Los ciudadanos enarbolamos la indignación cuando encontramos finalmente a una autoridad que nos pregunta, escribe en El País [El Estado es su jefe abrazando a las víctimas, 03/11/2024] el periodista Xavier Vidal-Folch.
El jefe del Estado llama a los que le abuchean; y vienen. Escucha a los chavales indignados, que protestan porque “se sabía” lo que venía “y no ha hecho nadie nada por evitarlo”, los avisos no les llegaron; y les llama y debate con ellos. Con alerta serena, como dispensado todo el tiempo, sin límite. Ahora les da la paz en gesto insólito, apretándoles los hombros, un abrazo distinto, sobrio, pero intenso. No escapa de ellos, les busca, aplana a los escoltas, aunque la situación sea de riesgo, no solo para la imagen de las instituciones: especialmente de la que él encarna.
¿Riesgo? Incluso para su integridad física, porque entre los que claman justicia y afecto —incluso por medio de gritos terribles, como el de “asesinos”— algunos pasan a mayores, lanzando palos a la comitiva.
¿Peligro? Como al cabo indica el resultado de ese largo contacto, de ese agitado convoy por las calles enlodadas, no era un riesgo imposible, que fuese causado por una mayoría peligrosa; sino el clamor de gentes devastadas y abandonadas, pues se avienen a escuchar a quién sí ejerce responsabilidad, aunque no sea el responsable. Felipe se gana en minutos no solo el sueldo, sino el reinado: ha sabido distinguir espontáneamente el riesgo encauzable de un peligro irreversible, y al afrontarlo de cara, sin escudos, ha ofrecido equilibrio. Ha ganado quizá más, el derecho a ser nombrado simple, amicalmente, por su nombre de pila y sin número de orden, como un predecesor al que, en sus momentos álgidos todos llamaban Juan Carlos. O simplemente, el Rey. Y otro tanto Letizia, minutos más tarde.
El tenso episodio de esta mañana valenciana triste, cuando empezaba a apuntar una mejora en las calles, los suministros básicos, casi la luz al final de un túnel de desgracias, tiene que haber sido útil. Para dar voz e imagen a una desesperación colectiva que se cuenta por centenares de pérdidas en vidas humanas. Expresarse libera, reconforta, desahoga. Para demostrar otra vez lo que tantas veces ocurre: los ciudadanos enarbolamos la indignación justo cuando empezamos a atisbar que las razonadas causas de la misma empiezan a enderezarse, y precisamente cuando se nos tercia encontrar finalmente a una autoridad que con su presencia nos pregunta. Como recuerdo a todos los gobernantes de que en situaciones de emergencia tan o más importante que el qué es el cómo, por ejemplo, la velocidad en afrontar los reveses.
Muchos nos comprometimos con nosotros mismos a no elevar críticas prematuras —salvo la insistencia en reclamar urgencia en las respuestas— hasta que todos los que perdieron sus vidas encontraran descanso digno. Por respeto al sufrimiento. Pero esta protesta habla por todos, y para todos. Para quienes no avisaron a tiempo del desastre cuando ya estaban advertidos del mismo. Para quienes no imprimieron suficiente velocidad a los remedios. Para quienes organizaron con tanta imprevisión esta visita, confundiendo la excelente calidad humana del pueblo valenciano, en la resistencia, en el esfuerzo y en la solidaridad, con una suerte de resignación sumisa y apática. La rebelión es signo de vida. Y encauzarla con entereza, la tarea primordial de la democracia.
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