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domingo, 26 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Otoño del 17





En marcha ya sin demasiadas complicaciones la aplicación del 155 de la Constitución y confirmado que todos los partidos políticos catalanes se van a presentar las elecciones en Cataluña el 21 de diciembre (lo que supone, en la práctica, un 155 de mínimos y una salida política más que digna al embrollo catalán) podemos extraer algunas lecciones de los sucesos vividos en España en el agitado otoño de 2017 que entrará a formar parte de la Historia de nuestro país aunque ciertamente no del modo previsto por sus instigadores, comenta en El Mundo Elisa de la Nuez, abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del consejo editorial de ese diario.

El famoso principio -recogido por Karl Marx en su ensayo sobre el 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte-, comienza diciendo Elisa de la Nuez, según el cual la historia se repite siempre dos veces, primero como tragedia y después como farsa, se ha cumplido religiosamente en el caso del independentismo catalán del siglo XXI. Afortunadamente. La razón es que el momento histórico de este tipo de nacionalismos (en base a los cuales se construyeron muchos Estados-nación durante los siglos XIX y XX) ha pasado hace mucho tiempo al menos en los países desarrollados. De ahí el carácter inevitablemente retro y nostálgico de un independentismo que necesita para sobrevivir revivir clichés de siglos anteriores magnificando la importancia de "las estructuras de Estado" y negando la profunda transformación que ha experimentado la sociedad española en las últimas décadas. Una transformación que es mucho mayor que la del propio Estado dicho sea de paso. Nuestras instituciones necesitan una renovación urgente que deberíamos acometer en un plazo perentorio para adaptarlas a las necesidades y a las exigencias de una sociedad española muy distinta a la que vivió el franquismo y la Transición y no solo por obvios motivos generacionales. Es también la sociedad que acaba de vivir la gran recesión, lo que la ha convertido en una sociedad más resistente, más crítica, más consciente y más segura de sí misma. Baste recordar que durante los últimos meses ha sido básicamente la ciudadanía y la sociedad civil y no las instituciones la que ha protagonizado la defensa intelectual, mediática y social de los valores democráticos y constitucionales. La cantidad de análisis, reflexiones, manifiestos, concentraciones y manifestaciones propiciadas al margen o incluso en contra de los cauces oficiales en un cortísimo periodo de tiempo ha sido realmente espectacular, lo mismo que la decidida voluntad de suplir las deficiencias de la estrategia de comunicación oficial particularmente en relación con los medios extranjeros. Lo que demuestra la enorme vitalidad y recursos de los que disponemos como sociedad y, lo que es más importante, la convicción de que podemos y debemos usarlos sin esperar a que una mediocre clase política claramente sobrepasada por los acontecimientos nos saque las castañas del fuego. En definitiva, hemos vivido un proceso de maduración acelerada que nos ha permitido tomar la delantera a nuestros políticos e instituciones, lo que también nos permite ser mucho más críticos y exigentes con unos y con otras. Quizás el caso catalán siga siendo la excepción más notable frente a este cambio aunque hay que destacar la comparecencia in extremis de la mayoría silenciosa y algunas iniciativas de personas y colectivos que empiezan a romper la omertá nacionalista. Pero sin duda una de las características más llamativas del independentismo es que ha impedido que una parte significativa de sus electores haya experimentado el mismo proceso de maduración ciudadana al recurrir a un relato político infantilizado de malos y buenos sólo apto para consumidores acríticos.

La conclusión parece clara: no necesitamos ni queremos rebeliones institucionales y saltos en el vacío para mejorar nuestro entramado político e institucional. En el selecto club de las democracias liberales occidentales de la Unión Europea, al que afortunadamente pertenecemos, las cosas no se hacen así. Claro que hay muchas reformas que siguen pendientes, especialmente, las políticas e institucionales que son además las que permitirían abordar todas las demás en mejores condiciones. Pero mantener desde un poderoso Gobierno regional con cargo al erario público que la única posibilidad de mejora pasa por la independencia (incluso cuando la desidia y la incompetencia del Gobierno central vienen en tu ayuda) y que además una parte de la ciudadanía -precisamente la más privilegiada en términos sociales y económicos- está oprimida es bastante más complicado que sostenerlo desde el exilio, la cárcel, la guerrilla o las huelgas de hambre, por mencionar algunos de los instrumentos tradicionales a los que los realmente oprimidos no tienen más remedio que recurrir. Ni siquiera la prisión preventiva de Junqueras y otros consejeros o el autoimpuesto exilio de Puigdemont son suficientes para demostrar la existencia de ese Estado opresor que el separatismo necesita para justificar la vulneración de los principios y valores de nuestro pacto de convivencia nacional y europeo. En ese sentido, es muy comprensible el desprecio que suscitan los que denuncian injusticias y agravios imaginarios a los que han luchado y todavía luchan por combatir las injusticias y agravios reales como se ha puesto de manifiesto en las declaraciones de algunos representantes de la izquierda histórica española que saben de lo que hablan.

