Las democracias tienen algunos puntos débiles: en cualquier momento puede salir un líder más o menos carismático con un discurso más o menos apocalíptico que consiga ganar las elecciones con un programa que proponga, más o menos, la eliminación de la democracia, escribe en El País [Las paradojas de la democracia, 23/10/2024] su comentarista de Política Internacional Jaime Rubio Hancock, y podríamos votar el fin del voto...
El sábado publiqué en Ideas un repaso (breve) del pensamiento político de Karl Popper, hoy más recordado por sus contribuciones a la filosofía de la ciencia. El texto se centra, sobre todo, en La sociedad abierta y sus enemigos, el libro en el que critica las grandes utopías y defiende un gradualismo democrático y abierto al debate.
Algo en lo que no pude extenderme, pero que me parece muy interesante, son las tres paradojas de la democracia en las que se detiene Popper. Estas paradojas nacen de debilidades aparentes de las sociedades abiertas y están presentes en el ejemplo (más o menos) ficticio del arranque de esta carta.
1. La paradoja de la democracia. Una mayoría de los ciudadanos podría votar a favor de que nos gobierne un tirano. Popper saca esta paradoja de La República de Platón, donde el griego advierte de que la tiranía podría llegar al poder “por medio de la democracia”, al “convertir a un hombre en su campeón o conductor partidario” y “exaltar su posición, atribuyéndole una supuesta grandeza”.
2. La paradoja de la libertad. Popper también avisa de que “la libertad, en el sentido de ausencia de todo control restrictivo, debe conducir a una severísima coerción, ya que deja a los poderosos en libertad para esclavizar a los débiles”. Por citar un ejemplo de su libro, sin regulación laboral, los empresarios podrían aprovecharse de los trabajadores en situaciones desesperadas, que se verían en situación de “aceptar cualquier cosa para no morirse de hambre”. Sobre el papel, lo harían en libertad.
3. La paradoja de la tolerancia. Esta es la más conocida, sobre todo desde hace unos años, cuando viralizaron vídeos de ciudadanos dando tortas a nazis e incluso se publicó algún libro (buenísimo) sobre dilemas éticos en cuyo título se hacía referencia a puñetazos y fascistas. Según la paradoja, los intolerantes pueden aprovechar la libertad y la democracia para difundir sus mensajes antidemocráticos, lo que podría llevar a “la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”.
A pesar de lo que se dice a menudo, Popper no cree que debamos impedir la expresión de ideas intolerantes (o pegar a nazis por la calle, salvo en defensa propia): “Mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, sin duda, poco prudente. Pero debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien puede suceder que no estén destinadas a encontrarnos en el escenario de los argumentos racionales”. Mientras los antidemócratas no rehúyan el debate y recurran “al uso de sus puños y pistolas”, nosotros no debemos reclamar “en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. No hay que pegar a los nazis: basta con no votarles.
En esta idea han incidido pensadores posteriores como Martha C. Nussbaum y John Rawls. Rawls añadía algo muy interesante en Una teoría de la justicia: la actitud abierta por nuestra parte no es por hacerles un favor a los intolerantes. Los intolerantes no tienen derecho a quejarse si se vulneran sus libertades. Lo hacemos por nosotros, no por ellos, ya que tenemos el deber de preservar las condiciones que aseguran que la sociedad siga siendo libre y justa.
Para Popper, estas paradojas no son curiosidades intelectuales, sino problemas que pueden poner en peligro la democracia. El ejemplo más claro (y típico) es el de Adolf Hitler: el partido nazi fue el más votado en 1932 y 1933, aunque sin alcanzar la mayoría absoluta, y Hitler fue nombrado canciller. Y hay casos muy recientes: Vladímir Putin, Nicolás Maduro y Recep Tayyip Erdogan ganaron elecciones y luego procedieron a limar (o a seguir limando) las garantías democráticas, con el objetivo de perpetuarse en el poder. Como dijo el propio Erdogan, “la democracia es un tranvía: cuando llegas a tu parada, te bajas”.
No existe ningún medio infalible para evitar estas paradojas, escribe Popper, pero sí algunas salvaguardas que nos ayudan a enfrentarnos a ellas. Como, sobre todo, los mecanismos que nos permiten elegir al Gobierno y también desalojarlo cuando lo decidamos, además de preservar instituciones libres e independientes que ayuden a garantizar la libertad y la democracia, como la justicia, el parlamento o la prensa.
Esta es la diferencia (como ya comentamos hace unas semanas) entre la Venezuela de Maduro y los Estados Unidos de Donald Trump. Tras las elecciones de 2020, el estadounidense intentó quedarse en la Casa Blanca a pesar de haber perdido las elecciones, pero se encontró con instituciones independientes que le plantaron cara: el Congreso, el Senado, la prensa y su vicepresidente, además, por supuesto, de una gran parte de la ciudadanía. Maduro lo tiene, de momento, más fácil para quedarse en el poder a pesar de que todo indica que perdió las elecciones. Tras años de autocracia ha arrasado con la oposición interna y con la independencia de esas instituciones que deberían actuar de contrapeso a su poder. El objetivo de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos no es averiguar cómo lograr el mejor Gobierno, sino cómo evitar totalitarismos y dictaduras: una mala política en democracia es preferible “al sojuzgamiento por una tiranía, por sabia o benévola que ésta sea”. El motivo está claro: al Gobierno malo siempre lo podemos echar, pero con la tiranía la cosa se complica. Es más, que podamos votar y cambiar un Gobierno es uno de los motivos que explican que las democracias sean más prósperas: podemos probar, corregir y mejorar. En cambio, autocracias como las de Putin o Maduro solo pueden ir a peor porque sus errores no tienen consecuencias.
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