravios concretos preexistentes, como los relacionados con el derribo de la Ciudadela y de las murallas en Barcelona. Hubo ahí un inicial diálogo de sordos, unas primeras posiciones encastilladas, entre las elites catalanas y las elites políticas centrales. Marfany lo analiza en relación con las expectativas despertadas por la apertura del canal de Suez o la polémica sobre el traslado de los restos de Capmany.

Fue también entonces cuando se expandió la ciudad de Barcelona, con monumentos y nombres de calles orientados ya hacia la exaltación del pasado catalán. Pero tal cosa, hay que insistir en ello, coincidía con el apogeo del fervor nacionalista español, que alcanzó su cota más alta con la Guerra de África de 1859-1860 (con voluntarios catalanes, profusión de banderas españolas, barretinas, arengas en catalán y un Prim retratado por Fortuny). Llegamos así al final del recorrido del libro, el año mismo de los primeros Jocs Florals. En ese punto, la situación puede resumirse sin distorsión diciendo que los catalanes se afirmaban como catalanes a la vez que se sentían unánime e indiscutiblemente españoles.

Lo que debería estudiarse, concluye el autor, no es, por tanto, cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se «despierta» políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán.

Para responder a esta pregunta, Marfany denuncia varias pistas como falsas. Tres, en particular: el independentismo, el federalismo y el neoforalismo. Las expresiones de catalanidad existentes en el período que él estudia no deben considerarse preludios, o fases iniciales, de ninguna de estas cosas (situación distinta, por cierto, de la del caso vasco). Hay que evitar toda «concepción genealógica», toda búsqueda de «antecedentes», del nacionalismo catalán moderno, porque eso significa proyectar retrospectivamente situaciones actuales. Tampoco debe darse por supuesto que siempre existió un «hecho diferencial». Lo importante no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista.

Como el autor respeta escrupulosamente las fechas que se ha impuesto como límite de su estudio, no lo prolonga hasta el final de siglo. De haberlo hecho, hubiera comprobado probablemente que la retórica patriotera española se mantuvo en la prensa catalana, e incluso se intensificó, en 1895-1898, durante la guerra cubana. Y que se redujo de manera drástica a partir de la derrota de este último año. Lo cual, si se confirma, nos permitiría fechar con precisión el momento en que el españolismo cedió la primacía al nacionalismo catalán entre las elites, al menos, barcelonesas: entre el verano de 1898 y el nacimiento y la victoria electoral de la Lliga Regionalista en los primeros meses de 1901.

El libro de Marfany posee, pues, una tesis clara y un indiscutible interés. Es un primer elogio que debe dirigírsele. Y el segundo es que esa tesis se apoya en una gran cantidad de datos: de primera mano siempre. Véanse, por poner un único ejemplo, sus cuidadosos análisis cuantitativos del vocabulario utilizado en los distintos períodos. O las docenas de citas que avalan casi todo lo que defiende. Lo cual le confiere una gran autoridad a todo lo que dice y a las críticas que dirige a los demás. Pero también alarga la obra, quizá sin necesidad, y dificulta su lectura. Menos datos, o datos relegados a notas, agilizarían el libro. La solvencia del autor es tal que no necesita ser demostrada a cada página.

Otro elogio, ya adelantado, que no dudo en lanzar sobre la posición de Marfany es que no es nacionalista. Así lo declara él mismo explícitamente. Pero, a la vez, reconoce estar en una trinchera, que es la opuesta a la del nacionalismo español. Y no puede evitar caer en algún estereotipo antimadrileño. Hablando de los años 1830-1840, por ejemplo, dice que «Barcelona era, como todas las otras ciudades de la monarquía, con excepción de la corte, relativamente pobre en estatuaria pública». El «con excepción de la corte» sobraba, porque en esa época en Madrid no había nada de estatuaria pública, salvo un par de efigies ecuestres de monarcas regaladas por los florentinos. También me parece revelador, e impropio de la distancia científica, el repetido uso del posesivo «nuestro» cuando se refiere a lo catalán.

Otro elogio, que subrayaría especialmente, es el concerniente a su excepcional sensibilidad histórica. Si hay algo que Marfany teme, y contra lo que nos advierte una y otra vez, es el anacronismo, la proyección retrospectiva, la falta de historicidad. Lo cual me parece una virtud de suprema importancia en un historiador. Echo en falta, sin embargo, especialmente viniendo de alguien que vive y trabaja en Manchester desde hace varias décadas, su escaso o nulo recurso a la historia comparada. Sus repetidas referencias a la Renaixença no incluyen ni una sola mención al Risorgimento italiano, cuyo enorme impacto en Europa originó, sin duda, al término catalán (como el Rexurdimento gallego y otros varios). Tampoco se refiere a la prolífica literatura que las ciencias sociales han producido en el último medio siglo sobre naciones y nacionalismos. Cita, sí, a Anthony Smith en alguna ocasión, pero nunca a Benedict Anderson, Ernest Gellner o tantos otros de los autores que han revolucionado nuestra comprensión de estos temas en el último medio siglo. A Eric Hobsbawm se refiere una sola vez, pero sólo para aplicar su idea de «mentalidad prepolítica», que creo precisamente una de las más débiles de su teoría (y que, no por casualidad, está anclada en la vieja racionalidad marxista: mentalidad política es sólo la que defiende intereses objetivos). En resumen, su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias.

