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miércoles, 3 de enero de 2018

[A vuelapluma] Tópicos tramposos





Los arraigados juicios de valor en política florecieron durante la etapa de ETA y se concentran ahora en la cuestión catalana. Ahí se ha mentido tanto que llevará tiempo desmontar el tinglado y reconstruir una conciencia pública decente, escribía hace unos días en El País el profesor Aurelio Arteta, catedrático jubilado de Filosofía Moral y Política.

Desde que entramos en sociedad todos queremos ser de “los nuestros”. Para ello no hace falta ningún juramento expreso de fidelidad al grupo ni ceremonia especial de ingreso, sino ante todo compartir sus tópicos o lugares comunes. Los tópicos son esos juicios de valor muy arraigados en una comunidad, que nos brotan sin apenas rumiarlos y a los que no damos relevancia. Alguna deben de tener, sin embargo, puesto que nos ganan el beneplácito de muchos conciudadanos y también, según la situación, el rencor o la sospecha de otros tantos. Y es que en sus pocas palabras encierran un parecer que no hace falta justificar, porque se da por supuesto. Sus usuarios probablemente quedarían asombrados si vieran en qué medida esas manidas frases hechas condicionan sus sentimientos y su conducta; cómo y cuánto llevan a aplaudir, condenar o simplemente permitir un proyecto colectivo.

Los tópicos políticos más clamorosos entre nosotros, que tuvieron su floración durante la larga etapa de ETA y sus fieles, se han concentrado más calladamente en torno a la “cuestión catalana” hasta su actual estallido. No todos van siempre en la misma dirección, sino que, como en este caso, se reparten entre bandos enfrentados y alimentan sus actitudes respectivas. Sirven para enardecer a unos, mientras fomentan el apocamiento y el silencio de otros. Durante decenios han armado de osadía a los independentistas y desarmado a la mayoría de los demás, con el consentimiento de un Gobierno de España que ha recitado, ¡y sólo al final!, la salmodia de la legalidad como único argumento. Veamos en acción la falsa ortodoxia de unos cuantos lugares comunes en este conflicto.

Me jugaría lo que no tengo a que, salvo excepciones, el separatista catalán había parecido a sus vecinos hasta hace poco una persona de lo más normal. Y mucho mejor todavía si aquel no trataba de imponer sus ideas políticas por la fuerza, porque es sabido que todas las opiniones son respetables y que sin violencia todas las ideas son legítimas, hasta las más bestias. En su boca el adjetivo “democrático” vuelve ya milagrosamente democrático a cualquier sustantivo al que acompañe; y, si no, conviene recurrir al bueno, eso es relativo. Ante el menor reproche contrario, los fanáticos advierten que tratan simplemente de expresar sus legítimas diferencias. Como al parecer la historia nos otorga derechos, parece lógico que, al reclamar los presuntos de su nación, se amparen en que no es nada personal. Llevarán las de ganar si incluso reconocen que todos tenemos derecho a equivocarnos, aunque poco antes o después aseguren que no me arrepiento de nada.

Estos separatistas ya han probado que no se dejan arredrar fácilmente. El suyo es un nacionalismo democrático —ese flagrante contrasentido— ya simplemente por ser pacífico, así que nadie tiene derecho a pedirme que renuncie a mis ideas. Se trata de ideas muy profundas: verbigracia, democracia es votar, sin preguntarse antes por sus requisitos o si cualquier propuesta popular puede someterse a votación. La consigna general que hoy ordena déjate llevar por tus sentimientos, se traducirá en el dogma de que los sentimientos políticos son intocables. A la vista de aquellos pocos heridos en la famosa refriega (y contra el inexcusable monopolio de la violencia por parte del Estado), se proclama que con la violencia no se consigue nada o que la rechazamos, venga de donde venga. En menos palabras, que la carga policial fue una actuación muy poco ética. Ese combatiente se atiene al lema de que al enemigo, ni agua, y así puede mentir a derecha e izquierda con igual descaro. Voceará sin desmayo que estoy en mi perfecto derecho de pedir cuanto se le antoje y pondrá fin al debate con un sorprendido e inapelable ¡pero no pretenderá usted convencerme! En realidad, demócrata como se cree, ese final puede también adoptar la fórmula de que somos mayoría, y punto.

¿Venimos ahora al bando de enfrente? Siguiendo el ejemplo de nuestro timorato Gobierno en esta materia, muchos rivales de los indepes han evitado durante algunos decenios la pelea ideológica para dejarse de filosofías. Si el contrario aún porfía en sus planes, echará mano de la acreditada fórmula de que respeto sus ideas, pero no las comparto. También cuenta el llamamiento a que seamos tolerantes, ya que al parecer no debemos juzgar a nadie. Tal vez se oiga a los más angelicales resumir que todos tenemos alguna parte de verdad o, en este caso, que se debe respetar su cultura (entiéndase, la catalana). Ya puestos, respetaremos también esa política educativa que impone por la brava como “lengua propia” la que mayoritariamente es la impropia (el catalán). En cualquier momento vale soltar que esa será tu opinión, para mejor ocultar la suya por si acaso. Eso sí, no hay que generalizar. Y para defenderse del reproche de haber callado tanto tiempo, le escucharemos susurrar que mi intervención no serviría de nada, o que todos harían lo mismo o, más humildemente, que no tengo madera de héroe.

