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sábado, 9 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] El ejemplo de Canadá







Estas dos últimas semanas, escribe el periodista Arcadi Espada, y en la sala más noble del Tribunal Supremo, los presos nacionalistas han pronunciado fluidos, repetitivos y prolijos mítines que la democracia española ha puesto a disposición de cualquiera mediante la retransmisión del juicio. La autoridad judicial no los ha interrumpido, en aplicación de un criterio ultragarantista influido por la seguridad de que el Tribunal de Estrasburgo habrá de pronunciarse sobre este juicio. Y ninguna autoridad política ha denunciado de forma tajante la propaganda. Solo uno ha roto la pasividad democrática. Este miércoles, en Madrid, en la sesión inaugural del XXVI Congreso Mundial del Derecho, el Rey de España dijo: "No es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho". Cabe vincular la frase a estas declaraciones recientes del Valido: "La voluntad del pueblo y la democracia de la gente están por encima de cualquier ley". Y, sobre todo, al argumento, repetido en el Supremo, de que la manifiesta desobediencia del nacionalismo a la ley se habría visto compensada por el ejercicio del "principio democrático".

La alusión concreta a dicho principio que manejan los nacionalistas procede de la "Decisión del Tribunal Supremo de Canadá, en respuesta a una remisión del Gobierno Federal sobre algunas cuestiones relacionadas con la secesión de Quebec", de 20 de agosto de 1998. Antes de proseguir, quiero puntualizar que tomarse como dogma de fe la jurisprudencia canadiense, tal como hacen los nacionalistas, es lo mismo que recordar que en Estados Unidos los chistes de Lepe los hacen con los canadienses. Y ahora prosigamos. El objetivo fundamental de la resolución es negar al Quebec la posibilidad de una secesión unilateral. Pero la resolución contiene una zona erógena de la pasión nacionalista a la que aludieron las alegaciones de la Generalidad ante el Tribunal Constitucional con motivo de un recurso del Gobierno contra la habilitación de presupuesto para el referéndum ilegal, varios de los escritos de la defensa de los hoy procesados y sus propias manifestaciones en el juicio. Estas son las líneas calientes: "Es igualmente cierto que un sistema de gobierno no podrá sobrevivir con el único respeto a la ley. Un sistema político debe, asimismo, dotarse de legitimidad, lo cual exige, en nuestra cultura política, una interacción entre la primacía del Derecho y el principio democrático". 

Conviene, sin embargo, reproducir lo que viene antes: "El asentimiento de los gobernados constituye una función fundamental en nuestra concepción de una sociedad libre y democrática. Sin embargo, la democracia, en el sentido verdadero del término, no puede darse sin el principio de la primacía de la Ley. Es la Ley la que crea el marco en el cual debe determinarse y aplicarse la 'voluntad popular'. Para ser legítimas, las instituciones democráticas han de reposar, en definitiva, en unos fundamentos jurídicos. Esto significa que deben permitir la participación del pueblo y responder ante él mediante instituciones públicas creadas con arreglo a la Constitución". 

Y reproducir también lo que viene después: "El sistema debe poder reflejar las aspiraciones de la población. Pero hay algo más. La legitimidad de nuestras leyes reposa también en un llamamiento a valores morales, muchos de los cuales están incardinados en nuestra estructura constitucional. Sería un error grave reducir la legitimidad a la única 'voluntad soberana' o a la única regla de la mayoría, excluyendo otros valores constitucionales". 

Sería interesante que sobre la incardinación constitucional de determinados valores morales el legislador o el poder judicial respondieran algún día a la cuestión de si la xenofobia -fuerza motriz de la reivindicación secesionista- entra en contradicción con la moralidad constitucional. 

Toda la fuerza del argumento nacionalista del Proceso ha cargado siempre en el principio democrático. El nacionalismo concede que la Ley no está de su parte, pero no admite discutir la legitimidad democrática que lo ampara: "Solo queremos votar". Nadie puede negar el éxito que ha alcanzado en la opinión pública global. La democracia es siempre más sexy que la Ley. Entre otros muchos factores porque la democracia expresa y la Ley obliga. A la gente le gusta mucho expresarse. 

Quiero que se fijen en el adjetivo supuesta, referido a la democracia, que el Rey usaba. Es probable que su intención fuera la de subrayar la imposibilidad de la democracia al margen de la Ley. Pero lo cierto es que el adjetivo mantiene un inesperado vínculo con lo que realmente expone el Supremo canadiense sobre el principio democrático. El tribunal jamás da a entender que la democracia, y por lo tanto la legitimidad, estén en manos de las provincias y la Ley en manos del Estado, como aspiran a que creamos, tan toscamente, nuestros nacionalistas. Tanto la democracia como la Ley son partes indisolubles de la organización política del Estado y las provincias, como no podía ser de otro modo. Taxativamente la resolución declara: "Una mayoría política en cualquier nivel que no actuase de acuerdo con los principios constitucionales mencionados pondría en riesgo la legitimidad del ejercicio de sus derechos y, en definitiva, la aceptación del resultado por parte de la comunidad internacional". Y añade: "El ordenamiento constitucional canadiense existente no podría permanecer indiferente ante la expresión clara, por parte de una mayoría clara de quebequeses, de su voluntad de dejar de formar parte de Canadá". 

Pero este ordenamiento constitucional reposa igualmente en el principio democrático. Así, cuando el Supremo llama a la negociación política entre el Estado Federal y las provincias no está llamando a una negociación entre la Ley y la legitimidad, sino a una negociación entre legitimidades. Y fundamenta la negociación en razón de la naturaleza de la democracia canadiense, que define como «una democracia en evolución» en oposición implícita a una democracia militante, cuya capacidad de reforma está sometida a ciertos límites. La invocación del principio democrático por parte del tribunal solo trata de justificar la legitimidad de la Constitución canadiense para reformarse a sí misma.