Por último, también quisiera destacar su aguda sensibilidad social. No sólo distingue en todo momento con exquisita nitidez la época de que está hablando y evita proyectar sobre un período situaciones, ideas o datos propios de otros, sino que se esfuerza por preguntarse siempre de qué estrato social proceden esos datos, distinguiendo sobre todo entre elites y clases subalternas. Pero una cosa es sensibilidad social y otra aplicación mecánica de esquemas marxistas, que en general casan difícilmente con los datos empíricos aportados en la obra. Las páginas dedicadas a relacionar el nacionalismo (español, repito, único de la época) con una clase social, específicamente la «burguesía» catalana, me parecen las más débiles del libro. Incluso su retórica suena a anticuada cuando se refiere a la «voluntad de poner el interés por la antigua provincia al servicio de unos nuevos y muy concretos intereses sectoriales económicos, sociales y políticos». Su marxismo lineal se revela también cuando atribuye a la crisis económica europea, sin más, las revoluciones de 1848. O cuando intenta distinguir entre proletariado y pequeña burguesía, algo tan difícil de defender hoy como el tópico –que él presenta como «hecho objetivo»– de que «los obreros no tienen patria». Lo curioso es que estas afirmaciones suelen contradecir las citas que él mismo aporta y que se supone le llevan a ellas. Sólo en alguna ocasión sus conclusiones parciales, más fieles a los datos, le conducen al extremo opuesto de su tesis general y así lo reconoce: la burguesía no reacciona, la burguesía está «ausente».

La presunción básica de este aspecto del libro es que «sembla raonable de pensar que, en el procés que acabo de resumir molt succintament, van anar-se formant, en efecte, una nova clase i una nació i van fer-ho de manera no sols simultània, sinó interrelacionada». No veo por qué ha de ser razonable pensar tal cosa. Ningún teórico importante actual de los nacionalismos liga estos procesos a los intereses o el protagonismo de una clase social. Es significativo también que estas páginas que vinculan su análisis de textos políticos con la estructura socioeconómica se apoyen en Pierre Vilar, Jaume Vicens Vives, Jordi Nadal o Josep Fontana. Recurre a las muletas, obviamente, porque está saliéndose de los terrenos literarios o lingüísticos en los que se maneja por sí solo con tanta firmeza.

Como es lógico al tratarse de la época sobre la que escribe, la inmensa mayoría de los autores a los que cita son clérigos. Pero ello no le impide catalogarlos como «burgueses» (clase que, siendo estrictamente fieles al esquema marxista, es la defensora del capitalismo y, por tanto, enemiga del estamento clerical, perteneciente a los privilegiados del modo de producción «feudal»). Me viene a la cabeza el estudio que Gerhard Brunn realizó hace años sobre las elites nacionalistas catalanas, según el cual los clérigos, abogados, periodistas, intelectuales, profesionales liberales e incluso terratenientes dominaban sobre los industriales, comerciantes y financieros. Pero es que él mismo, en su La cultura del catalanisme, llegó a conclusiones similares. También se me ocurre pensar en el actual independentismo, que no veo al servicio de ninguna clase ni interés económico «muy concreto». Supongo que en ningún caso a los de la «burguesía», a juzgar por la fuga de empresas de Cataluña. Lástima que alguien tan capaz de romper con estereotipos nacionalistas no sea capaz de romper con los marxistas.

Siento arremeter de manera tan tajante contra una tesis que el autor presenta como básica de su libro. Pero es que creo que no lo es, y que la obra no perdería un ápice de interés si prescindiera de ella. Por lo demás, al pronunciarme tan críticamente no hago sino seguir su ejemplo, pues Marfany escribe de forma muy combativa y vapulea sin miramientos a quienes se han pronunciado previamente sobre cualquier aspecto del tema que aborda. Para que el lector se haga una idea, en diversos momentos del libro entabla polémica con Pere Anguera, Víctor Balaguer, Genís Barnosell, Max Cahner, Josep Fontana, Anna M. García Rovira, Josep Miracle, Ollé Romeu, Lluis Maria de Puig, Jaume Ribalta i Haro, Borja de Riquer, Roca Vernet i Arnabat, Ferran Soldevila o Vicens Vives. Hay ocasiones en que se atreve a enfrentarse con toda la historiografía catalana, con «la nostra historiografía, passant per Vicens, fins als nostres diez» y en especial con los «desenterradores dels precedents del catalanisme». No cabe, pues, reseñar este libro sin mencionar su carácter provocador. Algo valiente y digno de ser destacado, sobre todo si se respeta, como suele respetar, las formas académicas, y más aún teniendo razón, como creo que en general la tiene.