A este ciudadano tanto tiempo asustado y remiso no le faltarán sus propios sonsonetes de apoyo. Si ya ha superado ese de que la política es cosa de los políticos, quedará como un caballero al sentenciar que desapruebo lo que dices, pero defiendo tu derecho a decirlo (por más que lo dicho sea una invitación al atropello civil). Ganará fama de sujeto reflexivo cuando pontifique que el problema es muy complejo y todavía aumentará su crédito si termina con un todos queremos la paz. A su entender, todo es negociable, incluida la verdad o la justicia de la reivindicación en juego. De ahí que a menudo concluyan que eso no lleva a ninguna parte, cuando hace tiempo que ha llevado ya al desastre. Y si algún día no soportan la letanía de aquellos creyentes en su Pueblo escogido, bueno, que les den lo que piden y nos dejen en paz...

Pues, mire usted, ni unos ni otros tópicos. Tan cómodos pero tan falsos, será mejor que nos vayamos acostumbrando a pensar sin su tramposa ayuda. Quiero decir, a pensar con razones bien fundadas, no con torpes soflamas, lo que será una tarea bastante más ardua que la mera aplicación del artículo 155. Pero me temo que antes se querrá contentar a los muchos que llevan siglos sintiéndose ofendidos y humillados. No tengan ninguna duda: allí se ha mentido tanto, se ha creído tanto, se ha disimulado tanto y confundido tanto y consentido tanto... que llevará tiempo desmontar el tinglado y reconstruir una conciencia pública decente. A lo mejor vuelve a ser el momento, ¿recuerdan?, de solicitar aquella indispensable educación para la ciudadanía. No sé, digo yo.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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miércoles, 20 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El peso de la realidad





El peso de la realidad acabrá imponiéndose en Cataluña. Tras el 21-D, todo decisor económico, tanto catalán como foráneo, va a exigir garantías de que el conflicto no se repite; y ni políticos ni instituciones están en condiciones de ofrecerlas. Pero los votantes sí podemos empezar a darlas, escriben en El País los profesores Benito Arruñada y Albert Satorra, catedráticos de Organización de Empresas y Estadística, respectivamente, en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

Para votar sabiamente en las elecciones catalanas del 21-D, comienzan diciendo, conviene identificar por qué en apenas cinco semanas cambió de forma tan radical la actitud de todo tipo de decisores.

Hasta septiembre, nuestra economía iba bien e inspiraba confianza. Las grandes empresas preparaban planes para trasladarse, pero no creían que hubieran de aplicarlos. Se dice que los políticos soberanistas desoyeron las advertencias de los empresarios. En realidad, ni estos creían que sus temores llegaran a materializarse. Lo demuestra el que no frenaron sus inversiones.

Sin embargo, de repente, huye el capital, se trasladan sedes, se colapsa el consumo y, lo más grave, se paralizan todas las inversiones. Los datos son conocidos y las consecuencias están al alcance de la experiencia cotidiana.

La respuesta tiene algo de obvia: el Parlament promulga las “leyes de desconexión” el 6 y 7 de septiembre, y declara la independencia el 10 de octubre. Aunque esta declaración se escamoteó como inefectiva, trastornó la opinión de los agentes económicos. A juzgar por su conducta, todo decisor, fueran cuales fueran su nacionalidad, status o ideología, pasó de considerar que el conflicto y la inseguridad asociados a la reivindicación de independencia constituían un riesgo remoto a creer que eran un riesgo probable.

Además, quien soñaba con una independencia tranquila, dentro de la UE y sin tensiones graves, se da de bruces con la realidad de que ya solo la probabilidad de conflicto provoca costes ingentes en bienestar material y paz social. También lo revela su conducta, pues ya entonces puso su patrimonio a buen recaudo.

Tal parece que ni los propios separatistas esperaban que el Estado aguardase tanto para detener el procés. Como bromeaba un exconseller: “No te preocupes: en última instancia, nos intervendrán”. Durante semanas, esta intervención en la que confiaba el yo racional de mucho soberanista, se demostró elusiva. El Gobierno reaccionó de forma anacrónica en lo superficial, en su manejo de los medios y las redes sociales; pero no en lo sustantivo. En el fondo, respondió en sintonía con las contradicciones de la opinión pública occidental.

Como tampoco esperaban que sus líderes llegaran tan lejos. Subestimaron lo protegida que está la “clerecía” separatista, esa multitud de políticos, funcionarios y allegados que vive de y para construir la nación catalana. A quien actúa al amparo del presupuesto público, le importa menos hundir economía, bienestar y convivencia. Si la apuesta le sale bien, alcanza el poder y es un héroe; si le sale mal, son otros los que pagan. Como los 14.698 nuevos parados catalanes del mes de octubre y los 7.400 de noviembre, las peores cifras desde 2008 y 2009. No sabemos qué “sentimiento de identidad” albergan estos parados post-DUI; pero los datos del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO), dependiente de la Generalitat, indican que, en promedio, parados y trabajadores temporales se sienten mucho “menos catalanes” que quienes disfrutamos empleos fijos o trabajamos para entes públicos.

Si nuestro diagnóstico es correcto, no esperen recuperar la confianza mientras los agentes económicos crean posible otro procés. Tras el 21-D, todo decisor económico, tanto catalán como foráneo, va a exigir garantías de que el conflicto no se repite; y ni políticos ni instituciones están en condiciones de ofrecerlas. Pero los votantes sí podemos empezar a darlas: enterremos tanto el voto “emocional” como el voto "estratégico", y atendamos a la realidad de nuestros intereses.

