Mostrando entradas con la etiqueta Populismos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Populismos. Mostrar todas las entradas

miércoles, 5 de julio de 2017

[A vuelapluma] Profetas regresivos





Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva al proceso que se inició hace cuarenta años y que, tras un largo proceso de experiencia, decisión y reflexión, ha permitido perfilar cuáles son los problemas del sistema autonómico. Lo dice en un reciente artículo en El País el prestigioso abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor del libro El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), unos de los textos más clarificadores e interesantes que he leído recientemente sobre el concepto de democracia.

La coincidencia del desafío secesionista del nacionalismo catalán con la consolidación de nuevos líderes en la izquierda española ha propiciado el pronunciamiento de estos sobre las líneas que debería adoptar la ordenación de España como país, comienza diciendo. Cabe ya alguna apreciación sobre sus propuestas. Y aunque resulte sorprendente, puesto que ambos líderes se presentan como emblemas de la novedad, nos hallamos ante un caso duplicado de lo que Américo Castro calificó como mesianismo regresivo.

¿Regresión en qué? Pues en ese proceso que se inició hace 40 años y que, conflicto tras conflicto, tropezón tras tropezón, ha permitido tanto a la política práctica como a la doctrina académica perfilar los problemas de concepción y funcionamiento del Estado autonómico, de manera que hoy exista una posición común sobre cuáles son y cómo se deben abordar (y cómo no se debe hacer). Pues bien, Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva a la totalidad de este fondo común compartido de experiencia, decisión y reflexión a que el sistema había llegado. Y que no era tanto un fondo de substancias como de métodos.

Primera regresión, señala: en los ejes conceptuales del debate sobre el Estado autonómico y su mejora. En lugar de hablar de cuestiones concretas, mesurables, divisibles y negociables (competencias, financiación, órganos, relaciones interinstitucionales), se traen al escenario unos conceptos sociológicos vagos y esencialmente controvertidos, tales como nación, nación de naciones, plurinacionalidad, poder o cosoberanía (las palabras grandes y mágicas) y se intenta encontrar soluciones en su adecuada pronunciación, conjugación o invocación. Típica política de los chamanes, al tiempo que un adanismo que desprecia la historia y la experiencia. Porque no se trata tanto de discutir la corrección de las formulaciones librescas en torno a la idea de nación (a mí me encanta Capmany en el XVIII con su nación de naciones), sino de saber prevenidamente que ese es un camino estéril e improductivo en el campo normativo. La nación no es una realidad ontológica a la que quepa aplicar el criterio de verdadero/falso, sino un hecho social creado por y sostenido en una creencia compartida. Discutir de naciones es tratar con emociones, con creencias, con sentimientos, con historia: bonito para debatir pero altamente confuso como método para ordenar la realidad.

Admitan que España es plurinacional, cerriles derechistas conservadores, decía el mesías Iglesias en el Congreso, comenta. Y casi igual Sánchez en el suyo, aunque introduciendo la diferencia imposible entre las naciones políticas y las culturales. Admitido eso, la convivencia feliz de tinerfeños, ibicenses y demás mediopensionistas ibéricos estará garantizada. Uno diría que eso es algo que ya está reconocido en la Constitución, garantizado incluso. Y desarrollado en las leyes. Algo que la derecha se ha tragado hace mucho. No se ve cómo el proclamarlo enfáticamente una y otra vez mejoraría la gestión de los asuntos conflictivos. Entre otras cosas, porque el verdadero escollo reside en el hecho de que los nacionalistas periféricos se niegan a admitir que España sea una nación (plurinacional o no), pues para ellos es solo un Estado (algo que, por otro lado, es la tesis clásica de la izquierda española, véase Suresnes, a la que vuelven hoy nuestros profetas). De donde nace la ausencia de lealtad federal al conjunto, por un lado, y su empeño en construir desde el poder unas sociedades rígidamente mononacionales ayunas de pluralidad. Impartirles desde Madrid la buena nueva de que por fin son naciones (¡cómo si ellos no lo supiesen!) no cambia el problema básico que aqueja al sistema federal, la ausencia de Bundestreue [lealtad a la federación] y el que no se admita que Cataluña y País Vasco son igual de plurinacionales que España (más, dice Joseba Arregi).

Segunda vía de regresión, continúa diciendo: la cuestión territorial como casus belli contra los conservadores. Si las cosas van mal, si Cataluña se quiere ir, la culpa es de los separadores españoles, no de los separatistas catalanes. Y los separadores españoles son las derechas, para las que no pasa el tiempo: eran centralistas antes de Franco, con Franco y después de Franco. Con este simple pero eficaz planteamiento —Iglesias lo repitió hasta la náusea— matan varios pájaros de un tiro: excluimos a las derechas del juego político (la secular querencia española por la exclusión del adversario) y solucionamos el problema territorial.

Tercera grave regresión, añade: mientras invocamos entelequias metafísicas no hablamos de lo relevante. Parafraseando a Otto Bauer, hablan de la identidad pero en el fondo discuten de la propiedad. De cuánto rinde al bolsillo ser nación. Pero, claro, así enfocada sería una discusión incómoda. Ejemplo impar de camuflaje: el de Iglesias con su nuevo conejo ideológico, la fraternidad entre los españoles como valor fundacional del Estado. Tapar con poesía lírica las carencias lógicas de lo que se propone. Los valores clásicos de la igualdad y la solidaridad, gracias a siglos de experiencia y discurso, se habían concretado bastante: igualdad en esto, no en aquello, solidaridad pero hasta aquí, etcétera. La solidaridad es medible y divisible: basta definir el nivel de servicios públicos bienestaristas a que todos los españoles tienen igual derecho y aquellos en que las naciones pueden tenerlos mejores por razón de su mayor riqueza y su historia privilegiada. Vamos, concretar en euros per cápita lo que vale la nación foral, o la nación centralista, o la nación de naciones. Pues se acabó, adiós a los conceptos mesurables: Monedero definía: “Socialismo es amor”, Iglesias dice “España es fraternidad”. Mesiánico.