Termino ya. La obra de Marfany hace posible pensar por fin en escribir una sólida y casi definitiva historia del catalanismo. Permite fechar, como el autor dice, cuándo se debilitó el nacionalismo español en Cataluña y cuándo ocupó su terreno el catalán; y cuándo ocurrió tal fenómeno entre las elites y cuándo –más tarde, se supone, si aplicamos el esquema de Miroslav Hroch– entre las clases subalternas. Si existiesen libros de tanta calidad como este sobre el País Vasco, Galicia o Andalucía, podríamos incluso aspirar a acometer una buena historia de las identidades colectivas en España.

Me parece inconcebible que esta obra no provoque una profunda reflexión entre los historiadores catalanes. Si tal cosa no ocurre, habrá que reconocer que el pesimismo de Marfany está fundado: el nacionalismo imposibilita el debate; y la historiografía catalana está gravemente afectada por este prisma distorsionador del pasado. Los nacionalistas, catalanes o no, tienen todo el derecho a reivindicar su causa, incluso en los términos más radicales. Pero no lo tienen, ni ellos ni nadie, a falsear el pasado.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy jueves, 1 de febrero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 31 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Sostenella y no enmendalla





En Las Mocedades del Cid, de Guillén de Castro, el poderoso conde Lozano pega una bofetada al anciano padre del Cid, don Diego Laínez. Los amigos del primero le sugieren que pida disculpas, en vez de una pelea a muerte con el Cid. Pero el conde, en una postura tan estúpida como la de los numantinos (que desaparecieron de la faz de la Tierra) recita los siguientes versos:

Esta opinion es honrada:
procure siempre acertarla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal, .
defendella, y no enmendalla.

Ya saben ustedes cuanto duró tras esas palabras el tal conde Lozano.

¿Por qué no cambiamos de opinión aunque nos demuestren que estamos equivocados?, se pregunta en El País el escritor y periodista Javier Salas. Los datos contrastados convencen menos que los mensajes emocionales, y diversos estudios revelan las limitaciones de la razón. 

La primera impresión es la que cuenta, comienza diciendo Salas. Cuando nuestro cerebro recibe por primera vez información sobre un asunto —“ese de ahí es Juan, es un vago”— deja grabada una silueta que provoca que todo lo que sepamos desde entonces en ese ámbito tenga que encajar en ella. Los humanos vivimos en un relato, necesitamos que las piezas encajen, y por eso nos costará tanto asumir en el futuro que Juan es un currante. “Es como una mancha”, explica la psicóloga Dolores Albarracín, “es mucho más fácil ponerla que eliminarla después”. Si esa mancha forma parte de nuestra visión del mundo, nuestra escala de valores será casi imposible limpiarla, porque sería como replantear nuestra identidad. Por eso nos cuesta horrores cambiar de opinión: los hechos deben encajar en la silueta o ni siquiera los tendremos en cuenta.

Cada vez más estudios muestran las limitaciones de la razón humana. En ocasiones se ignoran los hechos porque no se adaptan a lo que pensamos. La verdad no siempre importa. Hace justo un año, se realizó una prueba muy sencillita. ¿En cuál de estas fotos ve usted a más gente? En la foto A, de la toma de posesión de Donald Trump, se veía a mucha menos gente que en la foto B, de la inauguración de Barack Obama, llena hasta la bandera. El 15% de los votantes de Trump dijo que había más gente en la foto A, un error manifiesto. ¿Tienen un problema de visión, alguna carencia cognitiva, para llevarle la contraria a un hecho tan evidente? Es más sencillo: a veces, cuando discutimos sobre hechos, en realidad no estamos discutiendo sobre los hechos. Ese 15% sabe que dar la respuesta B es reconocer que Trump es un mentiroso y, por tanto, admitir que han votado a un mentiroso. Es decir, si se trata de un enamorado del presidente de EE UU, estamos pidiendo que ponga en tela de juicio su propia identidad.