Por un lado, el independentismo está fracturado. Sigue rumiando el fracaso del procés como una etapa más de un viaje que, en el fondo, disfruta; y cuyo final, a menudo, teme. Por ahora, aplica todo su intelecto a fabricar excusas. Debería empezar a preocuparse. Sus peones entrevén que hasta sus empleos hubieran peligrado en la realidad (que no en su sueño) de una independencia fuera de la UE y sumida en el caos. Pero también peligran si España deja de crecer. El déficit fiscal de Cataluña sigue aumentando y el “Espanya ens roba” bien pudiera tornarse en su contra.

Por otro lado, ya no los parados potenciales sino la burguesía independentista haría bien en ir a votar. Además, ésta última debería hacerlo, de una vez, con la cabeza. Tras haber votado con la cartera, huyendo de la inseguridad, sabe que su interés no reside en la independencia. Debe entender que tampoco reside en más autogobierno. Su aumento durante los últimos cuarenta años ha confirmado la tesis que nos recordaba hace poco Antón Costas, según la cual Cataluña va mejor cuanto menos se gobierna a sí misma. Quizá porque la fuerza de nuestras relaciones personales bloquea las instituciones que requiere una sociedad moderna. Esa solidez de lazos personales es un hándicap cuando carecemos de árbitros independientes. ¿Ha mejorado acaso la gestión o se ha reducido la corrupción de nuestros Ayuntamientos tras diluir las funciones de secretarios e interventores? Imaginen lo que sucedería con una justicia controlada regionalmente. Por supuesto que la actual justicia española es imperfecta; pero recuerden que nuestra Llei de transitorietat erradicaba la separación de poderes.

Solo un voto racional evitará el escenario más probable: el de un empate de fuerzas, que consagraría la incertidumbre y, con ella, el adiós de la inversión y la huida de recursos. Disminuiría la actividad económica privada y aumentaría el peso del sector público. Algunos incluso pretenderían que el resto de españoles mimase a Cataluña. Observen cómo ya proponen condonar deudas o traer organismos oficiales. Esos mimos solo beneficiarían a la alta clerecía catalana. De hecho, ya ha venido sucediendo algo similar con el Fondo de Liquidez Autonómica, cuyos recursos mantienen una Generalitat que prefiere recortar en sanidad antes que en TV3 o en embajadas.

Por un lado, pensando en la cartera, bien haríamos los catalanes en entender que es erróneo aumentar el sector público, tanto si su cabeza está en Madrid como en Barcelona. En un caso, Cataluña terminaría siendo la gran Asturias del siglo XXI, una región a la que décadas de subvenciones públicas han condenado a la emigración y la insignificancia. En el otro, los costes serían más elevados e inmediatos. La crisis reciente, en vez de un aviso, habría sido solo un pequeño anticipo.

Por otro lado, pensando menos en la cartera y más en el país, debemos ponderar que, también según datos del CEO, más de la mitad de los catalanes nos sentimos tan catalanes como españoles. Sobre esta base, estable desde hace décadas e inmune al procés, sería suicida para Cataluña reflotar a la “clerecía” separatista que tanto nos ha dividido en los últimos años. Estamos a tiempo de evitarlo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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lunes, 11 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Consensos y realidades ante el 21-D





Apenas hemos superado un intento de golpe de Estado en Cataluña -una experiencia que nos marcará durante generaciones- y ya nos vemos metidos en una convocatoria electoral que adquiere tintes dramáticos, escribe en el diario El Mundo Beatriz Becerra, vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos en el Parlamento Europeo y eurodiputada del Grupo de la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa.

Ignoro cuál será el resultado final, señala Becerra, pero tengo claro que hay dos elementos que podrían ayudar a las fuerzas constitucionalistas a sacar el mejor resultado posible y tal vez a ganar. Ambos son efectos secundarios y positivos de la fracasada ofensiva secesionista.

El primero es el consenso. Los mayores logros sociales, económicos y políticos de nuestro país se han basado en el consenso, explícito o implícito. En los últimos años apenas parecía haber lugar para el encuentro. Los españoles tuvimos que ir a las urnas dos veces en seis meses porque no resultaba posible formar Gobierno, y poco faltó para que fuéramos una tercera. Durante el largo proceso golpista, los grandes partidos españoles parecían incapaces de ponerse de acuerdo en cómo afrontarlo. De hecho, el PSOE pasó un tiempo sin ponerse de acuerdo consigo mismo. Finalmente, cuando los hechos se fueron consumando, PP, PSOE y Ciudadanos (sus diputados suman más del 70% en el Congreso) han actuado de forma coordinada. Cualquier coalición implica renunciar a algo, y creo que los tres partidos han sabido hacerlo, a pesar de que sus diagnósticos no son idénticos ni sus recetas las mismas. Este consenso ha sido bien valorado por los españoles, entre ellos muchos catalanes, mientras que se ha castigado al partido que, fingiendo equidistancia, ha hecho el juego sucio a los independentistas: Podemos. No esperaba que Ciudadanos, PP y PSC fueran en coalición, ni siquiera estoy segura de que fuera deseable. Lo que sí creo es que los tres partidos deberían reflexionar sobre su forma de afrontar la competencia electoral. 