También se ha puesto de manifiesto el enorme valor del Estado de derecho en nuestras sociedades. La previsibilidad y la certeza que proporciona a ciudadanos y empresas en un momento dado no puede arrojarse por la borda a cambio de vagas promesas. Las leyes se pueden y se deben mejorar siempre, pero a través de los procedimientos establecidos. Sin duda nuestro Estado de derecho tiene imperfecciones pero el peor de los ordenamientos jurídicos democráticos es mejor que ninguno o que la pura y simple arbitrariedad de los gobernantes. Para un jurista no deja de ser una satisfacción comprobar cómo un concepto tan abstracto y tan complejo ha sido interiorizado por los españoles con ocasión de esta crisis. Y es que -como ocurre con tantas otras cosas importantes en la vida- sólo apreciamos su valor cuando corremos el riesgo de perderlo.

Por tanto, como sociedad madura que ya somos conviene desconfiar de los gobernantes que nos prometen alcanzar la tierra prometida (la famosa Dinamarca del sur) de un día para otro y a coste cero adulando nuestras más bajas pasiones. Hay que ser conscientes de que las grandes transformaciones jurídicas e institucionales pueden ocurrir, pero requieren de debate, de tiempo y de esfuerzo. Tratar a los ciudadanos con respeto supone reconocerlo así. Ocultar los costes y el esfuerzo de cualquier promesa que se haga a los votantes de saltos económicos, institucionales, jurídicos o incluso sociales para ponernos a la altura de los países más avanzados del mundo por arte de magia es pura y simple demagogia, y deberíamos empezar a denunciarlo. En este sentido, hay que hablar no sólo de la irresponsabilidad de los líderes políticos (sin duda clamorosa y que debería propiciar en algún momento su sustitución por otros que, aun manteniendo la misma ideología, sean más honestos con sus votantes) sino también de la de muchos brillantes académicos, economistas y expertos de toda índole cuya frivolidad (no siempre desinteresada) ha sido pavorosa. Estamos ante una versión moderna de la traición de los intelectuales criticada por Julian Benda en su famoso libro de 1927 La trahison des clercs. Efectivamente, se trata de una traición en toda regla a la principal misión de un intelectual: el compromiso con la verdad. Como siempre, el problema es que los platos rotos económicos e institucionales no los pagarán los más responsables porque suelen ser los que tienen el poder y los medios para evitarlo. Los pagarán los más débiles y los menos organizados. Más allá del recorrido judicial que tengan los procesos judiciales ya estamos viendo que la mayoría de los políticos responsables del destrozo repiten en las listas electorales. También los empresarios consentidores seguirán con sus negocios y los prestigiosos profesores en sus cátedras. La vida sigue pero los que perderán o verán amenazados sus puestos de trabajo serán otros desde los pequeños empresarios que quebrarán por el boicot a sus productos hasta los empleados de los negocios dependientes del turismo y en general todos aquellos trabajadores y empresarios a los que les irá un poco peor. Si algo podemos aprender como sociedad de esta gran crisis del otoño de 2017 es que la ineludible renovación de nuestro pacto de convivencia representado por la Constitución de 1978 exige tiempo, dedicación, esfuerzo y la participación de todos.  



Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 25 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] El final del engaño





Puigdemont se cree protagonista de una película irreal, más bien virtual, sin importarle en absoluto el daño que está haciendo a Cataluña. Aún así, es probable que su situación judicial lo beneficie en las elecciones del 21-D. ¿Es el final del engaño?, se pregunta en El País el empresario catalán Josep María Juncadella, antiguo piloto de automobilismo y fundador de la Escudería Montjuïc.

La incompetencia de Artur Mas, comienza diciendo Juncadella, no solo no supo disimular el mandato que le entregó la ahora triste y silenciada familia, sino que enterró a Convergència i Unió. Después de desesperados intentos fue obligado a buscar un sustituto que le relevara en la presidencia de la Generalitat de Cataluña. La CUP se lo exigió. Tan grande le venía el cargo al pobre Artur Mas, que optó sin gallardía alguna por retirarse con pena al ostracismo.

Ahora resulta que el mediocre Puigdemont, su sucesor, en su desesperación abandona a los catalanes y se fuga cobardemente a Bruselas sin saber si prefiere pedir asilo político en Bélgica. Una vez instalado en la capital de ese país se le aconseja que desista de ello y aparece en una rueda de prensa patética y a la vez grotesca, dando la sensación de que todas las mentiras e historietas que le hacen decir acaba creyéndoselas.

Sin darse cuenta, defrauda a la mayoría de independentistas, da alas a la mayoría silenciosa y silenciada de catalanes que se sienten españoles, y hace reflexionar a una tercera clase de catalanes; catalanes muy catalanistas que incluso aman más a Cataluña que a España, pero que no solo no odian a esta sino que la respetan con agradecimiento por haber podido disfrutar de las costumbres y tradiciones más profundas de Cataluña en los últimos 40 años con plena libertad. En definitiva, disfrutando de una parte de la cultura de Cataluña.

Son estos catalanistas, conozco a muchos de ellos, gente con personalidad que no se presta a salir a las calles pidiendo la independencia arrastrados por politicoides callejeros. Son los del verdadero seny catalán, que optan por ir a la playa o al monte, en vez de acudir a manifestaciones fanáticas y destructivas para Cataluña.

La cobardía del expresidente Puigdemont quedó en evidencia antes de su fuga al no aceptar ir al Senado ni atreverse a dialogar por miedo a ser ridiculizado públicamente. Estos golpistas, hoy al mando de la Generalitat, tal vez no contaban con la contundencia con la que nuestro rey, Felipe VI, defiende la Constitución y, en definitiva, la democracia, instaurada y defendida por su padre, Juan Carlos I. El jefe de Estado, en su brillante discurso en la primera semana de octubre, dejó muy claro que no estaba dispuesto a tolerar ninguna violación a la democracia de nuestro país.

