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jueves, 15 de noviembre de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Sobre la estupidez y sus métodos de propagación





Nunca discutas con un estúpido. 
Te hará descender a su nivel 
ahí te gana por experiencia

Mark Twain (1835-1910) 


"Personne n'est exempt de dire de fadaises. Le malheur est les dire curieusement" [Nadie está libre de decir tonterías. Lo malo está en decirlas intencionadamente]. Lo escribe Michel de Montaigne (1533-1592) al inicio del Libro III, Capítulo I, de sus Ensayos, que estoy releyendo en estos momentos, y de ahí la oportunidad de la cita. Y es que hace unos días me encontré en el Facebook con un comentario bastante estúpido sobre una de mis entradas del blog, y mi respuesta a bote pronto y sin pensar, bastante correcta para el caso que nos ocupaba, fue, remedando a Montaigne sin citarlo, que: "la ignorancia era excusable cuando lo era por falta de formación o conocimiento, pero que cuando uno se regodeaba en ella, era simple imbecilidad". En fin, quizá debería haberme callado, pero es que uno tiene días y días..., y como decía con sorna el escritor y actor Fernando Fernán Gómez: "aunque el tiempo pone a cada uno en su sitio, si vas mandando a algunos a la m..., vas adelantando camino". Les dejo con las magníficas reseñas del profesor Núñez Florencio de dos libros sobre la estupidez humana que, por supuesto, pienso leer con enorme interés.

"A la estupidez, que no conoce límites, sólo cabe combatirla, por muy desigual que resulte la lucha y mucha sea la pereza que nos venza": esta es la primera frase que se encontrará el lector en la contraportada de un librito de Ricardo Moreno Castillo titulado Breve tratado sobre la estupidez humana (Madrid, Fórcola, 2018), escribe en Revista de Libros, en dos entregas sucesivas, el historiador, filósofo y crítico literario español Rafael Núñez Florencio.

Me ha salido escribir así, comienza diciendo Núñez Florencio en la primera de sus entregas, a bote pronto y con familiaridad, un librito, aunque técnicamente tendría que haber dicho un opúsculo (formato de bolsillo, letra grande y poco más de cien páginas de texto), primorosamente editado, como es costumbre, por Fórcola en la colección Singladuras. Podría ser perfectamente el texto de una buena conferencia, no ya sólo por la extensión, sino por el propio tono del discurso, ameno y agudo, pero nada petulante ni cansino. Puedo levantar acta de que se devora con fruición en menos de una hora. En cuanto ejemplar físico, lo primero que atrae del pequeño volumen es una elegante portada que reproduce parcialmente el simbólico cuadro del Bosco Extracción de la piedra de la locura, que en los créditos han sustituido, en consonancia con el tema tratado, por piedra de la estupidez. ¡Ay, si fuera tan fácil erradicar el mal de la estupidez, si sólo fuera menester una extracción de las características dibujadas por el genial pintor holandés!

Fíjense en una cosa: la ilustración de la portada y la frase con que empezaba este comentario están en abierta confrontación. Me interesa destacarlo desde el principio porque, como verán enseguida, constituye la base de mi discurso. ¡Ay ‒he dicho‒, si la estupidez se extirpara como un forúnculo o, incluso, como un tumor! Esto comportaría como mínimo dos consecuencias: la primera, la más obvia, que la estupidez podría detectarse objetivamente como cualquier enfermedad o dolencia biológica; la segunda, y más importante, que la intervención quirúrgica abriría las puertas a la curación, quizá no en todos los casos, pero sí en un considerable número de ellos. Sobre lo primero ya nos advertía un filósofo, Mauricio Ferraris, en una obra comentada en este mismo rincón, La imbecilidad es cosa seria: «los locos son pocos y, en general, reconocibles. Los tontos son muchos y están bien mimetizados y dispersos en el medio». Dicho de otra manera, hay tontos a los que se les ve venir a la legua (el típico tonto del haba o tontolaba), pero estos son minoría –siendo muchos, desde luego‒ y relativamente poco peligrosos. El grueso de los estúpidos no son tan fáciles de detectar por dos motivos: porque la estupidez adopta formas sibilinas (es decir, que muchas veces, si no estamos atentos, no la descubrimos a tiempo) y, sobre todo, lo que es más decisivo, que estos estúpidos, la especie que más abunda, no tienen dedicación exclusiva, esto es, no lo son a tiempo completo. Al contrario, pueden conducirse de modo inteligente en según qué casos y aspectos. Luego volveremos a esta cuestión de la reversibilidad desde otro punto de vista.

Déjenme ahora que diga algo sobre la segunda consecuencia que enuncié antes: la de algo así como una sanación de la imbecilidad tras una suerte de intervención desde fuera. El equivalente a la metáfora de la operación podría ser una seria advertencia, una amonestación, una sanción incluso. Pero como ya adelanté, y es obvio, no hay nada de esto. Por el contrario, la estupidez, a lo que más se parece desde el punto de vista biológico, es a un cáncer con metástasis. Sajamos aquí... ¡y zas!, sale por este otro lado, o se reproduce en el mismo sitio. No quiero dármelas de muy perspicaz. Confieso que no descubro con ello nada nuevo, pues sólo transito la senda de la sabiduría popular que señala al hombre como único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. El refrán, en todo caso, peca de optimismo, porque en vez de dos debía decir cien, que se aproxima mucho más a la realidad, como todos sabemos por experiencia. Ya que estamos con las metáforas biológicas, habría que precisar más: la capacidad de resistencia de la estupidez y su facilidad para reproducirse la asemejan más que a ninguna otra cosa a los virus o, mejor dicho, a las enfermedades víricas. La informática ha dado un nuevo impulso al concepto de virus. Para completar el panorama del mundo que vivimos, tendríamos que hablar de los tres grandes tipos de virus de nuestro tiempo: los virus que nos hacen enfermar, los virus que destruyen la información de nuestros ordenadores y el todopoderoso virus de la estupidez. De los tres, este es el más letal por una sencilla razón: a los otros, mal que bien, se les combate con medidas más o menos eficaces; para el último no se ha descubierto remedio verdaderamente eficaz.

Quienes me sigan de modo habitual en este blog y también quizás aquellos que lo hagan de modo esporádico, saben de mi interés por el tema de la estupidez, al que he dedicado extensos artículos, bien aludiendo a ella en sentido estricto, de la mano del maestro Carlo Cipolla (De la estupidez), bien atendiendo a algunas de sus variantes (Filosofía de la imbecilidad). Lo digo, más que nada, para advertir que muchas de las omisiones que pudiera detectar el lector atento no son tales, sino planteamientos que fueron expuestos en ocasiones anteriores y que ahora trato de evitar para no repetirme. Lo que voy a hacer también en este caso es ir de la mano de Ricardo Moreno, tomando algunas de sus sugerencias, aunque eso sí, insertándolas en un contexto algo diferente al suyo. No pretendo, como antes advertí, ser muy original. Me conformo con que reconozcan exactitud o justeza en el panorama general que me dispongo a trazar. En fin, para no darle más vueltas al asunto e ir directamente al grano, quiero sintetizar las tres grandes razones que me llevan a interesarme/preocuparme por la estupidez.

¡Estamos rodeados! Es decir, no se trata de un mensaje de socorro tipo «¡Houston, tenemos un problema!», sino de algo peor, mucho peor, incomparablemente peor. Esta es la primera razón. Miren a su alrededor. Da igual que miren por la ventana, hacia la calle, que miren en la cajatonta (ya el nombre lo dice todo) o que se entretengan navegando por Internet. Da igual si hablamos del ámbito familiar, de la esfera laboral, de los medios de comunicación o del tinglado político. Si me llaman paranoico, ustedes tienen dos problemas, porque aún no se han dado cuenta de la magnitud del combate. Recuerden la frase con que abría esta reflexión: la estupidez no conoce límites. Decía Marx que la lucha de clases era el motor de la historia. Estoy con Ricardo Moreno cuando hace una enmienda a la totalidad: «El motor de la historia es la estupidez y sus derivadas (la hipocresía, la intolerancia, el fanatismo, la ambición desmedida...)» Con un agravante que él mismo consigna a continuación: «La estupidez carece de leyes y de normas». Eso la hace mucho más peligrosa que la maldad. La estupidez es mucho más difícil de combatir, porque es imprevisible. Y, por si fuera poco, los inteligentes tienden a subestimar su potencial, como ya denunciaba Cipolla. Es por ello muy importante grabarse como un principio fundamental la llamada ley de Hanlon: no debe atribuirse a la maldad cualquier comportamiento que pueda ser explicado por simple estupidez.