Imagino que, ante la inminencia de los comicios, muchos estrategas, basándose en su sabiduría acumulada, estarán aconsejando a los líderes constitucionalistas arañar votos, precisamente, de los otros constitucionalistas. Es difícil que haya un votante indeciso entre ERC y Ciudadanos, pero no tanto entre Ciudadanos y el PSC o el PP. Actuar como si estuviéramos en una convocatoria normal sería peor que un pecado: sería un error. Si las expectativas de los partidos favorables a la legalidad han mejorado con el consenso, dudo que vayan a hacerlo también con la confrontación directa.

Entiendo el dilema al que se enfrentan algunos, en especial los socialistas. La pregunta de "con quién va a pactar usted" es siempre incómoda para un candidato. Tal vez por eso Iceta ha dicho tres cosas que forman un triángulo de lógica imposible: que no apoyará a Arrimadas, que no hará presidente a un separatista y que no permitirá que se repitan las elecciones. Es muy probable que, llegado el momento, eliminar dos de estas opciones haga inevitable la tercera. Pero no hay que tenérselo muy en cuenta: es una campaña electoral. Más me preocupan las declaraciones de Adriana Lastra comparando a Albert Rivera con el fundador de la Falange. Invocar los fantasmas del franquismo es lo que han hecho los golpistas. Y no parece inteligente insultar al líder de un partido con el que tal vez tengas que llegar a un acuerdo para formar gobierno. 

El PSC y el PSOE no deberían perder de vista que durante este triste proceso hemos escuchado la voz de una izquierda no nacionalista, algo que algunos ya no creíamos posible. Y no ha sido sólo Josep Borrell -que apoyará al PSC desde fuera de las listas y con su propio discurso-; también Paco Frutos ha recordado que el nacionalismo (no digamos ya cuando es separatista) es contrario a los valores de igualdad y solidaridad. En los entornos mediático, artístico e intelectual han surgido voces por la izquierda para protestar por los abusos del nacionalismo, que se han unido a las pocas que nunca callaron, como las de Félix Ovejero o Francesc de Carreras. No agradeceremos lo suficiente su valentía a Isabel Coixet, a Rosa María Sardá o a Joan Manuel Serrat. Esta izquierda alternativa sabe que puede discrepar de la derecha en muchas cosas, pero no en la existencia de un terreno de juego común: España como una comunidad de ciudadanos libres e iguales. Los socialistas harían bien en no ignorar estas voces. Tal vez de ellas surja una alternativa.

El otro elemento que los constitucionalistas deben tener muy en cuenta es, sencillamente, la realidad. No es una obviedad. Jamás, en lo que llevo en política, he visto semejante ejercicio de fantasía como el que están desplegando los secesionistas. Una había supuesto que, una vez aplicado el 155 y convocadas las elecciones, los Puigdemont, Junqueras y Rovira cesarían en sus mentiras. Qué vana era mi esperanza. Antes al contrario: se han atrincherado en su realidad paralela. Puigdemont, desde su refugio bruselense, pide un referéndum para que Cataluña salga de la UE. Rovira, a la que han dejado a cargo del castillo nacionalista, habla de fantasmales amenazas de "muertos en la calle" y asegura que nunca existió la vía unilateral hacia la secesión. Otro portavoz de ERC afirmó hace pocas semanas que seguían adelante con el plan pero sin fechas, porque les "ponían mucha presión". Claro, es que cuando algo tiene un horario previsto de pronto se vuelve real.

La realidad es el artículo 155 de la Constitución. Se ha aplicado y no se ha desatado el infierno que vaticinaban los agoreros. De hecho, la vida ha mejorado en Cataluña: con los derechos de los catalanes garantizados se ha reducido la incertidumbre y parece que mejoran las muy mermadas cifras de la economía. Pero el factor más real, incontrovertible y poderoso del artículo 155 es que no se agota como un extintor una vez que se usa, sino que sigue siendo una herramienta disponible para los poderes del Estado. Dicho sea de otro modo: que se aplicará cuantas veces sea necesario. Los secesionistas tratan desesperadamente de convertir estas elecciones en un plebiscito sobre el 155. Por una vez, los constitucionalistas podrían ver el envite y decir claramente a los catalanes: nosotros tampoco queremos que vuelva a aplicarse, de modo que no votéis a quienes lo han hecho irremediable. Pero debe quedar claro que la democracia española se defenderá siempre de quien trate de destruirla. No hay nada vergonzoso en ello, lo habría en lo contrario.

La estrategia secesionista se reduce a la disonancia cognitiva. Engañaron a mucha gente, y como a nadie le gusta sentirse engañado, cuentan con que la mayoría de sus seguidores siga comprando sus nuevas y disparatadas mentiras antes que enfrentarse con la realidad. Las empresas que huyen, la economía que se resiente, el portazo de la Unión Europea, el vacío internacional... todos estos hechos que convierten la secesión en un auténtico disparate deben subrayarse con la máxima claridad, en lugar de entretenerse en sacar a relucir las diferencias entre los partidos que han defendido el Estado de derecho. Los votantes conocen esas diferencias y podrán elegir. Lo importante es poner al secesionismo ante el espejo que no quieren mirar.

Una campaña electoral que no ignore el consenso que surgió ante el golpe secesionista y que subraye la realidad de lo sucedido ayudará a los partidos constitucionalistas. No es hora de arañar unos pocos votos al partido al que te une el respeto a la legalidad, sino de desactivar en lo posible al secesionismo para que el próximo 21-D haya una mayoría histórica que permita dar por zanjado el episodio golpista y alumbre la Cataluña plural que tanto tiempo ha estado oculta por la abusiva hegemonía nacionalista.