“Lo más probable es que las personas lleguen a las conclusiones a las que quieren llegar”, dejó escrito la psicóloga social Ziva Kunda al desarrollar la teoría del pensamiento motivado. La idea es sencilla: para defender nuestra visión del mundo, nuestro relato, vamos razonando inconscientemente, descartando unos datos y recogiendo otros, en la dirección que nos conviene hasta llegar a la conclusión que nos interesaba inicialmente. Visto así, parece una flaqueza, un fallo de diseño en el raciocinio. Pero tendría una explicación muy plausible: es un escudo protector contra la manipulación, pues es lógico pensar que las cosas tienen que encajar con lo que ya sabemos del mundo. Si de pronto vemos una piedra elevarse hacia el cielo no dudamos de la existencia de la gravedad; pensamos que hay trampa en la piedra.

Pero hay situaciones preocupantes en las que si los ciudadanos no hacen caso de los hechos pueden poner en riesgo bienes mayores. La salud es uno de los ámbitos más peligrosos, como sucede con el pequeño colectivo que se niega a vacunar a sus hijos. ¿Cómo se puede tomar una decisión así, que pone en riesgo la salud de las criaturas propias y las del resto? “Es una opción irracional que puede ser corregida aportando toda la información necesaria”, dicen médicos, divulgadores y autoridades. Datos históricos, detalles sobre enfermedades, estadísticas consistentes…, pero no, eso no funciona. Es más, como han mostrado algunos estudios, esta forma de abordar el problema no solo no convence, sino que puede provocar un efecto bumerán, reforzando todavía más las creencias de los antivacunas. Es un efecto que el investigador Brendan Nyhan ha registrado en distintos escenarios, desde la política a la salud, y en el caso de las vacunas particularmente. Mostrar folletos con información sobre inmunización no doblega a los recelosos y a algunos los convence más todavía.

Divulgadores, fact-checkers (verificadores de datos), periodistas y políticos asumen, en general, que la gente se equivoca porque les faltan datos. Es un enfoque simplista, llamado de déficit de información, que se empeña en obviar los mecanismos conocidos de una psicología humana que, como explica Nyhan, no va a cambiar. Hay que conocer esas fisuras del cerebro humano y aprovecharlas para colarnos y ser verdaderamente persuasivos. Pero llegados a este punto, es importante preguntarse, qué es convencer ¿Lograr que una familia antivacunas reconozca que está equivocada o conseguir que ponga una, dos o todas las vacunas necesarias a sus hijos?

Esta reflexión tenía en mente el pediatra Roi Piñeiro cuando lanzaron en el Hospital General de Villalba, un municipio de la sierra de Madrid, una consulta pionera que usaría enfoques distintos para convencer a los inconvencibles. “Se trata de conocer los motivos y rebatirlos, pero no desde la lógica sino desde los sentimientos. Mucha empatía y dejarlos hablar”, explica Piñeiro; “porque es muy difícil convencer con datos científicos, suelen ser unos expertos, pero escogiendo los que les interesa”. Piñeiro, jefe asociado del servicio de Pediatría, usó intuitivamente trucos que han mostrado su eficacia en distintos experimentos psicológicos. Ponerse de su parte, dedicarles tiempo, dejar que se expliquen, conectar emocionalmente y abordar los mitos solo cuando hay confianza. “Piensas que si te enfadas y los abroncas entenderán que es grave, pero en realidad pierdes a esa familia, no vuelven”, cuenta el pediatra. Al lanzar esta consulta abierta, recibió a 20 familias recelosas en sesiones individuales de media hora; al final, el 90% aceptó poner alguna vacuna a sus hijos y el 45% accedió a ponérselas todas.

Un experimento realizado el año pasado, sobre racismo y política, obtuvo resultados inquietantes. A un grupo de ciudadanos se les contó algunas de las mentiras habituales de Marine Le Pen sobre los inmigrantes. A otro, esto mismo, pero contrastado con los datos reales. Al tercer grupo se les contó únicamente la información veraz, sin las falsedades de Le Pen. Los “hechos alternativos” de la política francesa lograron mejorar sus opciones de voto por igual (un 7%) en el primer grupo y el segundo, mostrando que el desmentido fue inútil. Lo que es más sorprendente: sus opciones también crecieron (4,6%) entre quienes solo leyeron información real sobre inmigración. Por eso a este tipo de políticos populistas les da igual que les desmientan: han colocado el mensaje, que se hable de lo que les interesa, fijando el marco de la conversación pública: la inmigración como problema. Los investigadores consideran que no basta con el trabajo periodístico con los datos, sino que “para ser efectivo, los hechos deben integrarse en una narrativa con argumentación persuasiva” y “presentados por un político carismático”.