Puigdemont se cree protagonista de una película de vida irreal, más bien virtual, sin importarle en absoluto el daño que está haciendo a Cataluña, a la que, entre otras cosas, ha contribuido ya a restar 25.000 millones de euros del PIB nacional. Probablemente en su permanente engaño y “beneficiado” por la situación judicial que sin duda les favorece cara a las elecciones del 21-D, conseguirán el derecho a gobernar la Generalitat de Cataluña con toda legalidad, pero con el riesgo de empobrecer más todavía a Cataluña, perjudicando seriamente a su economía (freno del turismo, freno a las inversiones, fuga de empresas, impuestos, mala imagen, etcétera). Tal vez no les importe a estos golpistas una Cataluña más pobre, probablemente la prefieran; les podría resultar más fácil anteponer otros intereses a los de la población catalana.

En definitiva, una Cataluña más empobrecida y más fácil de manejar. Un escenario que Josep Tarradellas intuyó o, mejor dicho, vaticinó inteligentemente en su día.

A esta izquierda radical, con o sin independencia, con su comportamiento y obstinación parece no preocuparle demasiado Cataluña. Estos golpistas al mando de la Generalitat y sus métodos demostrados no presagian nada bueno.

Estamos ya inmersos en vísperas del 21-D. Día en el que se celebrarán unas elecciones autonómicas en Cataluña. Decisión valiente y democrática de Mariano Rajoy.

Por supuesto nadie pone en duda que la tesorería de la Generalitat, conociendo los métodos de sus dirigentes muy poco democráticos, se verá perjudicada. Todos los gastos sin freno que sus continuos caprichos han ido generando son financiados con el dinero de todos los ciudadanos de Cataluña (campañas de publicidad, viajes al extranjero, captación de voluntades en las escuelas y universidades, etcétera). Un sistema claramente dictatorial.

Hoy nos encontramos gracias al apoyo de políticos con talla en el Partido Socialista Obrero Español capitaneados por Felipe González y también con el apoyo del partido de Ciudadanos a un presidente de Gobierno, Mariano Rajoy, que con serenidad y prudencia, curiosamente virtudes estas hoy criticadas y cuestionadas por mucha gente, ha impuesto su timing con las leyes en la mano que la Constitución española dicta. Todo ello a pesar de las constantes e incomprensibles pruebas de deslealtad del expresidente José María Aznar hacia la figura del actual presidente del Gobierno.

Con ello posiblemente no esté garantizado que el problema desaparezca. Está por ver si el sentido común de muchos líderes socialistas de diferentes comunidades autónomas, con Miguel Iceta a la cabeza en Cataluña, demostrando que anteponen el bien de España a los intereses partidistas y personales, es suficiente para contrarrestar el desenfreno separatista.

Lo que sí está claro ya es que el 21-D se podrá votar si no en la normalidad, sí en la legalidad.

Los obstinados y fanáticos secesionistas esgrimen: “Queremos votar” y “queremos ser libres”.

A la primera demanda ya le ha llegado su hora, pero dentro de la legalidad y sin saltarse la Constitución española. Lo que en cambio no precisan es la clase de libertad que pretenden. No la definen. ¿Qué libertad les falta? ¿Por qué no la precisan?

Gracias, señor Puigdemont. Gracias por su cinismo, sus mentiras, sus chantajes y, en definitiva, por su cobardía y por estar enfrentado a una democracia. Gracias por sus traiciones a la Constitución, sus desobediencias, y gracias por sus constantes improvisaciones, quitándose la careta y mostrando su faceta claramente fascista.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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sábado, 18 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La esperanza no es una virtud (en política)





La esperanza, por muy virtud teologal que la consideren los creyentes, no parece muy válida como vara para medir las cuestiones políticas, ya que las promesas utópicas terminan por postergar la resolución de los problemas concretos, que son los que de verdad importan.

Las bases de la plataforma ciudadana de Ada Colau, comenta el profesor e historiador José Andrés Rojo en El País, fueron llamadas a pronunciarse sobre el pacto con los socialistas en el Ayuntamiento de Barcelona. De los 10.000 inscritos participaron 3.800 y fueron 2.059 los que se inclinaron por fulminar la alianza, frente a 1.736, el 45,68%, que prefería que ambas fuerzas siguieran trabajando juntas. Parece ser que entre los seguidores de Barcelona en Comú había cundido el descontento porque gobernara con un partido que apoyaba la aplicación del artículo 155. Por lo que se ve, urgía pronunciarse y la alcaldesa decidió sortear tesitura trasladando la decisión a su gente.

Hay quienes interpretan que ese acto de “radicalidad democrática”, esos fueron los términos que Colau utilizó para definir su iniciativa, no significa otra cosa que ganas de bailarle el mambo a los independentistas. El procés ha tenido siempre un punto festivo y nunca viene mal subirse a la corriente del entusiasmo. La radicalidad democrática de Colau le hace así un guiño a la radicalidad democrática de la que siempre han presumido los soberanistas, y que les sirvió para masacrar de un zarpazo las reglas de juego de la Constitución y el Estatut.