Dibujo de LPO para El Mundo



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viernes, 8 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Qué le pasa a Podemos?





Los observadores coinciden. Mientras el problema de Cataluña esté abierto, el mapa político español no se cerrará. Ahora bien, el problema catalán todavía tiene un largo trecho histórico, así que nadie cante victoria, afirma en El Mundo el profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

 Si algo ha caracterizado a la clase política catalana a través de la historia, comienza diciendo Villacañas, ha sido sus cambios de inflexibilidad y flexibilidad. Sin embargo, nada apunta a que haya empezado ya otro ciclo. La designación de Rovira presagia rigidez. Su extracción pequeño-burguesa, como la de Puigdemont, le inclina hacia un sentido sublimado de la política como fuente de la dignidad existencial. Sólo cuando el liderazgo venga de nuevo de los diversos estratos de Barcelona se abrirá paso la flexibilidad. Eso quiere decir que la transición será lenta. La catástrofe del pujolismo no se curará de la noche a la mañana. Sólo un escenario permitiría rapidez: que entre PP, Cs y PSC obtuvieran mayoría absoluta. Soñar es gratis, pero el nacionalismo catalán no se va a derrumbar el 21-D. Aspira a mantener la mayoría independentista, y con Rovira en la Generalitat nada se dulcificará. Si Colau fuera necesaria, sin embargo, se podría disminuir un grado la tensión. En ambos casos, el problema estará en Rivera, que tendrá que explicar que él tampoco tiene una solución para Cataluña. En realidad, por ahora nadie la tiene. Con Colau al menos se acabaría la vía unilateral. De otro modo, seguiremos en el eterno retorno que comenzó con el referéndum del 9-N de 2014. Por supuesto no irá lejos, pero para el independentismo todavía no es la derrota. Puesto que la mayoría absoluta de las fuerzas constitucionalistas la considero difícil, el único cambio es suavizar el unilateralismo secesionista. Eso puede significar Colau. 

Sabiendo esto, Colau ha tenido que mantenerse cerca de ERC, para facilitar el acercamiento de los que puedan apostar por descender un grado en la intensidad independentista. Cuántos serán esos, no lo sabemos. Pero la mayoría vive en Barcelona y alrededores, y eso es bueno, porque si hay algo que deprime al independentismo es no sumar a la capital. Pero tan pronto el unilateralismo baje de grado, la posición del PSC será la de disponible. Al menos en Barcelona, de nuevo, la clave de todo. La paleta completa podría comenzar a matizarse. En suma: mientras que Cataluña sólo tiene una evolución lenta, el resto de España, cansado y aburrido, parece inclinado a soluciones rápidas. Es un error inducido por una clase política sin otros recursos que la ensoñación. Eso es lo que hace la situación endemoniada: los tempos en España aceleran la concentración de voto en las fuerzas constitucionalistas, mientras que en Cataluña no preveo nada parecido. 

Este es el fundamento último de que Podemos baje. Sin embargo, conviene ser cautos y analizar bien los motivos. Para ello un poco de escepticismo no vendría mal. Las encuestas no miden el tiempo de la política. Miden un instante, no el proceso. Reflejan el pico de la ola, no la trayectoria. Si la preocupación por Cataluña sube al segundo lugar de inquietud, y si los españoles tienen prisa por dejarla atrás, es lógico que Podemos baje. Eso no sería preocupante. Lo preocupante es que el entorno de Podemos (y Colau) no haya preparado un discurso para cuando las prisas se vean decepcionadas y ni Rivera ni Rajoy tengan respuesta al problema catalán. El problema es que, mirando el proceso, no identificamos qué tendría que pasar para que Podemos subiera de nuevo. Lo peculiar de la situación es que Podemos no ha hecho pedagogía política antes ni tiene margen para hacerla después. Así las cosas, Podemos tiene que ir a remolque de lo que haga Colau y pagar los gastos. Esto es profundizar en la divergencia entre la representación política catalana y la española, dos icebergs que no deben separarse más. 

Esta es la primera cuestión. Podemos no ha elaborado una teoría de España. Bescansadixit. Pero ¿quién la tiene? Esa es la fortuna del PP. Lo que Bescansa olvida es que la estructura actual del partido no la hace posible. Los mimbres que tenemos ahora para una teoría de España no son escuchados en Cataluña, y los que rebajarían un grado la escalada de Cataluña apenas apagarían la urgencia española. Sin embargo, para eso está la política, para encarar estas situaciones con solvencia. Podemos no lo ha hecho. Y no porque haya hecho seguidismo de Colau. Eso se podría explicar. El problema es que, Colau y otros actores, paralizados por la divergencia creciente de sociedades, han proyectado la imagen de que desearían para la sociedad española la misma dualidad que para la catalana. Ha cristalizado la idea de que sólo catalanizando España puede haber una solución para Cataluña. Esto implica que las fuerzas que reclaman una ruptura constitucional sean mayoría o estén cerca de serlo a este lado del Ebro. Eso es otro sueño y no va a suceder. 