Esta es la paradoja de los verificadores (o fact-checkers), esos periodistas que se dedican a comprobar y desmentir las afirmaciones de los políticos: que solo funcionen con quienes no hace falta. Los primeros trabajos de Nyhan indicaban poca utilidad y que a veces eran contraproducentes, pero en un estudio reciente mostró que gracias al fact-checking se podía conseguir que algunos seguidores de Trump admitieran que sus afirmaciones eran falsas. Eso sí, no movían un milímetro su intención de voto hacia el candidato republicano. “Tienden a ignorar la información disidente. Este escenario fomenta la aparición de una caja de resonancia en torno a narrativas y creencias compartidas. En este punto, la verificación de hechos puede ser percibida como otra tesis de los rivales y por tanto ignorada”, explica Walter Quattrociocchi, especialista en cómo se disemina la desinformación.

“Cuando se trata del bulo de un medicamento retirado o algo así, la gente te cree y lo agradece. Pero si les toca la patata, dejan de discernir entre opinión y datos. Si ya han elegido bando es más complicado sacarles del error”, resume Clara Jiménez, del equipo de Maldito Bulo (MB), un proyecto periodístico creado para combatir la desinformación. Jiménez cuenta que esas disonancias fueron notables durante el 1 de octubre en Cataluña: cada desmentido se negaba por el bando puesto en evidencia, cómo no, dudando de la objetividad de MB. Durante la campaña electoral catalana, surgió el bulo de las tarjetas censales que podrían ser usadas, según algunos independentistas, para provocar un pucherazo. Cuando lo desmentía MB, muchos cargaban contra el mensajero. Pero cuando lo desmintió Josep Costa, candidato de JxC, algunos se lo discutían, pero muchos de sus seguidores optaron por fiarse de él. “Si es tu propio círculo el que te desmiente es mucho más fácil”, explica Jiménez, que forma parte del equipo que asesora contra la desinformación a la Comisión Europea. Además, los portales de verificación de datos tienen otro problema añadido: muy pocos de sus lectores (un 13%) son consumidores de fake news, según otro estudio reciente: no estarían llegando al público que los necesita.

La gente de MB ha puesto en práctica un sistema que encaja muy bien con las recomendaciones de psicólogos expertos: el bulo es como una mancha difícil de quitar, y conviene usar mensajes sencillos y directos, información gráfica o visual, y no repetir la falsedad sino centrarse en la explicación. El mejor quitamanchas es el porqué: cuando a los miembros de un jurado se les dice “no tengan en cuenta esta prueba”, no sirve de nada. Pero serán capaces de borrar esa información si les explican que hubo una motivación sospechosa al intentar incluir la prueba viciada.

El cambio climático es otro experimento natural oportuno para analizar el fenómeno. Los especialistas han probado de todo para convencer a los escépticos y no hay una varita mágica. Pero el papa Francisco nos da una clave: tras escribir una encíclica ecologista, en EE UU creció 10 puntos el porcentaje de convencidos de que el calentamiento será dañino y 13 puntos el bloque de católicos que creen que el cambio climático es real. Líder carismático y que habla desde dentro del círculo identitario. En este ámbito, hablar de catástrofes y amenazas puede ser contraproducente. Sin embargo, funcionan contenidos emocionales que hablan a la gente de cómo encaja el problema en su vida (la salud), o mensajes que indiquen que combatir el calentamiento traerá avances científicos y económicos, y que mejorará la cohesión y los valores de la comunidad.

Muchas de estas estratagemas están destinadas a escuchar al sujeto para aprovechar sus debilidades: a un empresario negacionista del cambio climático no le convencerás hablándole de la crecida de los mares, sino de oportunidades de negocios verdes. Por eso, un equipo de la Universidad de Queensland (Australia) ha acuñado el concepto de persuasión jiu jitsu, en referencia a ese arte marcial que usa contra el rival su propia fuerza. Por ejemplo, dejar que explique cómo funcionaría exactamente paso a paso su idea, para que vea sus flaquezas saliendo de su propia boca.

“Cuando se trata de temas científicos, la gente habla usando evidencias, cuando sus actitudes están motivadas por otra cosa. El divulgador tiene que resistir la tentación natural de debatir las ideas articuladas por el sujeto y en su lugar centrarse en su motivación oculta en la sombra”, explican. “Identifique la motivación subyacente, y luego adapte el mensaje para que se alinee con esa motivación”, sugieren. Por ejemplo, decirle a un votante de Trump que salvar el planeta es la única forma de mantener el estilo de vida americano.





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[PENSAMIENTO] El consuelo de la conciencia





Auschwitz sucedió. A esta cruda verdad ha de enfrentarse el hombre civilizado y, en especial, el europeo, aquejado del trauma reprimido de que sujetos humanos, ciudadanos europeos de Estados avanzados cometieron, participaron, se beneficiaron o permitieron un exterminio sistemático e industrializado de población civil sin precedentes, comenta en El Mundo el profesor de Filosofía José Sánchez Tortosa. 

