Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid, planteaba de nuevo hace unos días en un interesante artículo en El País el tema de la reforma de la Constitución. Para proceder a la revisión del texto, dice en él, es necesaria una negociación específica con los partidos catalanes independentistas pero más complejo todavía resulta el momento que se elija y el grado de consenso parlamentario que se alcance.
Cuando la vicepresidenta del Gobierno, continúa diciendo, compareció en la Comisión Constitucional del Congreso el pasado 1 de diciembre, la reforma de la Constitución dejó de ser un tabú en el PP. Debemos celebrarlo lamentando que la cuestión no se desbloqueara en la legislatura 2011-2015, cuando pudo hacerse una reforma constitucional serena y con suficiente fuerza parlamentaria. No obstante, el desbloqueo, la reforma constitucional sigue suscitando dudas, especialmente sobre cómo y cuándo debe realizarse.
Antes de hablar del cómo y del cuándo debemos referirnos al para qué, añade. La reforma constitucional se sitúa actualmente en un punto intermedio entre quienes creen que no se debe cambiar nada y quienes quieren abrir un nuevo proceso constituyente como el de 1977-1978. A los primeros se les debe recordar que la Constitución es ante todo una norma jurídica y de la misma manera que es necesario reformar cada cierto tiempo el Código Civil o la Ley Hipotecaria para asegurar la eficacia de estas grandes leyes, la Constitución necesita siempre reformas que aseguren su perdurabilidad como expresión del pacto político del que trae causa. Y a quienes quieren abrir un nuevo proceso constituyente conviene recordarles que el “régimen de 1978” es el período que más democracia y más bienestar ha dado a los españoles en toda su historia constitucional, régimen que posibilita que concurran a las elecciones quienes lo quieren transformar, destruir o banalizar.
Esta posición intermedia, comenta, entre quienes no quieren cambiar nada y quienes quieren cambiar todo, ayuda a entender cuál debe ser el alcance de la reforma. La Constitución tiene Títulos muy bien elaborados como el II (Corona), el IV (Gobierno), el V (relaciones Gobierno-Cortes) y el IX (Tribunal Constitucional), por lo que los cambios, a veces simples retoques, aunque necesarios, no deberían ser numerosos. Otras materias, como los derechos fundamentales, el gobierno del Poder Judicial y la organización territorial, pueden necesitar más cambios. Pero no pensemos que una reforma constitucional comporta abrir en canal la Constitución porque no es necesario y probablemente se perdería parte de su excelente y progresista contenido.
Se abre, pues, el tiempo de la reforma constitucional pero deberíamos aprender de las experiencias pasadas. La reforma que impulsó el Gobierno de Rodríguez Zapatero a partir de 2004 era una reforma sensata y políticamente inocua, asumible por la derecha y por la izquierda. Pero fracasó porque se politizó ab initio y se incluyó en el programa electoral del PSOE y en el programa de gobierno del candidato Rodríguez Zapatero, lo que situó al PP en la cómoda posición de negarle su respaldo y hacerla fracasar. Y también fracasó porque el propio Gobierno renunció a elaborarla y delegó en el Consejo de Estado, que al cabo de casi un año publicó un excelente informe —con trabajos académicos complementarios— pero ofreció demasiado tarde el texto articulado que se necesitaba. De aquel fracaso debería aprenderse, renunciando a crear comisiones de trabajo con llamamiento de expertos, como ya se ha propuesto con cierta ingenuidad, porque el trabajo en comisiones parlamentarias con apoyo de expertos suele conducir al fracaso político por exceso de debate y de lucimiento, cuando no de confrontación. Por el contrario, si se quiere realmente la reforma constitucional, el Gobierno debería nombrar a un secretario de Estado o a un ministro sin cartera sin otra función que la de prepararla discretamente, dialogando con los partidos favorables a la reforma, cerrando temas conflictivos y elaborando un proyecto asumible por unos y otros. De forma discreta, repito, sin publicidad, sin anuncios en las redes sociales y sin dar pie a que cada partido venda sus propuestas como si se tratara de los diez mandamientos. Comprendo que este procedimiento no interese a quienes no hacen otra política que la del espectáculo vano, pero la Constitución es una norma jurídica que se debe reformar con prudencia y sin pretender obtener réditos políticos inmediatos.
Hablar del cómo, continúa más adelante, nos conduce a pensar que se hace precisa la negociación específica con los partidos catalanes independentistas. Porque el objetivo de la reforma ha de ser también cerrar el tema autonómico. No es cierto, como suelen decir algunos políticos catalanes, que el modelo autonómico esté agotado pues muestra su pujanza en muchas comunidades autónomas pero la presión rupturista de algunos partidos catalanes obliga a examinar si es posible una reforma que corte las reivindicaciones independentistas. Por ello la cuestión catalana requiere un tipo de negociación diferente del que se ha de tener con los partidos nacionales y el Gobierno debería hacer un esfuerzo de negociación tan intenso como discreto.
Más complejo se presenta el cuándo de la reforma, comenta. Una posibilidad cómoda hubiera sido acometer la reforma en dos fases, esto es, efectuar relativamente deprisa una reforma parcial conforme al artículo 167 de la Constitución y dejar “congeladas”, para el final de la legislatura, las reformas que pudieran afectar a los derechos fundamentales y a la Corona —la no discriminación en la sucesión y poco más— que exigen disolución de las Cámaras, elecciones y referéndum, conforme al artículo 168 de la Constitución. Pero esa posibilidad ya no es posible porque Podemos ha anunciado que en el supuesto de una reforma parcial exigirá en todo caso referéndum, y puede hacerlo porque dispone de más de treinta y cinco diputados que lo pueden solicitar. Esta intención de Podemos trastoca todas las previsiones pues, dada la inanidad del programa de reforma constitucional de este partido, lo único que seguramente pretende es hacer barullo mediático sin ningún contenido político serio. El tema es demasiado complejo como para entrar en una batalla política adicional por lo que parece prudente concentrar todo en una sola reforma conforme al procedimiento agravado que desemboque, al final de la legislatura, en la disolución de las Cámaras y en el ulterior referéndum.
Por último, concluye el profesor García Fernández, el tema del tiempo de la reforma nos lleva directamente a otra cuestión. Se ha repetido, y es cierto, que una revisión constitucional exige alto grado de consenso. Pero consenso no significa unanimidad. Cuando se reforma una Constitución sin un cambio de régimen, es muy difícil lograr el mismo asenso que cuando se aprueba una Constitución tras una larga dictadura. Quiere ello decir que la reforma constitucional precisa un acuerdo muy amplio pero no habría que preocuparse si algún partido, como Podemos o las nuevas formaciones que están sobre la divisoria unidad/secesión, no apoyaran la reforma pues lo contrario sería condicionar la reforma acordada por los partidos mayoritarios a una minoría populista que busca más el espectáculo que la acción política. Más claro, el agua, añado yo sumándome a su propuesta.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 3396
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)