La imaginaria aplicación de esta decisión jurídica, en la que se ampara de manera ignorante o malintencionada la propaganda nacionalista, impugnaría de arriba abajo el Proceso. Según la instrucción canadiense los nacionalistas deberían actuar no solo respetando la ley ¡sino el principio democrático! del que se llenan la boca. Para empezar en el interior de su propia comunidad política. Entre los variadísimos mantras que rigen la propaganda y que han sido expuestos abundantemente en el juicio está el de la supuesta mayoría favorable al derecho de autodeterminación, que se cifra en el 80% de los catalanes. Un absurdo porcentaje. La suma de los partidos autodeterministas no supera el 55%, tomando como referencia las últimas elecciones autonómicas. Si la suma se proyecta no sobre los votos emitidos, sino sobre la totalidad del censo electoral, alcanza el 43%. Y si, como hizo el viernes Tadeu, se incluye, como quisieron los nacionalistas el 1 de octubre, a los extranjeros, el porcentaje baja hasta el 37%. 

El principio democrático interno queda lejos de esa mayoría vigorosa favorable a la autodeterminación que el Supremo canadiense ve imprescindible para el inicio de cualquier proceso. Pero si algún día los nacionalistas la alcanzasen, la instrucción canadiense tampoco deja dudas: forzados por el principio democrático, habrían de negociar con el resto de españoles los cambios constitucionales imprescindibles que permitieran el derecho a la autodeterminación. Naturalmente es una vía difícil. Así debe ser, porque la secesión en un Estado democrático es un objetivo costoso, destructivo e inmoral. La vía elegida por los catalanes es, como su objetivo: costosa, destructiva e inmoral. Y, además, imposible.



Dibujo de Sequeiros



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




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miércoles, 26 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Aguantar y seguir; no queda otra







Sobre el conflicto entre las autoridades rebeldes de la Generalidad de Cataluña y las del Estado la receta es aguantar y seguir, porque desear lo imposible es una enfermedad del alma, escribe en El País, César Antonio Molina, escritor, exdirector del Instituto Cervantes y ex ministro de Cultura, y antes que él Diógenes Laercio, historiador griego, allá por el siglo III d.C. Y no queda otra, si queremos sobrevivir como españoles y como europeos.

En la Odisea, comienza diciendo César Antonio Molina, en la corte de los feacios, el héroe narra cómo él y sus compañeros habían divisado los fuegos de pastor en la costa de Ítaca. Comenzaban a celebrar el prolongado y retrasado regreso, cuando un terrible temporal los arrastró nuevamente a la isla de Eolo, de la cual hacía poco tiempo habían partido. La culpa de este inesperado contratiempo no la tuvieron los dioses ni la naturaleza, sino los propios compañeros de Odiseo. Estaban convencidos de que su rey les había engañado escondiendo ingentes tesoros en las sentinas de la nave. Mientras el gran estratega griego se entregaba al sueño sobre el timón, la tripulación abrió el pellejo cerrado que el dios del viento había dado al héroe y se produjo el citado temporal. Ulises, desilusionado y tremendamente molesto, con toda la razón, pensó entonces si debería saltar del barco y desaparecer en el mar, o seguir con vida, aguantando callado todo lo sucedido. Homero nos dice que, finalmente, eligió aguantar y seguir.

Aguantar, ser paciente, sobreponerse a la desesperanza, no perder el juicio, ser astutamente perseverante. ¿Pero todo esto le será suficiente al presidente del Gobierno de España llevando la tripulación que lleva? Aguantar y seguir. ¿Estamos en manos de Odiseo? El personaje del poema épico era polytropos: el muy viajado, el versátil, el hábil, el astuto, el probado en desvíos, el que soporta los contratiempos, el héroe del movimiento retardado hacia la meta, el hombre al que se le estira en el potro del tormento de la memoria. Y también era polymetis: rico en consejos, fuerte en ardides, el que jamás se desconcierta, el luchador. Y Homero añade otros adjetivos calificativos como polytlas: el que soporta muchas cargas; polypenthes: el que sobrelleva muchas preocupaciones; polytlemon: el que sobrelleva muchas penas; polymechanos: que sabe burlar a la naturaleza. En el poema homérico el héroe constituye la sustancia cuyos atributos son las penas. Hablando de nuestros días, el presidente no es más heroico que cualquiera de sus conciudadanos quienes, con menores medios y muchos más riesgos, tienen que soportar las perpetuas inclemencias de este país inclemente. En el fondo, nuestra nación es tremendamente estoica. Ocupa un lugar en el mundo, en apariencia envidiable, donde los seres humanos están expuestos a cargas. A grandes ejercicios diarios de cargas suplementarias, que en otros lugares no existen. Nada más despertarse y abrir sus ojos cualquier español pierde, para empezar, el 30% del día, simplemente, por el hecho de hacerse, entre otras muchas, las siguientes preguntas: ¿En qué país estoy? ¿Qué identidad lo conforma? ¿A qué comunidad pertenezco? ¿Existe todavía el procés y los nacionalismos variopintos? ¿Realmente es que Franco ha resucitado y no nos hemos enterado? ¿Hay presos políticos, según dice el ridículo supremacista del actual presidente de la Generalitat? ¿Soy yo el colaborador de una dictadura? ¿Cuántos insultos compartiremos hoy los españoles en la maravillosa lengua de Pla o de Espriu? ¿Aún no se han enterrado a los muertos como manda la ley natural? ¿Existe Europa? ¿Nos estará acechando el inspector de Hacienda por cobrar la pensión y seguir publicando? ¿Coincidiremos en un bar tomando una cerveza con el asesino etarra de 40 personas? ¿Quizás los robots nos dejen en paro, pero ya libres de nuestras inquietudes?