Auschwitz no es sólo un hecho del pasado, comienza diciendo. Es una amenaza, una pulsión contenida. Las erupciones geopolíticas e ideológicas que prendieron su fuego acechan en muchos rincones de Occidente. Las cicatrices que rasgan la Historia de Europa parecen a punto de reabrirse. Hay, por tanto, una segunda verdad, acaso más dura: Europa no está vacunada contra Auschwitz. La pulsión del exterminio suele acabar encontrando nuevas coartadas. Auschwitz pone a Europa frente al espejo. El fracaso de Europa se mide, por ejemplo, con el éxito propagandístico de la voz nacionalismo, invocada explícitamente en las siglas NSDAP, que no ha sido desprestigiada por el peso de la racionalidad y de la Historia, confinada a los márgenes de la vergüenza política y motivo de rechazo generalizado como el racismo, el machismo, el canibalismo o la creencia en la planicie terrestre.

Pero es inevitable ceder a la tentación de buscar consuelo en el repudio del mal. Sirve para resguardarse moralmente y sosegar la conciencia. No se necesita tiempo ni esfuerzo, basta dejarse caer por el tobogán de la pereza intelectual, la emoción inmediata, la indignación estéril y la superioridad moral. En las ineludibles ceremonias institucionales, en la parafernalia escenográfica de los Días internacionales, se corre el riesgo de que la conmemoración litúrgica desplace la investigación. La consoladora imagen del dolor pervierte el dolor y obtura la comprensión. La memoria se impone a la historia. El sentimiento al análisis. La confortable valoración moral levanta una barrera impermeable entre los asesinos y los buenos ciudadanos y obstruye una aproximación racional a los hechos, a la investigación despiadada, esa que nos muestra no una elite de sádicos, no una anomalía, sino una sociedad desarrollada, culta y refinada respaldando o tolerando la política de un conjunto de Estados que ponen en marcha, siguiendo una lógica áspera, la aniquilación de millones de europeos previamente excluidos de la categoría de ciudadanos y extirpados del ámbito de lo humano y aun de lo natural, reducidos a la condición de virus incompatibles con el progreso de Europa. Sentirse de los buenos, respaldados por la teatralización de la condena redundante y superflua, sólo garantiza que no se vuelva a repetir la indumentaria de los verdugos o su jerga ideológica, pero no el asesinato. La exigencia moral de corte kantiano Que no se vuelva a repetir Auschwitz, reclamada por Adorno, quizá impida que la esvástica sea el símbolo de política hegemónica alguna pero no la utilización mediática de otros símbolos bajo los cuales políticas reales de eliminación puedan ser justificadas retóricamente por los mismos que muestran un dolor ceremonial por las víctimas del pasado. 

La racionalidad científica y filosófica, base del frágil atisbo de civilización que permite respirar por encima de la barbarie y del salvajismo, constitutivos de lo humano, exige otra cosa: estudio y, a través de él, enfrentarse a la desnuda realidad histórica. La conciencia tranquila descansa en el dogma, el prejuicio, en el sueño infantil de la ignorancia. La crítica filosófica es tensión constante, es la inquietud, la batalla contra la hipnosis de las palabras amables que dan satisfacción al onanismo ideológico o moral del yo. Mientras que el memorial y el monumento ofrecen al espectador la ventaja de situarse a este lado del mal y saberse a resguardo, la investigación y los documentos arrojan al rostro del que observa los detalles y los datos que impugnan constantemente la calma biempensante y obligan a revisar lo que se creía y a saber lo íntimo que es el crimen, lo frágil de las defensas contra el fanatismo. La fuerza didáctica de la exposición sobre Auschwitz reside en presentar los hechos a través de datos, documentos y testimonios, en abrir una brecha en el gratificante consuelo de la conciencia, en despertar a las almas bellas del sueño amnésico en que reposan. No bastan las grandes palabras, la solemnidad impostada de una repulsa retórica y vacía, mero exorcismo moral. Es necesario el examen minucioso de la cadena causal en sus múltiples aspectos, de la secuencia cronológica detallada y rigurosa, el escrúpulo máximo en las cifras, el recorrido textual por el ecosistema intelectual e ideológico del antijudaísmo, que fue caldo de cultivo de la aniquilación. 