Regresión también en la calidad de la legislación, insiste: el maestro Manuel Aragón recordaba al hablar del tratamiento constitucional de las diversas lenguas españolas que el plano del derecho es el de la normatividad, no el de la descripción de lo que existe, es normal, propio o impropio de una sociedad concreta. Para eso están la sociología o la lingüística, el derecho está solo para establecer derechos y obligaciones respecto a la lengua, o respecto a las autoridades territoriales. Llenar la Constitución de definiciones es puro escolasticismo, aquel sistema medieval que creía que la ciencia consistía en definir bien al ente.

Por eso, precisamente por eso, es vacuo y regresivo el volver a invocar las grandes palabras, comenta. Porque no conduce a nada decir que Ruritania es una nación si no se precisa qué consecuencia tiene tal cosa. Salvo la de que, como decía Esquilo, las grandes palabras traen los grandes problemas. En cambio, decir en la ley que todos los ruritanos tienen igual derecho a la medicina, la enseñanza o la asistencia hasta el nivel x, es claro, sencillo, discutible y negociable. Como una Ley de la Claridad para evitar los choques de trenes. No sería poesía ni profecía. Ni populista. Pero sí mejor camino para reordenar la realidad. Y de eso se trataba, ¿no?, concluye diciendo.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3609
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 4 de julio de 2017

[A vuelapluma] Prensa y democracia





La democracia requiere hechos, escribía el director del diario El País, Antonio Caño, en su periódico hace unos días (publicando un extracto del discurso pronunciado en la inauguración de los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco), y el periodismo, añadía, está siendo sustituido por “el relato” que crea una narración de los hechos al gusto del consumidor. Eliminada la función crítica de la prensa se puede deformar la realidad, exagerar los problemas y prometer paraísos inexistentes.

El periodismo es imprescindible para la convivencia en una sociedad libre, seguía diciendo, para el equilibrio de poder necesario en una democracia. Sin el periodismo desaparecería la crítica ordenada, y sin la crítica caeríamos en el imperio de la arbitrariedad y el miedo. Los abusos de poder no son monopolio de los regímenes autoritarios; se dan también en las democracias, y aunque el periodismo independiente no los puede evitar, la denuncia de esos abusos cumple en sí misma una función extraordinariamente valiosa.

La prensa ha cometido muchos errores, añadía; eso es indudable. Aunque la prensa ha sido un componente esencial de las democracias liberales desde su nacimiento, también es cierto que, sobre todo en las últimas décadas, el periodismo ha vivido en ocasiones en un pedestal de éxito, se ha separado en exceso de la sociedad a la que se dirigía y ha utilizado de forma algo arrogante el enorme poder del que ha gozado.

Esa arrogancia, decía, es muy visible hoy en algunos entornos dominados por periodistas que pontifican, toman partido y dan lecciones de moral en cualquier plató, a todas las horas del día y sobre cualquier asunto que se tercie. Pero el problema principal al que hacemos frente hoy es el intento de eliminación del periodismo, es la sustitución del periodismo por lo que ahora se llama “el relato”, es la sustitución del esfuerzo serio, profesional de la enumeración de los hechos, por la imposición de una narración creada al gusto del consumidor.

A este fenómeno se le ha llamado de distintas formas, señalaba. La más difundida últimamente es la de posverdad. La posverdad se corresponde con el nacimiento de una era en la que la verdad, como todo, es relativo y todo depende del cristal ideológico con el que se mire y el propósito que se busque con su difusión.

La posverdad es peor que la mentira, , aseguraba más adelante, en el sentido de que la mentira puede llegar a descubrirse, pero la posverdad es incuestionable en la medida en que no necesita ser corroborada con hechos. Los responsables de comunicación de la Casa Blanca le han llamado también “hechos alternativos”, como si lo ocurrido se pudiera manipular como plastilina para darle la forma que más convenga a los intereses que se defienden. Tradicionalmente, a todo esto se le ha llamado así: manipulación. Y la función de la moderna posverdad es la misma que la de la vieja manipulación: impedir que los ciudadanos estén bien informados, que conozcan la verdad, que sean auténticamente libres.

Estamos, pues, decía a continuación, ante un fenómeno, que lejos de ser anecdótico o pasajero, tiene una gran profundidad. Como advierte Timothy Snyder: “Abandonar los hechos es renunciar a la libertad. La posverdad es el prefascismo”. Estamos, probablemente, ante la mayor amenaza que existe contra las democracias en estos momentos. Porque la negación de los hechos, la manipulación de los hechos o la creación de relatos que satisfacen los prejuicios y el sectarismo no es una actividad inocente, tiene un propósito que siempre está ligado con el control del poder.

Eliminada la función crítica de la prensa, añadía, se puede deformar la realidad al capricho del consumidor. Exagerar los problemas, torcer los datos y prometer soluciones fáciles y paraísos inexistentes. Vivimos tiempos en que lo emocional lo invade todo, lo justifica todo. Yo “siento” que las cosas van mal, luego van mal. Yo “creo” que las cosas ocurrieron así, luego ocurrieron así. Es la demagogia del “todas las opiniones merecen respeto”, ya sea la de un profesional como la de un iletrado. Tanto vale mi impresión como una estadística. Tanto vale una emoción como un dato.

En parte esto se debe al desgaste de las instituciones, señalaba más adelante, de todas las instituciones, por culpas propias y ajenas. En parte esto se debe al desprestigio de la autoridad, de toda autoridad. Es lo que Moisés Naím llama “el fin del poder”. Hay muchos ángulos positivos de este deterioro del poder en su concepción tradicional. El mundo se ha democratizado extraordinariamente. La iniciativa individual, el emprendimiento, la solidaridad encuentran hoy canales muy accesibles por los que desarrollarse. Google, Facebook… la revolución tecnológica nos ha permitido saber más, saberlo antes, comunicarnos mejor, más rápidamente. Viajamos más, conocemos a más gente, tenemos acceso a más puntos de vista.

Junto a la magnífica erupción de oportunidades, seguía diciendo, la revolución tecnológica ha traído también una proliferación de nichos ideológicos, de sectarismo que actúa como caldo de cultivo del odio, la xenofobia y el racismo. Desgraciadamente, es muy frecuente que los usuarios de las redes sociales no las usen para acceder al extraordinario mundo de conocimiento que ofrecen, sino para interactuar entre el reducido círculo de los que son como yo, de forma que los prejuicios se retroalimentan y adquieren categoría de doctrina incuestionable.

Algo similar ocurre con muchas de las páginas web, blogs y confidenciales que circulan en nuestro entorno, comentaba más adelante. Como periodista, entiendo como una oportunidad magnífica la de poder poner en marcha un periódico sin apenas recursos económicos y una tecnología básica y al alcance de cualquiera.

No hay duda de que todos tenemos que felicitarnos de las enormes posibilidades de pluralismo que esto representa, afirmaba después. Pero también tenemos que admitir que muchos de esos confidenciales se han convertido en armas de destrucción de los rivales políticos o económicos, en propagadores de rumores, medias verdades o rotundas mentiras con propósitos espurios.

Bienvenidos sean los nuevos medios, seguía diciendo, bienvenidos sean al periodismo todos aquellos que puedan contribuir a la diversidad y al pluralismo. Pero, bienvenidos al periodismo, con sus normas y sus reglas y su código deontológico, no a la selva de demagogia y calumnias en la que algunos están convirtiendo el panorama de la información.

El periodismo no solo no está muerto sino que se encuentra ante un gran momento y una gran oportunidad, afirmaba. Pero el buen periodismo es caro, muy caro. Contar bien una historia exige desplazarse hasta el lugar de los hechos, hablar con una diversidad de fuentes que frecuentemente no quieren hablar, corroborar los datos obtenidos, someterlos a una edición rigurosa. Cumplir con ese deber es más necesario que nunca, pero también es más difícil que nunca.

La amenaza a la libertad de expresión y al periodismo de calidad, concluía diciendo, no se produce en sí mismo por las nuevas tecnologías. El periodismo de calidad y la libertad de expresión están amenazados porque algunos políticos han descubierto que quizá la nueva política se puede hacer mejor y con mucho más éxito sin periodismo exigente. Y porque algunos políticos prefieren periódicos que les den razón y no los sometan a la investigación y la crítica.




Dibujo de Tomás Ondarra para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 3606
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 28 de febrero de 2017

[A vuelapluma] De nuevo la cuestión de la representación política





Sigo con el asunto recurrente de la crisis de la democracia representativa. Hoy, con el reciente artículo en El País del sociólogo José María Maravall, que fue ministro de Educación y Ciencia en los dos primeros gobiernos de Felipe González, y que lleva el título de Populismos y representación. Afirma en él, afirmación que comparto plenamente, que en sociedades grandes y complejas, con intereses heterogéneos, la única democracia posible es la representativa; que el vínculo directo entre gobernantes y “pueblo” no es democrático, y que los representantes deben dar siempre cuenta de sus decisiones

Por populismo, dice Maravall, me refiero, por un lado, a la representación política que algunos partidos, de izquierda y de derecha, se atribuyen; por otro lado, a las políticas que prometen. Declaran representar al pueblo —un conjunto heterogéneo pero todo él sometido a una casta. En lo que respecta a las políticas que proponen, no atienden nunca a sus consecuencias. Tampoco a los medios para atenderlas: todo depende de una voluntad política para la que supuestamente no existen restricciones.

Sus orígenes, añade, se encuentran en el movimiento de los naródniki, revolucionarios de clase media y media-alta que pretendieron movilizar al campesinado ruso en las décadas de 1860 y 1870. Estrategias parecidas han sido utilizadas con frecuencia. Marx analizó magistralmente un movimiento populista: el golpe de Estado de Luis Bonaparte en Francia: un personaje mediocre y grotesco convertido en un salvador del pueblo. Los teóricos italianos de fines del siglo 19 y comienzos del 20, precursores del fascismo, utilizaron la división casta/pueblo para irla progresivamente derivando hacia una teoría del caudillaje —un duce que enlazaba directamente con el pueblo, por encima de un sistema y unas élites corruptas. El caudillaje y el populismo han sido frecuentes en la política latinoamericana, un ejemplo, sigue siendo hoy día Nicolás Maduro. También en los Estados Unidos, sobre todo entre 1890 y 1930 -ahora Donald Trump constituye un caso extraordinario de populismo por su ataque al sistema, al establishment, y por unas políticas basadas en la xenofobia, el racismo y el proteccionismo.

Hoy día los populismos, sigue diciendo, tanto por lo que dicen representar como por las políticas que ofrecen, se han multiplicado. Ha sucedido en la Europa de las democracias tradicionales y virtuosas: en la Finlandia de los Verdaderos Finlandeses, en la Dinamarca del Partido Popular Danés (PPD), en la Holanda del Partido por la Libertad (VVD), en la Francia del Frente Nacional de Marine Le Pen, en la Inglaterra del triunfo del Brexit. Es también lo que alimenta el discurso dicotómico de casta y pueblo en la Italia de Beppe Grillo y el Movimento 5 Estrellas, así como en la España de Podemos —donde Pablo Iglesias ha declarado, por ejemplo, que él es como Donald Trump sólo que de izquierdas, después de haber afirmado que la diferencia entre izquierda y derecha había desaparecido.

El populismo es difícilmente compatible con la democracia, afirma Maravall. Los representantes elegidos son presentados como miembros más de la casta. El vínculo directo entre gobernantes y pueblo se ejercita mediante plebiscitos y referendos —un instrumento político manipulable donde los haya. Los organismos intermedios interfieren en ese vínculo —los Parlamentos, los congresos de los partidos, los órganos judiciales y los medios de comunicación independientes. En sus dos primeras semanas de mandato, Trump ha subvertido a jueces y medios de información contraponiéndoles al pueblo y dirigiéndose directamente a los ciudadanos. Se ignora lo que sabemos desde hace más de dos siglos —que en sociedades grandes y complejas, con intereses muy heterogéneos, la única democracia posible es la democracia representativa, con pesos y contrapesos entre los diferentes poderes, y que la democracia directa se opone a cualquier contenido deliberativo de la democracia. Que los mandatos imperativos y la revocación inmediata de los representantes y de los gobernantes son contrarios a los intereses de los ciudadanos: las condiciones iniciales suelen cambiar y no ajustar las políticas puede ser nefasto. Que por todo ello, los representantes deben siempre dar cuenta de sus decisiones, de cualquier cambio en sus promesas, y someterse al veredicto de los ciudadanos en las elecciones. El ataque a la democracia representativa, acompañado del populismo, es una amenaza real a las libertades.

El miedo es la base política de los populismos, afirma Maravall. La globalización puede generar ese miedo en el seno de los sectores más vulnerables a una internacionalización de las economías. Por eso los populistas les ofrecen levantar barreras proteccionistas —todo lo que Fernando Henrique Cardoso ha calificado como utopías regresivas. Volver a levantar los muros que mantuvieron en el subdesarrollo a los países pobres, impidiendo sus exportaciones competitivas. A lo largo de muchos años, suprimir esas barreras fue un objetivo de la socialdemocracia. No puede apartarse de ese camino, lo cual no significa aceptar una desregulación de los mercados de productos y de capital que se imponga a la política democrática. Mediante los Estado de Bienestar se han protegido a los sectores dañados por esa globalización creciente. Ha existido una asociación muy fuerte, con evidencia abrumadora, entre gasto social e internacionalización de las economías.

Pero el diseño del Estado de Bienestar, añade, tiene hoy que ser reformulado: no puede pasar a ser un instrumento para financiar el consumo de los grupos de ingresos altos; se tiene que definir mejor qué se entiende por igualdad, cómo eliminar discriminaciones sociales, cómo erradicar la necesidad, cómo generar oportunidades que eviten trampas sociales de las que no es posible salirse. Es necesario clarificar prioridades. Y la distribución no puede bloquear el crecimiento del bienestar de todos.

Los socialdemócratas, continúa diciendo, tienen muchos deberes por hacer. Se habla mucho de la crisis de la socialdemocracia —hoy existen razones para ello. Si atendemos a las 17 democracias más asentadas de Europa, entre las últimas elecciones celebradas antes del inicio de la crisis en 2008 y las últimas (en 2015 o 2016) el promedio del voto de los partidos socialdemócratas ha caído de un 28,2 % del voto a un 21,9 %, mas de seis puntos, mientras que el de los partidos de la derecha ha pasado de 31,3 % a 27,1 %, es decir más de cuatro —en buena parte afectados por el auge de un populismo xenófobo y reaccionario. Las diferencias nacionales son relevantes: en la izquierda, frente a la perdida de un 85,6 % de sus votantes por el PASOK en Grecia, una subida de un 17% del PvdA en Holanda; en la derecha, una caída del 53,8 % en el caso del Popolo della Libertá en Italia, frente a un aumento del 90,1 % del voto de Høyre, el partido conservador en Noruega. A veces han caído conjuntamente los principales partidos de izquierda y derecha (en Grecia el voto conjunto bajó de 76,6 a 34,4 %; en Italia, de 84,3 a 47 %; en España, de 83,4 a 55,6 %). Y excepcionalmente subieron ambos, como en Alemania (de 56,8 a 67,2 %).

Europa, concluye diciendo, es el reino de las coaliciones y los socialdemócratas están en el gobierno de nueve de esos 17 países —en seis lo presiden. Otra cosa es lo que hacen en el gobierno: la singularidad de sus políticas está muy desgastada y les resulta imprescindible replanteárselas como hicieron tras 1945 y en los años 60. Guiados por la igualdad, que representa su permanente seña de identidad, y dando prioridad a su negación extrema: la pobreza y la necesidad que viven los sectores más castigados por la desigualdad, tal vez el mayor coste social de la crisis. De forma que también ayude ese replanteamiento a frenar la política del miedo —y el voto de muchos trabajadores a partidos proteccionistas y reaccionarios. 




Cumbre populista europea


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 3346
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 15 de junio de 2016

[A vuelapluma] Cabreados





Dice mi admirado Michel de Montaigne (1533-1592) en su Ensayos (Libro II, capítulo X, págs. 815/817. Edición bilingüe de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2014), que le gustan los historiadores o muy simples o muy eminentes. Los simples, añade, porque no tienen nada suyo que integrar en la obra, aportando a esta únicamente el afán y la diligencia de recoger todo lo que llega a su conocimiento, y de registrar de buena fe todas las cosas sin seleccionarlas ni clasificarlas, dejándonos el juicio intacto para conocer la verdad. De más está decir que me encuadro gustosamente en el equipo de los historiadores simples por las razones que tan elegantemente expresa Montaigne. Aunque selecciono a mis interlocutores, algo que también hace él aunque se le note menos que a mí. Y de ahí, que en ocasiones como esta de hoy resulte un vuelapluma un poco más extenso de lo habitual sobre cabreos ciudadanos, sociedades exasperadas, políticos al uso y gentes del común. Del debate a cuatro del lunes confieso que no lo ví por pereza e higiene mental. Preferí leerme de un tirón el Noches sin dormir (Seix Barral, Barcelona, 2015) de mi querida Elvira Lindo. Y disfrutarlo.

El primero de los artículos que traigo a colación está escrito por Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco, autor del libro La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015) que ya he comentado en el blog, y además, candidato de Geroa Bai al Congreso de los Diputados en las elecciones de dentro de dos semanas. Se titula "Sociedades exasperadas". El segundo artículo lo firman conjuntamente Juan Rodríguez Teruel y Pau Marí-Klose, profesores respectivamente de Ciencia Política en la Universidad de Valencia y de Sociología en la Universidad de Zaragoza, y lleva el título de "¡Arriba la gente, abajo los políticos!". Ambos están publicados en El País, diario del cual sigo pensando, a pesar de las críticas en contrario -que respeto- que es el menos sectario, el más plural y el más progresista de los periódicos españoles. 

Dice el profesor Innerarity al inicio del suyo que ante el ascenso de indignados y populistas de extrema derecha hay que convertir las exasperaciones en transformaciones reales. No creo exagerar, añade, si afirmo que vivimos en sociedades exasperadas. Por motivos más que suficientes en algunos casos y por otros menos razonables, se multiplican los movimientos de rechazo, rabia o miedo. Las sociedades civiles irrumpen en la escena contra lo que perciben como un establishment político estancado, ajeno al interés general e impotente a la hora de enfrentarse a los principales problemas que agobian a la gente.

Probablemente todo esto deba explicarse, sigue diciendo, sobre el trasfondo de los cambios sociales que hemos sufrido y nuestra incapacidad tanto de entenderlos como de gobernarlos. Asistimos impotentes a un conjunto de transformaciones profundas y brutales de nuestras formas de vida. Hay quien culpabiliza de estos cambios a la globalización, otros a los emigrantes, a la técnica o a una crisis de valores. Hay decepcionados por todas partes y por muy diversos motivos, frecuentemente contradictorios, en la derecha y en la izquierda, a los que ha decepcionado el pueblo o las élites, la falta de globalización o su exceso. Este malestar se traduce en fenómenos tan heterogéneos como el movimiento de los indignados o el ascenso de la extrema derecha en tantos países de Europa. Por todas partes crece el partido de los descontentos. En la competición política, tienen las de ganar quienes aciertan a representar mejor la gestión de los malestares. Y no hay nada peor que parecer ante la opinión pública como quien se resigna ante el actual estado de cosas, lo que probablemente explique a qué se deben las dificultades de los partidos clásicos, que son más conscientes de los límites de la política, menos capaces de hacerse cargo de las nuevas agendas y con unas posiciones equilibradas que resultan incomprensibles para quienes están enfurecidos.

La extensión de tal estado emocional, añade, no sería posible sin los medios de comunicación y las redes sociales. En esta sociedad irascible, gran parte del trabajo de los medios consiste precisamente en poner en escena los ataques de ira, mientras que las redes sociales se encienden una y otra vez dando lugar a verdaderas burbujas emocionales. En esta mezcla de información, entretenimiento y espectáculo que caracteriza a nuestro espacio público, se privilegian los temperamentos sobre los discursos. Las virulencias son vistas como ejercicios de sinceridad y los discursos matizados como inauténticos; quienes son más ofensivos ganan la mayor atención en la esfera pública. Gracias a los medios y las redes sociales, hay una plusvalía que se concede a quienes saben asegurar el espectáculo.

Deberíamos comenzar, dice, reconociendo la grandeza de la cólera política, de esa voluntad de rechazar lo inaceptable. La realidad de nuestro mundo es escandalosa, en general y en detalle. Mientras que la apatía pone los acontecimientos bajo el signo de la necesidad y la repetición, la cólera descubre un desor­den tras el orden aparente de las cosas, se niega a considerar el insoportable presente como un destino al que someterse.

El cuadro de las indignaciones estaría incompleto si no tuviéramos en cuenta su ambivalencia y cacofonía, matiza. El disgusto ante la impotencia política ha dado lugar a movimientos de regeneración democrática, pero también está en el origen de la aparición de esa “derecha sin complejos” que avanza en tantos países. Hay víctimas pero también victimismos de muy diverso tipo; además el estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.

Para ilustrar en variedad de iras colectivas, continúa, pensemos en cómo la política americana ha visto nacer después de 2008 dos movimientos de auténtica cólera social de signo contrario (el Tea Party y Occupy), así como en el hecho de que los últimos ciclos electorales han estado marcados por la polarización política y el ascenso de los discursos extremos. El éxito de Donald Trump ha sido interpretado como la gran cólera del pueblo conservador. Pero a veces se olvida que lo que impulsó al Tea Party fue el anuncio del Gobierno de Obama de nuevas medidas de rescate financiero a los grandes bancos, exactamente lo mismo que puso en marcha a los movimientos de protesta en la izquierda altermundialista.

A la indignación le suele faltar reflexividad, añade más adelante. Por eso tenemos buenas razones para desconfiar de las cóleras mayoritarias, que frecuentemente terminan designando un enemigo, el extranjero, el islam, la casta o la globalización, con generalizaciones tan injustas que dificultan la imputación equilibrada de responsabilidades. Hay que distinguir en todo momento entre la indignación frente a la injusticia y las cóleras reactivas que se interesan en designar a los culpables mientras que fallan estrepitosamente cuando se trata de construir una responsabilidad colectiva.

Por todas partes crece el partido de los descontentos, sigue diciendo. Tiene las de ganar quien representa mejor los malestares. El hecho de que la indignación esté más interesada en denunciar que en construir es lo que le confiere una gran capacidad de impugnación y lo que explica sus límites a la hora de traducirse en iniciativas políticas. Una sociedad exacerbada puede ser una sociedad en la que nada se modifica, incluido aquello que suscitaba tanta irritación. El principal problema que tenemos es cómo conseguir que la indignación no se reduzca a una agitación improductiva y dé lugar a transformaciones efectivas de nuestras sociedades.

Ante el actual desbordamiento de nuestras capacidades de configuración del futuro, las reacciones van desde la melancolía a la cólera, pero en ambos casos hay una implícita rendición de la pasividad, añade Innerarity. En el fondo estamos convencidos de que ninguna iniciativa propiamente dicha es posible. Los actos de la indignación son actos apolíticos, en cuanto que no están inscritos en construcciones ideológicas completas ni en ninguna estructura duradera de intervención. Lo político comparece hoy generalmente bajo la forma de una movilización que apenas produce experiencias constructivas, se limita a ritualizar ciertas contradicciones contra los que gobiernan, quienes a su vez reaccionan simulando diálogo y no haciendo nada. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.

La política se reduce, continúa diciendo, por un lado, a una práctica de gestión prudente sin entusiasmo y, por otro, a una expresividad brutal de las pasiones sin racionalidad, simplificada en el combate entre los gestores grises de la impotencia y los provocadores, en Hollande y Le Pen, por poner un ejemplo (la Hollandia y la Lepenia, como decía Dick Howard).

La miseria del mundo debe ser gobernada políticamente, concluye su artículo. Se trataría de acabar con las exasperaciones improductivas y reconducir el desorden de las emociones hacia la prueba de los argumentos. Nos lo jugamos todo en nuestra capacidad de traducir el lenguaje de la exasperación en política, es decir, convertir esa amalgama plural de irritaciones en proyectos y transformaciones reales, dar cauce y coherencia a esas expresiones de rabia y configurar un espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice.

Al comienzo del segundo de los artículos citados, dicen los profesores Rodríguez Teruel y Marí-Klose que la disparidad entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente éstos pueden ofrecerles provoca frustración y desencanto y que es el momento de exigir que unos y otros estén a la altura en sus respectivos papeles. 

En un reciente spot electoral de Ciudadanos, continúan diciendo, el cliente aparentemente más lúcido y asertivo del bar reclama políticos que estén a la altura de la ciudadanía. Una curiosa forma de resaltar las cualidades del candidato, poniendo, para ello, en el punto de mira a la clase política en general. Quizá sea efectiva, pero no original. Se trata de una lógica discursiva calcada a la que viene desplegando Podemos, contraponiendo ese pueblo llano al conjunto de representantes políticos, que forman la “casta”,dedicada a proteger sus privilegios y los de oscuros intereses empresariales.

En realidad, añaden, denigrar a la clase política o rebajarla moralmente respecto al resto de ciudadanos es un recurso característico de los populismos modernos, y común en un ideario de la antipolítica tejido desde la antigüedad, en el que se idealiza a una ciudadanía esforzada, predispuesta a asumir sacrificios justos y, ante todo, profundamente honesta. Probablemente, Podemos fue quien mejor logró sintetizar ese sentimiento en el lema de otro anuncio electoral del 20-D: “Maldita casta, bendita gente”.

Razones hay para denunciar en los últimos años problemas de representación política, que la clase política no ha sabido atender con la celeridad exigible, continúan diciendo. Pero es dudoso que deba achacarse a su falta de “calidad” una responsabilidad significativa en la generación de esos problemas. Pocos motivos hay para pensar que los políticos españoles no están a la altura de su ciudadanía. Cuando se examina la evidencia internacional, los datos desmienten que nuestros políticos trabajen poco, cobren mucho, estén poco formados o incumplan sus promesas en mayor medida. Resultaría discutible incluso afirmar que sean particularmente corruptos e inmorales. Ningún argumento académico serio justifica ese concepto impresionista de élites extractivas que Acemoglu y Robinson propusieron para otras latitudes que nada tienen que ver con nuestra democracia.

Tampoco parece, siguen escribiendo más adelante, que nos hallemos ante una ciudadanía especialmente virtuosa, informada e intolerante con los pecados de sus políticos. Y esta debilidad de la esfera pública sí que parece ser un verdadero factor diferencial, en negativo, en comparación con democracias de referencia de nuestro entorno. Así lo acreditan datos recientes del Barómetro de la Democracia de la Universidad de Zurich: ciudadanos que participan poco en partidos, sindicatos u otras asociaciones, que utilizan aún menos los instrumentos de democracia participativa o directa disponibles en nuestro marco legal, o que compran poca prensa (donde —por cierto— el debate político suele escribirse con trazo grueso de calidad literaria, pero de dato escaso). Aunque en los últimos años se han incrementado los niveles de interés por la política, éstos siguen siendo relativamente bajos y compatibles con elevadas dosis de desafección, desdén hacia la política y los políticos. Esas actitudes se han combinado, no pocas veces, con dosis elevadas de permisividad con los actos de corrupción cometidos por muchos representantes políticos y personalidades sociales.

