Mi hija Ruth decía hace unos días en su blog, pienso que con acierto, que no son las ideas sino las personas las que merecen respeto. Las ideas se pueden y se deben combatir, pero siempre con palabras, no con insultos, tiros, bombas y muerte. Como los creyentes sobre la virginidad de María de Nazareth, la madre de Jesús, confieso que no he sido, soy, ni seré comunista. Hace unos meses una buena amiga asturiana rompió todas sus relaciones conmigo porque me atreví a decirle que no creía en el comunismo; que su experiencia histórica como sistema había sido un desastre sin paliativos que había causado mucho sufrimiento, dolor y muerte; tanto o más que la otra experiencia totalitaria con la que protagonizó la primera mitad del siglo XX: el nazismo. Me dolió esa ruptura porque mi idea de la amistad estaba y está por encima de ideologías políticas. Y porque, sinceramente, tengo un enorme respeto por las personas concretas que fueron perseguidas y murieron por defender una idea que consideraban acertada y redentora, aunque para mí fuera, y sea, errónea.
Todo lo anterior viene a cuento por la reciente lectura de un
artículo de la periodista y corresponsal de El País en Londres, Tereixa Constenla, sobre una nueva biografía del que fuera todopoderoso secretario general del Partido Comunista de España,
Santiago Carrillo, escrita por el historiador e hispanista británico
Paul Preston. Biografía y artículo que han tenido una inmediata
respuesta, también en El País, por parte del historiador español
Antonio Elorza; por cierto, una de las "víctimas" políticas de Santiago Carrillo.
Tengo que reconocer una vez más que, aun sin compartir lo más mínimo su ideología política, siento un enorme respeto por la persona de Santiago Carrillo. Sobre todo, por el papel que jugó, abolutamente determinante, en la ahora tan denostada -creo que injustamente- transición española a la democracia. Como podrán observar, frente al uso políticamente correcto del término, he escrito "transición" con minúscula, reconociendo con ello que tuvo fallos y carencias que ahora estamos pagando, quizá con exceso, pero que fue -a mi juicio- un acierto indudable en su momento. Un momento histórico plagado por fortuna de hombres políticos que supieron poner por delante de sus propios intereses partidistas los del común de los españoles. Entre ellos, y con un protagonismo esencial y especial, Santiago Carrrillo. De ahí, que su figura personal y política haya merecido un tratamiento especialmente generoso por parte de este blog en las varias
entradas a él dedicadas y a cuya lectura les remito.
En todo caso, su enorme talla política, que creo no admite discusión, quedó manifiesta para la Historia, ahora sí con mayúsculas, aquel 23 de febrero de 1981 en que, junto al presidente del gobierno, Adolfo Suárez, y su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, permanecieron impertérritos en sus escaños del Congreso ante los disparos de los militares golpistas mientras el resto de Sus Señorías se tiraban de cabeza al suelo. Ellos, y solo ellos, salvaron para la Historia de España el honor del Congreso y de los españoles. Y aunque solo fuera por ese gesto, los tres se merecen mi eterno respeto y admiración.
Posdata: Con fecha 29 de mayo de 2013, el catedrático de Historia de la Universidad de Carolina del Norte, Michael Seidman, publica en el blog "Vitrinas", editado por Revista de Libros, una más que interesante crónica, titulada
"El zorro rojo", sobre el libro de Preston que estamos comentando en la que también pone en cuestión algunos de los presupuestos del historiador británico a la hora de biografiar a Carrillo.
Y sean felices, por favor; o al menos inténtenlo. A pesar del gobierno y del mundo. Y como decía Sócrates,
"Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt
Adolfo Suárez y Santiago Carrillo
http:/harendt.blogspot.com
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