Vienen elecciones, luego harán falta alianzas e igual podrían juntarse Esquerra y los comunes para gobernar Cataluña. Comparten esa manera de hacer política que se sostiene en cultivar la esperanza de sus seguidores. Esquerra y el resto de los secesionistas levantaron con tesón la Arcadia feliz de la independencia. Lo de los comunes tiene más que ver con un tuit que lanzó uno de los fundadores de Podemos a propósito del golpe de los bolcheviques de 1917: “Llegó la revolución y hubo esperanza”. No cuentan gran cosa ni las checas, que empezaron enseguida, ni el horror del Gulag.

Hay otro punto de contacto, su visión crítica del consenso que forjaron distintas fuerzas políticas españolas tras la muerte de Franco para conquistar la democracia (no la radical, la otra). Santos Juliá reconstruye en su libro sobre la Transición la época del desencanto. Cuenta que en amplios sectores fue calando la idea que sostenía José Vidal-Beneyto, uno de los referentes intelectuales de aquellos años, que “no había pasado nada de lo que nuestra esperanza esperaba”. “Argumento ciertamente singular”, dice Juliá, “puesto que medía el valor de lo ocurrido”, el complicadísimo andamiaje para salir de una larga y cruel dictadura, “con el metro de nuestra esperanza”.

Tuvo que ser un historiador británico, Raymond Carr, quien finalmente advirtió que todo ese desencanto, que alimenta ahora a los críticos del “régimen del 78”, estaba basado en “una falsa concepción de la democracia y de lo que ésta es capaz de conseguir”. Santos Juliá lo dice de otra manera. Durante aquellos años, “entre ejercicio de poder o cultivo de la utopía, había que optar: o una cosa o la otra. ¿Quién ha visto alguna vez a un utópico, de los de verdad, administrando el presupuesto de un ministerio?”. Pues eso: medir las políticas concretas con el metro de la esperanza no es nunca una buena idea.



La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau



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viernes, 17 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Paz por territorio? ¿También en Cataluña?





Para salir del bucle nihilista en el que estamos hace falta restablecer toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. No hay que dar otro paso atrás y ceder a la presión independentista, escribe en el diario El País el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

Paz por territorios fue la fórmula acuñada por la Conferencia de Paz celebrada en Madrid en octubre de 1991 para encauzar el problema palestino mediante una transacción que parecía razonable: los palestinos renunciaban a la destrucción del Estado de Israel y este cedía una parte de su territorio para que sus adversarios pudieran disponer de una administración propia. A simple vista, la aplicación del caso palestino al problema catalán no hace más que confundir las cosas, más aún que otras analogías al uso, como el paralelismo con Quebec o con Escocia. Ni hay un problema de ocupación por la fuerza, ni —de momento— un conflicto entre comunidades enfrentadas, ni es fácil identificar al soberanismo catalán con uno de los bandos en litigio en el problema de Oriente Próximo. Al contrario, en ese magma heterogéneo que es el independentismo se puede reconocer un sector prosionista, vinculado al catalanismo histórico, y otro propalestino en la CUP. El símil, sin embargo, tiene alguna utilidad para intentar dar una respuesta a las dos grandes preguntas que plantea la crisis institucional en Cataluña: cómo hemos llegado a esto y cómo podríamos salir de aquí.

El modelo autonómico establecido por la Transición supuso en parte el regreso a la fórmula ensayada por la Segunda República. El nacionalismo catalán, representado entonces por Esquerra Republicana, abdicaba de la independencia y el Estado aceptaba reducir su presencia en Cataluña al ceder a las instituciones autonómicas buena parte de sus competencias. El nacionalismo ofrecía la paz al Estado, abandonando cualquier pretensión secesionista, y este renunciaba a ejercer como tal en aquella parte del territorio nacional. Paz por territorios. No se puede decir que el experimento de la Segunda República colmara las esperanzas que sus dirigentes depositaron en el Estatuto de Autonomía de 1932. Dos años después de su aprobación, la Generalitat se sublevaba contra un Gobierno republicano que cumplía todas las formalidades constitucionales. Ya en la Guerra Civil, Manuel Azaña señaló la necesidad imperiosa de que la República recuperara las competencias que había perdido en Cataluña por la deslealtad y la política de hechos consumados del Gobierno de Companys. Así lo declaró Azaña ante el presidente Negrín y sus ministros en mayo de 1937: “Les dije que el Gobierno estaba obligado a trazarse con urgencia una política catalana, que no puede ser la de inhibirse y abandonarlo todo. (…) El Gobierno debe restablecer en Cataluña su autoridad en todo lo que le compete”.