Denigrar a la clase política  es un recurso característico de los populismos modernos, afirman. De manera invariable se intuye un problema, de parte del ciudadano, para captar la naturaleza, inherentemente conflictiva y siempre insatisfactoria, de la política democrática, reflejado en tres paradojas sobre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos. De entrada, esperamos representantes con cualidades excepcionales, de formación y comportamiento sobresalientes, que conozcan no solo los problemas sino también sus soluciones. Luego resulta que cosechan las mayores audiencias en programas de televisión banales, donde deben mostrarse campechanos y evitar cualquier sutileza o sofisticación. A sabiendas de su audiencia y proyección, los candidatos acuden raudos a ofrecer entrevistas insustanciales, aportando detalles íntimos sobre cosas que les emocionan, preferencias deportivas o, últimamente, alguno lo hace incluso sobre sus mitos eróticos y hábitos sexuales.

Por otro lado, añaden, esperamos dirigentes que lideren, marquen orientaciones a la ciudadanía, atiendan a consideraciones estratégicas, y piensen en el largo término. Pero a la vez los queremos sensibles a las preocupaciones inmediatas expresadas por los ciudadanos y que respondan a las directrices fluctuantes de nuestra democracia de audiencia. En esta línea, algunos pretenden convertir el sistema democrático en una suerte de asamblea constituyente permanente, donde los políticos se limiten a ejecutar veredictos de la ciudadanía.

Como colofón, puntualizan, esperamos líderes que se mantengan fieles a sus principios ideológicos y programáticos, que hablen claro y resulten insobornables en el cumplimiento de sus promesas. Pero les reclamamos, a la vez, que estén dispuestos a renunciar a esos principios, sean pragmáticos y alcancen acuerdos en las grandes materias con sus oponentes. Se nos dice que la ciudadanía está harta de políticos que no dialogan, pero no parece dispuesta a recompensar a quienes llevan la iniciativa para pactar. Más bien al contrario, los sondeos apuntan a que los partidos que más se esforzaron por evitar la repetición de elecciones no serán premiados por ello. De confirmarse la notable continuidad del voto entre diciembre y junio, podríamos deducir que, en realidad, los partidos —todos ellos— se comportaron tal como esperaban sus votantes.

El problema es, añaden, que estas paradojas inflan, inevitablemente, lo que el politólogo Stephan Medvic denominó una trampa de las expectativas, la enorme disparidad a menudo existente entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente éstos pueden ofrecerles. El riesgo proviene de que, en un contexto de escaso margen de maniobra, esa disparidad entre el elevado grado de exigencia y la capacidad real deje a los políticos a la intemperie y alimente la frustración y el desencanto.

Llega el momento, concluyen diciendo, de exigir que ciudadanos y políticos estén a la altura en sus respectivos papeles. Y avanzar en la buena dirección pasa, ahora, por exigir a la ciudadanía algo más. No debe convertir las próximas elecciones en una oportunidad perdida para asignar responsabilidades sobre lo que los partidos políticos hicieron —o dejaron de hacer— en los últimos meses, o para evaluar la credibilidad de los respectivos programas y promesas políticas a la luz del nuevo contexto en el que nos van a gobernar los representantes elegidos finalmente. Por su parte, para estar a la altura, los partidos deben manejar con cautela los discursos de la antipolítica, porque sí algo sabemos a ciencia cierta en el análisis político comparado, es que es un arma que carga el diablo.

Si comenzaba esta prolija entrada de hoy con una cita de Michel de Montaigne, permítanme cerrarla con otra de Zygmund Bauman y Carlo Bordoni en su libro Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016. Pág. 96) también comentado por mí en el blog con anterioridad. Dice así: "La historia es un cementerio de esperanzas inmaterializadas y expectativas defraudadas". Pues, bien, por difícil que nos parezca no dejemos que la política lo sea también. Al menos, hagamos todo lo que esté en nuestras manos por evitarlo. Y voten el día 26 pensando en lo mejor para ustedes y lo mejor para todos. Seguramente, acertarán.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 2778
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 2 de noviembre de 2014

Corrupción, nacionalismo, populismo




Karl Marx (1818-1883)


Creo que fue en el prólogo de su "Crítica a la Filosofía del Derecho" de G.W.F. Hegel donde Karl Marx deslizó una frase que hizo fortuna en la que acusaba a la religión de ser "el opio del pueblo". Descreído total, no tengo nada en contra de las religiones mientras no se entrometan en la sociedad política, es decir, el Estado, ni en sus funciones. Pero a estas alturas del siglo XXI no creo que entre los peligros que acechan a la democracia española haya que contabilizar a las religiones ni las iglesias, para algunos, opiáceos que entontecen y manipulan a los pueblos. Pienso que el peligro más grave que nos acecha, los cánceres que corroen esta época convulsa de la historia de España que nos ha tocado vivir son la corrupción político-empresarial generalizada, los nacionalismos identitarios y el populismo. 

Si me permiten un símil, yo diría sobre el primero de esos cánceres, la corrupción político-empresarial, que es el más grave ahora mismo, ya en plena metástasis. Mi amiga Elvira Lindo, escritora con la que converso todos los domingos a través de su blog del diario El País, escribe hoy en el mismo un durísimo alegato contra la corrupción, que presta voz a lo que muchos miles de españoles a los que nadie escucha piensan sobre ello. Se titula "Los verdaderos antisistema" y comienza con un párrafo que deja poco lugar para la esperanza y sí para el cabreo. No aprenden nada, dice al comienzo de su artículo, y de ese su no aprender vamos a salir perdiendo todos. [...] No aprenden, continúa diciendo, piden perdón y pretenden que eso toque alguna fibra sensible, pero el corazón de quienes les escuchan ya está completamente endurecido. Perdón ¿y qué, ¿tres padrenuestros? Esto no es una escuela, ni un confesionario, dice, esto es un país de ciudadanos que de la indignación pasaron esta semana al temor, al temor al futuro, que pinta negro. No dejen de leerlo, por favor. 

Con el segundo cáncer de la política española, el nacionalismo identitario, tendremos que aprender, como dijo el filósofo José Ortega Gasset, a convivir. Con voluntad política puede llegar a sanar, pero hacen falta reformas profundas para las que, desgraciadamente, no parece existir aun el acuerdo suficiente. También Elvira Lindo escribió hace un tiempo sobre él en otro artículo titulado "Identidad" en el que acusaba a los furiosos defensores del mismo de sostener que sólo aquellos que aman a su país más que a sí mismos pueden opinar sobre estos asuntos, y que los demás, los que no tenemos esa pulsión romántica por el nacionalismo que confunde la nación con la identidad racial, la lingüística o la patria idealizada, estamos deslegitimados para opinar. ¿No es eso, en esencia, lo que defienden los nacionalismos identitarios? ¿Decidir ellos, su grupo (la parte), por su cuenta como si el resto de los ciudadanos (el todo) no contáramos para nada en un asunto que a todos nos concierne por igual? Su artículo hacía referencia a unas declaraciones del por aquel entonces presidente del gobierno de la comunidad autónoma vasca, Juan José Ibarretxe, que decía lamentarse del terrible daño que hacían los terroristas de ETA con cada acto criminal a aquellos que deseaban profundizar en la identidad vasca. ¿Quería decir Ibarretxe, que para él, el asunto principal era la identidad [vasca, catalana, canaria, andaluza, gallega o española; sí, española también] y el muerto era lo anecdótico...? ¿No eso al fin y al cabo lo que defienden todos los nacionalismos identitarios, dicho sea de paso, con los mismos o similares argumentos?

Otro artículo del profesor e historiador Gabriel Tortellá de por aquellas mismas fechas, titulado "El 2 de mayo y la nación", analizaba el proceso de formación del nacionalismo español a partir de las efemérides de la Guerra de Independencia, cuyo bicentenario se celebraba por entonces. Comparto la opinión del profesor Tortellá de que una nación debería ser algo convencional cuya existencia obedeciera a consideraciones racionales. No sé si con ello estaba aludiendo al famoso "patriotismo constitucional" del que hablaba el también profesor Philip Pettit, tomado en préstamo del concepto de "republicanismo cívico" que este último defiende, pero me gustaría pensar que sí. Decía el profesor Tortellá en el artículo citado que para los revolucionarios americanos de 1776 y los franceses de 1789, el concepto "nación" no tenía connotaciones identitarias y mucho menos territoriales. "Nación", para ellos, significaba lo que hoy identificamos como "democracia, pueblo o ciudadanía". Exactamente igual que norteamericanos y franceses pensaban los españoles que redactaron y aprobaron en 1812 la Constitución de Cádiz al proclamar en su artículo primero que la nación española era "la reunión de los españoles de ambos hemisferios". Con ello, los por vez primera ciudadanos, que no ya súbditos, de la nación española la hacían entrar por la puerta grande en la modernidad y la convertían en sujeto de la Historia. Luego vendrían tiempos peores, pero esa es otra historia. 

El tercer cáncer que nos corroe, el más reciente, el menos extendido aun pero peligroso por la virulencia incontrolable que puede llegar a alcanzar es el populismo. Sobre él escribe también en estos días en Revista de Libros el abogado y escritor José María Ruiz Soroa un extenso y documentado artículo, que lleva el título de "Un panfleto y una sospecha", en el que hace la reseña del libro del profesor de ciencias políticas de la Universidad Complutense de Madrid y principal ideólogo del grupo político Podemos, Juan Carlos Monedero, titulado "Curso urgente de política para gente decente". La reseña de Ruiz Soroa a mí me ha parecido el más lúcido análisis político realizado hasta la fecha sobre el fenómeno de Podemos, sus realidades, sus carencias, sus propuestas y sus incongruencias, que de todo hay en ese auténtico "átrapalotodo" que es Podemos. Como esta entrada me está quedando mucho más extensa de lo previsto inicialmente, háganme excusa de resumírselo y léanlo, por favor. Merece la pena.

Sobre Podemos escribía también hace unos días en su blog el también catedrático de ciencias políticas en la UNED, Ramón Cotarelo, admirador respetuoso y crítico de Podemos, comparando su fórmulas organizativas, al más puro estilo marxista-leninista, sus famosos "círculos", con los soviets rusos de 1917, en los que, al igual que estos, se discute de "todo", pero "todo" se decide en y desde la dirección del movimiento. Por cierto, y concluyo, el mejor estudio de la diferencia entre un "movimiento" político y un "partido" político, lo pueden encontrar en el archifamoso libro de la teórica política estadounidense, de origen judeo-alemán, Hannah Arendt, titulado "Los orígenes del totalitarismo".  ¡Y líbreme Dios de insinuar la más mínima tendencia totalitaria en Podemos! Eso se lo dejo a sus votantes...

Sean felices por favor. Y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





http://farm3.static.flickr.com/2028/1590962398_c7f87ea28b.jpg?v=0
Monumento a la Constitución de 1812 (Cádiz, Andalucía)



Entrada núm. 2187
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)