Peter Sloterdijk, en su magnífico libro ¿Qué sucedió en el siglo XX? escribe que los europeos -aquellos que no sienten vergüenza en afirmar que lo son- estamos a punto de convertirnos en un pueblo de lotófagos: los comedores del loto que borraba todos los recuerdos (de nuevo la Odisea), dispuestos a desprendernos de nuestras propias tradiciones. El filósofo alemán añade que hay que volver a explicar a los europeos quiénes somos y de dónde venimos. Y a todas las preguntas anteriormente enunciadas hay que añadirles las propias del lugar donde se habita. Por ejemplo, quienes vivimos en Madrid, saber si nuestra ciudad, en los próximos meses, volverá a ocupar un lugar preferente entre las capitales mundiales recuperando la limpieza, la cultura, la dignidad, la convivencia y la gestión dilapidada en estos últimos años. Así, los españoles ¿no son tan o más heroicos que su propio presidente? ¡Odiseo lo somos todos! ¿Un buen Gobierno? Seguro que sí por su profesionalidad, pero tremendamente complejo por el lastre. Diógenes Laercio advirtió de que desear lo imposible era una enfermedad del alma. Desear, decía él. Pero, ¿llevarlo a cabo? Odiseo es también el arte de atarse uno mismo al mástil, no para evitar los gritos irresistibles de las sirenas, sino el mayor lamento que es el silencio del vacío total. ¿Se puede cargar con Calipso, los lotófagos, Polifemo, los lestrigones, Circe, los feacios, además de los propios, todos en la misma nave? ¿Quién abrirá el pellejo de Eolo y hará estrellar la embarcación? ¿Será suficiente que nuestra Nausícaa casera repita permanente "extranjero no me pareces malvado y no me pareces necio"? Un barco de Babel éste que patronea nuestro Odiseo particular. Incluso si llegase a puerto, como así sucede en el poema "tampoco allí, ya entre los propios/seres queridos, se vio aún libre de miserias". En Ítaca, en su propio palacio, aguardan los populistas su turno final. Así es comprensible lo que escribió Platón en el libro décimo de la República referente al final, en el más allá, de Odiseo: "Buscó una vida tranquila y anónima".Todos los ciudadanos españoles, ya desde hace años, son cada uno a su manera Odiseo. 20 años tardó el griego en arreglar su historia -y no nos olvidemos que de manera violenta-. ¿Cuánto nos llevará a nosotros de manera pacífica? La Península Ibérica, al menos, el trozo que a nosotros nos toca, es esa balsa de piedra que ojalá navegue con rumbo.En los próximos meses, si no años, no nos jugamos que gobierne un partido u otro, sino que nos estamos jugando la propia sobrevivencia de nuestro país. Que nadie se engañe, la separación de Cataluña sería el inicio de la desintegración irreversible de España, y también de Europa, como desean muchos. Varios Estados más surgirían con distintas ideologías y dependencias no precisamente proeuropeas. ¿Esto sería soportable? Por eso nos enfrentamos a la cuestión de Estado más importante de la democracia. Los partidos deberían dejar de lado sus rencillas y ponerse de acuerdo. Porque, de no ser así, ¿existirían ellos en esas nuevas naciones? Los partidos constitucionalistas tienen que poner orden, autoridad, respeto y convivencia. La separación, caso de que se pudiera producir pacíficamente, estableciendo un nuevo Estado de pureza étnica, nunca traería la paz, pues los conflictos de fronteras (siempre se habla de los países catalanes del sur, ¿y los del norte?) surgirían a continuación como sucedió hace muy poco tiempo en la antigua Yugoslavia.

En una guerra en seco (sin sangre aún, afortunadamente) estamos ya desde hace tiempo. Y el lenguaje bélico se va acentuando con "el ataque al Estado español" del presidente en los últimos días, y ya los preocupantes encontronazos cívicos de este mes de septiembre conmemorativo. Quien no ponga racionalidad, quien no ponga freno al insulto, al odio y la xenofobia entre españoles y europeos, está condenado al fracaso y a la amechania, que es a lo que el héroe homérico pudo verse abocado: pérdida de los ardides, la astucia, las ocurrencias y artes que encuentren salida a una situación cualquiera y, finalmente, la apatía, la resignación y la infelicidad.Todos debemos defender el patriotismo constitucional. En Europa somos compatriotas de unos países que, tras la Segunda Guerra Mundial, dieron a luz democracias estables y una cultura política liberal que pacificó los ánimos bélicos, y desarrolló un Estado del bienestar jamás alcanzado nunca antes. Patriotismo constitucional. En España somos compatriotas en un país que, tras una Guerra Civil, el exilio de una parte importante de su población, la dictadura de 40 años, logró con la democracia vivir en paz y desarrollo llevando a cabo aquellas esperanzas de libertad por las que muchos de nuestros familiares murieron. Lo de patriotismo constitucional lo ha resaltado el propio Jürgen Habermas, uno de los más grandes filósofos europeos del siglo XX y del postpensamiento marxista. Y si todos, no solo Odiseo, en este caso, hemos decidido aguantar y seguir, deseamos tener suerte en las difíciles decisiones por el bien común no sólo de los partidos. Willy Brandt, ya en los años 70 del pasado siglo, avisó que Occidente y sus democracias estarían nuevamente en peligro por Rusia y su autoritarismo militar. Pero también porque la salud de la democracia siempre es frágil. Estamos en el tempo rubato, esa peculiaridad interpretativa de la música de Chopin que consiste en llevarla a cabo de una manera sutil, pero con inquietud rítmica.



Dibujo de Jaime Olivares para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

lunes, 22 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La forja de un rey (en seis minutos)






362 segundos fue el tiempo que duró el discurso de Felipe VI el 3 de octubre, su particular 23-F. Moncloa pensó que se precipitaba, pero lo cierto es que su alegato fiero de seis minutos marca ya su reinado, comentaba hace unos días en El Mundo la periodista y escritora Ana Romero, especialista en los asuntos de la Casa Real. Un relato completo de cómo ha marcado ya su camino el discurso 'catalán', el papel jugado por el 'sanedrín' de Zarzuela, y 'la burbuja' de Madrid de la que el rey se siente muy distante

Ese martes, comienza diciendo Ana Romero, el rey se levantó temprano y desayunó con su mujer y sus hijas en el complejo de La Zarzuela, como siempre que está en Madrid durante la semana. La historia, al final, es una mezcla de rutina doméstica y de hechos extraordinarios. El 3 de octubre de 2017 no fue distinto de otros días. Las niñas se marcharon al colegio y el calor siguió apretando en el monte de El Pardo, pero la decisión que tomó Felipe VI esa mañana determinará su reinado para bien o para mal.

«Yo he jurado bandera dos veces», llegó a afirmar el rey en la recepción del 12 de octubre en el Palacio Real para justificar el discurso fiero de seis minutos que pronunció dos días después del referéndum ilegal en Cataluña, cuando España se asomó al abismo de la desintegración. Se refería a su primera jura en la Academia Militar de Zaragoza en 1985 y a la llamada rejura en la Academia General del Aire de San Javier (Murcia) en 2014. A esta segunda vez, apenas seis semanas antes de convertirse en rey, acudieron la reina Letizia y sus hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía. Así, convencido profundamente de su obligación como jefe del Estado y como capitán general de los tres ejércitos de España, repasó el discurso escrito por última vez con el círculo más íntimo de su sanedrín, tres hombres venidos de distintos rincones del país y que llevan media vida en palacio.