El pacto de la Transición se inspiró en gran medida en eso que el propio Azaña llamó “la musa del escarmiento”, la voluntad de no incurrir en viejos errores que podían tener las mismas consecuencias que en los años treinta. Los pocos representantes activos de la generación de la República, como Tarradellas, lo entendieron perfectamente: “Mai mès un trenta-quatre” (“nunca más un 34”). El procedimiento empleado por la Segunda República para resolver el problema catalán tenía esta vez a su favor el efecto pedagógico de la musa del escarmiento y el convencimiento de que las dos partes respetarían un principio no escrito del pacto estatutario, que podría expresarse mediante la fórmula paz por territorios. El nacionalismo catalán renunciaba a su programa máximo —la independencia— y el Estado a estar presente en los ámbitos fundamentales de la vida pública catalana. Ocurrió, sin embargo, que la solución autonómica creaba una dinámica expansiva difícil de contener y que, pasado cierto tiempo, las nuevas generaciones nacionalistas se sintieron desligadas del pacto fundacional de la autonomía catalana. De esta forma, el repliegue del Estado, en vez de servir de garantía a la vigencia del pacto, fue una tentación constante a su incumplimiento. Sólo un impensable alarde de lealtad por parte del nacionalismo y su renuncia voluntaria a más altos empeños podían impedir la ruptura del marco estatutario, porque el Estado carecía de capacidad de coacción o hacía dejación de ella para no irritar al catalanismo, a menudo, necesario para contar con mayoría en las Cortes. No era sólo la ausencia de instituciones que no tenían competencias que ejercer en el territorio catalán, sino su falta de autoridad para hacer cumplir la ley y las sentencias judiciales. Frente a un Estado en retirada emergía una Administración autonómica que se jactaba, con razón, de estar creando unas “estructuras de Estado”. Cuando se elaboró el segundo Estatuto, su principal artífice, Pasqual Maragall, anunció que, tras su aprobación, el Estado tendría una presencia “marginal” en Cataluña. No se podía decir más claro.

Era cuestión de tiempo que el orden constitucional quedara reducido a la impotencia y fuera sustituido por una estructura de poder alternativa desarrollada por las instituciones autonómicas y sustentada en una formidable capacidad de movilización propia de un régimen totalitario, reforzada por un movimiento populista de apariencia asamblearia. Esa multiplicidad de impulsos, desde arriba y desde abajo, explica la sorprendente disfuncionalidad de la declarada y suspendida República catalana, mitad ácrata, mitad totalitaria, business friendly y anticapitalista al mismo tiempo, incapaz en todo caso de crear un marco de convivencia estable y pacífico ni siquiera para la Cataluña independentista. Se entiende que ante la perspectiva de vivir bajo ese proyecto de Estado fallido el mundo empresarial esté buscando amparo en territorios más seguros.

Poco importa a estas alturas si todo respondió a un plan preconcebido o ha sido fruto de una inercia natural del nacionalismo, que se encontró el campo despejado para hacer realidad sus ensoñaciones identitarias. El hecho es que la transacción paz por territorios nos ha traído adonde estamos. El Estado cumplió su parte al abandonar virtualmente el territorio catalán, fiándolo todo a la buena fe del nacionalismo, que aprovechó ese vacío para hacer de la autonomía un Estado embrionario, a punto de ver la luz tras una larga gestación.

Los últimos acontecimientos han puesto de manifiesto el agotamiento del pacto autonómico en Cataluña según se concibió en la Transición, como una renuncia al programa máximo de cada parte. La retirada del Estado ha alimentado el irredentismo en vez de apaciguarlo. Si hay una forma de salir del bucle nihilista al que se ha llegado en Cataluña es restableciendo toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. Por el contrario, conviene evitar la tentación de dar un nuevo paso atrás y ceder a la presión independentista, porque ese intento de apaciguamiento, en vez de traernos la paz, aunque fuera una paz deshonrosa, nos situaría ante una nueva exigencia: esta vez, los países catalanes. Y de esta forma, al final, no tendríamos ni paz ni territorio.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



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jueves, 16 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Los números de la secesión





Voluntad y cantidad son irrelevantes para fundamentar derechos. El voto femenino no dependía de que lo reclamaran muchas mujeres. Si un derecho está justificado, si hay discriminación objetiva, tanto da que lo solicite uno como un millón, comenta Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona en el diario El País.

El nacionalismo, ya lo hemos visto, se ha estado nutriendo de grandes palabras con perfiles esquivos. La última, el clavo ardiendo, fue lo de “mandato democrático”. Significase lo que significase, no parecía referirse a la mayoría. Recordemos: en 2006 solo un 6% de los catalanes queríamos la reforma del Estatuto. Después de años de frenética propaganda institucional, el Estatuto recibió el refrendo del 35%. En las elecciones autonómicas que siguieron a la sentencia del Constitucional el independentismo explícito pasó del 16,59% al 7% del voto total. En las “plebiscitarias” de 2015 los secesionistas tuvieron un 36% del voto sobre el censo. Ciertamente, la aritmética del mandato no es la de Peano.

Pero hagamos como si el cuento cuadrara. En su mejor versión, la tesis del mandato sería una actualización de cierta teoría de la secesión: si lo piden muchos, está justificada. No debe confundirse con la teoría de la reparación, la única indisputable, según la cual la secesión resulta aceptable cuando se ha ocupado un territorio soberano o se violan sistemática y persistentemente los derechos de ciudadanos en un territorio. Oficiaría como un remedio para mitigar la privación de derechos y de democracia: hay una injusticia manifiesta y, como mal menor, se contempla la separación. La determinación de la injusticia debe ser objetiva: no basta con que uno se sienta colonizado o privado de derechos. Ha de estarlo.

Las otras teorías tienen fundamentos más endebles (‘Secesiones, fronteras y democracia’, Revista de Libros). Casi todas ponen el acento en la voluntad: la existencia de suficientes partidarios fundamentaría el derecho a decidir. Puede que Pozuelo de Alarcón tenga una balanza fiscal más desequilibrada y una identidad más precisa que Cataluña, porque son menos y más ricos, pero solo Cataluña tendría derecho a la secesión porque muchos catalanes quieren separarse.