¿Somos más tontos ahora que en el pasado? No, más bien al contrario. Bueno, me explico, no es que seamos más inteligentes que, pongo por caso, hace un par de siglos, sino que tenemos a nuestra disposición una serie de avances y recursos que nos permiten contemplar la realidad desde una perspectiva ventajosa. ¡El progreso existe! ¡Incluso desde una perspectiva moral! Moreno pone unos cuantos ejemplos con los que no puedo estar más de acuerdo: hoy nadie mínimamente cuerdo –ni siquiera la mayor parte de los locos‒ defiende que un hombre pueda esclavizar a otro, ni discute que hombres y mujeres tenemos los mismos derechos, ni prefiere la magia o la superstición al conocimiento científico. La paradoja es que este proceso de conquistas no sólo no ha conseguido erradicar la estupidez inherente al ser humano, sino que, por el contrario, la ha hecho más visible, y hasta yo diría más agobiante. La razón es fácil de explicar: vivimos en una sociedad del bienestar y bajo un Estado benefactor que nos ha simplificado la vida. Ahora la mayor parte de las personas no trabajan duramente de sol a sol para caer rendidos al llegar a casa. Disponemos de mucho más tiempo libre y una serie de recursos impensables hasta hace bien poco. Al ensancharse la capacidad de acción del ser humano –y dado que abunda más la estupidez que la inteligencia por motivos obvios‒, las posibilidades de materializar ideas estúpidas se multiplican de modo ilimitado. Si Talleyrand se refería a la cantidad de idioteces políticas que se habían evitado por falta de presupuesto, el revés de la sentencia es la viva imagen de nuestra sociedad: no hay organismo público que se resista a sufragar las ideas más peregrinas. En conclusión, «la estupidez está más subvencionada que nunca».

La última de las tres razones a que antes aludía es el corolario inevitable de las dos anteriores. Dado que, en mi opinión, es la principal, no debe extrañar que antes la mencionara, y no sólo eso, sino que figure de forma destacada en el frontispicio de estas líneas: sí, la estupidez se contagia. También en este caso la razón de ello puede explicarse de modo sencillo, con el añadido de que es igualmente fácil de confirmar con la experiencia de cada cual. Vivimos en una sociedad de farfolla y apariencia. La improvisación, la novedad, la moda o la satisfacción inmediata cotizan mucho más que cualquiera de sus opuestos, y no digamos ya si nos remitimos a valores clásicos, que hoy calificaríamos directamente de obsoletos: esfuerzo, paciencia, madurez o estudio. En realidad, en la llamada posmodernidad o sociedad líquida, más que ideas, hay ocurrencias. Y entre estas últimas, la más rutilante es la que triunfa. Sí, puede que sea sólo una victoria a corto plazo. ¿Y qué? Lo más probable es que sea sustituida por otra del mismo calado, tan estúpida como ella. Así se alimenta el sistema en todos sus aspectos: en la política, la economía y hasta en la cultura. Echen un vistazo a cualquiera de los indicadores. ¿Qué es lo que más vende? ¿Qué o quiénes consiguen el éxito? ¿Qué ofrecen los medios de comunicación? ¿Qué gobernantes ganan las elecciones? Como los humanos somos miméticos por definición, la copia de esas actitudes y comportamientos se dispara hasta convertirse en el rasgo distintivo de la época que vivimos.

Evidentemente, todo ello opera sobre un sustrato que Moreno enfatiza con razón y que ustedes, que no son nada tontos, ya habrán adivinado: mientras la inteligencia es limitada, la estupidez no conoce fronteras. Hay en esa afirmación un matiz que a mí me parece especialmente significativo: mientras que nadie, ni siquiera el más sabio, está libre de cometer tonterías, el estúpido puede serlo de modo integral las veinticuatro horas del día a lo largo de toda su existencia. Concedamos que este extremo no constituya la norma, pero, aun así, nadie puede cuestionar que es más fácil siempre comportarse de un modo estúpido que inteligente. El atolondramiento, la imprevisión o la simple ignorancia, materiales usuales de la imbecilidad, están al alcance de cualquiera, mientras que la reflexión o el conocimiento son bastante más difíciles de conseguir. Si han seguido los pasos descritos hasta ahora, no se sorprenderán lo más mínimo si sostengo que la estupidez termina alimentándose a sí misma en un círculo vicioso que es difícil, por no decir casi imposible, de romper. En el libro se ponen múltiples ejemplos de esta dinámica. Mencionaré tan solo uno, la del lenguaje inclusivo, políticamente correcto, que Moreno desmonta con gracia y precisión. Y para mostrar la impostura de dicha moda, llama la atención sobre el hecho de que no se aplique a los adjetivos peyorativos: ningún líder político dice que deben ir a la cárcel los corruptos y las corruptas, del mismo modo que cuando se dice que aquí no cabe un tonto más, «nadie interpreta que a una tonta si se le podría hacer sitio si nos apretásemos todos un poco».

En una sociedad consumista que intenta seducirnos mediante el halago, la imbecilidad no sólo no se corrige, sino que se fomenta y se jalea. Al fin y al cabo, se trata de eso, de fomentar la conducta irreflexiva del consumidor. Es lo que se ha llamado infantilización de la sociedad, es decir, universalización de la conducta tontuela. Hablamos de unas actitudes que se extienden en todas las direcciones posibles. En la política, por ejemplo, hemos terminado por asumir un principio letal para la democracia, como es que no pueden ganarse las elecciones diciendo la verdad y sí, en cambio, haciendo promesas imposibles, es decir, estúpidas. Por el contrario, la democratización se ha entendido –interesadamente, claro‒ del modo más rastrero, como un igualitarismo a ultranza que comporta el repudio a los mejores y la entronización de la ley del mínimo esfuerzo. Dice Moreno, con toda la razón del mundo, que en el dilema igualdad/libertad, el estúpido siempre optará por la primera, porque con la segunda no sabe qué hacer y, aunque lo supiera, siempre se encontraría en desventaja con el inteligente que sabe sacar más partido de ella.

No hay tonto bueno, decía Unamuno. La frase choca con la estimación popular, que distingue claramente tontería de maldad y que contiene un debate muy interesante que no sería oportuno abrir aquí. Aunque a Moreno le parece en principio demasiado categórica la cita unamuniana, desemboca finalmente en una posición similar. Pero, desde mi punto de vista, mientras resulta indiscutible que «la estupidez no es incompatible con la maldad», no está tan claro que «el mal siempre es estúpido» y «la estupidez casi siempre es malvada». La identificación absoluta de mal y estupidez sólo se sostiene desde el intelectualismo moral clásico, de raíz socrática («nadie hace mal a sabiendas»), pero lo cierto es que nuestro tiempo ha abierto tanto el abanico de la estupidez que da para tontos de todos los colores. Lo que pasa es que Moreno pone el énfasis en el tonto militante, ese que siente la llamada más o menos sincera por salvar a la humanidad o, simplemente, al cachito de humanidad que tiene al lado: sus conciudadanos. En realidad, la mayor parte de su discurso viene a ser un alegato (en defensa propia) contra este espécimen que adopta las más diversas formas: líder carismático, dirigente providencial, nacionalista, terrorista, ecologista, feminista. No trata de meterlos a todos en el mismo saco, porque no todos hacen las mismas barbaridades, pero tampoco trata de ocultar el basamento que comparten: una aspiración redentora que al final, por su estupidez, termina dejando el mundo peor de lo que estaba.

Y es que a la postre, la filosofía de Ricardo Moreno, que comparto plenamente, no viene a ser otra cosa que una pequeña exégesis del famoso apotegma de Pascal: todas las desgracias del hombre proceden de una sola cosa, su incapacidad para quedarse tranquilo en una habitación. El estúpido es el primero que es incapaz, por una sencilla razón: se aburre. Las consecuencias pueden ser tremendas: para salvarse a sí mismo, el idiota busca la coartada de salvar al mundo y, cuanto más idiota, más proclive es a emplear métodos expeditivos, incluyendo el asesinato de sus semejantes. No es menos malo quien mata por una idea que quien mata por cinco euros. Pero tampoco es más listo. Es verdad que la inmensa mayoría de los estúpidos no llega tan lejos. Se acomodan en su reducto de narcisismo e ignorancia, en un solipsismo infantil que antes era privativo de los menores y hoy se extiende hasta quienes llegan a centenarios. No en balde se ha dicho que vivimos en una sociedad de perpetua minoría de edad, que es como decir alelados. Como los niños, los ciudadanos del Estado del bienestar nos creemos con todos los derechos. Y, también como los niños, descubrimos a cada paso mediterráneos sin reparar, dada nuestra ignorancia, en que no hay tontería, por gorda que sea, que no haya sido dicha antes. Descrita la situación, déjenme que vuelva al principio, porque ahora se entenderá mejor la magnitud de la batalla: la lucha contra la estupidez es agotadora, pero, sobre todo, muy desigual. La estupidez, como se dijo, es ilimitada, pero, lo que es más importante, suele ser también refractaria a los recursos de la racionalidad. En el libro se recuerda la justa advertencia de Mark Twain: «Nunca discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por experiencia». Con todo, el humorista norteamericano se queda corto, porque el estúpido no sólo gana, sino que te contagia. Recuerden: la estupidez es como la gripe. Ninguno estamos a salvo.

Supongo, comienza diciendo Núñez Florencio al inicio de su segunda entrega, o, mejor dicho, estoy seguro de que se darían cuenta de mis esfuerzos por no entrar en el terreno directamente político al desarrollar algunos de los temas que contiene el Breve tratado sobre la estupidez humana, que comenté el otro día. Y eso que a su autor, Ricardo Moreno Castillo, le anima un claro propósito de esa índole, unas veces implícito y otras, las más, bien explícito. En gran medida porque considera –creo que con toda la razón del mundo‒ que la mayor parte de la estupidez del mundo en que vivimos procede de toda esa serie de cantamañanas que han reflexionado dos segundos y han decidido que el mundo está mal hecho y ellos son los llamados a enderezarlo. Moreno pone múltiples ejemplos de tales especímenes: así, esos ecologistas radicales que hablan de hacer justicia a la Madre Tierra o que, reconvertidos al animalismo, hablan del derecho de una especie a ser salvaguardada, sin reparar en que el derecho es una herramienta creada por el hombre que sólo tiene sentido en la sociedad humana. Por otro lado, la conjunción del pedagogismo moderno con el feminismo provoca vaharadas tóxicas, como esas cruzadas para eliminar de la escuela a todos los autores «machistas», empezando, por ejemplo, con Platón y Aristóteles.