Jaime Alfonsín Alfonso, el abogado del Estado gallego de 62 años que suma 22 al servicio de Felipe VI, el jefe de la Casa, su mano derecha y su más directo asesor. Un hombre introvertido y discreto, muy a tono con el hermetismo que el nuevo rey ha impuesto en torno a su vida personal y profesional. Domingo Martínez Palomo, de 63 años, andaluz criado en Murcia, el teniente general de la Guardia Civil que entró en Zarzuela de escolta del príncipe niño hace 36 años. Además de secretario general y número dos de la Casa, es la memoria histórica de la monarquía reciente, el hombre que todo lo sabe en palacio y todo lo intuye. Meticuloso hasta la extenuación, Palomo es un servidor leal cuya única ambición es no defraudar nunca al rey. Alfonsín y Palomo, como son conocidos en la Casa, aparecen sentados en la foto detrás del rey durante el desfile militar el pasado 12 de octubre. En esa ocasión, Palomo no vistió uniforme militar, como hace a veces en su afán por pasar lo más desapercibido posible. Nada querrían más estos dos hombres, posiblemente dos de los que más poder atesoran en este país, que ser invisibles para dejar que todo el foco brille sobre el rey, al que han entregado su vida.

El tercero es el periodista catalán Jordi Gutiérrez Roldán, 58 años, que trabajó en TV3 antes de entrar en Zarzuela hace 24 años en el gabinete de Comunicación que ahora dirige. Todos contribuyen con sus ideas al discurso, de la misma manera que lo hicieron al de proclamación el 19 de junio de 2014. En Zarzuela se escribe a varias manos, esta vez también. No hay nadie que haga de Rudyard Kipling, el redactor del primer mensaje navideño de la historia para el rey Jorge V de Inglaterra en 1932. Todo, también las palabras elegidas y el orden de inclusión, es fruto del trabajo de equipo. Pero el rey es el alma de este discurso de apenas dos folios, más breve de lo normal. Alfonsín fue el encargado de enviárselo a la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, su interlocutora habitual, abogada del Estado como él. Con ella como enlace del Gobierno está Alfonsín en continuo contacto desde mediados de agosto, cuando se produjo el atentado yihadista en Barcelona. Hubo varios borradores.A última hora de la mañana, el documento está listo para el visto bueno final, el que le da el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, sentado ya frente al rey en el despacho oficial en el palacio de La Zarzuela propiamente dicho, a un kilómetro escaso del edificio donde vive Felipe VI con su familia, el llamado Pabellón del Príncipe. Al igual que Soraya, Rajoy no cambia absolutamente nada. Pasadas las seis de la tarde trabajan en ese mismo despacho las cámaras de Televisión Española de la mano del equipo de institucionales, los mismos que tres años antes fueron conducidos en secreto a grabar el discurso de abdicación de Juan Carlos I. Se graba rápido, el rey tiene interiorizado el discurso desde hace días. Ha pasado la tarde repasándolo y trabajándolo antes de que llegaran los técnicos. Hay partes que se sabe casi de memoria.Finalmente, a las nueve de la noche de ese martes 3 de octubre de 2017, Felipe VI se asoma a la pantalla, como llevan haciendo los reyes más de medio siglo para felicitar la Navidad o hacer una declaración excepcional. La de Felipe VI fue la primera de su reinado, y muy mal tendría que irle a España para que tuviera que volver a intervenir de esa manera un par de veces en su vida. Con el discurso del 3 de octubre puso fin a un mes de cavilaciones. La línea roja la marcaron las leyes de desconexión del Parlamento catalán, pero Zarzuela estaba en modo 24 horas desde el atentado yihadista en Barcelona el 17 de agosto. La manifestación contra el terrorismo el 26 de agosto, con su abucheo organizado contra el rey, les dio la medida de lo que se avecinaba.

Todo el mes de septiembre lo pasó el rey consultando con su sanedrín, que en su totalidad incluye además de los tres mencionados al general José Manuel Zuleta, duque de Abrantes con avenida propia en su Jerez de la Frontera natal y secretario de la reina Letizia, y al diplomático Alfredo Martínez, asturiano como la reina, jefe de protocolo de la Casa. Desde agosto Felipe VI habla a diario con el presidente Rajoy, a veces hasta dos veces. Sabe a lo largo de todo el mes que va a hacer esta intervención y así se lo comunica a algunas personas de fuera de Zarzuela que re reunieron con él a petición suya. Pero no sabe cuándo será el día exacto.Las imágenes del domingo 1-O en Cataluña -unos españoles, civiles, intentando votar ilegalmente para separarse de España y otros españoles, policías, intentando evitarlo- le helaron el corazón. Como jefe del Estado, «símbolo de su unidad y de su permanencia» según la definición que de él hace la Constitución, y como capitán general de los tres ejércitos, supo que había llegado el momento de intervenir. Era lo único que podía hacer: defender el país tal como lo conocemos ahora y todo lo que él mismo y su apellido representan en España desde 1700. Todo eso peligraba seriamente esa primera semana de octubre.«Moncloa pensó que se precipitaba, pero él insistió en hacerlo. El discurso se escribió en Zarzuela y se mostró a Moncloa, que dio luz verde», explican fuentes solventes. El rey guardó las formas institucionales durante 48 horas: dejó que hablara primero el presidente del Gobierno el domingo por la noche, cuando Rajoy negó la existencia del referéndum que todos pudimos ver en directo en las televisiones, y al día siguiente esperó a que el líder del Ejecutivo consultara con sus oponentes políticos, Pedro Sánchez y Albert Rivera.

Aunque el discurso ya estaba listo, el rey pagó un precio por esa espera de 48 horas transcurridas entre el referéndum y el discurso: las redes lo ridiculizaron por su inacción, y con el apodo del Escondido se convirtió en trending topic en Twitter. Sus clientes naturales, la derecha y los pocos monárquicos que hay en España, estaban exasperados. Por WhatsApp mandaron imágenes poco apreciativas. ¿Para qué un rey? ¿Este era el Preparado? Desprecios del tipo «ya lo decía yo» tan típico del Madrid pequeño formado por periodistas, políticos, funcionarios, asesores y correveidiles. Lo que en Zarzuela se denomina «la burbuja» y de la que el rey se siente tan distante. Una Almendra Central que abarca todo lo que ocurre dentro de la M-30, el cinturón que separa a la capital del reino, la de los coches oficiales y los restaurantes caros, de la España normal. Un territorio físico y mental parecido al cinturón que existe en Washington DC, el famoso beltway del que se nutrió el populismo de Trump.