El argumento presenta un problema de principio: el conjunto de referencia para considerar “un número suficiente”. La unidad de decisión pertinente. Y no se ve por qué un (supuesto) 60% de catalanes (independentistas) sería suficiente para arrastrar a nuevas fronteras al 40% restante y en cambio un 90% de españoles no basta para mantener dentro de las suyas a un 2% (los independentistas).

La voluntad y el número resultan irrelevantes para fundamentar derechos. El derecho al voto de la mujer no dependía de que lo reclamaran suficientes mujeres. Y ni les cuento los de los niños o los de los animales. Si un derecho está justificado, tanto da que lo solicite uno como un millón. Si el número es un fundamento, no habría reclamación de derechos justificada: siempre empieza con una minoría. Si el derecho a la secesión existe, también Pozuelo dispone de él. El argumento “en Pozuelo nadie reclama la secesión” es moralmente irrelevante. Si el derecho está justificado, deberíamos alentar la aparición de un partido que lo reclamara. Y si no, debemos combatir ideológicamente el proyecto de romper la igualdad política de los ciudadanos. Como hacemos con el racismo o el sexismo, que también tienen muchos partidarios. Nuestro éxito ha consistido en reducir su número.

Un reciente desarrollo apela a que los catalanes constituimos una minoría permanente. España habría abusado históricamente de una minoría catalana que, por serlo, nunca podría obtener mayorías parlamentarias suficientes para modificar los marcos de decisión. La tesis es arriesgada: asume que hay esencias nacionales impermeables al tiempo, ignora una realidad catalana tan mestiza como la española, olvida la historia y descuida el elocuente (y disparatado) precio de los alquileres barceloneses. Sencillamente, muchos catalanes (los ricos, precisemos) han decidido y deciden mucho en España. Siempre. Es más, como ha mostrado Joan-Lluís Marfany, el nacionalismo español se gesta en Cataluña. Fue Valentí Almirall quien, para preservar los territorios españoles en el Pacífico, apelaba a que “nadie admite siquiera discusión sobre el perfecto derecho que tiene todo el pueblo español a todo el territorio nacional”.

El argumento otorga prioridad a la representación de las “naciones culturales”. Algo discutible. Por razones empíricas, pues no se entiende por qué una circunstancia “nacional” importa más que otra social, sexual, religiosa o hasta climática. Hay muchas “minorías permanentes” ignoradas. Si de identidad se trata, el trabajador de Seat de Martorell tiene más que ver con el de Ford en Almusafes que con el burgués de Sant Gervasi. Y, sobre todo, por razones normativas. El ideal democrático es universalista: los ciudadanos, cada uno con su plural identidad, se reconocen iguales y exponen sus razones comprometidos con el interés general. El argumento, de facto, desconfía de la capacidad de la democracia para facturar leyes justas y, en ese sentido, resulta incompatible con la indiscutible evidencia de la conquista de derechos por minorías (gais, negros). Eran pocos, pero las razones eran poderosas, atendibles por conciudadanos capaces de reconocer injusticias objetivas.

En realidad, el colapso del argumento es de principio. Y es que si vale para Cataluña, vale para Extremadura, que parece estar más aperreada. Para Extremadura, para Castilla y para cualquiera. Salvo que, por empacho ontológico, asumamos que solo existen Cataluña y “lo demás”, España, un paquete compacto de identidad. Aún más, en una Cataluña independiente el argumento tendría que valer para Badalona u Hospitalet, también minoritarias. En rigor, no habría democracia legítima: por definición, cada uno es minoría respecto a todos los demás.

No importa cualquier número. Lo que importa es si hay discriminación objetiva, con independencia de si muchos o pocos se sienten discriminados. La existencia de injusticia no depende de la existencia de un sentimiento de injusticia. Las mujeres de la India, indiscutiblemente discriminadas, no se sienten discriminadas y no reclaman.

Cuando en un clásico trabajo los economistas Bertrand y Mullainathan estudiaron la discriminación racial utilizaron un indicador objetivo: los nombres. Sí, Emily y Brendan lo tenían mejor que Laksha y Jamal. Como aproximación, examinen la presencia de los (mayoritarios y pobres) Pérez y García entre quienes deciden en Cataluña. Hay trabajos sesudos, pero si andan cortos de tiempo repasen un artículo publicado en La Vanguardia hace un año de elocuente encabezado: “Sólo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más frecuentes de Catalunya”. Ninguno de los 25 más comunes asomaba en el último Govern. En Galicia, por comparar, el 54%. Para combatir esas injusticias nació la “discriminación positiva”, otra de esas expresiones degradadas por el nacionalismo. El nacionalismo no es un problema de números, de cuanto, sino de higiene léxica, de qué. La tarea más inmediata.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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sábado, 11 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] De capa caída





Puigdemont, aunque intenta aparentar lo contrario, está enfurecido y de capa caída. Lo suyo no es un gobierno en el exilio, ni siquiera es medio gobierno, sino un grupo de políticos derrotados, convertidos en agitadores de medio pelo.

Una hora de entrevista, cuenta el periodista Lluís Bassets en su blog, extraña, y un punto alucinante, a cargo de la entrevistadora estrella de la radio pública catalana. Pregrabada, en un lugar indeterminado y sombrío de Bruselas, en la noche del lunes. Con el presidente destituido y con la compañía coral de los cuatro consejeros que le han seguido en su periplo belga, exilio le llaman.