Es imprescindible, incluso, dedicar la mayor atención a los pormenores técnicos del asesinato masivo a cuyo servicio se pusieron la tecnología y la ciencia, a cómo el proceso se fue depurando gracias al método de ensayo y error, a cómo los procedimientos operativos y administrativos ponían cada vez más una distancia aséptica entre los verdugos y las víctimas, a cómo Auschwitz culmina un refinamiento tecnológico y científico en las labores de producción de muerte, cuyos precedentes más rudimentarios proporcionan, en fases sucesivas, los resultados propicios para su perfeccionamiento técnico: de los fusilamientos masivos de los Einsatzgruppen a los camiones de gaseado de Chemno, de los atomizados centros de exterminio de la Operación Reinhard al complejo articulado de campos de Auschwitz-Birkenau, con funciones diferenciadas y mayor seguridad interna por la distribución en sectores separados. Sin la paciencia de ese examen no es posible detectar la confluencia entre nacionalismo, cientifismo y economía y, en consecuencia, entender algo del Holocausto. Para condenarlo es suficiente un momento, una imagen, un relato. Entender su lógica precisa un trabajo lento, ingrato, cruel, descorazonador y necesario. La obstinada persistencia en repetir los errores históricos se revela entonces con una coherencia implacable. El ejemplo de los Balcanes confirma esa amenaza recurrente y cíclica. Acaso sólo unas determinadas condiciones materiales, institucionales e históricas nos han situado a salvo a este lado de la Historia, pero más cerca de la posibilidad del horror de lo que resulta admisible en la comodidad de las sociedades opulentas. El mayor respeto que se le debe a las víctimas y la mayor batalla que hoy cabe contra el nazismo empieza con la fidelidad inflexible a la verdad histórica y, por extensión, al rigor en el lenguaje. Banalizar el Holocausto usándolo para etiquetar cualquier cosa sin el menor escrúpulo terminológico y conceptual es escupir a la memoria de los asesinados por la deriva nacionalsocialista y eliminar los diques de contención de sus brotes. 

Ser intolerante con su trivialización es un imperativo racional básico. Forma parte esencial de ese escrúpulo elemental la lección que ofrece la Historia: que las sociedades actuales no son inmunes a los errores y crímenes del pasado, que sólo el estudio paciente, riguroso, modesto, implacable y la investigación histórica y científica, que se resiste a caer en la memoria subjetiva, emotiva, interesada o inventada, levantan una precaria defensa contra las pulsiones homicidas de eso que aún concedemos llamar humano. El conocimiento no garantiza que pueda evitarse el exterminio. El nazismo muestra cómo una sociedad culta puede embellecer con ciencia y cultura su pulsión asesina. Pero la falta de conocimiento y de reflexión crítica lo garantiza de modo seguro. El estudio pone distancia con uno mismo y sus creencias, necesita tiempo y, por eso, frena la urgencia de odiar. En esa distancia delicada se juega la posibilidad de no volver a erigir Auschwitz.Decía Malraux, en noviembre de 1946, que "el problema que se nos plantea a nosotros hoy es el de saber, sobre esta vieja tierra de Europa, si el hombre ha muerto o no". Acaso la humanidad no haya existido nunca más que como la ilusoria ensoñación de una armonía imposible, máscara pomposa de guerras, destrucción y odio.



Dibujo de Sequeiros para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[HUMOR EN CÁPSULAS] Para hoy miércoles, 31 de enero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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martes, 30 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La dimensión de la libertad





La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad. En cambio, ahora estamos asentados en un polvorín: hay desconfianza en el sistema democrático y todo gira en torno a la seguridad y la reducción de riesgos, comenta en El País el escritor Jordi Soler.

Hace poco más de cien años, los habitantes de las grandes ciudades comenzaron a buscar fórmulas para contrarrestar el hacinamiento y la polución que volvía irrespirable la atmósfera urbana, comienza diciendo Soler. Buscaron, al parecer sin mucho ahínco, a juzgar por la falta de espacio y la calidad del aire que tienen hoy nuestras ciudades.

Bolton Hall fue un célebre activista que a finales del siglo XIX inició un movimiento para incitar a la gente, que estaba harta de vivir en Nueva York, a que se mudara al campo. Los pormenores de este proyecto los escribió en uno de sus libros, Three Acres and Liberty (1907), que se puede consultar online de forma gratuita. Ahí expone las ventajas de instalarse en el campo, en una casa rodeada de tres acres de terreno (1,2 hectáreas), un espacio suficiente para montar una granja, un huerto, un plantío, algo que produjera ganancias.

La aventura de independizarse en el campo que Hall proponía en su libro no era solo para liberar al ciudadano de la polución y del hacinamiento; el objetivo principal era independizarlo del sistema económico que estaba articulado, como sigue hasta la fecha, por unos cuantos dueños y una angustiosa multitud de empleados que habían vendido su tiempo, y a la larga su vida, a la empresa de un particular. La idea de Hall no era en ese tiempo ninguna novedad, pero el título de su libro, Tres acres y libertad, nos hace ver la dimensión que tenía entonces esta palabra. Hall invitaba a sus lectores a embarcarse en una aventura incierta, llena de riesgos, que iba a ser implementada por gente de la ciudad que, seguramente, no sabía ni ordeñar una cabra ni dar un golpe a la tierra con el azadón; esa vida azarosa, sin ninguna clase de seguridad, ofrecía Hall a sus valientes seguidores, a cambio de una sola recompensa: la libertad.