En las horas previas al 3-O, ardía la Almendra Central con indignación. Felipe VI es un hombre prematuramente envejecido con barba cana y patas de gallo. Algunos dicen que su aspecto se debe al enorme esfuerzo que realiza por no levantar la voz, por tragarse sapos con deportividad, por ganarse a pulso el sobrenombre del Paciente, como su abuelo materno, Pablo. En esta corte hermética que es la nueva Zarzuela, Felipe VI muestra además el perfil de un hombre frío que evita las decisiones en caliente. También se achaca a su mujer, la reina Letizia, la capacidad de tomar nota y no olvidar. Cuenta diez antes de estallar, dicen, pero cuando toca lo hace. Como el martes 3 de octubre, cuando en seis minutos acabó con la caricatura de el Quieto, el Ausente, el Falto de Carácter, el Hombre en Manos de su Mujer. Se hizo con otra, la del Rey de Bastos que le han colocado la izquierda más radical, los independentistas catalanes y los nacionalistas vascos. Pero esa es otra historia cuyo final aún no está escrito.

Dos discursos marcan los últimos años de la monarquía española: el de la abdicación de Juan Carlos I el lunes 2 de junio de 2014 y el catalán de Felipe VI el martes 3 de octubre de 2017. Los dos causaron sorpresa. Nadie esperaba que el padre fuera a abdicar. Tampoco que el hijo mostrara tan pronto el hierro del que está hecho. «Es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional... y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía», dijo Felipe VI, vestido de oscuro, a juego con el ambiente sombrío de su despacho. Nada de ramas de olivo o de palabras en catalán, un idioma que domina, como hará también su hija Leonor, la heredera.«No se habla con quien se ha saltado un semáforo. Primero se le multa, y luego se pregunta por qué lo ha hecho», explican en su entorno. «No se renuncia de golpe a un tercio de la población», afirman lejos de su entorno en referencia a esos independentistas catalanes, nacionalistas vascos, izquierdistas y escépticos, los del Rey de Bastos, que a partir de ese momento se sintieron un poco más lejos de esa Corona que Felipe VI lucha por institucionalizar. A falta de encuestas fiables, se estima que en Cataluña el 80% de la población sintió rechazo a sus palabras. Eso incluye a unionistas o constitucionalistas. El resto de España lo aplaudió en proporción similar, a la inversa. «En Madrid se lee mal Cataluña», afirma un empresario catalán cuya compañía ha abandonado el territorio por miedo a la independencia y que lo último que querría es ver una Cataluña independiente. Pero esa misma persona sabe que tiene que convivir con la mitad de la población que no piensa como él: «Desde Madrid se ve todo muy fácil. Desde Barcelona es distinto».Felipe VI no ha variado su posición. El discurso de Navidad incluye un cambio en el tono pero no en el fondo. El Estado español que representa el rey sufrió un disgusto el 21 de diciembre porque los independentistas volvieron a revalidar la mayoría absoluta. El problema político y constitucional es de largo recorrido, pero Felipe VI ya fijó su posición el 3 de octubre: las autoridades catalanas no podrán volver a repetir esa «deslealtad inadmisible».

Fuera de Cataluña, el discurso ha hecho subir enteros la figura del rey. Los más entusiastas lo comparan con el que pronunció el 3 de septiembre de 1939 del rey Jorge VI, padre de la actual reina de Inglaterra, al declarar la guerra a Alemania. Es conocido por la frase «Con la ayuda de Dios prevaleceremos», pero sobre todo por la película El discurso del Rey (2010) sobre el monarca tartamudo, hermano del abdicado duque de Windsor. España no está en guerra con Cataluña, que sigue sin ser una nación extranjera, y el único parecido entre Jorge VI y Felipe VI es el esfuerzo que pone el monarca español en la buena dicción. A base de trabajo, ha conseguido evitar los molestos quiebros de voz.Dentro de dos semanas cumplirá 50 años, esa edad que supuestamente corona la madurez personal y profesional. Felipe VI, el primer rey verdaderamente constitucional de la historia de España, es un hombre discreto, desconfiado y frío que separa con mano de hierro su vida profesional de la personal. Ha aprendido la lección: cometerá otros, pero no los errores que aprendió de su padre. Ese martes, como todos los días entre semana que está Madrid, acabó como empezó: en casa, con su familia.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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domingo, 21 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El hundimiento del catalanismo





Artur Mas es el máximo responsable de la derrota y destrucción del catalanismo político, afirma el periodista Lluís Bassets, director adjunto del diario El País. Lo tuvo todo y todo lo ha perdido, comienza diciendo. Lo quiso todo y nos ha dejado sin nada. Hasta ahora, los grandes políticos de este país habían hecho mucho con muy poco, a veces sólo con un gesto o una palabra. Este político que ahora dice que se va, en cambio, es exactamente el caso contrario. Teniendo en sus manos el poder más extraordinario que nunca se haya concentrado en las manos de un partido catalán, lo ha dilapidado y destruido, destruyendo además otras muchas cosas, empezando por su propia carrera y la de numerosos compañeros de partido y de alianzas, siguiendo por la estructura entera del sistema de partidos catalanes, y terminando, incluso, por las ideas y los valores de la ideología y de la cultura política central en Cataluña que es la del catalanismo político.

Todo esto es obra de Artur Mas. Con colaboraciones numerosas y con complicidades abundantes, con responsabilidades compartidas ampliamente en el mundo periodístico, intelectual, artístico, deportivo, mediático y empresarial. Pero tratándose de quien quería ser un líder, el líder supremo, el que mantenía más altas las apuestas y aseguradas las posibilidades de negociación y de victoria, suya es la responsabilidad máxima y la mayor de todas, y a él le corresponde responder ante sus conciudadanos, los catalanes, con independencia de las deudas que tenga que resolver ante la justicia, y responder exactamente por el hundimiento al que nos ha llevado con sus políticas y sus decisiones concretas, por la derrota de dimensiones históricas a la que él y los suyos nos han abocado a todos.