Esta indecisión entre la reforma y la ruptura sitúa a Podemos en un lugar inviable. Colau afirma un referéndum pactado. Bien. Pero eso implica respeto al Estado de derecho. Y eso implica aceptar el marco legal. Dejar las cosas en un primer punto no es persuasivo, ni allí ni aquí. Sobre todo aquí tiene costes ingentes. Y ahora voy con la segunda razón. Esto sucede quizá porque Podemos no ha sabido leer bien el proceso político que se abrió con el 15-M. Iglesias creció en medio del conflicto y eso determinó su sentido de las cosas. Su comprensión del partido y de la política es el de un instrumento de excepcionalidad. Pero la gente que se movilizó el 15-M no quería conflicto, sino soluciones. La inmensa mayoría de los votantes que se movilizaron contra la crisis y contra la corrupción no eran radicales demandando excepcionalidad, sino votantes razonables deseosos de acabar con la excepcionalidad del Gobierno de Rajoy. No exigían inseguridad. Al contrario, rechazaban a Rajoy y su Gobierno porque era la inseguridad andante. 

Por tanto, Podemos debe alejar la impresión de que Cataluña no es sino la situación de conflicto necesaria para ejercer su comprensión de la política. Colau da esa impresión. Dice que se suma a las movilizaciones, un modo de mantener el conflicto abierto. Pero ese es el fin deseado por los independentistas: no ser derrotados. Sin embargo, un movimiento sin fin es desalentador. Eso ha ido restando seguidores a Podemos allí y aquí. La posición razonable ante el conflicto es ofrecer soluciones. Sólo los independentistas prefieren no hacerlo. De ese modo, Colau es percibida como uno de ellos. Y eso encaja con la idea que muchos españoles tienen de Podemos como un partido de conflicto.

Este hecho tiene profundas causas que apuntan a la victoria de Vistalegre II. Y esta es la tercera razón. La dirección victoriosa no pudo romper con la imagen de un partido de conflicto, sin soluciones, porque tuvo que sostenerse sobre los anticapitalistas. Ni el Mesías reencarnado podrá lograr, sin embargo, que dejando libres a los 'anti' se logre un partido de soluciones. Un partido reactivo está condenado a ser subalterno del conflicto. La victoria de Vistalegre II se convierte en una condena. 

Los anticapitalistas no tienen idea de partido. En realidad, es una corriente en libre fuga hacia delante. En estas condiciones, con los anticapitalistas de guerrilleros en el campo de batalla, alterar la imagen del partido es muy complicado. La contradicción en que se mueve la dirección de Iglesias consiste en alejar toda búsqueda republicana de lo común mientras los anticapitalistas lleven la voz más escandalosa. Con ello llegamos al verdadero problema. No se trata tanto de que la dirección actual de Podemos haya quedado desde Vistalegre II asociada a ellos. Se trata de que nadie, Colau incluida, los contradice con claridad y franqueza. Y esto es así porque la dirección actual es demasiado estrecha como para articular un discurso alternativo coherente. Así que, para los independentistas, Podemos siempre estará con el Estado y para los españoles no se diferencia de los independentistas. En suma, el caos. 

La única solución pasa por la valentía de reconocer que sólo una reforma puede canalizar la estrategia republicana de la búsqueda de lo común. Esta reforma implica rehacer el contrato social español completo, también el que vinculaba a España con Cataluña, hoy roto. Colau, para rebajar un grado la política catalana, tiene que centrarse en eliminar el secesionismo unilateral. Pero Podemos, para detener el desgaste, tiene que centrarse en hallar lo común de nuevo a todos los españoles y eso implica el esquema de una nueva España. Con el actual grupo directivo, que se elevó sobre la legitimidad de los anti, eso no es posible. La productividad del conflicto es baja en el largo plazo. Pero Vistalegre II surgió del conflicto, mientras el electorado siempre quiso soluciones. Por eso sin una nueva colegiatura en la dirección en Podemos, el cambio de rumbo político, inevitable para la búsqueda de lo común, no podrá hallarse. José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía 



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo


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martes, 5 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿España, capital Barcelona?





Hay una leyenda, con toda seguridad apócrifa, que cuenta que el rey Carlos I, poco antes de morir, habría dicho a su hijo, el futuro Felipe II: "si quieres aumentar tus reinos, pon la Corte en Lisboa, si quieres conservarlos déjala en Toledo, y si los quieres perder, trasládala a Madrid". No dijo nada de Barcelona, pero, ¿cómo hubiera sido la Historia de España de haber trasladado Felipe II la corte a la bella ciudad mediterránea? 

El cambio que necesitamos debe llevar a los catalanes a creer que ganarán más dentro que fuera del país, afirma en El País el profesor Santiago Petschen, catedrático emérito de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid.

El título que encabeza este artículo no es una boutade, comienza diciendo el profesor Petschen. Es una idea política, a la vez, profunda y pragmática. El independentismo catalán se acabaría solo con que cambiáramos una palabra de la Constitución que se encuentra en el artículo 5. Donde pone capital del Estado Madrid, poner capital del Estado, Barcelona. Sería así porque, aunque revestido de diversos ropajes, el elemento motor que impulsa el independentismo es el poder.

Nadie cree que fuera posible realizar ese cambio ya. Aunque tal vez sí, dentro de algunas décadas. Ahora debe ser solo una idea inspiradora como reforma exigida por el caminar profundo de la historia dirigido por la evolución demográfica.

Para ningún hombre de Estado puede ser un valor establecer en la Unión Europea una nueva frontera. Las fronteras deben seguir el camino iniciado de su supresión. No puede haber una marcha atrás tan llamativa, en tan meritorio objetivo. Por ello es negativo lo que quieren los independentistas aunque se hayan lanzado a una guerra que busca la victoria. Una guerra incruenta, sí. Pero guerra. Cualquiera de los dos contendientes sabe que, si empieza una batalla cruenta, por pequeña que sea, tiene perdida la guerra. Consecuencia de la admirable madurez que en este punto ha alcanzado la opinión pública sin fronteras de la Unión Europea.

A los no independentistas nos agradaría mucho que Puigdemont llegase a tener una naturaleza de hombre de Estado. Y a quien escribe estas líneas más que a nadie. Sería la forma de que abandonase su maltrecho propósito de conseguir una nueva frontera. ¿Qué sería Cataluña en caso de hacerlo? Hay algunos que doran la píldora a los ciudadanos ofreciendo el modelo de Eslovenia. ¿Hay algún paralelismo? Veámoslo. Desde un primer momento Eslovenia contó con la ayuda de muchos Estados. Antes de la proclamación de la independencia, Reino Unido y Estados Unidos se implicaron en su rearme. Alemania, Austria e Israel le apoyaron. Algunos países (Croacia, Georgia, las Repúblicas Bálticas) reconocieron a Eslovenia en las primeras semanas de su declaración como Estado soberano. Y al cabo de seis meses ya lo habían hecho los Estados grandes y muchos más, tras el impulso de Alemania. Ningún parecido con Cataluña como aspirante a Estado soberano por el que nadie muestra interés alguno. ¿Qué modelo puede decirse que seguiría entonces Cataluña? El modelo de Chipre del Norte. La culminación más consumada del Estado paria.

Como aleteos populares de la realidad internacional que envuelve a la cuestión catalana, unos manifestantes independentistas de Barcelona gritaban: Europa una vergonya. Al percibir, sin embargo, tanto silencio en el entorno internacional, ¿no se irán inclinando poco a poco a preguntarse: no seremos la vergonya nosotros?

En Cataluña ha habido una admirable manifestación de esfuerzo. Una gran esperanza puesta en un ideal gigantesco. Una pasión de muchos cientos de miles de personas. No se puede desperdiciar. El independentismo no se va a acabar. Pero tiene que asimilar altas dosis de realismo.

¿Cómo debe operar esa idea inspiradora de España capital Barcelona, en el momento actual? Debe influir y de una manera muy eficaz, en la preparación de un cambio de la Constitución. En dos aspectos.

El cambio que se necesita es tan grande que antes de que entre a afrontarlo una comisión del Congreso, condicionada por partidos políticos y comunidades autónomas, tiene que abordar la cuestión un reducido grupo de expertos independientes como los que elaboraron la Ley Fundamental de Bonn o redactaron en la calle Martignac el ejemplar texto del Tratado de la CECA. Tendrían más libertad para el audaz salto que hay que dar y prepararían moderadamente a quienes tuvieran que seguir después con él.

 En segundo lugar hay que tener en cuenta que, entre otras virtualidades, debe llevar a que el catalán moderado piense que Cataluña -al igual que sucede con el País Vasco- gana más dentro de España que fuera. Y algo además, y es lo más importante, lo mucho nuevo que se ponga en manos de Cataluña debe tener siempre un carácter centrípeto. Nunca centrífugo. Es el punto en donde la Constitución actual debe ser superada. ¿Con qué concreciones? La pregunta me sobrepasa totalmente. Al grupo reducido de expertos no le sobrepasaría. ¿El Senado a Barcelona? Tal vez un federalismo a dos planos. Uno de modelo yugoslavo para la economía, con tres entidades geográficas. Y otro de modelo suizo con diecisiete unidades, para todo lo demás.



Vista de Barcelona


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 28 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La secreción psíquica





Iván Petróvich Pávlov (1849-1936), comenta el filósofo Antonio Escohotado en El Mundo, que había recibido el premio Nobel de 1904 por sus estudios sobre fisiología de la digestión, era uno de los principales aspirantes al paseíllo desde el golpe de Estado bolchevique, dada su condición de burgués acomodado y una viva oposición al nuevo régimen. Sin embargo, Lenin -y luego Stalin- se ocuparon de que su Instituto de Medicina Experimental siguiese recibiendo subvenciones generosas, y al firmar su Decreto sobre Raciones (1919) el primero estableció que tanto él como su esposa recibirían "una ración igual en caloricidad a dos raciones académicas". Lenin le otorgó el privilegio añadido de retener derechos de autor en Rusia y el resto del mundo, explicando que sus estudios sobre acciones reflejas involuntarias eran la mejor prueba de que "todo depende de la organización". 

Institucionalizado algo después como conductismo por psicólogos anglosajones, el núcleo originario de sus hallazgos fueron estudios meticulosos sobre la glándula salivar de perros, pues el hecho de activarse antes de comer le sugirió llamarla "psíquica". Todos estamos al corriente de que sus perros -muchas veces sometidos a la espantosa crueldad llamada vivisección- obraban como si tuviesen alimento en un plato sin necesidad de tenerlo, en función de ruidos y descargas eléctricas; pero solo los informados saben que ilustró ante todo la llamada inhibición transmarginal (ITM), comprobando cómo reaccionaban cuatro distintos temperamentos -desde el más fuerte al más débil- ante estímulos abrumadores de estrés o dolor provocados por electroshocks. 

Fruto de investigar la ITM han sido hasta 10 «elementos de control», usados no solo en centros de tortura y tratamiento psiquiátrico, sino en todo tipo de instituciones educativas, oficinas de reclutamiento y empresas dedicadas a crear prosélitos "blindados", entendiendo por ello personas convencidas mediante condicionamiento -manipulando factores externos- en vez de persuadidas con razones. Por ejemplo, la pretensión de confundir a los homosexuales con enfermos suscitó tratamientos como ver cine X gay y coordinar cada clímax con una descarga en los testículos, repitiendo la escena hasta crear un reflejo inhibidor. Si él o ella quisiesen luego echarse una canita al aire, con personas de verdad, dicha reacción involuntaria les impedirá consumar su patológico pecado. 

No obstante, todo el campo del aprendizaje por asociaciones -cuyo denominador común es sustituir la mente por una caja negra situada entre estímulos y respuestas- tiene como límite el refuerzo, pues si tras el clímax no llegase la descarga eléctrica el reflejo se extinguirá. En definitiva, anular la deliberación voluntaria se paga invirtiendo sin pausa en ello, y el crimen de lesa humanidad llamado control antecedente no puede prescindir de controles sucesivos. Quizá solo eso nos defiende del tropel dispuesto a manejar el sistema nervioso ajeno desde su teclado, que merced a técnicas de ITM renovó las maneras de ahogar la libertad ajena. 

Pero propongo detenernos un momento en qué se distingue la «inmersión» catalana de un experimento conductista a lo Pávlov, ya que su complejo de inferioridad/superioridad lleva más de dos décadas ignorando el derecho de todos a recibir información no solo veraz sino ecuánime, sinónimo esto último de la que se orienta a conocer algo ignorado, en vez de confirmar tópicos sectarios. Cuando en vez de usarse para afinar la expresión y entendernos, las lenguas se subvencionan como vehículos de aislamiento, ridículos como telefonoak, bankoak, arteak y sus equivalentes catalanes delatan su pretensión de ponerle puertas al campo, paralela a querer pasar de administradores locales a titulares mesiánicos de una soberanía ilimitada, y sembrar discordia en lugar de concordia. Lo que acaba de ocurrir en Cataluña, si se prefiere Catalunya, podría parecer el gemido de un pueblo expoliado por invasores, y el sempiterno victimismo adobado con inyecciones de propaganda sigue convenciendo a corresponsales tan inclinados hacia ERC como el del New York Times. Sin embargo, de la brutalidad policial desmedida -con "millones de heridos" según un tuit de la CUP del 2 de octubre- hemos pasado a elecciones para precisar cuál es el estado de la opinión pública, sin saber entretanto de nadie concreto acogido al asilo que ofreció aquel mismo día el presidente Maduro. 

Lejos de ser algo resuelto, qué quieren sus electores es un misterio en toda regla, para empezar porque ahora no es mañana ni pasado, y de la campaña asumida por las formaciones unionistas dependerá en buena parte el voto. Dentro de mes y medio, tanto aquel grupo como la humanidad entera habrán dado un paso significativo en la dirección de aclararse, porque operarán a la vez tres factores tradicionalmente disociados: en primer lugar, la idiosincrasia -que desde la perspectiva ITM es el temperamento innato-, en segundo las técnicas avanzadas de control por manipulación de estímulos externos, y en tercer lugar algo tan inédito como un rato de ir viendo la evolución de lo uno y lo otro. Quizá alguien alegue que la única novedad del presente caso es pasar de comicios amañados a fiables; pero le recuerdo que ningún ámbito político conocido -salvo error u omisión mía- se ha independizado por decidirlo parte de sus funcionarios, todos ellos nombrados y remunerados en función del ordenamiento jurídico vigente. Sin rastro de pasado funcionarial, las colonias norteamericanas se independizaron de Inglaterra sabiendo que les costaría una guerra dura e incierta, y Lenin derrocó al gobierno democrático ruso ansiando una guerra civil que permitiera cumplir su plan de limpieza social. En agudo contraste, la clique de Catalunya cree suficiente una clac como la dedicada a aplaudir, abuchear y llorar en calles y teatros, pues dos décadas de invertir a su antojo los fondos públicos le deparó el lugar de quien monta la producción de reflejos condicionados. Un toque de cainismo por aquí, otro de pensamiento débil por allá, y con algo de suerte tomar a broma las leyes pasará por democracia pacífica; en otro caso se equivocan los teóricos del conductismo, y la mente no es una caja negra donde el estímulo incondicionado va transformándose en condicionado a gusto del controlador. Veremos, por tanto, si aderezar los rencores del paleto con ambiciones supremacistas creó una secreción psíquica equiparable a la saliva de animales incapaces de dosificarse el alimento, y si el reflejo automatizado puede o no prescindir del refuerzo inherente a gobernar. 

Hasta el 21 de diciembre se las habrá en igualdad de condiciones con el espíritu de la democracia liberal, que disfruta compitiendo en elocuencia y veracidad con el fanático y el tramposo, pues sus reglas de juego permiten algo tan inaudito para Lenin, Hitler y otros mesías laicos como la candidatura de cualquiera, procesado o no por sedición. Tampoco suspenderán el condicionamiento montado desde primaria para el espectador de TV3 y el cliente de medios afines, ni la eminencia económica del señor Roures, a cuyo juicio Marx no exigió prohibir el trabajo por cuenta propia. Todos los catalanes podrán sopesar imprevistos como la migración masiva de sus empresas, o el denuedo inicial de su president, y el resto de los españoles sabremos a ciencia cierta hasta dónde llega el poder de mecanismos ITM aplicados al fomento de la rabia. Un escenario posible es que la persuasión gane terreno al condicionamiento, aunque no será sin el concurso inteligente y coordinado de las formaciones políticas dispuestas a respetar el derecho. 



Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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