La distancia es el olvido. La física y la temporal. Están lejos y les falta el detalle, señala uno de los consejeros. Han pasado ya más de una semana fuera de casa, sin escoltas y sin coche oficial, sin sueldo y sin despacho. Todo se ve distinto en la lejanía, se deforma, se magnifican los males ajenos y se disculpan los propios, se buscan y aparecen nuevas e inverosímiles excusas, en algunos casos más bien ocurrencias.

La primera impresión es bien clara. Si querían ofrecer la imagen de un gobierno en el exilio, que intenta mantener encendida la llama institucional como en su día hizo Tarradellas, esto que vemos ahí, sentados alrededor de una mesa con micrófonos de Catalunya Ràdio no lo es. Es un grupo de políticos derrotados, que se sienten humillados y ofendidos, acorralados casi, tras comprobar que su promesa de tocar el cielo les llevaba al infierno.

No gobiernan. No intenta ni siquiera aparentarlo. La república que proclamaron no existe ni ha existido. Se limitan a hacer agitación. A dar entrevistas y conferencias de prensa. Hablar, hablar, hablar. Metidos en el bucle de siempre, pero ahora lejos de casa, bajo el síndrome de la sobrexcitación y de la búsqueda de cualquier signo que pueda interpretarse como de buen augurio. Nunca habíamos tenido ruedas de prensa tan numerosas, dice Puigdemont. Nunca nos habían hecho tanto caso y habíamos internacionalizado tanto el conflicto, corrobora. Quien no se consuela…

No es un gobierno en el exilio. Ni siquiera es un gobierno, ni medio gobierno. Como mucho, es un gobierno derrotado, que proclamó una república, pero a continuación no supo darle vida, convertir en verdad efectiva lo que hasta entonces solo eran solo palabras. A los gobiernos que les sucede esto, luego también les suele suceder lo que le ha sucedido al gobierno de Puigdemont: la cárcel o el exilio, que en este caso se han repartido de forma indescifrable por una decisión inexplicada o inexplicable, nadie lo ha aclarado hasta el momento, y el que menos Puigdemont.

Son ellos los que han fracasado, aunque endosen ahora el fracaso a España, a su democracia e incluso a una Europa a la que ya califican de insensible y vergonzosa. Uno de los derrotados quiere endosarla a los catalanes, que tendrán que poner sacrificios de su parte en respuesta a los sacrificios de sus entregados y generosos dirigentes exiliados y encarcelados.

El principal argumento que esgrimen como una bandera inverosímil es que España no es una democracia. No fueron ellos quienes engañaron con su promesa de una independencia fácil y gratuita, sino esa España que se decía democrática y no lo era. Ellos no contaban con eso. Y la prueba de que España no era una democracia es precisamente que no se les dejó hacer lo que ellos querían, descontando que se les permitió hacerlo todo, vulnerando la Constitución, hasta el momento mismo en que proclamaron la república, prueba bien precisa de que era una democracia que tenía un solo límite, como era la destrucción de la propia Constitución democrática, punto en el que el artículo 155 podía habilitar al Gobierno de Rajoy para disolver el Gobierno y el Parlamento catalanes.

En la diatriba, el lenguaje suele actuar como un espejo. La furia que atribuimos a otros suele ser la propia. Así Puigdemont este martes en la radio. Si alguien está plenamente inhabilitado para dialogar algún día con esa otra parte a la que él llama España, aunque en buena parte es Cataluña misma, y a la que califica de autoritaria e incluso totalitaria, ese es Puigdemont, envuelto en el bucle de la pureza y del pacifismo propios y de la maldad y la violencia de quienes ha designado como adversarios.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 10 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] El daño ya está hecho





No hay nada que celebrar. El daño ya está hecho, comenta la escritora catalana Nuria Amat. Cataluña vive una guerra de chantajes, falsedades, listas negras, adoctrinamiento escolar y propaganda totalitaria. A los ciudadanos de a pie nos queda una alternativa: resistir, recuperar la voz e ir a votar en masa contra la dictadura blanca. 

Esto es una guerra quieta, comienza diciendo. Guerra con un solo objetivo: cambiar un país. Separarse de España. Desertar de Europa. Sin armas. Sin sangre. Sin violencia física (aseguran). Con golpe de Estado incluido, chantajes, falsedades, listas negras, adoctrinamiento escolar, propaganda totalitaria establecida, hasta conseguir una declaración ilegal de una república de Cataluña independiente en la que los únicos y grandes perjudicados es la población civil. Una guerra de catalanes contra catalanes, de catalanes contra españoles, de antidemócratas europeos contra europeos. Fugado el dirigente Puigdemont, su fanatismo imparable se ocupa ahora de intoxicar medios españoles e internacionales. Una guerra de 37 años de duración orquestada por Pujol, conducida por Mas y amañada por el Creonte Puigdemont. Trinidad de presidentes de un partido, Convergencia Democrática, procesado por corrupción y a los que se han ido sumando insistentes comparsas de militantes teledirigidos desde las grandes alturas publicitarias.