Quiso organizar la 'casa grande del catalanismo' y el catalanismo se ha encogido y cuarteado hasta quedarse ahora sin casa. Planteó una 'transición nacional', y nos encontramos ahora con una regresión nacional: en lugar de la independencia, una marcha acelerada hacia la pre-autonomía. Pretendió organizar Cataluña como un Estado propio dentro de Europa y Europa no quiso saber nada del nuevo Estado que se le anunciaba. Quiso internacionalizar el conflicto y ha conseguido el más alto nivel de desprestigio y de enemistad con que haya contado Cataluña dentro de España y de Europa en toda su historia. Quiso hacer más pequeña y más débil a España y ha conseguido hacer más pequeña y más débil a Cataluña. Todo lo confió al ejercicio del derecho a la autodeterminación, presentado como derecho a decidir, ejercido unilateralmente, y ahora ni siquiera mantiene vigencia y futuro la idea de una consulta o de un referéndum legal y acordado. Hizo de la independencia un objetivo creíble y al alcance de la mano y ha quemado la idea de independencia probablemente para décadas.

Cataluña se ha visto confrontada, gracias a los errores del independentismo, que son los errores de Artur Mas, a la cruda realidad de su peso, su fuerza y su dimensión geopolítica dentro de España y dentro de Europa. Mas es responsable máximo de los tres errores más importantes cometido por el independentismo a la hora de enfrentarse con su proyecto. Un primer error de análisis irrealista de la correlación de fuerzas, un segundo error de tergiversación de cara a los ciudadanos respecto a las posibilidades reales de alcanzar los objetivos propuestos y un tercer error, el más grave, de sustitución del método posibilista del catalanismo de probada eficacia historia por un experimento rupturista y de confrontación con España y con el mundo entero si era necesario.

La realidad de España era mucho más sólida y seria de lo que Mas había explicado. La economía y las empresas no tenían simpatía alguna, como Mas pretendía, con un proyecto que fabricaba inseguridad jurídica y resultaba en una inestabilidad hostil a las leyes del mercado. La diversidad de la sociedad catalana era incompatible con un proyecto que no ha dudado en acogerse finalmente a una idea de identidad de carácter etno-nacionalista, despertando en consecuencia reflejos nacionalistas de signo contrario. La Constitución española era mucho más firme y eficaz de lo que había pensado Mas con sus frívolas astucias para esquivar o impugnar el marco legal.

Pero todas estas responsabilidades son plurales y compartidas, y forman parte de ‘la confabulación de los irresponsables’, que tan bien ha explicado Jordi Amat en su libro del mismo título, y que afecta a todos los partidos y a un buen puñado de dirigentes, no únicamente a Artur Mas. Dentro de estas irresponsabilidades encabezadas por Mas, hay algunas decisiones pertenecen directamente a la persona que las tomó, como son las convocatorias electorales o las disoluciones de los Parlamentos, atribuciones específicas del presidente de la Generalitat. Y también aquí las equivocaciones de Mas son desgraciadamente memorables: disolvió cuando no lo tenía que hacer y no lo hizo cuando era necesario, respectivamente en 2012 y 2015, por lo que cae sobre sus hombros la responsabilidad de entregar la llave de la estabilidad parlamentaria a la CUP, una fuerza desestabilizadora por definición y que sólo le interesa participar en mayorías que se dediquen a desestabilizar y vulnerar la legalidad constitucional.

Que lo hiciera el hombre vocacionalmente señalado para dirigir la centralidad sociológica del país, para representar a la burguesía y a las clases medias y asegurar la prosperidad y la buena marcha de la economía, para pactar con Madrid y con Bruselas, es el mayor y el más imperdonable de los pecados. Ungido como el presidente de la continuidad pactista y posibilista, Artur Mas se convirtió en el líder populista y rupturista, capaz de dividir a los catalanes, enfrentarlos con España y arrancarlos si hacía falta del marco europeo. La designación de Puigdemont como sucesor es la culminación del disparate y de las cumbres de desprestigio a los que nos ha llevado esta ‘confabulación de irresponsables’.

Nada de positivo hay en su legado. Si la historia tiene algo de piedad de su paso por la máxima responsabilidad política catalana, le dejará en el olvido de una nota al pie insignificante. Si es un poco más atenta y rigurosa, le dedicará uno de los capítulos más negativos de la historia de Cataluña, el que corresponde a quien ha dilapidado la herencia espléndida que han recibido y solo ha dejado tras de sí una casa en ruinas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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jueves, 4 de enero de 2018

[A vuelapluma] Optimistas pero no idiotas





En el “asunto catalán”, los independentistas han ido viendo claro que esta broma ha durado demasiado y se ha terminado para siempre aunque las mentiras persistan. Y no importa que los constitucionalistas no tengan mayoría absoluta, comenta en El País el pintor y escritor Eduardo Arroyo.

Cada vez que acudo a los periódicos o a la televisión, comienza diciendo, lo que llamo “el asunto catalán” se me vuelve más aburrido. Por el interés desmedido de los medios creo que esto no tiene trazas de terminarse. En meses, personas como Junqueras, Puigdemont o Rovira se han convertido en figuras warholianas; viven con pasión, y con satisfacción, sus quince minutos de celebridad.

No sé si en la oscuridad presente y futura de la cárcel —que algunos que hayamos sido y por menores que nuestras penas hayan sido no olvidaremos— los presos e indiciados independentistas soportarán esa situación: ese inconfundible tufo a humedad, ese olor a colilla fría, a lejía que no te abandona jamás, ese insoportable perfume cuartelero. Tampoco se puede borrar ese rancho turbio con el que se supone alimentan más que deleitan a encarcelados, según nos recordó el señor Rull, de la eterna sonrisa y sufriente estómago. Curiosamente, después de la oleada rojo y gualda que reinventó el señor Puigdemont, aparecen tímidamente comentarios muy optimistas, sobre todo hechos públicos y firmados después de las elecciones.

Leyendo Cinco días de mayo de 1940: Churchill solo frente a Hitler de John Lukacs (Turner, 2001), se ve que van desapareciendo esos comprensibles derrotistas; así los llamaba Churchill en 1940 cuando se daba a Inglaterra por vencida. Desde hace años a los optimistas como se nos ha tratado de naífs, pero con el primer furgón directo del Tribunal a la cárcel y la aparición de esa cifra, 155, los independentistas han ido viendo claro que esta broma ha durado demasiado y se ha terminado para siempre, aunque las mentiras persistan y hagan que menos de la mitad de los catalanes no permitan el orden constitucional. Todo el resto son anécdotas y rellenos… Y no creo que haya que sufrir un solo momento la falta de mayoría absoluta de los constitucionalistas, es decir, nosotros. Este país ha vivido cosas peores, y si ellos consiguen gobernar en medio de esas espesas natillas, pues mejor que mejor.

Quiero proclamar que lo arriba versado forma parte de esa buena cantidad de deseos, esperanzas, polémicas y anatemas que han amueblado mi vida. Todas mis predicciones políticas han resultado erróneas y toda la historia de España desde que nací se ha hecho sin mí. Es natural, espero no haberme excedido en mi optimismo, porque me convertiría en un idiota optimista más, pero reitero la impresión de que somos más numerosos.

También puedo afirmar que no pondré jamás los pies en Cataluña, como tampoco los puse en la Grecia de los coroneles, ni en la Argentina mientras duraron los verdugos militares. Tampoco puse mis pies en la Cuba de Castro desde mi último viaje, en 1967. Esta actitud no es meritoria por lo que respecta a Cataluña, porque el arte, mi oficio, ya se lo han cargado con ese batiburrillo de estupideces plásticas oficiadas por instituciones independentistas.

Cuando Pujol recriminó a Carlos Taché, el director de mi galería de entonces, para mí para siempre abandonada, porque se exponían a artistas españoles (Saura, Palazuelo y yo); aquel comentario deslizado en Israel en el Huerto de los Olivos (véase también en Israel a Maragall y a Carod-Rovira jugando con la corona de espinas), me dejó indiferente, acostumbrado a que después de seis exposiciones en la galería, ningún organismo oficial hubiera comprado ni siquiera una litografía mía. Y tampoco me inmuté porque el dinero de esa litografía tanto soñada iba a parar en los bolsillos de Miró, Tàpies o Plensa; tampoco me importa cuando veo en la televisión esas caras independentistas reunirse bajo un cuadro tardío de Tàpies celebrando ocurrencias y chorradas.

Tampoco me sorprendió el verme hablando solo y en castellano en la bella aula magna de la Universidad de Barcelona. El caso es que había recibido una invitación para intervenir en un congreso promovido por las universidades de Barcelona y de Berlín sobre la figura de Walter Benjamin. Unos días antes recibí una llamada para invitarme a una excursión a Port-Bou. Decliné pero confirmé mi presencia en la Universidad; antes de colgar mi interlocutora me preguntó en qué lengua tenía yo intención de hablar sobre el desgraciado filósofo. Le dije que en castellano, y ella me respondió que no le parecía aconsejable. ¿Por qué? Simplemente porque el castellano no formaba parte de los idiomas admitidos para hablar de Benjamin: catalán, francés, inglés y alemán. Contesté que ya era tarde para arreglar este entuerto porque resultaba difícil encontrar a un traductor que trasladara mis 15 cuartillas en castellano a las lenguas admitidas.

En aquel parchís el único español era yo. El resto: catalanes, franceses, ingleses, alemanes y algún que otro norteamericano que nunca faltan a este tipo de saraos. Cuando me tocó hablar, en primer lugar me excusé en francés por el hecho de tener que leer mi intervención en castellano, una de mis tres lenguas. Hice examen de conciencia tipo Heberto Padilla en Cuba imitando los procesos de Moscú, prometí que en el futuro aquello no ocurriría jamás y así fue, ya que me juré a mí mismo que jamás en mi vida volvería a poner los pies en aquella Universidad. Me excusé por incurrir en tamaña grosería y, una vez terminada mi introducción en francés empecé, ya en castellano, a propinar a los oyentes un bombardeo en forma de misiles de papel que caían al albur según la intensidad con que salían disparados y la dirección en que los lanzaba. Mientras hablaba con calor de mi admiración por Benjamin, los traductores y las traductoras abandonaron las cabinas, los independentistas aprovecharon la ocasión para ir al baño y los alemanes, que no entendían nada de lo que ocurría —cosa comprensible—, hablaron entre ellos. Para mí se trató de una experiencia más frente a muñecos del pimpampum, y si Benjamin me hubiera podido ver desde el fondo de su tumba, aún no identificada, en el cementerio de Portbou, se hubiera partido de risa de ver aquel despropósito, a él dedicado. Imagino que se hubiera partido de risa porque ese regreso a los juegos de la infancia le habría divertido, aunque reconozco que nunca pude ver una sola fotografía suya en la que sonriera. En mi imaginación, Walter se partía de risa mientras numerosas butifarras de mármol y varias salchichas de madera iban abandonando el aula hasta que yo me quedase solo rodeado de misiles de papel que ya no volarían más.

Después de este episodio cené con Octavio Paz en Madrid y le vi muy alterado. Sabíamos de su carácter amable y tolerante y me sorprendía su semblante demudado. Acababa de recibir la medalla de Sant Jordi, y creo que también en la misma Universidad de Barcelona, donde fue recibido por Jordi Pujol, que se dirigió a él en catalán y ni siquiera se dignó dirigirle un: “¡Hasta la vista!”, a modo de despedida. Enojado, Octavio me decía: “Aquello fue intolerable para mí, eso no se hace jamás con un invitado; se le habla y si se puede se le recibe en su idioma. Si soy un poeta mexicano y mi lengua es el castellano…”. Optimistas sí, pero no idiotas.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 3 de enero de 2018

[A vuelapluma] Tópicos tramposos





Los arraigados juicios de valor en política florecieron durante la etapa de ETA y se concentran ahora en la cuestión catalana. Ahí se ha mentido tanto que llevará tiempo desmontar el tinglado y reconstruir una conciencia pública decente, escribía hace unos días en El País el profesor Aurelio Arteta, catedrático jubilado de Filosofía Moral y Política.

