Rafael Núñez Florencio (1956), historiador, filósofo y crítico español escribe en su blog Morirse de Risa sobre el hurto de libros como una de las bellas artes. Pongo por caso, comienza diciendo, una situación trivial, cotidiana. Algo así como que tienes una fuga de agua en tu casa. Lo normal es que cojas el teléfono y llames a un fontanero y le digas algo como esto:
– Mire, por favor, tengo un problema en el cuarto de baño [o en la cocina, o donde sea]. Necesito que venga en cuanto pueda.
− Muy bien, deme la dirección.
Se la das, le describes la situación, le dices que venga cuanto antes, etc. Y antes de colgar le adviertes:
– ¡Ah, por cierto! Quería decirle una cosa. Verá, quiero que sepa que no voy a pagarle por su trabajo...
– ¿Cómo dice?
– Sí, lo que ha oído. Ya sé que me dirá que usted es un excelente profesional. De hecho, ya lo sé, ni se me ocurre ponerlo en duda. En realidad, por eso exactamente le he llamado, porque sé que es el mejor, o de los mejores. Pero, verá, yo es que tengo por norma no pagar a los profesionales que solicito.
¿Se lo imaginan? Y donde digo una fuga de agua y un fontanero pongan ustedes un cortocircuito y un electricista, una ventana rota y un cristalero, un problema con uno de los electrodomésticos y un técnico: en fin, lo que quieran, esos problemas habituales del hogar que requieren el concurso o la intervención de un especialista. La respuesta de este cuando le digan que haga su trabajo gratis oscilará entre el estupor, la carcajada y el cabreo. ¡Vamos, lo mínimo que uno puede suponer que hará cualquiera en ese trance será colgar inmediatamente el teléfono dejándole con la palabra en la boca! ¡Eso, probablemente, después de algunos improperios!
Y, sin embargo, cualquiera que trabaje o desempeñe sus conocimientos y habilidades en el campo académico, universitario o de investigación en general, sabe por experiencia que esa es la norma de conducta. Te encargan un artículo, una reseña, un comentario. Te solicitan una intervención, una charla, una conferencia. Te piden que acudas a una entrevista, un debate, una mesa redonda. Te requieren para que formes partes de un consejo asesor, de un comité de redacción o que trabajes como revisor científico. A veces te demandan un capítulo de un libro o incluso más, una sección completa del mismo. Es muy frecuente en todos esos casos que te digan algo así como «Bueno, ya sabes, nos gustaría poder compensarte, pero, en fin, tal y como están ahora las cosas... no tenemos presupuesto».
Es tan frecuente que te puedan decir algo así que lo más normal de un tiempo a esta parte es que ni siquiera te lo digan, porque el contratante y el contratado ya parten de la base de que no hay remuneración ni nada que se le parezca. El contratante no te dice nada, porque supone –con razón– que tú ya barruntas o, más aún, estás plenamente convencido de que te toca trabajar gratis. Y, si por casualidad te pones serio o simplemente dubitativo, y mascullas como quien no quiere la cosa algo así como «¿De cuánto podemos disponer?» (moviendo los dedos expresivamente), te expones a que el otro haga aspavientos: «¡Hombre! ¡Ya sabes cómo es esto!, ¿no?» Y cuando cuelgas o te das la vuelta, alguien se apresura a comentar: «¡Joder, qué pesetero el tío!» Por cierto, ahora con los euros, se debía decir eurero, pero la verdad es que no suena bien.
Sí, sí, te han llamado porque eres el mejor en ese campo o, por lo menos, porque eres un especialista. Te ha costado años y años de formación haber llegado adonde has llegado. Ni que decir tiene que un artículo de veinte folios no se escribe solo. Tampoco las conferencias de una hora se disponen ellas solitas. Todo requiere tiempo, trabajo, preparación. Como es obvio, estamos hablando de tu esfuerzo. Sí, pero estamos hablando también de cultura y eso parece que introduce una variable fundamental.
En la antigua Grecia, el filósofo era el aprendiz de sabio, el amante de la sabiduría. Quien ama algo no va a exigir que le paguen por entregarse a su pasión, aquello que ama. Se supone que la gratificación está en la entrega misma. (De ahí debe de venir el término gratis tal como hoy lo empleamos. Te entregas a cambio de nada. Es un escalón por debajo de la prostitución, lindante con otras manifestaciones agudas de idiocia). En su momento, volviendo al mundo clásico, Aristóteles hasta teorizó el asunto: la felicidad suprema está en el conocimiento y a este menester se entrega uno de modo absolutamente desinteresado. Es verdad que había otros que cobraban por compartir sus conocimientos o impartir sus enseñanzas. Eran los llamados sofistas. Comparen ustedes el significado antitético que esos dos conceptos mantienen en la actualidad: el filósofo es el puro, hoy diríamos el intelectual digno de admiración, mientras que el sofista es el tramposo, el falso, casi el mercachifle. Quizá de ahí viene todo.