Una guerra virtual más parecida a serie televisiva de baja estofa, cuyos actores rebeldes y combatientes son políticos de cariz trilero y autoritario, medios de comunicación en retaguardia, redes sociales perversas, deporte de masas movilizadas y un gran teatro de operaciones eufórico, demente y crispado. Discursos y cantos dedicados a amedrentar y ridiculizar con rabia y cinismo al adversario por ellos fabricado: una sociedad catalana hoy en ruinas. Partida en pedazos. Solos y en silencio los catalanes nos whatsappeamos destellos de inquietud, disparos de socorro que caen finalmente al agujero negro emocional reconociendo cada uno de nosotros la soledad y tristeza que sentimos y cuánto más positivo sería recibir bocanadas de ilusión, un regreso al mundo de ayer y abrazos de solidaridad y ternura que tanto necesitamos.

En las guerras reales la violencia es trágica y mortífera. En esta guerra quieta la hostilidad es existencial, imposición de una falsa identidad, de unas lenguas catalana y castellana desvirtuadas, familias rotas, perdidos los amigos. Los catalanes, víctimas de esta violencia psicológica, estamos exhaustos, ofendidos, humillados. Encerrados en nuestras casas permanecemos sumidos en una esperanza inútil. España nos abandona, decíamos. Llevo muchos años escribiendo contra esta tiranía administrada por violadores de conciencias. Avisando de sus delirios por imponernos esa isla prometida que otros llaman la segunda Andorra. Pocos creían que llegarían a tanto. Pero fue un hecho la invención de una República Catalana Exprés. Podría haberse evitado, es cierto. He soportado insultos, amenazas, boicots, censuras por decir y escribir lo que pocos querían oír. Hoy la Cataluña silenciada decide hablar, comunicarse, manifestarse. España ordena intervenir la rebelión. Europa y el mundo nos apoyan. Hoy, cuando la cuerda nacionalista se ha roto, la convivencia catalana reclama auxilio. ¡Ya no estamos solos! ¡No nos abandonen!

El Gobierno español, los tres grandes partidos políticos acuerdan restaurar la democracia maltratada. ¡Todos somos catalanes!, dicen con nosotros. El Estado de derecho asegura que restituirá la legalidad en Cataluña. Convocará elecciones. Intervendrá actuando en contra de aquellos políticos que se sirven del separatismo para sus intereses mezquinos e infectos. Ese nacionalismo étnico que destruye un país y nos clasifica como a insectos (Orwell) ha dado con su primera derrota. Habrá que curar heridas. Visualizar verdades. Encausar engaños. Hay catalanes, no independentistas, que siguen sintiéndose nacionalistas de bandera. Equidistantes de causas buscan decidir dónde colocar su sentimiento dividido por la patria. Vivimos un momento grave. La democracia está en peligro. Unidos todos y sin fisuras, seremos mejores. Sin muros ni fronteras interesadas o románticas. “El separatismo”, escribe Ignatieff, “es un secuestro, un pecado, porque impone una elección política a personas que no quieren tomar esta decisión”. Extranjeros de nosotros mismos reclamamos el derecho de ser como somos, plurales, generosos, abiertos, diversos, demócratas, catalanes, españoles, europeos. De tan dañados y despersonalizados ni nos permitimos sentir furia hacia nuestros ejecutores.

Europa sabe que cualquier nacionalismo, moderado o no, puede convertirse en un bumerán capaz de llevarnos a la misma situación peligrosa de Cataluña. Deberá actuar en consecuencia. Quienes se sienten defraudados es más probable que puedan liberarse del separatismo si España tiene en cuenta la situación de los ciudadanos catalanes y colabora en estímulos para favorecer a los jóvenes y a los más perjudicados dada la evidencia de una seguridad económica que también nos han arrebatado. Los dos grandes bancos catalanes se han exiliado de Cataluña. La vivienda sigue paralizada en Barcelona. Más de 2.000 empresas catalanas e internacionales exiliadas en un tiempo récord. Hasta las fuerzas vivas separatistas, los mismos políticos causantes del delirio de imponer una Cataluña independiente, mientras hoy dicen ocuparse de repartir el pastel de un banco catalán particular y una hacienda propia, tienen preparado un exilio dudoso belga o, quién sabe, si estoniano. Estos líderes garantes directos de nuestra muerte en vida, tocados por el terrible narcisismo de personalidad histriónica (Owen), se creen dioses o sus mensajeros en la tierra y actúan como tales. Se suponen facultados para decidir sobre todas las cosas e instaurar una falsa república catalana contra la voluntad de la mayoría de los ciudadanos. Maestros en trastocar el lenguaje, a esa tiranía ellos la llaman democracia (Schneider).

Cataluña se empobrece económica, social y culturalmente. Entre tanto, nosotros, ciudadanos de a pie, desde taxistas, conductores de autobús, profesores, a comerciantes, hoteleros, turistas asustados, camareros…, gente con la que hablo a diario en Barcelona, al tiempo que imaginamos lo necesario de vivir en un tren, en un avión, en otro lugar, en otro país en el que siempre nos estemos yendo, nos queda una alternativa, acaso mejor, de resistencia. Es verdad que la herida abierta y no cicatrizada nos produce una especie de parálisis mental vagando en la celda de nuestra propia memoria. Pero seguramente el mejor modo de sanarla sea seguir aquí. “Resistir”, escribía Cortázar, “es la mejor forma de no aceptar la derrota”. La negativa a abandonar ese lugar dañado también es un acto de resistencia. Si no el único, el más esperanzado. Recuperar la voz, reconquistar la ilusión, obtener estímulos de todo tipo para salir adelante y en las próximas elecciones muy cercanas ir a votar en masa contra la dictadura blanca.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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