Desde que entramos en sociedad todos queremos ser de “los nuestros”. Para ello no hace falta ningún juramento expreso de fidelidad al grupo ni ceremonia especial de ingreso, sino ante todo compartir sus tópicos o lugares comunes. Los tópicos son esos juicios de valor muy arraigados en una comunidad, que nos brotan sin apenas rumiarlos y a los que no damos relevancia. Alguna deben de tener, sin embargo, puesto que nos ganan el beneplácito de muchos conciudadanos y también, según la situación, el rencor o la sospecha de otros tantos. Y es que en sus pocas palabras encierran un parecer que no hace falta justificar, porque se da por supuesto. Sus usuarios probablemente quedarían asombrados si vieran en qué medida esas manidas frases hechas condicionan sus sentimientos y su conducta; cómo y cuánto llevan a aplaudir, condenar o simplemente permitir un proyecto colectivo.

Los tópicos políticos más clamorosos entre nosotros, que tuvieron su floración durante la larga etapa de ETA y sus fieles, se han concentrado más calladamente en torno a la “cuestión catalana” hasta su actual estallido. No todos van siempre en la misma dirección, sino que, como en este caso, se reparten entre bandos enfrentados y alimentan sus actitudes respectivas. Sirven para enardecer a unos, mientras fomentan el apocamiento y el silencio de otros. Durante decenios han armado de osadía a los independentistas y desarmado a la mayoría de los demás, con el consentimiento de un Gobierno de España que ha recitado, ¡y sólo al final!, la salmodia de la legalidad como único argumento. Veamos en acción la falsa ortodoxia de unos cuantos lugares comunes en este conflicto.

Me jugaría lo que no tengo a que, salvo excepciones, el separatista catalán había parecido a sus vecinos hasta hace poco una persona de lo más normal. Y mucho mejor todavía si aquel no trataba de imponer sus ideas políticas por la fuerza, porque es sabido que todas las opiniones son respetables y que sin violencia todas las ideas son legítimas, hasta las más bestias. En su boca el adjetivo “democrático” vuelve ya milagrosamente democrático a cualquier sustantivo al que acompañe; y, si no, conviene recurrir al bueno, eso es relativo. Ante el menor reproche contrario, los fanáticos advierten que tratan simplemente de expresar sus legítimas diferencias. Como al parecer la historia nos otorga derechos, parece lógico que, al reclamar los presuntos de su nación, se amparen en que no es nada personal. Llevarán las de ganar si incluso reconocen que todos tenemos derecho a equivocarnos, aunque poco antes o después aseguren que no me arrepiento de nada.

Estos separatistas ya han probado que no se dejan arredrar fácilmente. El suyo es un nacionalismo democrático —ese flagrante contrasentido— ya simplemente por ser pacífico, así que nadie tiene derecho a pedirme que renuncie a mis ideas. Se trata de ideas muy profundas: verbigracia, democracia es votar, sin preguntarse antes por sus requisitos o si cualquier propuesta popular puede someterse a votación. La consigna general que hoy ordena déjate llevar por tus sentimientos, se traducirá en el dogma de que los sentimientos políticos son intocables. A la vista de aquellos pocos heridos en la famosa refriega (y contra el inexcusable monopolio de la violencia por parte del Estado), se proclama que con la violencia no se consigue nada o que la rechazamos, venga de donde venga. En menos palabras, que la carga policial fue una actuación muy poco ética. Ese combatiente se atiene al lema de que al enemigo, ni agua, y así puede mentir a derecha e izquierda con igual descaro. Voceará sin desmayo que estoy en mi perfecto derecho de pedir cuanto se le antoje y pondrá fin al debate con un sorprendido e inapelable ¡pero no pretenderá usted convencerme! En realidad, demócrata como se cree, ese final puede también adoptar la fórmula de que somos mayoría, y punto.

¿Venimos ahora al bando de enfrente? Siguiendo el ejemplo de nuestro timorato Gobierno en esta materia, muchos rivales de los indepes han evitado durante algunos decenios la pelea ideológica para dejarse de filosofías. Si el contrario aún porfía en sus planes, echará mano de la acreditada fórmula de que respeto sus ideas, pero no las comparto. También cuenta el llamamiento a que seamos tolerantes, ya que al parecer no debemos juzgar a nadie. Tal vez se oiga a los más angelicales resumir que todos tenemos alguna parte de verdad o, en este caso, que se debe respetar su cultura (entiéndase, la catalana). Ya puestos, respetaremos también esa política educativa que impone por la brava como “lengua propia” la que mayoritariamente es la impropia (el catalán). En cualquier momento vale soltar que esa será tu opinión, para mejor ocultar la suya por si acaso. Eso sí, no hay que generalizar. Y para defenderse del reproche de haber callado tanto tiempo, le escucharemos susurrar que mi intervención no serviría de nada, o que todos harían lo mismo o, más humildemente, que no tengo madera de héroe.

A este ciudadano tanto tiempo asustado y remiso no le faltarán sus propios sonsonetes de apoyo. Si ya ha superado ese de que la política es cosa de los políticos, quedará como un caballero al sentenciar que desapruebo lo que dices, pero defiendo tu derecho a decirlo (por más que lo dicho sea una invitación al atropello civil). Ganará fama de sujeto reflexivo cuando pontifique que el problema es muy complejo y todavía aumentará su crédito si termina con un todos queremos la paz. A su entender, todo es negociable, incluida la verdad o la justicia de la reivindicación en juego. De ahí que a menudo concluyan que eso no lleva a ninguna parte, cuando hace tiempo que ha llevado ya al desastre. Y si algún día no soportan la letanía de aquellos creyentes en su Pueblo escogido, bueno, que les den lo que piden y nos dejen en paz...

Pues, mire usted, ni unos ni otros tópicos. Tan cómodos pero tan falsos, será mejor que nos vayamos acostumbrando a pensar sin su tramposa ayuda. Quiero decir, a pensar con razones bien fundadas, no con torpes soflamas, lo que será una tarea bastante más ardua que la mera aplicación del artículo 155. Pero me temo que antes se querrá contentar a los muchos que llevan siglos sintiéndose ofendidos y humillados. No tengan ninguna duda: allí se ha mentido tanto, se ha creído tanto, se ha disimulado tanto y confundido tanto y consentido tanto... que llevará tiempo desmontar el tinglado y reconstruir una conciencia pública decente. A lo mejor vuelve a ser el momento, ¿recuerdan?, de solicitar aquella indispensable educación para la ciudadanía. No sé, digo yo.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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