De ahí viene, sin ir más lejos, que a usted se le caería la cara de vergüenza si reconociera que va afanando por ahí todo lo que encuentra a mano. Pues sí, entré en la joyería de mi barrio y, aprovechando que el dependiente se dio la vuelta, me metí en el bolsillo una pulsera y un reloj. ¡Ja, ja, ja! Y el domingo, cuando el camarero se retiró hacia la cocina nos largamos del restaurante sin pagar. Habíamos pedido lo más caro y nos pusimos ciegos. ¡Un simpa, qué gracia! En nuestro contexto social y cultural, lo menos que diríamos de alguien así es que es un tipo impresentable. Pero si, en vez de esas bellaquerías, la trastada consiste en hurtar libros, la calificación ipso facto se rebaja. Tanto es así que en primer término se activan los sobrentendidos. Los sobrentendidos, sí. Esos que te impiden alardear de haber robado en un establecimiento normal, pero te permiten presumir de haber mangado en una librería. Mangar es el verbo que he empleado. Un libro no se roba ni se hurta ni se sustrae siquiera. Un libro se manga, o se birla, o se distrae. El tono se hace mucho más suave. O, de modo complementario, se acentúa la acción para exhibir un orgullo de casta: ¡tengo diez estantes completos en mi biblioteca de libros robados! ¡Ja, ja, ja! Y si pones caras de circunstancias hasta te pueden interpelar con desdén: «¿Qué pasa, tío? ¿Te vas a poner ahora muy digno? ¿Es que tú nunca has robado un libro, gilipollas?»
Roba este libro (Madrid, Abada, 2017) es precisamente el título que ha elegido Miguel Albero para escribir esta curiosa y amena «introducción a la bibliocleptomanía» (este es el más correcto pero también mucho más prosaico subtítulo del volumen). Lo de Roba este libro, como el mismo autor se apresura a reconocer desde las páginas iniciales, es un título provocador a modo de reclamo publicitario que tiene una doble trampa: la primera, que la propia acuñación es robada, porque ya hay al menos un libro con ese mismo título, sólo que en otro idioma: Steal this Book, de Abbie Hoffman (1971). La segunda, que la expresión es inexacta, porque en la inmensa mayoría de los casos los libros no se roban –porque el robo implica violencia–, sino que simplemente se hurtan.
En el fondo, estas son minucias porque, si nos atenemos a las coordenadas cotidianas, lo normal es que hablemos, aunque sea impropiamente, de robar un libro y de libros robados. Por esa razón, con buen criterio, el autor se deja de tiquismiquis y habla con naturalidad a lo largo de las casi trescientas páginas del volumen de las diversas modalidades y circunstancias del robo de libros. Lo hace con humor y, quizá de modo inevitable, con un tono condescendiente que a algunos puede parecer blando o, en todo caso, con una comprensión que probablemente no adoptaríamos ante cualquier otro tipo de tropelía. Aun así, no puede imputársele que no sea franco y terminante, pues, como dice en uno de sus epígrafes iniciales, «seamos claros, robar un libro sí es robar».
El problema en este caso no podemos endosárselo al autor, sino al contexto: esos sobreentendidos antes mencionados o, lo que en este caso viene a ser poco más o menos lo mismo, el conjunto de prejuicios y premisas que solemos dar por buenos, naturales o normales sin mayor afán crítico o autocrítico. Nos guste o no, lo cierto es que el último eslabón de la cadena o brazo ejecutor –esto es, el ladrón de libros– se beneficia de ese tácito consentimiento o esa favorable disposición con que tendemos a juzgar su caso. Incluso cuando, confrontados con nuestras contradicciones, tenemos que convenir lo inevitable, que robar un libro es indudablemente robar, el veredicto popular viene a establecer algo así como que mangar un libro no pasa de ser un pecadillo venial, algo tan perdonable como, en el fondo, simpático. El ladrón de libros se beneficia de esa comprensión, un poco en la línea del clásico robar por necesidad, como quien sustrae un pan porque tiene hambre. Aunque sea un tópico –y además un tópico particularmente caro a cierta literatura romántica y sentimental–, el ejemplo es pertinente porque nuestro sustrato cultural tiene a equiparar –o hasta ahora así lo ha hecho– la necesidad material de alimentarse con el hambre de cultura. Así que tanto Jean Valjean como quien desliza un libro por debajo de su abrigo o lo deja caer como al desgaire en el fondo de su bolso usarán un argumento parecido para justificarse: estado de necesidad. Ya sé que todo esto es absolutamente inexplicable desde la perspectiva del librero pero, ¿qué quieren que les diga? Yo aquí me limito a una pura y simple constatación. Las reclamaciones, a quien corresponda.