La sociedad ha cambiado mucho en los últimos años, la libertad, esa palabra que en el siglo XX gozaba de un sólido prestigio, comienza a perder lustre en este convulso siglo XXI, como sugieren los números que expongo a continuación.

Según datos del Pew Research Center, el 40% de los jóvenes en Estados Unidos cree que el Gobierno debería regular la libertad de expresión cuando lo que se dice es ofensivo, piensa incluso que la autoridad debería intervenir antes de que el discurso ofensivo ocurra. En la segunda mitad del siglo pasado solo el 20% creía que el Gobierno debía regular la libertad de expresión, y unos años antes, en la década de los años cuarenta, la cifra se reduce al 12%.

Este creciente rechazo a la opinión que no es del gusto de la mayoría, se redondea con otros números muy significativos. De acuerdo con un estudio del World Values Survey, antes de la II Guerra Mundial, el 72% de los estadounidenses pensaba que la democracia era un sistema imprescindible para gobernar un país; hoy solo piensa eso el 30%, y además hay un 24% que piensa que la democracia es, directamente, una mala idea.

Los datos vienen de Estados Unidos pero la realidad no es muy distinta en los países europeos, donde el desprestigio de los Gobiernos democráticos ha crecido en los últimos años, igual que la intolerancia al discurso que se sale del cauce de la corrección política.

A un número creciente de ciudadanos del mundo industrializado del siglo XXI les tiene sin cuidado quién los gobierne; mientras les conserven su burbuja de bienestar y seguridad, no importa que el Estado, para protegerlos, tenga que espiar sus conversaciones privadas, ni que les reduzca su margen de libertad.

Antes que la libertad de expresión prefieren la libertad acotada, para no exponerse a opiniones políticamente incorrectas o que difieran de las suyas. Todo gira en torno a la seguridad, a la reducción de riesgos que es la gran obsesión de este siglo, y ese número creciente de ciudadanos ya ha puesto la seguridad por delante de la libertad.

En su ensayo The Complacent Class (St. Martin’s Press, 2017), Tyler Cowen apunta una serie de elementos que perfila con más detalle esta tendencia. La segunda mitad del siglo XX fue un periodo casi feliz para la humanidad: no hubo guerras mundiales, ni demasiadas epidemias, ni grandes descalabros económicos, y en cambio el siglo XXI está afincado sobre un polvorín, a la desconfianza de la gente en el sistema democrático, hay que sumar el esplendor de los fundamentalismos religiosos y de los nacionalismos étnicos; todo esto invita a mirar el futuro con desconfianza, y quién desconfía lo primero que hace es replegarse.

La sociedad estadounidense, que fue forjada por miles de aventureros, desde los peregrinos del Mayflower hasta los incitados por Bolton Hall, ha perdido el gusto por la aventura. En los últimos 50 años se ha reducido a la mitad el número de personas que salían de su Estado natal para ir a buscar una oportunidad en otro, y en los últimos 40 el número de ciudadanos menores de 30 años que son dueños de un negocio se ha reducido en un 65%, lo cual ya indica que los millennials serán la generación empresarial menos productiva de la historia de aquel país.

Otros datos redondean el panorama abúlico que empiezan a ofrecer estos primeros años del siglo XXI: los empleados cambian menos de trabajo que sus padres y tienen mucho menos energía para proyectar e innovar, según los números de la oficina de patentes, que vienen decayendo desde 1999. Y un dato más, que es la viva metáfora de la abulia, del repliegue o, para decirlo con todas sus letras, del miedo que hoy nos define: el número de gente que aplica para conseguir el carné de conducir decae continuamente desde la década de los años ochenta. A este paso, On the Road, la gran novela americana donde Jack Kerouac cuenta un largo viaje en automóvil por Estados Unidos y México, va camino de convertirse en una historia absurda.

Parece que los índices de bienestar con los que se vive en el mundo industrializado han convertido al ciudadano en una criatura temerosa y poco dada a la aventura, que se siente a sus anchas en el reino del pensamiento único lo cual, necesariamente, reduce el espectro de la palabra libertad.

La libertad en los tiempos de Bolton Hall implicaba dejarlo todo y mudarse a vivir al campo en una parcela de tres acres. Establezcamos la escala: la medida de la libertad ha pasado, en poco más de cien años, de tres acres a los 50 centímetros cuadrados que mide la mesa en la que tenemos instalado el ordenador.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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