¿Y qué decir de esos mal llamados intelectuales (subvencionados, claro, como los anteriores) que proponen un Diccionario español-andaluz o una Gramática del lenguaje no sexista? Sin contar los botarates que queman la Constitución, actividad bastante más sencilla que argumentar una alternativa viable, y no digamos ya que escribir otra mejor. Poniéndose un pelín más serio, sostiene el autor que si «tuviéramos presentes los estragos que ha causado el nacionalismo nadie reiría las gracias a los nacionalistas», o si tuviéramos una auténtica «memoria histórica, sabríamos cuántas situaciones políticas que parecían sólidas y estables se fueron al garete de la noche a la mañana por culpa de unos pocos descerebrados». Son todos ellos tontos por dos grandes motivos: uno, porque no son conscientes de sus propias limitaciones; el segundo, por su ignorancia en su más amplio sentido, es decir, porque creen, en su adanismo, que el mundo poco más o menos ha empezado con ellos. Desconocen la historia, el pasado y los errores que nos han llevado hasta aquí y que se supone deberíamos evitar en adelante. Por no saber, ignoran hasta que las tonterías que se les ocurren ya se les han ocurrido antes que a ellos a otros muchos, con resultados igual de desastrosos a los que sucederán cuando ellos las repitan.

En La tiranía de los imbéciles (Unión Editorial, Madrid, 2018), Carlos Prallong adopta una perspectiva diferente, pero claramente complementaria. Su enfoque no es ya, como el anterior, predominantemente político, sino que es político de modo exclusivo. De hecho, su libro puede leerse como un alegato o incluso un panfleto contra la corrección política al uso, entendida como la apoteosis de la imbecilidad. Ahora es, pues, ya el momento para canalizar sin cortapisas la reflexión sobre la estupidez en este ámbito. De hecho, es el único posible a partir de la constatación que adopta Prallong como premisa o punto de partida: en esta sociedad, «a usted se le considera imbécil». En principio, no estamos diciendo que lo sea o no. La cuestión es otra: se nos trata como a imbéciles. ¿Nos damos cuenta de ello y hasta qué punto es así? Prallong no está muy seguro. Al contrario, reconoce desde el arranque de su libro que «la particularidad más característica» de esta tiranía es que «el propio tirano no es consciente de su condición».

Pero vayamos por partes. El uso del concepto de tiranía puede resultar ambiguo en este contexto. Al hablar de la tiranía de los imbéciles puede entenderse que se califica de este modo, es decir, como imbéciles, a quienes ejercen el poder. La verdad es que, observando a algunos, no sé si muchos, de los dirigentes del actual escenario internacional, nadie podría descartar en principio esta opción. Seguro que usted y yo nos sentimos más que tentados de calificar de imbéciles a algunos de los más prominentes políticos del mundo contemporáneo. Pero no es ese el sentido primordial que guía a nuestro autor. La segunda opción podría asimilar el concepto de imbéciles a los gobernados: unos listillos (los de arriba) nos gobiernan como a imbéciles, a pesar de que estamos en democracia, o quizá paradójicamente por eso mismo. Creyendo vivir en un mundo de libertades, estamos teledirigidos. Esta acepción de la tiranía de la imbecilidad se aproxima bastante a lo que el libro mantiene, pero no es todavía del todo exacta. «En realidad –escribe Prallong‒, se trata de algo infinitamente superior», pues «incluso la clase política que padecemos no es causa sino consecuencia del verdadero problema». En definitiva, tan imbécil es el que gobierna como el gobernado. Como vivimos en una democracia, a medio o largo plazo, se produce una confluencia entre el poder y los ciudadanos. Por decirlo en términos rotundos: imbéciles somos todos, no tanto porque en el fondo lo seamos realmente, sino en cuanto que estamos impelidos a comportarnos como tales. De ahí que se hable de tiranía. Y «la tiranía de los imbéciles somos nosotros» (p. 210).

Puestas así las cosas, me permitirán que vuelva a la idea motriz de esta reflexión: la estupidez es contagiosa. En La tiranía de los imbéciles no se llega a hacer en ningún momento explícito este planteamiento, pero es obvio que está en la base de todo. Prallong suministra una serie de poderosas razones que permiten entender muy bien esa capacidad de contagio y que, en el fondo, se resumen en una sola: es mucho más fácil y cómodo ser estúpido que su contrario. Yo no sé si la vida es en sí misma complicada o, como dicen otros, somos nosotros, los seres humanos, quienes nos la complicamos. Al final, es lo mismo, o casi. Lo cierto es que, como ha estado martilleándonos la filosofía desde el período grecorromano y luego en la etapa reciente, con Heidegger y Sartre, la libertad puede ser un don, un privilegio, pero también una carga difícil de asumir. El imbécil renuncia con gusto a la libertad con tal de que lo liberen de la responsabilidad subsiguiente. Muerto el perro, se acabó la rabia. El imbécil delega en los demás, en la sociedad, en el Estado. Así se libera de la culpa. La culpa, como habrán oído muchas veces, es siempre de los otros o externa a él: es culpa de la educación recibida, de la familia disfuncional, de las malas influencias, del entorno degradado, de consejos erróneos, de presiones abusivas o hasta de pulsiones irreprimibles.

La reglamentación es el seguro de vida del imbécil. El estúpido exige normas para todo. Así no tiene que plantearse nada. Sólo tiene que cumplirlas. Si algo sale mal, que a él no le reclamen: se limitó a cumplir la norma. En todo caso, será él quien reclamará si la norma no ha dado el resultado apetecido. Por eso en la sociedad actual hay reglas y pautas para todo, hasta para las cosas más obvias. Y de la misma manera que se nos indica a cada paso lo que debemos hacer, se elaboran listas cada vez más pormenorizadas de lo que nos está vedado. A menudo, todo ello, tanto lo autorizado como lo prohibido, en el campo de la más pura obviedad, pues no se apela tanto al raciocinio como al mero cumplimiento. En los paneles electrónicos de las carreteras españolas es frecuente ver en pleno verano advertencias acerca del riesgo de provocar fuego si se tiran colillas encendidas. Debe de haber mucha gente que no es consciente de ello y, por tanto, a todos se nos mide por el mismo rasero, es decir, se nos trata como imbéciles o, en el mejor de los casos, como menores de edad. Rizando el rizo, y dado que la advertencia no debe ser suficiente, se nos amenaza con sanciones: «Tirar colillas, cuatro puntos». No es que nos den cuatro puntos por tirar colillas, como ha redactado incorrectamente el imbécil de turno, sino que nos quitan cuatro puntos del carné de conducir si nos pillan tirándolas. Así que la autoridad supone que usted se cuidará muy mucho de tirar colillas, no porque pueda provocar un incendio pavoroso con destrucción a mansalva y desgracias personales (y hasta víctimas mortales), sino porque ¡van a quitarle cuatro puntos de su preciado carné!

En alguna ocasión anterior he mencionado esas advertencias absurdas que parecen sacadas de un sketch de Tip y Coll o de un monólogo de Gila y que, en todo caso, deberían figurar en el cuadro de honor de un renovado Celtiberia Show de Luis Carandell, sólo que ampliado al planeta en su conjunto, porque en este asunto de la estupidez no hay fronteras: nunca fue más cierto que en todas partes cuecen habas. La competencia para llegar a ser el más tonto es feroz. A algunos les pasa como a un conocido intelectual español –no diré el nombre por caridad‒ que se agarró un cabreo monumental porque quedó segundo en un concurso acerca de la mayor estupidez del año. Consideraba el sujeto en cuestión que alguien le birló injustamente el premio. Pero, volviendo a lo que antes decía acerca de indicaciones insensatas, tengo recopiladas algunas perlas. Así, un cartel en una zona de picnic diciendo «No haga fuego, puede quemarse». Una indicación al borde de una piscina: «No intente respirar debajo del agua» y otra distinta que advierte: «No se tire a la piscina sin agua». «Este balcón no es un trampolín» (esto debe ser para los descerebrados del balconing). Un letrero en un paso de peatones: «Mire antes de cruzar». Un anuncio muy descriptivo: «Hay hielo frío». Un cartel sobre las vías férreas: «¡Cuidado! Puede pillarle un tren». Quien redactó esta prohibición no quería dejar ningún cabo suelto: «Prohibido el paso. Si no sabe leer, pregunte antes». En una reserva de animales salvajes: «No salga del vehículo. Puede ser atacado por las fieras» y, aun así, hay gente que sale y, en efecto, ¡qué curioso!, resulta atacada por las fieras.

Les prometo que no estoy inventándome nada. Ustedes mismos, en más de una ocasión, habrán tenido que rellenar un formulario de entrada en un país extranjero, contestando que no tienen intención de matar al presidente de ese país ni llevan consigo, junto al equipaje de mano, pistolas, fusiles, granadas y otros explosivos. Y todo ello con la mayor seriedad, por supuesto. Les contaré una mínima anécdota personal. Al realizar los trámites para viajar a Israel, un funcionario de ese país me preguntó, antes de sellarme el visado, mi opinión sobre los judíos. Me salió la vena humorística y le contesté que sería mejor pedir un café con leche y un pincho de tortilla y ponernos cómodos, porque la entrevista iba para largo. Enseguida me di cuenta por su mirada de pocos amigos de que lo del humor judío era un tópico bastante infundado.

Es verdad que el turista clásico de grupo organizado, el que pretende conocer siete países distintos en una semana, el de «si hoy es martes, esto es Bélgica», ha constituido desde siempre el epítome de la estupidez. Parecía difícil superar esa estampa de señor de mediana edad con gorrito rojo, camisa floreada, pantalones cortos y sandalias con calcetines blancos. Pero otro de los problemas de la estupidez, amén del citado contagio, es su crecimiento exponencial: no hay situación estúpida, por excepcional que se repute, que no sea susceptible de acrecentarse en todos los sentidos posibles. Mientras redacto estas líneas, reparo en una noticia de la prensa de hoy mismo. Un titular que dice con absoluta seriedad: «Muerte por selfie: 259 fallecidos en los últimos años buscando la foto ideal». Fíjense: no uno, ni dos ni tres descerebrados, ni una docena, ni veinte locos, sino ¡doscientos cincuenta y nueve entre 2011 y 2017! Una cifra, además, que no alcanza a reflejar la totalidad del fenómeno, porque, como el mismo artículo subraya, «el número real de decesos puede ser mucho mayor», dado que muchos accidentes de ese tipo se encubren piadosamente como imprecisas «imprudencias» y, además, junto con los muertos, habría que contabilizar los múltiples heridos y descalabrados al caer por barrancos, precipicios, acantilados o por otros accidentes naturales buscando inmortalizar sus rostros en el encuadre perfecto.

El problema es que estas constataciones acerca de la amplitud del fenómeno de la estupidez pueden convertirse, según el punto de vista que se adopte, en una enmienda a la totalidad a las tesis de Carlos Prallong. A ver si me explico. Su ensayo, La tiranía de los imbéciles, es una crítica a la situación actual, entendida como una dictablanda de la estupidez. Bajo la apariencia de sociedad libre («Hablar de sociedad libre ya es de por sí bastante contradictorio», p. 164) se esconde, en realidad, el yugo de la corrección política que cada vez limita más nuestras posibilidades y nos aboca por las buenas o por las malas a hacer lo que se debe hacer. En cualquier caso, nuestro margen de maniobra real para pensar y decidir por nosotros mismos se estrecha cada vez más. Dije antes, siguiendo al autor, que se nos trata como estúpidos y ahora añado que eso, a corto o largo plazo, nos convierte realmente en estúpidos. Acuérdense de aquello de que anda como un pato, nada como un pato, vuela como un pato. No le dé más vueltas: ¡es un pato! De este modo, lo que en principio podía ser objetable, la tiranía de los imbéciles, se convierte en necesidad. No hay alternativa: una sociedad de imbéciles necesita ese dogal. La prueba es que se multiplican las normas para satisfacer las demandas del ciudadano imbécil. Terminaremos poniendo carteles al borde de los precipicios diciendo «Cuidado. No se haga selfies aquí o terminará espachurrado doscientos metros más abajo». Y si queda un precipicio sin señalizar y alguien se resbala, los familiares demandarán a las autoridades por no poner un cartel advirtiendo del peligro.

Abocados a una perpetua minoría de edad, impelidos a cumplir normas obtusas, tutelados por un Estado omnipresente, como un padre posesivo, el ciudadano del Estado del bienestar cada vez delega más en otros. Como quien va al médico y lo único que debe hacer al salir de la consulta es cumplir a rajatabla la prescripción. Pero, así las cosas, la crítica de Prallong corre el riesgo, como he dicho antes, de quedar minada en su propia base. Me temo que yo soy mucho más pesimista que el autor del libro. ¿De qué nos quejamos? ¿De que se nos trate como imbéciles? Pero, ¿acaso no lo somos? Acuérdense de lo que decía antes: la estupidez es contagiosa y se multiplica exponencialmente. Individualmente considerados, no somos más estúpidos que hace un siglo, pero desde el punto de vista colectivo hemos construido una sociedad que es el colmo de la estupidez: nunca en la historia de la humanidad ha habido tantas normas, tanto control, tanta manipulación. Los Steven Pinker de turno resaltarán el lado positivo, como la disminución de la violencia o la mejora de los estándares de vida, y no seré yo quien me obceque en negar los efectos saludables. Pero, en términos globales, esa conquista social se ha logrado primando la igualdad sobre la libertad. Y, como ya dijimos antes, en el conflicto entre una y otra, el imbécil lo tendrá claro: siempre optará por la primera sobre la segunda. Al clavo que sobresale, martillazo.

Cuando se dicen o escriben estas cosas, hay que dejar claro enseguida que uno no está en contra de la igualdad. Pero de la igualdad de partida, de la igualdad de oportunidades para todos, no de la igualdad de llegada y a golpe de decreto. Cita Prallong a Jean Daniel: «La igualdad sin libertad lleva a la uniformidad y a la tiranía» (p. 153). El imbécil entiende la igualdad como igualdad de principio a fin. Cuando encuentra diferencias, habla de discriminación, y eso le parece intolerable. Si alguien destaca con su esfuerzo o su inteligencia, hablará de elitismo y eso le resulta más intolerable todavía. Al imbécil no le basta con que el Estado garantice un mínimo común de formación, cultura e iniciativas para todos. Necesita la prohibición de todo lo que destaque o sobresalga. Por poner un caso emblemático, la adopción de esos principios por la pedagogía moderna ha llevado al desastre actual de la enseñanza, y de ahí vienen buena parte de los males. A los niños no puede satisfacérseles su sed de lectura a los cuatro o cinco años, sino hasta la edad en que los pedabobos dictaminan. Por descontado, cualquier premio a la excelencia está proscrito por discriminatorio. El sobresaliente es una afrenta intolerable en esta nivelación por lo bajo. Por la ley del mínimo esfuerzo, claro.

A estas alturas, debe resultar diáfano que la democracia moderna es el reino del imbécil. El paraíso de los derechos con el mínimo peaje de deberes. A escala psicológica, como ya dijimos, el sistema democrático libera en buena medida al imbécil de la pesada carga de la responsabilidad individual. El estúpido está a sus anchas en ese caldo de cultivo de gregarismo, conformidad y sumisión. ¿Dónde va Vicente? ¡Donde va la gente! En palabras de Prallong, el imbécil camufla «su incapacidad para decidir, su desconocimiento de lo que quiere, tras expresiones como “lo que se lleva”, “lo último”, “lo más”... Incluso ha conseguido que la expresión “todo el mundo” sea entendida como un indicador positivo» (p. 69). No es extraño, por ello, que el estúpido intente diluir su perfil en un colectivo, porque inserto en él se siente más fuerte. Y si ese colectivo logra articular su identidad (?) y sus demandas en tono victimista, tendrá ya coartada para los objetivos más peregrinos. Las minorías y colectivos que consiguen presentarse como discriminados exigirán una reparación. Y si ya no están marginados, apelarán a los sufrimientos de sus antepasados, con el fin de cobrar ahora los réditos. La mentalidad victimista –que no suele coincidir con la víctima real‒ exigirá compensaciones y desagravios. Y el amparo del Estado por supuestas ofensas. Nunca como antes la sociedad ha dado muestras de tener la piel tan sensible, no ya para determinadas acciones, sino simplemente para acoger algunos vocablos. La dictadura de lo políticamente correcto ha llevado al lenguaje en el ámbito público a la estupidez más desembozada.

Termina Prallong su libro, como era previsible, con un llamamiento al valor, a la acción y la inteligencia para evitar lo peor, «la resignación determinista». Propugna que nos hagamos «merecedores de algo mejor que la tiranía de los imbéciles». Comprendo y comparto el requerimiento, aunque, por un lado, me parece una batalla muy desigual y, por otro, me tienta la pereza. No obstante, admito que algo habrá que hacer, pues, ciertamente, lamentarse sin más sería una muestra indudable de estupidez. Al fin y al cabo, también esto mismo que estamos haciendo ‒yo escribiendo y usted leyendo‒ es un pequeño paso para liberarnos de esa tiranía.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 20 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Ladrones de libros





Rafael Núñez Florencio (1956), historiador, filósofo y crítico español escribe en su blog Morirse de Risa sobre el hurto de libros como una de las bellas artes. Pongo por caso, comienza diciendo, una situación trivial, cotidiana. Algo así como que tienes una fuga de agua en tu casa. Lo normal es que cojas el teléfono y llames a un fontanero y le digas algo como esto:

– Mire, por favor, tengo un problema en el cuarto de baño [o en la cocina, o donde sea]. Necesito que venga en cuanto pueda.

− Muy bien, deme la dirección.

Se la das, le describes la situación, le dices que venga cuanto antes, etc. Y antes de colgar le adviertes:

– ¡Ah, por cierto! Quería decirle una cosa. Verá, quiero que sepa que no voy a pagarle por su trabajo...

– ¿Cómo dice?

– Sí, lo que ha oído. Ya sé que me dirá que usted es un excelente profesional. De hecho, ya lo sé, ni se me ocurre ponerlo en duda. En realidad, por eso exactamente le he llamado, porque sé que es el mejor, o de los mejores. Pero, verá, yo es que tengo por norma no pagar a los profesionales que solicito.

¿Se lo imaginan? Y donde digo una fuga de agua y un fontanero pongan ustedes un cortocircuito y un electricista, una ventana rota y un cristalero, un problema con uno de los electrodomésticos y un técnico: en fin, lo que quieran, esos problemas habituales del hogar que requieren el concurso o la intervención de un especialista. La respuesta de este cuando le digan que haga su trabajo gratis oscilará entre el estupor, la carcajada y el cabreo. ¡Vamos, lo mínimo que uno puede suponer que hará cualquiera en ese trance será colgar inmediatamente el teléfono dejándole con la palabra en la boca! ¡Eso, probablemente, después de algunos improperios!

Y, sin embargo, cualquiera que trabaje o desempeñe sus conocimientos y habilidades en el campo académico, universitario o de investigación en general, sabe por experiencia que esa es la norma de conducta. Te encargan un artículo, una reseña, un comentario. Te solicitan una intervención, una charla, una conferencia. Te piden que acudas a una entrevista, un debate, una mesa redonda. Te requieren para que formes partes de un consejo asesor, de un comité de redacción o que trabajes como revisor científico. A veces te demandan un capítulo de un libro o incluso más, una sección completa del mismo. Es muy frecuente en todos esos casos que te digan algo así como «Bueno, ya sabes, nos gustaría poder compensarte, pero, en fin, tal y como están ahora las cosas... no tenemos presupuesto».

Es tan frecuente que te puedan decir algo así que lo más normal de un tiempo a esta parte es que ni siquiera te lo digan, porque el contratante y el contratado ya parten de la base de que no hay remuneración ni nada que se le parezca. El contratante no te dice nada, porque supone –con razón– que tú ya barruntas o, más aún, estás plenamente convencido de que te toca trabajar gratis. Y, si por casualidad te pones serio o simplemente dubitativo, y mascullas como quien no quiere la cosa algo así como «¿De cuánto podemos disponer?» (moviendo los dedos expresivamente), te expones a que el otro haga aspavientos: «¡Hombre! ¡Ya sabes cómo es esto!, ¿no?» Y cuando cuelgas o te das la vuelta, alguien se apresura a comentar: «¡Joder, qué pesetero el tío!» Por cierto, ahora con los euros, se debía decir eurero, pero la verdad es que no suena bien.

Sí, sí, te han llamado porque eres el mejor en ese campo o, por lo menos, porque eres un especialista. Te ha costado años y años de formación haber llegado adonde has llegado. Ni que decir tiene que un artículo de veinte folios no se escribe solo. Tampoco las conferencias de una hora se disponen ellas solitas. Todo requiere tiempo, trabajo, preparación. Como es obvio, estamos hablando de tu esfuerzo. Sí, pero estamos hablando también de cultura y eso parece que introduce una variable fundamental.

En la antigua Grecia, el filósofo era el aprendiz de sabio, el amante de la sabiduría. Quien ama algo no va a exigir que le paguen por entregarse a su pasión, aquello que ama. Se supone que la gratificación está en la entrega misma. (De ahí debe de venir el término gratis tal como hoy lo empleamos. Te entregas a cambio de nada. Es un escalón por debajo de la prostitución, lindante con otras manifestaciones agudas de idiocia). En su momento, volviendo al mundo clásico, Aristóteles hasta teorizó el asunto: la felicidad suprema está en el conocimiento y a este menester se entrega uno de modo absolutamente desinteresado. Es verdad que había otros que cobraban por compartir sus conocimientos o impartir sus enseñanzas. Eran los llamados sofistas. Comparen ustedes el significado antitético que esos dos conceptos mantienen en la actualidad: el filósofo es el puro, hoy diríamos el intelectual digno de admiración, mientras que el sofista es el tramposo, el falso, casi el mercachifle. Quizá de ahí viene todo.

De ahí viene, sin ir más lejos, que a usted se le caería la cara de vergüenza si reconociera que va afanando por ahí todo lo que encuentra a mano. Pues sí, entré en la joyería de mi barrio y, aprovechando que el dependiente se dio la vuelta, me metí en el bolsillo una pulsera y un reloj. ¡Ja, ja, ja! Y el domingo, cuando el camarero se retiró hacia la cocina nos largamos del restaurante sin pagar. Habíamos pedido lo más caro y nos pusimos ciegos. ¡Un simpa, qué gracia! En nuestro contexto social y cultural, lo menos que diríamos de alguien así es que es un tipo impresentable. Pero si, en vez de esas bellaquerías, la trastada consiste en hurtar libros, la calificación ipso facto se rebaja. Tanto es así que en primer término se activan los sobrentendidos. Los sobrentendidos, sí. Esos que te impiden alardear de haber robado en un establecimiento normal, pero te permiten presumir de haber mangado en una librería. Mangar es el verbo que he empleado. Un libro no se roba ni se hurta ni se sustrae siquiera. Un libro se manga, o se birla, o se distrae. El tono se hace mucho más suave. O, de modo complementario, se acentúa la acción para exhibir un orgullo de casta: ¡tengo diez estantes completos en mi biblioteca de libros robados! ¡Ja, ja, ja! Y si pones caras de circunstancias hasta te pueden interpelar con desdén: «¿Qué pasa, tío? ¿Te vas a poner ahora muy digno? ¿Es que tú nunca has robado un libro, gilipollas?»

Roba este libro (Madrid, Abada, 2017) es precisamente el título que ha elegido Miguel Albero para escribir esta curiosa y amena «introducción a la bibliocleptomanía» (este es el más correcto pero también mucho más prosaico subtítulo del volumen). Lo de Roba este libro, como el mismo autor se apresura a reconocer desde las páginas iniciales, es un título provocador a modo de reclamo publicitario que tiene una doble trampa: la primera, que la propia acuñación es robada, porque ya hay al menos un libro con ese mismo título, sólo que en otro idioma: Steal this Book, de Abbie Hoffman (1971). La segunda, que la expresión es inexacta, porque en la inmensa mayoría de los casos los libros no se roban –porque el robo implica violencia–, sino que simplemente se hurtan.

En el fondo, estas son minucias porque, si nos atenemos a las coordenadas cotidianas, lo normal es que hablemos, aunque sea impropiamente, de robar un libro y de libros robados. Por esa razón, con buen criterio, el autor se deja de tiquismiquis y habla con naturalidad a lo largo de las casi trescientas páginas del volumen de las diversas modalidades y circunstancias del robo de libros. Lo hace con humor y, quizá de modo inevitable, con un tono condescendiente que a algunos puede parecer blando o, en todo caso, con una comprensión que probablemente no adoptaríamos ante cualquier otro tipo de tropelía. Aun así, no puede imputársele que no sea franco y terminante, pues, como dice en uno de sus epígrafes iniciales, «seamos claros, robar un libro sí es robar».

El problema en este caso no podemos endosárselo al autor, sino al contexto: esos sobreentendidos antes mencionados o, lo que en este caso viene a ser poco más o menos lo mismo, el conjunto de prejuicios y premisas que solemos dar por buenos, naturales o normales sin mayor afán crítico o autocrítico. Nos guste o no, lo cierto es que el último eslabón de la cadena o brazo ejecutor –esto es, el ladrón de libros– se beneficia de ese tácito consentimiento o esa favorable disposición con que tendemos a juzgar su caso. Incluso cuando, confrontados con nuestras contradicciones, tenemos que convenir lo inevitable, que robar un libro es indudablemente robar, el veredicto popular viene a establecer algo así como que mangar un libro no pasa de ser un pecadillo venial, algo tan perdonable como, en el fondo, simpático. El ladrón de libros se beneficia de esa comprensión, un poco en la línea del clásico robar por necesidad, como quien sustrae un pan porque tiene hambre. Aunque sea un tópico –y además un tópico particularmente caro a cierta literatura romántica y sentimental–, el ejemplo es pertinente porque nuestro sustrato cultural tiene a equiparar –o hasta ahora así lo ha hecho– la necesidad material de alimentarse con el hambre de cultura. Así que tanto Jean Valjean como quien desliza un libro por debajo de su abrigo o lo deja caer como al desgaire en el fondo de su bolso usarán un argumento parecido para justificarse: estado de necesidad. Ya sé que todo esto es absolutamente inexplicable desde la perspectiva del librero pero, ¿qué quieren que les diga? Yo aquí me limito a una pura y simple constatación. Las reclamaciones, a quien corresponda.

No es menos cierto, por otro lado, que los propios escritores son los principales responsables de ese estado de opinión. Hay toda una literatura que ha mitificado el saqueo sistemático de bibliotecas y librerías como si se tratara del desempeño de una de las bellas artes. El pillo que arrasa los anaqueles vendría a ser la versión cultural del célebre ladrón de guante blanco, con todo el glamur que le ha prestado el cine clásico. Yo creo que hasta más de uno con cierta edad le presta la fisonomía del gran Cary Grant. Pero, como nos recuerda Miguel Albero, no hace falta recurrir a los iconos del séptimo arte, porque desde tiempo inmemorial los literatos ya han ido esmerándose en componer esa figura agridulce pero siempre atrayente del birlador de ejemplares. De Arthur Rimbaud a Jack Kerouac, de Jean Genet a James Ellroy, la lista de grandes, medianos y pequeños literatos que son al tiempo ladrones confesos podría ser literalmente interminable. En el campo de la literatura en español, dos escritores sudamericanos como Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán no sólo se declaran culpables (¡y a mucha honra!), sino que dan un paso más y hacen apología del hurto de libros. Bueno, quienes sólo leen o afanan best-sellers también pueden citar un referente que ya es clásico, La ladrona de libros, el célebre superventas de Markus Zusak.

Hay muchas formas de robar, como es obvio. Pero no, no me refiero ahora a las diversas modalidades de hacer pasar un libro de los estantes o las mesas de novedades al bolsillo del abrigo, a la mochila o las entretelas. Cada cual tiene su maña y no voy yo ahora a dar pistas, al modo de David Horvitz en Cómo robar libros. Lo que quiero decir es que, aparte del acto físico o material de hurtar un ejemplar que pesa, tiene unas dimensiones determinadas, etc., hay otros modos de sustraer un libro. Estamos hablando, claro está, de atender ahora no al continente, sino al contenido. No sólo hurta quien se lleva los volúmenes de la librería o la biblioteca, sino quien hace pasar por propia la obra escrita por otro. En este caso ya no estamos defraudando al librero (ni a la Hacienda pública) sino al autor, es decir, el artífice o creador. Normalmente es lo que suele llamarse plagio, aunque aquí también las variantes pueden ser casi infinitas, disfrazadas en forma de citas, referencias, homenajes, parodias, reproducciones parciales y no sé cuántas cosas más. El plagiario puede ser un don nadie o un segundón, pero también un artista o un escritor notable que busca un atajo en un momento dado. Albero cita, entre otros, el conocido caso de Camilo José Cela, pero la lista de presuntos plagiarios se extendería hacia otros muchos nombres conocidos, de Laurence Sterne o Samuel Coleridge hasta Alfredo Bryce Echenique.

Hay también quien hace algo peor que robar: mutilar. Al fin y al cabo, no todos, pero sí muchos de los que roban un libro están declarando su amor o, al menos, su interés por un autor, una obra o un asunto determinado. Si nos ponemos blanditos, hasta podíamos conceder que es una especie de homenaje. Por el contrario, el mutilador, como el violador, no tiene perdón. Como dice Albero, los ladrones ofenden a los propietarios pero no hacen daño alguno al libro. Quien destroza un libro arrancándole páginas, por ejemplo, produce un daño irreparable no sólo al volumen en cuestión, sino a todo aquel que en el futuro pretenda leerlo. Además, para quienes compartimos de algún modo la sacralización del libro, nos resulta una agresión particularmente cobarde y cruel, porque el libro sufre la mutilación en silencio: no puede quejarse ni pedir auxilio. Está inerme, como un niño pequeño, en manos de un asesino despiadado, un émulo de Jack el Destripador que despega, descose, rompe, recorta, saja o, en el peor de los casos, hasta quema. ¡Ay, la quema de libros! Esto merecería un apartado específico, pero la verdad es que, con esta deriva, nos apartaríamos bastante de nuestro objetivo original, que a estas alturas quedaría como un inocente juego de niños al lado de este catálogo de barbaridades.

Acabo de mencionar, como al descuido, pero no por casualidad, el tema de la sacralización del libro. Puede en principio parecer una contradicción, pero la veneración por el libro está estrechamente relacionada con la consideración de la cultura de que hablaba al comienzo de este comentario. Aunque hay quien comercia con los libros robados, por lo general el ladrón de libros no afana los ejemplares para traficar con ellos. Además, los libros se mangan de uno en uno, o de dos en dos o, si se es muy habilidoso, puede llegarse a hurtar unos cuantos de sopetón, pero, a menos que concurran circunstancias excepcionales, no se roban por centenares, ni siquiera por decenas. Por otro lado, a cualquiera se le ocurre que hay cientos, miles, infinidad de artículos primariamente más valiosos (en el sentido de que en el mercado pagan más por ellos) o que darían mucha más rentabilidad que los humildes libros. No, un libro no se roba por su valor de mercado (a menos que sea un incunable o un ejemplar único, casos siempre especiales, como es obvio). Como diría Machado, no seamos necios confundiendo valor y precio. El valor del libro no está en lo que podemos ganar con él (ni siquiera, por lo general, en lo que podemos ahorrarnos si lo robamos). Sisamos el libro por otras razones, ¿verdad?

En el mundo en que vivimos, la cultura-espectáculo goza de buena salud. Si hablamos de otro tipo de cultura, ya no tanto. Me refiero al estado de esas otras actividades culturales o formas de conocimiento que no forman parte del escaparate mediático, pero que son el basamento indispensable –el terreno fértil– para que después surjan otras expresiones más señeras. Estoy hablando de escuelas dignas, bien dotadas en todos los sentidos, o de una red de bibliotecas que ponga al alcance de niños, adolescentes y jóvenes los materiales necesarios para una formación integral, o de unas infraestructuras adecuadas en los barrios para que los estudiantes puedan desarrollar sus inquietudes y proyectos. En muchos países –entre ellos, el nuestro–, la enseñanza, la investigación o el desarrollo científico no constituyen las prioridades de nuestros gobernantes ni de los presupuestos generales del Estado. Eso por decirlo suavemente, a ver si me entienden. De ahí que todos convengamos que es normal que el profesional de esos ámbitos –el profesor, el investigador, el científico– esté mal pagado. Volviendo a lo del principio, no nos escandaliza que este especialista trabaje gratis, cosa que jamás se nos ocurriría solicitarle a cualquier otro técnico, incluso de grado inferior.

No es muy distinto lo que ocurre en el ámbito de los libros. El libro-evasión disfruta también de una situación relativamente confortable. No es fácil empero ganarse la vida como escritor si uno no está en el top ten, o si no adquiere la condición de autor de best-sellers. Y eso que el novelista o, en general, el creador literario goza de un cierto favor del público. Los demás autores, los ensayistas, analistas o especialistas en otros campos de conocimiento –heterogénea legión que ha sido reducida y amalgamada en un cajón de sastre con la etiqueta de «no ficción»− lo tienen mucho más crudo. No es que vendan poco. No es que les paguen menos. Es que desde hace unos años son ellos −¡ellos mismos, los autores!− quienes deben pagar si quieren publicar. De modo que, tal como están las cosas, bien podría aplicarse al escritor lo que antes se decía del maestro de escuela. A menos, claro, que se espabile y se gane la vida con otros menesteres, que es lo que termina haciendo la mayoría: como articulista, contertulio o showman, lo que haga falta.

En fin, que ni la cultura en general ni el libro en particular cotizan en el mercado, salvando las excepciones antedichas. Eso lo sabe hasta el tonto del pueblo. Se atracan bancos, joyerías, concesionarios de coches, farmacias, supermercados y hasta tiendas de chinos. Pero, ¿a quién se le ocurre atracar una librería? Sí, ya sé que siempre hay un majadero para cada ocasión –y alguno habrá que lo haya hecho–, pero reconozcan que hay que estar muy desesperado para hacer algo así. Bueno, pues, mutatis mutandis, esa es también la situación del ladrón de libros. En este caso no va por la caja, sino que evita pasar por caja. Pero sabe también que difícilmente saldrá de la librería más rico (materialmente) de como entró. De hecho, el sisador de libros no hurta –al contrario de lo que sucedería en casi todos los demás casos– por el beneficio material que pueda extraer de su acción. No, claro que no va a vender el libro hurtado y, si trata de hacerlo, es bastante estúpido, pues cualquier otro producto le resultaría en ese caso más rentable. Como el conferenciante que no cobra o el escritor que paga su edición, el ladrón de libros sólo busca prestigiarse a sí mismo con la acción. La gratificación está en el propio acto, sin más. Con un matiz importante. Luego, además, necesita contarlo. Nadie robaría libros si no pudiera contarlo a los demás. La acción –el robo– nos prestigia, pero necesitamos el reconocimiento de nuestros amigos. Ellos también saben por qué lo hemos hecho, ¿verdad? Y de este modo se cierra el círculo. Por eso, mientras el libro siga siendo el libro –y no sé si le queda mucho tiempo–, seguiremos robando libros.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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martes, 22 de agosto de 2017

[Pensamiento] Memoria y olvido, como imperativo y terapia





El pasado mes de julio publicaba en Revista de Libros Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, una interesante reseña del libro de David Rieff titulado Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica (Barcelona, Debate, 2017), que centra en el análisis de la memoria y olvido como imperativos y terapias respectivamente de nuestro acontecer político. Perdónenme la inmodestia de advertirles que es una de las entradas que más satisfacción me ha dado en mucho tiempo traer al blog. Razón suficiente para encarecerles su lectura. Seguro que la disfrutan.

Como es habitual en los vástagos de las personas que han alcanzado una notable celebridad, señala al comienzo de la misma, David Rieff tiene que cargar con el sambenito de que se le presente con insistencia –incluso en la breve nota biobibliográfica de la solapa del libro que nos ocupa– como hijo de Susan Sontag. No obstante, como sabe cualquiera que haya seguido su trayectoria, la susodicha vinculación familiar es ociosa para encuadrar y comprender su fructífera y proteica carrera como periodista, corresponsal de guerra, analista político, ensayista y crítico cultural. De entre sus últimos libros –casi todos traducidos al español–, nos interesa destacar ahora, por motivos que no necesitan explicación, el que aquí se tituló Contra la memoria. De hecho, las primeras palabras de Rieff en el volumen que vamos a comentar, bajo el rótulo de «Agradecimientos», son para recordar que en 2009 dos integrantes del servicio de publicaciones de la Universidad de Melbourne, le invitaron «a escribir un ensayo en contra de la memoria política» que se publicó dos años más tarde con el título antedicho. Ahora, como su propio nombre indica, Rieff retoma el mismo tema para desarrollar aquel asunto e incorporar nuevos argumentos, moviéndose obviamente en la misma línea. Me atrevo a llevar hasta cierto punto la contraria al propio Rieff para matizar que la aludida línea argumental no es exactamente un alegato contra la memoria política sin más. Como se dice, creo que con bastante justeza en la sinopsis de contraportada, lo que defiende Rieff, si se permite la formulación casi en forma de titular, es que «la memoria colectiva no es tanto un imperativo moral como una opción». Pero vayamos por partes.

El libro de Rieff, aunque lleva por subtítulo explicativo «Las paradojas de la memoria histórica», no es una obra de historia ni se parece en nada al tipo de publicaciones que, por lo menos en el ámbito español, distingue a la copiosa bibliografía en torno a las relaciones entre memoria, historia y política. Elogio del olvido es un pequeño volumen –unas ciento setenta páginas– que tiene más bien un marcado carácter ensayístico, provocador y deliberadamente polémico en algunas de sus apreciaciones, y en el que, como viene siendo usual en los últimos tiempos, el autor se permite el lujo de hablar en distintas ocasiones en el tono subjetivo de la primera persona del singular, contar algunas de sus experiencias como testigo de acontecimientos relevantes e incluso relatar anécdotas concretas de sus tiempos como reportero en distintos frentes de batalla. Y todo ello lo hace en unos capítulos que contienen más carga de presente que de pasado (o que se interesan sin rubor por el pasado en función del presente) y que en algunos casos llevan como título preguntas que llaman nuestra atención como fogonazos: «¿Para qué sirve realmente la memoria colectiva?» O este otro: «¿Debemos deformar el pasado para poder conservarlo?»

Rieff –ya lo he dicho– no es un historiador, ni mucho menos un filósofo, ni siquiera un teórico político en un sentido investigador o académico. Es un periodista inquieto, un hombre culto que se mueve con soltura en distintos campos, pero que no alza el vuelo mucho más allá de los hechos concretos, esto es, de lo que podríamos llamar sin menoscabo un empirismo funcional o un decidido pragmatismo político, muy en la línea de un cierto ensayismo anglosajón. Esto que normalmente, en nuestros predios intelectuales, se entendería como desdoro o desvalorización, constituye, en mi opinión, el elemento determinante para que Elogio del olvido resulte un libro estimulante. No exactamente por lo que dice –que, en el fondo, no es nada radicalmente nuevo– sino por cómo lo dice: con una franqueza, una resolución y una sinceridad que prestan al volumen un tono prístino, una mirada a veces hasta algo naíf, como una bocanada de aire fresco en un tema siempre viciado porque todo transcurre, como hubiera dicho Sartre, a puerta cerrada, en una atmósfera cargada de resentimientos.

Por todo ello, el basamento teórico de principio no va mucho más allá de lo que en nuestros cenáculos intelectuales ha defendido, por ejemplo, y con mucho mejores argumentos, historiadores como Santos Juliá: una cosa es la historia y, otra muy distinta, la memoria. Cuando se trata de vincular ambas utilizando el sintagma de «memoria histórica» está incurriéndose en un oxímoron que sólo es aceptable como metáfora y, aun así, con no pocas prevenciones. La memoria sensu stricto es siempre individual; la «memoria colectiva de un pueblo» es, como hubiera matizado con ironía Borges, un abuso del lenguaje. Si se prefiere algo más flexible, diríamos que no es más que «una metáfora que pretende interpretar la realidad y conlleva todos los riesgos inherentes a la interpretación metafórica del mundo». Un tema, dicho sea de paso, que hubiera hecho las delicias de Nietzsche. Si damos unos pasos más y nos adentramos directamente en la llamada memoria histórica de un acontecimiento, debemos precisar que «nos referimos en general a la rememoración colectiva de gente que no lo presenció, sino que le fue transmitido por crónicas familiares o, más probablemente [...], a través de intermediarios como el Estado, sobre todo en las escuelas o las conmemoraciones públicas, o por medio de asociaciones» (p. 94).

Al proseguir por esa senda, nos vemos abocados a despojarnos de la inocencia. No hace falta que lleguemos al abrupto aforismo nietzscheano: «No hay hechos; sólo interpretaciones». Basta simplemente que reconozcamos una verdad tan incómoda como por otra parte incontrovertible, la de que «la función esencial de la memoria colectiva es la legitimación de un criterio particular y un programa político y social, y la deslegitimación de los opositores ideológicos». Así, la «apropiación de la historia por parte de la memoria es también la apropiación de la historia por parte de la política» (p. 83). No puede decirse más claro. Bueno, sí. Juzguen ustedes: «La memoria histórica colectiva no es respetuosa con el pasado» (p. 137). Rieff admite algunas excepciones en esa regla general, como la de los judíos (asunto este, por cierto, que me parece más que discutible, pero en el que prefiero no entrar para no perder el hilo de la argumentación). No respetar el pasado, no ser fiel a los hechos, equivale a manipular los mismos en función de unos objetivos. Como el autor procura no caer en el dogmatismo que critica, no llega al punto de decir que la memoria inventa el pasado, aunque alguna que otra vez bordea esa acuñación que puso en boga Eric Hobsbawm: la «invención de la tradición». En vez de eso, Rieff desemboca en una formulación muy poco sólida desde el punto de vista teórico, aunque, como veremos después, muy expresiva desde el prisma de la ejemplaridad política. Concretamente, dice que la «memoria se puede usar como prueba de fuego política, para causas tanto buenas como malas» (p. 55).

Aquí el planteamiento de Rieff adolece de una cierta ingenuidad. El problema estriba, como es obvio, en establecer y deslindar «causas buenas» y «causas malas». ¿Cómo nos ponemos de acuerdo sobre este punto? Tomemos por ejemplo como referencia, siguiendo a Timothy Garton Ash, el uso de la memoria como «componente esencial en la construcción de la identidad europea». Debemos forzosamente reconocer que, aunque mayoritaria, esa es una opción tan discutible como cualquier otra (como dirían los del Brexit y tantos euroescépticos y eurófobos). Operan, además, sobre todo ello los prejuicios del presente, conformando una arbitraria hemiplejia analítica. La manipulación descarada del pasado haciendo de William Wallace un mártir y un héroe del nacionalismo escocés –Mel Gibson mediante– se acoge con incomparable más benevolencia que la santificación de Juana de Arco por las huestes de Le Pen, aunque aquellos actúan con una insidia y unas pretensiones semejantes a las de estos. Rieff pone el dedo en la llaga como el niño que señala al rey desnudo: no nos importa tanto la manipulación en sí como quién manipula y con qué fin. Al igual que en el chiste psicoanalítico, cuando «la persona indicada hace las cosas mal, está bien; cuando la persona no indicada hace las cosas bien, está mal» (p. 141).

En un contexto más amplio, vivimos una época de exaltación de la memoria, hasta el punto de que esta ha desplazado a la historia en las relaciones políticas con el pasado. En palabras de Pierre Nora, y refiriéndose sobre todo a Francia, la memoria «ha adquirido un significado tan amplio e inclusivo que se tiende a utilizarla simple y llanamente como sustituto de historia y a poner el estudio de la historia al servicio de la memoria» (p. 82). Quizás el diagnóstico peque de excesivo o poco matizado, pero es incuestionable que en muchos países se ha desarrollado una auténtica «industria de la memoria». La expresión sería del gusto de Javier Cercas, quien, a propósito de sus últimas novelas, se ha visto implicado en acres polémicas sobre el uso del pasado. Pero, en cualquier caso, lo que importa aquí son las consecuencias, es decir, que el conocimiento riguroso del pasado queda cuando menos en segundo término frente a la preponderante tendencia a conmemorarlo. Esto es visible incluso en la propia producción editorial, cada vez más volcada a evocar efemérides variopintas, hasta el punto de que se aprovecha cualquier pretexto –centenarios, cincuentenarios o lo que sea– para lanzar títulos que nada aportan desde la óptica científica,  pero que sirven para recrear desde el presente una determinada concepción del ayer.

Si tomamos en consideración este panorama, podemos valorar la propuesta de Rieff como algo que va mucho más allá de la simple boutade: ¿y qué pasaría si dedicáramos al olvido un esfuerzo al menos equivalente al que hoy se emplea para avivar la memoria? Estamos tan imbuidos del culto a la memoria que a cualquiera se le ocurrirá de inmediato el famoso apotegma de George Santayana sobre los pueblos que, por no recordar su pasado, se ven condenados a repetirlo. En un tono menos apocalíptico, se recuerda aquí también el planteamiento de Garton Ash sobre las comunidades sin memoria, que serían tan infantiles o inmaduras como el individuo sin conciencia del pasado. «Pero no hay ninguna evidencia de que esto sea cierto», repone inmediatamente Rieff. Al revés: «Desde el punto de vista empírico, sobran las razones que respaldan el argumento contrario: en muchos lugares del mundo no es la renuncia sino el apego a la memoria la causa aparente de que las sociedades sean inmaduras» (p. 53).

Entramos con ello en la cuestión medular del ensayo. Todo, como se ve, parte de una pregunta impertinente, que puede formularse con diversos matices: ¿por qué la memoria es superior, más elevada, más digna que el olvido? ¿Por qué reconocemos un imperativo de la memoria y no la necesidad de olvidar? ¿Por qué nos empeñamos en forjar una identidad colectiva cuya base no es exactamente la memoria, como suele argüirse, sino un específico modo de construir el pasado? Para contestar con honestidad intelectual a estas preguntas, debemos ser francos y no jugar con las cartas marcadas. El autor apunta en este sentido que «la cuestión de la fidelidad histórica casi nunca parece tan crucial como la solidaridad colectiva que dicha rememoración pretende generar» (p. 129). El pasado se recuerda o, mejor dicho, se evoca a conciencia un determinado pasado (no pocas veces mítico o tergiversado) en función de las necesidades de «creación de una identidad colectiva determinada». Por consiguiente, el pasado no tiene ninguna función terapéutica: en contra de lo que suele argumentarse con insistencia, el conocimiento del pasado no conduce a evitar la repetición de viejos errores. ¿Cuántas veces a lo largo del malhadado siglo XX se ha dicho en vano «nunca más»?

Más concretamente, Rieff puede aducir, llegados a este punto, su experiencia no ya sólo como reportero en múltiples frentes de guerra, sino como testigo de sucesos aún más escalofriantes, como matanzas sistemáticas y genocidios: «Auschwitz no nos vacunó contra Pakistán oriental en 1971, ni Pakistán oriental contra Camboya bajo los Jemeres Rojos, ni Camboya bajo los Jemeres Rojos contra el poder Hutu en Ruanda en 1994» (p. 105). No se trata tan solo del hecho comprobable de que el pasado no es aleccionador, sino algo mucho más brutal: que los crímenes del pasado se convierten en el combustible que alimenta el rencor de hoy y posibilita nuevas atrocidades, normalmente «en un ambiente de temor y con la justificación de la legítima defensa» (p. 144). No es extraño por ello que quien ha presenciado in situ esa dinámica de violencia o incluso esa espiral de agravios –como, por ejemplo, en los Balcanes– termine por exclamar acongojado, ahíto de ver sangre derramada: ¡la paz, la paz a cualquier precio! La historia no es un menú a la carta. Cuando la barbarie se enseñorea de las relaciones humanas, una paz injusta es una bendición. Los acuerdos de Dayton eran una chapuza, por supuesto: «Aun así, para muchos de nosotros, tanto cooperantes como periodistas, que habíamos sido testigos presenciales del horror de la guerra de los Balcanes, casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación» (p. 113).

El caso de Chile, al que Rieff dedica una atención recurrente, resulta paradigmático. La transición a la democracia fue posible, según el autor, porque la consecución de la libertad fue el objetivo supremo al que se supeditó todo, la justicia en primer término. En estas circunstancias, conceder inmunidad a Pinochet «se vio como un sacrificio que merecía la pena asumir». Y enseguida aparece el Rieff desafiante: dentro de un tiempo, ¿cuántos chilenos concluirían «que la impunidad de Pinochet fue un coste inaceptable para la libertad del país?» (p. 114) ¡Por supuesto que lo ideal hubiera sido que el general rindiera cuentas! Pero a menudo hay que elegir entre opciones precarias. No estamos hablando en términos hipotéticos. El intento de procesar al dictador chileno por parte del juez Garzón nos sumergió en dicho escenario. Si «la detención hubiera podido poner en grave peligro esa transición, ¿habría merecido la pena entonces salvaguardar [...] las exigencias de justicia?» (pp. 85-86).

A los españoles, esos dilemas nos resultan muy familiares. Precisamente, a la transición española se le dedican también en el libro algunos párrafos, con algunos errores factuales y varios desenfoques en la interpretación. Con todo, no es en estas coordenadas donde Rieff detecta el problema: al fin y al cabo, en países como Francia o España estaríamos hablando de polémicas –todo lo agrias que se quieran– entre especialistas, básicamente historiadores, politólogos o analistas políticos. Pero aquí «probablemente nadie matará o morirá por lo que se haya olvidado o por lo que no haya podido recordarse. Sin embargo, en muchas partes del mundo morir y dar muerte es justo lo que está en juego, y en este sentido la cuestión de si se debe dejar de elogiar el recuerdo y comenzar a elogiar el olvido es más acuciante» (p. 153).

Este es el punto crucial para Rieff: cuando elegir entre recuerdo y olvido es cuestión de vida o muerte. Es verdad que si optamos por el olvido cometemos «una injusticia con el pasado». Pero recordar significa cometer «una injusticia con el presente». La conmemoración «podrá ser aliada de la justicia», pero «pocas veces es aliada de la paz» (pp. 148-149). Esta paz puede tener padres espurios. Puede aparecer trufada de oportunismo, hipocresía y hasta cínica indiferencia. Pero, al lado de otras opciones, es el mal menor. Rieff nos refiere una anécdota reveladora: cuando De Gaulle decidió hacer tabla rasa con la cuestión de Argelia, se le recordó que se había derramado mucha sangre. Entonces el mandatario francés contestó fríamente: «Nada se seca tan pronto como la sangre». Más recientemente, el caso de Irlanda del Norte revela que unos acuerdos discutibles, con su secuela de amnistías dolorosas, olvidos forzados y rehabilitaciones impuestas, vienen a ser a la larga, con todos sus defectos, la única vía factible para salir de un laberinto minado.

Podría dar la impresión, a tenor de todo lo dicho, que nuestro autor es un tenaz opositor contra la rememoración, un adalid del olvido, un decidido detractor de la memoria histórica, sin más especificaciones, sin matices. No hay tal. Rieff, como ya he dicho antes, es, ante todo, un pragmático. No pierde de vista casi nunca las circunstancias concretas en que ha de aplicarse una determinada doctrina. En cada situación detecta pros y contras. Pero, además, él lo dice expresamente en términos genéricos: «que quede claro, no sostengo que siempre sea un error insistir en la rememoración como imperativo moral» (p. 84). Aunque considera, como se infiere de todo lo expuesto, que con demasiada frecuencia la memoria lleva más a la exacerbación de las tensiones que a la pacificación, hay múltiples casos en que ni se puede ni se debe olvidar: las matanzas de las fuerzas imperiales europeas, el genocidio armenio, las atrocidades del militarismo japonés en China. No es factible «curar la guerra». Se ha insistido mucho hasta ahora en los males de la memoria, pero sería perverso desconocer o silenciar que el exceso de olvido constituye también un riesgo. No es fácil saber cuál es el camino más indicado para restañar heridas. En cualquier caso, el autor insiste en que no «prescribe aquí un alzhéimer moral» porque, reconoce, «estar desprovisto de memoria es estar desprovisto de un mundo» (p. 146).

En último extremo, no cabe aquí un sustrato de optimismo antropológico. Los seres humanos no son tan racionales como a menudo nos gusta pensar y creer: «El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres», escribió Karl Kraus. Los recuerdos de las atrocidades sirven con más frecuencia para los intentos de emulación que para la expiación y el exorcismo. En el mejor de los casos, para quienes prescriben bienintencionadamente el perdón –Paul Ricoeur, Avishai Margalit–, el dilema sigue siendo el mismo: ¿cómo se edifica el perdón sin una peligrosa amalgama de memoria y olvido? ¿En qué proporciones? Decía Borges que «el olvido es la única venganza y el único perdón». No estoy tan seguro. Además, no sobreestimemos la capacidad humana para dirigir el curso de los acontecimientos. El hombre es más víctima de la historia que hacedor de la misma. Todas nuestras construcciones –entre ellas, nuestra sociedad, nuestra civilización− están sometidas al paso implacable del tiempo. Rieff lo expresa aludiendo a «la provisionalidad social, nacional y de la civilización», por analogía con la «fugacidad humana individual» (p. 158).

Dentro de poco, la Shoá, la gran herida moral de nuestro tiempo, será una nota imprecisa en la noche de los tiempos. Tony Judt vio en Berlín cómo unos escolares aburridos en su excursión obligatoria jugaban al escondite en su visita al monumento a los judíos asesinados en el Holocausto. Yo mismo tuve ocasión de presenciar una escena similar casi en el mismo sitio: unos chicos y chicas, algo más que adolescentes, con indumentaria casi playera, reían, bromeaban y bebían Coca-Cola entre los testimonios atroces de las matanzas no tan lejanas. ¿Puede decretarse la memoria obligatoria? Y, en ese caso, ¿con qué viabilidad? Rieff se remite en este caso a las palabras de Judt, poco sospechoso por su talante y su profesión de querer encubrir nada: museos, monumentos y tantos lugares y ritos de la memoria no son tanto una expresión de nuestra voluntad de recordar cuanto «un indicio de que sentimos haber cumplido nuestra penitencia y ya podemos [...] olvidar, y que en nuestro lugar recuerden las piedras» (p. 101), concluye diciendo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt






Entrada núm. 3754
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)