No es menos cierto, por otro lado, que los propios escritores son los principales responsables de ese estado de opinión. Hay toda una literatura que ha mitificado el saqueo sistemático de bibliotecas y librerías como si se tratara del desempeño de una de las bellas artes. El pillo que arrasa los anaqueles vendría a ser la versión cultural del célebre ladrón de guante blanco, con todo el glamur que le ha prestado el cine clásico. Yo creo que hasta más de uno con cierta edad le presta la fisonomía del gran Cary Grant. Pero, como nos recuerda Miguel Albero, no hace falta recurrir a los iconos del séptimo arte, porque desde tiempo inmemorial los literatos ya han ido esmerándose en componer esa figura agridulce pero siempre atrayente del birlador de ejemplares. De Arthur Rimbaud a Jack Kerouac, de Jean Genet a James Ellroy, la lista de grandes, medianos y pequeños literatos que son al tiempo ladrones confesos podría ser literalmente interminable. En el campo de la literatura en español, dos escritores sudamericanos como Roberto Bolaño y Rodrigo Fresán no sólo se declaran culpables (¡y a mucha honra!), sino que dan un paso más y hacen apología del hurto de libros. Bueno, quienes sólo leen o afanan best-sellers también pueden citar un referente que ya es clásico, La ladrona de libros, el célebre superventas de Markus Zusak.
Hay muchas formas de robar, como es obvio. Pero no, no me refiero ahora a las diversas modalidades de hacer pasar un libro de los estantes o las mesas de novedades al bolsillo del abrigo, a la mochila o las entretelas. Cada cual tiene su maña y no voy yo ahora a dar pistas, al modo de David Horvitz en Cómo robar libros. Lo que quiero decir es que, aparte del acto físico o material de hurtar un ejemplar que pesa, tiene unas dimensiones determinadas, etc., hay otros modos de sustraer un libro. Estamos hablando, claro está, de atender ahora no al continente, sino al contenido. No sólo hurta quien se lleva los volúmenes de la librería o la biblioteca, sino quien hace pasar por propia la obra escrita por otro. En este caso ya no estamos defraudando al librero (ni a la Hacienda pública) sino al autor, es decir, el artífice o creador. Normalmente es lo que suele llamarse plagio, aunque aquí también las variantes pueden ser casi infinitas, disfrazadas en forma de citas, referencias, homenajes, parodias, reproducciones parciales y no sé cuántas cosas más. El plagiario puede ser un don nadie o un segundón, pero también un artista o un escritor notable que busca un atajo en un momento dado. Albero cita, entre otros, el conocido caso de Camilo José Cela, pero la lista de presuntos plagiarios se extendería hacia otros muchos nombres conocidos, de Laurence Sterne o Samuel Coleridge hasta Alfredo Bryce Echenique.
Hay también quien hace algo peor que robar: mutilar. Al fin y al cabo, no todos, pero sí muchos de los que roban un libro están declarando su amor o, al menos, su interés por un autor, una obra o un asunto determinado. Si nos ponemos blanditos, hasta podíamos conceder que es una especie de homenaje. Por el contrario, el mutilador, como el violador, no tiene perdón. Como dice Albero, los ladrones ofenden a los propietarios pero no hacen daño alguno al libro. Quien destroza un libro arrancándole páginas, por ejemplo, produce un daño irreparable no sólo al volumen en cuestión, sino a todo aquel que en el futuro pretenda leerlo. Además, para quienes compartimos de algún modo la sacralización del libro, nos resulta una agresión particularmente cobarde y cruel, porque el libro sufre la mutilación en silencio: no puede quejarse ni pedir auxilio. Está inerme, como un niño pequeño, en manos de un asesino despiadado, un émulo de Jack el Destripador que despega, descose, rompe, recorta, saja o, en el peor de los casos, hasta quema. ¡Ay, la quema de libros! Esto merecería un apartado específico, pero la verdad es que, con esta deriva, nos apartaríamos bastante de nuestro objetivo original, que a estas alturas quedaría como un inocente juego de niños al lado de este catálogo de barbaridades.
Acabo de mencionar, como al descuido, pero no por casualidad, el tema de la sacralización del libro. Puede en principio parecer una contradicción, pero la veneración por el libro está estrechamente relacionada con la consideración de la cultura de que hablaba al comienzo de este comentario. Aunque hay quien comercia con los libros robados, por lo general el ladrón de libros no afana los ejemplares para traficar con ellos. Además, los libros se mangan de uno en uno, o de dos en dos o, si se es muy habilidoso, puede llegarse a hurtar unos cuantos de sopetón, pero, a menos que concurran circunstancias excepcionales, no se roban por centenares, ni siquiera por decenas. Por otro lado, a cualquiera se le ocurre que hay cientos, miles, infinidad de artículos primariamente más valiosos (en el sentido de que en el mercado pagan más por ellos) o que darían mucha más rentabilidad que los humildes libros. No, un libro no se roba por su valor de mercado (a menos que sea un incunable o un ejemplar único, casos siempre especiales, como es obvio). Como diría Machado, no seamos necios confundiendo valor y precio. El valor del libro no está en lo que podemos ganar con él (ni siquiera, por lo general, en lo que podemos ahorrarnos si lo robamos). Sisamos el libro por otras razones, ¿verdad?
En el mundo en que vivimos, la cultura-espectáculo goza de buena salud. Si hablamos de otro tipo de cultura, ya no tanto. Me refiero al estado de esas otras actividades culturales o formas de conocimiento que no forman parte del escaparate mediático, pero que son el basamento indispensable –el terreno fértil– para que después surjan otras expresiones más señeras. Estoy hablando de escuelas dignas, bien dotadas en todos los sentidos, o de una red de bibliotecas que ponga al alcance de niños, adolescentes y jóvenes los materiales necesarios para una formación integral, o de unas infraestructuras adecuadas en los barrios para que los estudiantes puedan desarrollar sus inquietudes y proyectos. En muchos países –entre ellos, el nuestro–, la enseñanza, la investigación o el desarrollo científico no constituyen las prioridades de nuestros gobernantes ni de los presupuestos generales del Estado. Eso por decirlo suavemente, a ver si me entienden. De ahí que todos convengamos que es normal que el profesional de esos ámbitos –el profesor, el investigador, el científico– esté mal pagado. Volviendo a lo del principio, no nos escandaliza que este especialista trabaje gratis, cosa que jamás se nos ocurriría solicitarle a cualquier otro técnico, incluso de grado inferior.
No es muy distinto lo que ocurre en el ámbito de los libros. El libro-evasión disfruta también de una situación relativamente confortable. No es fácil empero ganarse la vida como escritor si uno no está en el top ten, o si no adquiere la condición de autor de best-sellers. Y eso que el novelista o, en general, el creador literario goza de un cierto favor del público. Los demás autores, los ensayistas, analistas o especialistas en otros campos de conocimiento –heterogénea legión que ha sido reducida y amalgamada en un cajón de sastre con la etiqueta de «no ficción»− lo tienen mucho más crudo. No es que vendan poco. No es que les paguen menos. Es que desde hace unos años son ellos −¡ellos mismos, los autores!− quienes deben pagar si quieren publicar. De modo que, tal como están las cosas, bien podría aplicarse al escritor lo que antes se decía del maestro de escuela. A menos, claro, que se espabile y se gane la vida con otros menesteres, que es lo que termina haciendo la mayoría: como articulista, contertulio o showman, lo que haga falta.
En fin, que ni la cultura en general ni el libro en particular cotizan en el mercado, salvando las excepciones antedichas. Eso lo sabe hasta el tonto del pueblo. Se atracan bancos, joyerías, concesionarios de coches, farmacias, supermercados y hasta tiendas de chinos. Pero, ¿a quién se le ocurre atracar una librería? Sí, ya sé que siempre hay un majadero para cada ocasión –y alguno habrá que lo haya hecho–, pero reconozcan que hay que estar muy desesperado para hacer algo así. Bueno, pues, mutatis mutandis, esa es también la situación del ladrón de libros. En este caso no va por la caja, sino que evita pasar por caja. Pero sabe también que difícilmente saldrá de la librería más rico (materialmente) de como entró. De hecho, el sisador de libros no hurta –al contrario de lo que sucedería en casi todos los demás casos– por el beneficio material que pueda extraer de su acción. No, claro que no va a vender el libro hurtado y, si trata de hacerlo, es bastante estúpido, pues cualquier otro producto le resultaría en ese caso más rentable. Como el conferenciante que no cobra o el escritor que paga su edición, el ladrón de libros sólo busca prestigiarse a sí mismo con la acción. La gratificación está en el propio acto, sin más. Con un matiz importante. Luego, además, necesita contarlo. Nadie robaría libros si no pudiera contarlo a los demás. La acción –el robo– nos prestigia, pero necesitamos el reconocimiento de nuestros amigos. Ellos también saben por qué lo hemos hecho, ¿verdad? Y de este modo se cierra el círculo. Por eso, mientras el libro siga siendo el libro –y no sé si le queda mucho tiempo–, seguiremos robando libros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario