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sábado, 18 de junio de 2016

[Pensamiento] Partidos políticos y degeneración democrática






¿Nos acercamos al fin de la democracia? La pregunta, nada retórica, se la formula el profesor Roberto Luis Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago de Compostela aprovechando para ello su comentario crítico, en el último número de Revista de Libros, de Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, la famosa y reconocida obra póstuma de Peter Mair (1951-2011), politólogo irlandés, profesor de Políticas Comparadas en la European University Institute de Florencia, recientemente publicado en español por Alianza Editorial (2015). Gobernando el vacío, se centra en la idea michelsiana de la falta de identificación entre el partido como institución y sus afiliados y votantes, con el colofón de dar por periclitada la era de los mismos [de los partidos]. Aunque los partidos permanecen, mantiene Mair, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad en general y están empeñados en una clase de competición que es tan carente de significado, que ya no parecen capaces de ser el soporte de la democracia en su forma presente, lo que provoca que estemos asistiendo a una forma de comportamiento electoral que cada vez es más contingente y a un tipo de votante cuyas opciones aparecen cada vez más accidentales o incluso fortuitas. Gobernando el vacío trata sobre ese problema. Les aseguro que merece la pena leer la reseña del profesor Blanco Valdés, a pesar de su innegable extensión, hasta el final. Si lo hacen, estoy seguro que acabarán agradeciéndoselo a ustedes mismos. Yo, por mi parte, ya tengo en capilla la lectura de Gobernando el vacío gracias a la generosidad de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas.

Aunque sé que a algunos lectores quizá les extrañe, dice al comienzo de su reseña Blanco Valdés, que un ensayo que aspira a ser riguroso escrito a propósito de un libro que lo es sin ningún genero de dudas se abra trayendo a colación una copla popular, les pido un voto de confianza para comenzar justamente por ahí. Dice la copla, que a buen seguro conoce todo el mundo: «Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio / contigo, porque me matas / y sin ti, porque me muero». A poco que reflexionen ustedes sobre ello convendrán conmigo en la dificultad de encontrar un resumen más preciso de la paradójica relación que hoy existe entre la democracia y los partidos. Ciertamente, el generalizado desprestigio de estos últimos como instituciones de construcción y representación de los intereses colectivos ha acabado por afectar directamente a la propia percepción que sobre la calidad de los Estados democráticos tienen los ciudadanos que viven en los países más avanzados de Occidente. Y es que, como ya hace muchos años apuntó Crawford Macpherson en una obra tan breve como espléndida, «lo que cree la gente acerca de un sistema político no es algo ajeno a éste sino que forma “parte” de él [pues] determina lo que puede aceptar la gente y lo que va a exigir».

Acontece al propio tiempo, sin embargo, sigue diciendo, que esa misma gente reconoce, de forma muy mayoritaria, según ponen de relieve todos los estudios de opinión, tanto dentro como fuera de España, que sin los partidos políticos, que tantos han llegado a aborrecer, la democracia, tal y como hoy la conocemos, no podría subsistir: se moriría, porque, pese a todos los vicios y defectos de tal tipo de organizaciones, ni hemos encontrado aún, ni parece probable que vayamos a hacerlo en un futuro previsible, ningún instrumento capaz de hacerse cargo de las importantísimas tareas que, mejor o peor, aquellas desarrollan en las, no por casualidad, denominadas democracias de partidos, tareas que resume a la perfección, sin ir más lejos, el artículo 6 de nuestra Ley Fundamental: expresar el pluralismo político, concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular y ser instrumentos fundamentales para la participación política. En consecuencia, y por expresarlo brevemente, con los partidos las cosas van mal en la actualidad para los sistemas democráticos, pero sin los partidos no irían mejor, sino peor, en cualquier escenario por el momento imaginable: ni con ellos, ni sin ellos, pues, como en la copla.

En realidad, dice más adelante, es como si, de algún modo, se hubiera producido en las dos o tres últimas décadas un lento pero imparable giro hacia el pasado, cuya consecuencia primordial consistiría en acercar la actual visión social sobre el papel político que desarrollan las organizaciones partidistas, a la originariamente condenatoria, que se expresaba, hace dos siglos, en el hecho de que aquellas fueran identificadas sin más con las facciones, es decir, con grupos sociales que, por estar movidos exclusivamente por los intereses egoístas de quienes los formaban, destruían la (supuesta) armonía que existía en la sociedad de forma completamente natural. Tal fue la situación dominante cuando, tras el nacimiento del Estado liberal a finales del siglo XVIII, partido y facción, facción y partido, venían a designar a la postre la misma realidad: «El término “partido” empezó a utilizarse sustituyendo gradualmente al término derogatorio de “facción” al irse aceptando la idea de que un partido no es necesariamente una facción, que no es forzosamente un mal y que no perturba forzosamente el bonum commune (el bien común). De hecho, la transición de la facción al partido fue lenta y tortuosa tanto en la esfera de las ideas como en la de los hechos». Antes, por lo tanto, de que tal transición se produjera, era esa idea del partido como facción –cuyas connotaciones laten de un modo u otro en muchas de las manifestaciones más o menos críticas con las organizaciones partidistas que hoy pueden encontrarse por doquier– la que expresaban líderes revolucionarios tan significados como Saint–Just («Todo partido es criminal […] Por eso toda facción es criminal […]. Toda facción trata de socavar la soberanía del pueblo»), Danton («Si nos exasperamos los unos a los otros, acabaremos formando partidos, cuando no necesitamos más que uno, el de la razón») o el mismo Robespierre, para quien una pluralidad de partidos sólo acentuaba los intereses personales y la disgregación social: «Siempre que advierto ambición, intriga, astucia y maquiavelismo –clamará El Incorruptible– reconozco una facción, y corresponde a la naturaleza de todas las facciones sacrificar el interés general».

¿No es una constante del discurso político actual que los partidos se acusen entre si de subordinar los intereses generales a los que cada uno de ellos dice defender?, continúa diciendo. ¿No escuchamos o leemos constantemente tal recriminación, dirigida a todos los partidos o a una parte de ellos, en los medios de comunicación e incluso en los análisis de un importante número de ensayistas y otros conformadores de opinión? ¿No ha recuperado hoy una parte significativa de la sociedad, en cierto modo, y al margen de que no sea consciente de la profunda trascendencia de ese significativo paso atrás, la aludida identificación facción-partido sobre la base de la cual aquellos fueron prohibidos legalmente tras el triunfo de las revoluciones liberales y luego, durante una larga etapa, sólo tolerados en los regímenes representativos? ¿No creen los electores, de una forma muy mayoritaria, que «los partidos no se preocupan de lo que piensa la gente» o que «esté quien esté en el poder siempre busca sus intereses personales» A todas esas preguntas sólo cabe dar, a mi juicio, una respuesta positiva. Y sin embargo…

Sin embargo, puntualiza el profesor Blanco Valdés, las democracias actuales jamás hubieran llegado a ser lo que son hoy sin la contribución esencial que, en la aparición, primero, y en la consolidación, después, de los sistemas representativos desempeñaron las organizaciones partidistas. En relación con lo primero basta, por ejemplo, estudiar con detalle el proceso de parlamentarización de la monarquía constitucional en Gran Bretaña, que sería imitado luego, con mejor o peor fortuna, por otros Estados de nuestro continente, para constatar la decisiva importancia que tuvieron los dos grandes partidos del país durante el siglo XIX (whig y tory) en el progresivo vaciamiento del amplio conjunto de poderes que la Corona tenía atribuidos y en su creciente traslación tanto a la Cámara de los Comunes como a un gabinete que pasó a depender de un modo creciente de las mayorías partidistas existentes en el parlamento de Westminster. Ciertamente, «después de la reforma electoral de 1832, el equilibrio de poderes dejará poco a poco de pivotar en torno al contrapeso entre el gobierno del rey y el parlamento del pueblo (por más que el pueblo fuese [entonces], a fin de cuentas, sólo la pequeña fracción de aquel que disfrutaba del derecho de sufragio) y pasará a centrarse, en mucha mayor medida que en el pasado, en la confrontación que mantendrán los partidos con representación parlamentaria. El equilibrio no será ya, en consecuencia, interorgánico (entre el parlamento y el Gobierno del monarca), sino intraorgánico, pues se concretará en la dialéctica política que los partidos aupados a la representación parlamentaria gracias primero a la progresiva ampliación del derecho de voto y, después, al sufragio universal, mantendrán dentro del parlamento y en la calle». Los partidos ingleses, es verdad, eran entonces poco más que un conglomerado de intereses diversos cuyo funcionamiento venía marcado, en gran medida, por una política clientelar favorecida por un régimen político profundamente corrompido y un sistema electoral perverso e injusto, dominado por la compra de votos, los sobornos de todo tipo y la degeneración política que caracterizaba el desarrollo de los comicios en los antiguos burgos podridos –los rotten boroughs, en los que pocos habitantes rurales estaban muy sobrerrepresentados en los Comunes– y por los denominados pocket boroughs, distritos controlados por una persona o una familia, que hacían designar mediante dádivas y engaños a su propio candidato. Fueron, pese a todo ello, la progresiva ampliación del derecho de sufragio y, de la mano de la misma, el creciente papel de los partidos en la dinámica del parlamentarismo, los que abrieron las puertas a la democracia en Gran Bretaña, así como en muchos otros países que siguieron, en ocasiones con grandes dificultades, su modelo.

Pero los partidos no sólo resultaron piezas clave en el alumbramiento de la democracia, añade, sino también en el proceso que permitió fijar las bases para su posterior asentamiento. De nuevo aquí basta comparar la atomización y polarización de la mayor parte de los sistemas de partidos europeos durante el período de entreguerras con la muchísimo menor que presentarán los regímenes representativos que nacen o renacen tras la Segunda Guerra Mundial, para encontrar una de las claves esenciales que permiten ayudar a comprender las raíces del largo período de paz, prosperidad y estabilidad que vivió Europa tras la derrota de los fascismos, a la que vendrá a unirse, cuatro décadas después, la debacle del comunismo tras la caída, en 1989, del Muro de Berlín. Es verdad, por poner sólo dos ejemplos, aunque ambos muy significativos, que ni la Segunda República española ni la República de Weimar alemana naufragaron por efecto de la profunda inestabilidad provocada por sus disparatados sistemas de partidos, pero lo es igualmente que aquellos no favorecieron, sino todo lo contrario, la estabilidad que una y otra habrían necesitado para hacer frente a sus numerosos y poderosos enemigos. No hace mucho recordaba el profesor Santos Juliá cómo en las Cortes constituyentes de la Segunda República española se sentaban diputados adscritos a veintidós agrupaciones políticas distintas («Confluir en el “espacio bonito”»). La situación en la Alemania de los años veinte no fue mucho mejor: en la República de Weimar la atomización de su sistema de partidos se tradujo, entre otras cosas, en que durante su período de duración se sucedieran dieciséis gobiernos diferentes, es decir, un promedio de uno cada ocho meses y medio.

Esas dos terribles experiencias, señala más adelante, verdadero paradigma de lo que aconteció en Europa entre 1919 y 1939, indican con una claridad incontestable no sólo la importancia de los partidos en la administración de los sistemas democráticos, sino la íntima relación que existe entre su capacidad para generar estabilidad política y la de la democracia para producir consenso social y, en consecuencia, legitimidad en favor del conjunto del sistema. No es casual, por eso, que un conocedor tan fino de la dinámica política de los sistemas parlamentarios como ha demostrado ser Giovanni Sartori haya insistido en la absoluta necesidad de que los partidos estén en condiciones de imponer votaciones disciplinadas en los parlamentos como único medio de que aquellos no naufraguen en la ineficacia y la inestabilidad, que acaba, claro está, por afectar a los propios gobiernos parlamentarios que dependen de los partidos plenamente: «El hecho es que un gobierno parlamentario no puede gobernar sin apoyo parlamentario; ese apoyo significa que los partidos que apoyan al gobierno pueden realmente entregar los votos de sus representantes y a su vez esto quiere decir que tienen capacidad para imponer una votación uniforme». Pero será el propio Sartori quien aclarará de inmediato, refiriéndose a tal capacidad, que la disciplina partidista a que él está refiriéndose «se aplica sólo a los partidos en el Parlamento, y requiere únicamente que el partido parlamentario vote sin discrepancias». Dicho de otro modo: para que la cadena estabilidad-eficacia-legitimidad funcione de una forma adecuada «no se requiere el gigantesco y omnipresente partido pulpo», ese partido colonizador, que penetra, con voluntad de control y de dominio, hasta en los más remotos intersticios de la vida política y social. No: «Sólo se necesita un partido sólido que pertenezca y traiga consigo un sistema de partidos estructurado, que sea lo suficientemente firme para controlar la votación de sus miembros en el parlamento».

La reflexión de Sartori, puntualiza Blanco Valdés, sitúa el problema de los partidos, a mi juicio, en uno de los puntos nodales que permite entender la preocupación que vertebra la primera y primordial de las líneas argumentales de la obra de Peter Mair que está en el origen de este ensayo y a la que nos referiremos enseguida. Y es que, a la postre, la gran cuestión que hoy suscitan los partidos políticos en los modernos sistemas democráticos no es otra, reducida a su verdadera esencia, que la consistente en dilucidar si es posible contar con fuerzas políticas eficientes, estables y disciplinadas que no acaben antes o después por convertirse en esos partidos pulpo a los que se refiere con toda la razón críticamente el gran politólogo italonorteamericano. Nadie expresó mejor la confianza en que tal degeneración podía evitarse que el gran jurista austríaco Hans Kelsen, autor de una obra fundamental para entender la confianza en los partidos que dominó Europa en las cuatro décadas posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, conflicto en el que muchos militantes de partido con orientaciones políticas netamente diferentes (comunistas, socialistas, liberales, demócrata-cristianos) combatieron con grandísimo coraje contra la pesadilla totalitaria nazi-fascista que había devastado la democracia y sus conquistas. En efecto, en un obra llamada a tener una gran influencia y proyección hacia el futuro, Esencia y valor de la democracia, aparecida en 1929, Kelsen dejará constancia de su encendida defensa tanto de la necesidad de los partidos como de su centralidad en el funcionamiento de los modernos Estados constitucionales de naturaleza democrática. A juicio de Kelsen, los partidos eran esenciales en el proceso de formación de la voluntad popular manifestada en el parlamento: «Brota de su seno una parte muy esencial de la formación de la voluntad colectiva: la preparación decisiva para la dirección de aquella voluntad, proceso que, alimentado por los impulsos de los partidos políticos y por muchas fuentes anónimas, sólo sale a la superficie en la Asamblea Nacional o en el parlamento, donde encuentra un cauce regular». Pero no se trataba sólo de eso, sino de algo mucho más fundamental, en la medida en que eran los propios partidos, según el gran jurista, quienes procedían a la construcción del pueblo en tanto que sujeto político actuante: «Un avance incontable conduce en todas las democracias a la división del pueblo en partidos políticos o, mejor dicho, ya que preliminarmente no existía el “pueblo” como potencia política, el desarrollo democrático conduce a la masa de individuos aislados a organizarse en partidos políticos, y con ello despiertan originariamente las fuerzas sociales que con alguna razón pueden designarse con el nombre de “pueblo”». Será sobre la base de esa doble consideración (el partido en tanto que constructor del pueblo y en tanto que mecanismo de expresión del mismo en el parlamento) como Kelsen defenderá, en primer lugar, la necesidad de aceptar el papel fundamental de los partidos en los sistemas democráticos: «La democracia moderna descansa, puede decirse, sobre los partidos políticos, cuya significación crece con el fortalecimiento progresivo del principio democrático […]. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos». Y como sostendrá también, en consecuencia, de un modo plenamente coherente con lo que acaba de apuntarse, en segundo lugar, la necesidad de consagrar jurídicamente la realidad fáctica de los partidos: «Dada esa realidad, son explicables las tendencias –si bien hasta ahora no muy vigorosas– a insertar los partidos políticos en la Constitución, conformándolos jurídicamente como lo que de hecho son ya hace tiempo: órganos para la formación de la voluntad estatal». Ese reconocimiento de los partidos políticos en el mundo del Derecho debería tener además, en opinión de Kelsen, la indudable ventaja de corregir, mediante instrumentos legislativos, las tendencias oligárquicas que podían tender a dominarlos: «La inserción constitucional de los partidos políticos –concluirá nuestro autor– crea también la posibilidad de democratizar la formación de la voluntad colectiva dentro de su esfera. Esto es más necesario cuanto que puede suponerse que es precisamente la estructura amorfa de este ámbito lo que da lugar al carácter señaladamente aristocrático-autocrático que tienen los procesos de formación de la voluntad colectiva dentro de los mismos, aun en partidos de programa radicalmente democrático».

La defensa que Hans Kelsen lleva a cabo de los partidos, en un ambiente político e intelectual poco propicio para ello –es suficiente con leer al respecto las obras de sus colegas, alemanes en este caso, Otto Koellreuter, Carl Schmitt o Heinrich Triepel– expresa, desde luego, y en contraste con lo que cabría decir de estos últimos, sus sinceras y profundas convicciones democráticas. Pero también una confianza que parecía desconocer, cuando menos parcialmente, varios de los problemas nada irrelevantes que ya entonces planteaban los partidos en los sistemas democráticos. Heinrich Triepel, por ejemplo, escribe dos años antes de que se produjera la aparición de Esencia y valor de la democracia, una obra (La Constitución y los partidos políticos) en la que apunta, con una claridad que hoy cualquier ciudadano bien informado sabría reconocer, los profundos cambios que el mandato de partido planteará en el funcionamiento de los sistemas de democracia parlamentaria: «La organización de los partidos –escribe Triepel– ataca el parlamentarismo desde fuera y desde dentro. Se apodera del elector y lo arrastra cada vez más a sus redes. Se apodera del procedimiento parlamentario en todos sus estadios y orientaciones […]. Las decisiones de las representaciones populares se preparan en la votación y deliberación de las fracciones. La discusión en pleno, incluso a veces en las comisiones, se convierte en una forma vacía. La decisión parlamentaria, cuando el parlamento tiene una mayoría homogénea, es una decisión del partido, y cuando hay pluralidad de partidos es un compromiso entre ellos. Y el diputado ya no es un representante del pueblo, sino un representante de su partido, y como tal se siente y actúa. Pero también desde otros ámbitos del pensamiento, la sociología en este caso, se abrirán profundas brechas en la valoración positiva del Estado de partidos. Será primero el ruso Moisei Ostrogorski quien, tras un estudio detallado del papel desempeñado por las organizaciones partidistas en la vida de Inglaterra y Estados Unidos, realizará, en su obra Democracia y organización de los partidos políticos, de 1902, una diagnosis profundamente crítica sobre su actuación en democracia. Más cercano al momento en que Kelsen escribe su Esencia y valor de la democracia, Robert Michels publicará en 1911 una obra que, por muchos y muy buenos motivos, sigue siendo hoy leída y citada con gran utilidad para entender la realidad partidista que vivimos. Y es que, en su libro Sociología de partido político en la democracia moderna, Michels procede a desentrañar las diversas causas que condicionan y explican el predominio de los jefes de los partidos sobre sus respectivas organizaciones y a demostrar el carácter dominador de aquellos sobre estas, análisis que le llevará a formular su archiconocida ley de hierro de la oligarquía: «La constitución de oligarquías en el seno de las múltiples formas de democracia es un fenómeno orgánico y, por consecuencia, una tendencia a la cual sucumbe fatalmente toda organización […]. La supremacía de los jefes en los partidos democráticos y revolucionarios es un hecho que debe ser tenido en cuenta en toda situación histórica presente o futura», escribe el sociólogo alemán, quien añade, para completar una reflexión que un siglo después sigue teniendo una vigencia que está bien a la vista: «El partido, en tanto que formación exterior, mecanismo, máquina, no se identifica necesariamente con el conjunto de los miembros inscritos, y todavía menos con la clase. Convirtiéndose en un fin en sí mismo, dotándose de sus fines e intereses propios, se separa poco a poco de la clase que representa».

En realidad, sigue diciendo en su reseña, aunque, desde que Michels pusiera sobre el papel las reflexiones que anteceden, han pasado en el mundo muchas cosas que también han afectado, claro está, a la estructura y funcionamiento de los sistemas democráticos y, dentro de ellos, al de las organizaciones partidistas, lo cierto es que la reflexión central del libro de Peter Mair conecta con esa idea de que los partidos han acabado por estar dominados por sus propios fines e intereses, lo que ha terminado por crearles graves dificultades para conectar adecuadamente con las personas a las que se dirigen, sean aquellas tomadas en su condición de ciudadanos o, más limitadamente, como mero cuerpo electoral. Aunque así habremos de verlo de inmediato, proceden antes un par de indispensables precisiones sobre la obra Gobernando el vacío y sus autores. ¿Sus autores? En puridad no, aunque en cierto modo sí. Y es que Gobernando el vacío, título sin duda un poco críptico, es un libro que su autor no llegó a ver editado, pues una muerte prematura, en 2011, se lo llevó dos años antes de su publicación en lengua inglesa. Irlandés de origen, viajero incansable, profesor en prestigiosas universidades dentro y fuera de su país, y hombre comprometido con su tiempo, Gobernando el vacío se publicará finalmente gracias a la labor de un editor (Francis Mulhern) que ha reunido en él cuatro trabajos medulares, constitutivos de otros tantos capítulos, de uno de los politólogos más creativos de la segunda mitad del siglo XX. Apenas nos referiremos aquí al cuarto de ellos («La democracia popular y el sistema político de la Unión Europea») para centrarnos en los tres restantes y, sobre todo, en el primero («El final de la participación popular») y el segundo («El desafío del Gobierno de partidos»). A todos ellos se añade una «Introducción» que no tiene desperdicio y que conformaba con el texto de los cuatro capítulos del libro un manuscrito, o «borrador de trabajo», de una obra que Mair, según Mulhern, comenzó a escribir siguiendo la sugerencia de Verso, la editorial fundada en 1970 por los responsables de New Left Review. En esta publicación el propio Mair había dado a conocer el artículo cuyas tesis pensaba desarrollar ampliamente en el libro que, por desgracia, no pudo terminar.

La más fundamental de todas ellas, señala el profesor Blanco, está directamente relacionada con la idea michelsiana de la falta de identificación entre el partido como institución y sus afiliados y votantes. «La era de los partidos ha pasado», escribe Mair en la frase de apertura su obra, tras la que añade de inmediato un juicio, para completarla y dotarla de su auténtico sentido, que entronca con el formulado en 1911 por el padre de la ley de hierro de las oligarquías: «Aunque los partidos permanecen, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad en general y están empeñados en una clase de competición que es tan carente de significado, que ya no parecen capaces de ser el soporte de la democracia en su forma presente. Gobernando el vacío trata sobre ese problema». El interés de tal afirmación es, pues, sin duda, doble: por un lado, porque los partidos, constata Mair, siguen ahí, no se han extinguido, lo que distancia con claridad la más importante de sus tesis de las de los apocalípticos que anuncian hoy o han anunciado en el pasado el final de los partidos y su progresiva sustitución por los llamados nuevos movimientos sociales (feminismo, pacifismo, ecologismo) o por otro tipo de organizaciones o desorganizaciones, desde los nuevos populismos europeos de extrema derecha o extrema izquierda hasta la experiencia de antipartidos telemáticos, como es el caso del denominado Movimiento Cinco Estrellas, fundado por el cómico italiano Beppe Grillo; y porque, por el otro, en directa relación con esa constatación fundamental, subraya Mair que esas organizaciones partidistas, pese a no haber desaparecido como estructuras de agregación de los intereses colectivos, se han desconectado de la sociedad de una forma extremadamente grave y peligrosa, lo que es otra forma de decir, según Michels señalara ya con toda claridad en su momento, que se separan poco a poco de las clases (grupos sociales) a que los propios partidos representaron en su día. Es decir, Mair no sostiene que los partidos estén en trance de desaparecer sustituidos por otros sujetos colectivos, sino que tanto aquellos como las democracias en que compiten por los votos han experimentado cambios de tal envergadura que su papel tradicional ha pasado a ser sencillamente irreconocible: «Los partidos están fracasando porque la zona de interacción –el mundo tradicional de la democracia de partidos en el que los ciudadanos interactuaban con sus líderes políticos y se sentían vinculados a ellos– se está vaciando», lo que da por resultado –de ahí el subtitulo del libro– un proceso de banalización del gobierno democrático. Con la prudencia propia de quien es un científico y no un profeta, Mair insiste en cuál es exactamente su pensamiento respecto de la crisis partidista, pensamiento que matiza su lapidaria afirmación inicial de que la era de los partidos ha pasado: «No estoy sugiriendo que se haya producido un fracaso generalizado, sino que, más bien, trato de llamar la atención sobre un proceso que está teniendo lugar actualmente, en el que hay deficiencias de los partidos, la democracia tiende a adaptarse a esas deficiencias y se autogenera un impulso en virtud del cual los partidos se vuelven cada vez más débiles y la democracia cada vez más pobre».

La pregunta que de inmediato sugiere tal reflexión, añade a continuación, parece obvia: ¿en qué sentido considera Mair que están fracasando los partidos? No menos clara y convincente es su respuesta: en dos sentidos muy relacionados entre sí. En primer lugar, los partidos «son cada vez más incapaces de atraer a los ciudadanos de a pie, que participan en menor número que nunca en las convocatorias electorales; además, su apoyo a los partidos cada vez es menos consistente y muestran una renuencia creciente a comprometerse con los mismos, ya sea afiliándose o identificándose con ellos». En suma «los ciudadanos están retirándose de la participación política convencional», retirada que el autor analizará con sumo detalle, en todas y cada una de las manifestaciones indicadas (la caída de las tasas de participación electoral; la pérdida sustancial de la lealtad de voto, es decir, la llamada volatilidad electoral; la reducción de la afiliación a los partidos y la disminución de la simpatía social hacia las organizaciones políticas) en el segundo capítulo de su libro, titulado «El final de la participación popular». La segunda forma de manifestación del fracaso de las organizaciones partidistas tradicionales que sugiere Peter Mair no puede considerarse ni menos evidente ni menos relevante: y ello porque los partidos ya no constituyen, según él, «una base adecuada para las actividades y el estatus de sus líderes, que cada vez más dirigen sus ambiciones a instituciones públicas externas, de las que extraen sus recursos». La conclusión es, pues, que los partidos fracasan «porque la zona de interacción –el mundo tradicional de la democracia de partidos en el que los ciudadanos interactuaban con sus líderes políticos y se sentían vinculados a ellos– se está vaciando».

Este certero e inteligente análisis del politólogo irlandés, añade, en relación con lo que él mismo denomina las deficiencias de los partidos actuales, deficiencias de las que se derivarían los actuales desafíos al gobierno de partidos, se completa con el que lleva a cabo nuestro autor para explicar sus causas principales, que Mair sitúa en torno a dos hechos esenciales: de un lado, la convergencia de los partidos hacia posiciones comunes, hecho que el autor relaciona directamente con la aparición de lo que Kirchheimer denominó en 1966 los catch-all parties o partidos atrapalotodo, «un modelo más competitivo, que intentó terminar con el antiguo énfasis en los fuertes vínculos de representación y se propuso cambiar “la efectividad en profundidad por una audiencia más amplia y un éxito electoral más inmediato”»; de otro lado, las consecuencia derivadas de la propia pérdida de cohesión social por parte de los electorados a que los partidos tradicionales dirigían sus ofertas: desaparecidos los electorados de clase socialmente cohesionados y, por tanto, políticamente fieles, los partidos habrían iniciado un camino hacia la intercambiabilidad de sus ofertas que habría acabado por generar una profunda desconfianza en ellos, en sus promesas y en una capacidad de gestión cuya autonomía estaría, además, muy disminuida debido a los efectos de la globalización. Ambas circunstancias no sólo habrían acabo por debilitar a los partidos –debilidad que se expresa «en la retirada ciudadana de la participación activa y el desinterés por la vida política convencional»–, sino dado lugar, por añadidura, a una brecha cada vez mayor entre gobernantes y gobernados, origen, a su vez, del «desafío populista, con frecuencia estridente, que ya se pone de manifiesto en muchas democracias europeas avanzadas».

Cuando Mair se expresaba de ese modo, sigue diciendo, estaba, sin duda, describiendo la realidad que podía observar a su alrededor, realidad que los hechos que han venido produciéndose en Europa en los años transcurridos desde su fallecimiento han confirmado plenamente: el auge creciente de la extrema derecha en varios países europeos (entre otros, y pese a su diferente implantación y fuerza electoral, del Frente Nacional en Francia, el Partido de la Libertad en Austria, Amanecer Dorado en Grecia, Partido Demócrata Sueco o Partido del Progreso en Noruega); la aparición de relevantes fuerzas populistas y extremistas de derecha contrarias a la permanencia de sus países en la Unión Europea, bien en aquellos donde existía ya un profundo debate al respecto entre las grandes fuerzas nacionales (el UKIP, o Partido de la Independencia del Reino Unido, en Gran Bretaña), bien en otros donde era muy mayoritario el consenso proeuropeo (Alternativa por Alemania); o, en fin, la emergencia, en algunos casos con éxito notable, de partidos que se presentan en realidad como genuinos antipartidos, contrarios a las supuestas castas que conforman las fuerzas del sistema (Podemos en España o el Movimiento Cinco Estrellas en Italia).

Todas ellas son realidades, continúa diciendo, que indican que al síntoma esencial de la crisis partidista en que más insiste Peter Mair –el creciente apartamiento de los electores de los partidos tradicionales como consecuencia de su convergencia hacia políticas difíciles de diferenciar entre sí– se añade otro no menos relevante y, desde luego, potencialmente más peligroso para la estabilidad democrática: que ese abandono por parte de los electores de los partidos dinosaurio, grandes pero antediluvianos en su funcionamiento interno y en sus relaciones con la sociedad, está dando lugar a la creciente identificación de los ciudadanos con fuerzas políticas populistas de extrema izquierda o de extrema derecha, en general abiertamente antisistema, cuya eventual consolidación podría acabar por afectar no sólo a la calidad de la democracia, cuya disminución subraya Mair con toda la razón, sino a su propia supervivencia tal y como la hemos conocido tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Sea como fuere, parece que tiende a consolidarse día tras día la tendencia que ya Mair adelantaba: que estamos asistiendo a «una forma de comportamiento electoral que cada vez es más contingente y a un tipo de votante cuyas opciones aparecen cada vez más accidentales o incluso fortuitas». Por desgracia Mair no vivió para poder reflexionar sobre los posibles efectos de los nuevos populismos en el funcionamiento de la democracia de partidos, de manera muy especial en la ruptura de aquella creciente homogeneidad de las ofertas electorales que había sido la consecuencia, en su día, de la aparición de los partidos atrapalotodo. Desde esta perspectiva, la aparición de partidos populistas podría significar no sólo el alejamiento por parte de los electores de la política y de los partidos tradicionales en torno a los cuales aquella había venido vertebrándose, sino ser también la causa de cambios muy notables en el Estado de partidos: entre otros, de un tan desordenado como disfuncional crecimiento del pluralismo partidista, del incremento consiguiente de la atomización de fuerzas en el seno de las instituciones parlamentarias, del inevitable aumento de las dificultades para la formación de gobierno y de la previsible acentuación de la inestabilidad gubernamental y, más en general, de la inestabilidad política. En ese sentido, la reciente experiencia española, que algunos habíamos ya adelantado como más que probable, resulta muy ilustrativa de un fenómeno que podría llegar a extenderse por todo el continente.

Sea como fuere, continúa, caben, en suma, pocas dudas de que Mair pone el dedo en la llaga cuando subraya como conclusión de sus análisis que «en toda Europa occidental y muy probablemente en todas las democracias avanzadas, los ciudadanos se están apartando de la política nacional». Un fenómeno que ha venido provocado por los cambios que los partidos y los electores han experimentado en los sistemas democráticos y que, a su vez, ha generado toda una serie de impactos en el funcionamiento de las democracias de partidos, que Mair analiza nuevamente con tanta sagacidad como detalle. El autor se refiere, en primer lugar, a los elementos que habrían condicionado esos impactos: así, la «política de la despolitización» («una estrategia de gobierno en la que la autoridad de la toma de decisiones pasa a órganos supuestamente no partidistas y se adoptan reglas no vinculantes que privan de autonomía al gobierno del momento»), la aparición de un «nuevo consenso centrista» (aunque los partidos seguían compitiendo por los votos, incluso con dureza, «llegó un momento en que compartían los mismos compromisos generales en el gobierno y se circunscribían a un repertorio cada vez más limitado de políticas»), la necesidad de buscar equilibrios entre las instituciones nacionales y las instituciones europeas (lo que habría conducido inevitablemente «a que la política sea menos partidista»), o los efectos de la globalización (que limita la autonomía interna y contribuye «a imponer posiciones comunes a los partidos»). Todos esos elementos condicionadores de la convergencia de las ofertas partidistas se habrían visto favorecidos por el hecho de que el peso relativo de los determinantes electorales habría disminuido por efecto de la ya citada homogeneidad de los diferentes electorados, es decir, por «un declive sustancial, tanto en términos absolutos como relativos, en el voto de clase en Europa occidental desde mediados de los años setenta» por efecto de la consolidación de los partidos atrapalotodo, «que ya no se dirigen primordialmente a su antigua base social, sino que intentan ampliar sus grupos de apoyo salvando las tradicionales divisiones religiosas y de clase».

Tales alteraciones, añade Blanco Valdés, sea de la parte de la oferta, sea de la demanda, han dado lugar, como decíamos, a lo que el propio Mair denomina «la difuminación del gobierno de partidos», difuminación que el autor del Gobernando el vacío centra en toda una serie de «cambios cruciales», directamente relacionados con las alteraciones que acaban de citarse: en primer lugar, la disminución del papel del partido en el reclutamiento de los líderes políticos, dado que «la elección del líder cada vez está menos determinada por la amplitud del apoyo al candidato en el seno del partido y más por su capacidad para llegar a los medios y, por tanto, a un amplio electorado»; junto a ello, la merma de la capacidad de los partidos «para ofrecer alternativas políticas claras a los votantes», en la medida en que «los partidos tienden a imitarse unos a otros y a difuminar lo que en otro caso podrían ser opciones políticas nítidas»; finalmente, el auge del Estado regulador, que ha determinado que «con frecuencia la política pública ya no es decidida por el partido, o ni siquiera cae bajo su control directo» y que órganos no partidistas operen «con independencia de los líderes políticos» en las llamadas instituciones no mayoritarias o instituciones guardián, cuyos funcionarios no son reclutados directamente a través de la organización del partido y responden ante controles judiciales y regulatorios. En ese sentido, añade Mair, los partidos «pierden gran parte de su identidad representativa y de propósito, y los ciudadanos de su capacidad para controlar a los políticos a través de los canales electorales convencionales», de modo que sería sobre todo en esa esfera donde se debilitarían «las condiciones para el mantenimiento del gobierno de partidos».

La conclusión final de todo el análisis precedente, dice, podría ser la que subraya el autor de Gobernando el vacío en el capítulo tercero de su obra, centrado en lo que él mismo denomina la retirada de las elites, porque «lo mismo que los ciudadanos se retiran a sus esferas privadas y particulares de interés, los líderes políticos y de partidos se retiran a su propia versión de esta esfera privada y particular, que está constituida por el mundo cerrado de las instituciones de gobierno». Como consecuencia de ello, «parece que el partido como tal cada vez es menos necesario para procesar la representación de intereses, la agregación o la intermediación. Lo más frecuente es que la articulación de los intereses y demandas populares ahora tenga lugar fuera del mundo de los partidos, mientras que el rol preferido de los partidos es ser receptor de las señales que emanan de los medios o de la sociedad en general».

No discutiré, por supuesto, enfatiza el profesor Blanco, las grandes líneas del brillante estudio que lleva a cabo Peter Mair, cuyos aspectos esenciales he tratado hasta aquí de resumir. Creo, con él, que los partidos se han desconectado en gran medida de la sociedad a la que se dirigen, que como consecuencia de ello esta última se ha separado peligrosamente de la política y que tal desconexión y separación han provocado efectos muy relevantes, y profundamente negativos, en el funcionamiento de las vigentes democracias de partidos. Pero ese acuerdo no me impide, sin embargo, apreciar alguna ausencia que, a mi juicio, lastra en cierta medida la precisión y, sobre todo, la completitud del análisis del prematuramente desparecido politólogo irlandés.

La primera y fundamental, señala, hace referencia a la variable del funcionamiento interno de los partidos políticos, aspecto esencial para entender cabalmente su actual papel en los sistemas democráticos. Una variable que, a mi juicio con toda razón, Angelo Panebianco trató de recuperar, frente a los dominantes análisis sistémicos en el estudio de los partidos, en su conocida obra Modelos de partido, aparecida hace tres décadas. Y ello porque aunque es verdad que los partidos se han debilitado, de un lado, por su pérdida de electores y afiliados, por la creciente volatilidad electoral o por la caída de los porcentajes de simpatía social hacia las organizaciones partidistas, y, de otro lado, por sus dificultades para decidir sobre las políticas públicas de una manera autónoma frente a otros sujetos políticos, económicos o institucionales (en nuestro continente, de forma muy destacada, frente a las políticas emanadas de la Unión Europea), no resulta menos cierto que los procesos de creciente profesionalización de los partidos y, en consecuencia, de burocratización y oligarquización, han fortalecido el poder de quienes los dirigen y disminuido de un modo palpable la posibilidad de someterlos a control, tanto al que internamente podrían llevar a cabo los órganos del propio partido como al que, mediante el voto, recaía en esa sociedad que se ha apartado de ellos de forma progresiva.

Por eso, continúa diciendo, aunque parece difícilmente discutible la afirmación de que la globalización económica y la desafección política han contraído el poder de los partidos, no puede dejar de subrayarse al mismo tiempo que ese proceso se ha producido paralelamente al de su alta profesionalización, lo que ha generado no sólo la concentración del poder de los partidos en muchas menos manos –que son sobre todo las de los militantes de los partidos que ejercen altos cargos o están bien colocados en la competición interna para acceder a ellos en caso de triunfo electoral–, sino que ha contribuido también, como un factor decisivo, al que creo que Mair no presta la atención que se merece, a alterar profundamente el proceso de selección de las elites por parte de los propios partidos. Y es que el problema de la profesionalización de los partidos está directamente relacionado con el de la selección de las elites políticas y constituye una de las cuestiones fundamentales para entender el gravísimo conflicto producido por el creciente –y parecería que imparable– desprestigio de los partidos, de los políticos y de la actividad que han terminado por monopolizar. ¿Por qué? Porque esa mecánica de selección de las elites de partido, tanto orgánicas como institucionales, provoca, de una forma a la postre muy difícil de evitar, que el comportamiento de los seleccionados acabe por estar muy alejado del que de ellos sería de esperar: procurar, desde la perspectiva política e ideológica en la que se sitúa cada cual, la satisfacción de lo que, para entendernos, solemos denominar los intereses generales. Ocurre, claro, que tal satisfacción resulta muy difícil cuando quienes tienen encomendada tal misión están, generalmente, tan preocupados por sus intereses personales o de partido como para que la parte fundamental de su actuación pública se subordine a la consecución de la propia supervivencia en el proceloso mundo de la política competitiva. Un partido, ha escrito Sartori aportando una definición, digamos, laica, por meramente descriptiva, de la forma moderna de organización de los intereses colectivos, es cualquier grupo político identificado por una etiqueta oficial que se presenta a las elecciones y puede sacar en ellas candidatos a cargos públicos. Ahora bien, si el gran objetivo que persiguen los partidos es situar a sus candidatos en cargos públicos –sirviéndose para tal finalidad de diversas vestimentas ideológicas y programáticas que en no pocas ocasiones se defienden con grados de coherencia en realidad más que discutibles–, resulta convincente afirmar, que el objetivo que persiguen individualmente esos mismos candidatos es ganar los puestos a que aspiran y, en buena lógica, conseguir permanecer en ellos todo el tiempo que resulte materialmente posible.

En coherencia con tal finalidad, añade, los grupos dirigentes que controlan los partidos, cuyo objetivo primordial consiste en mantener ese control durante el mayor período de tiempo, han establecido un mecanismo de selección negativa o inversa de las elites partidistas por virtud del cual esos dirigentes, lejos de cooptar –o, en su caso– de apoyar la elección o selección de los mejor preparados en términos de capacidad política y profesional, optan justa y sorprendentemente por todo lo contrario: por favorecer el nombramiento o la elección, tanto para los puestos internos de partido como para los de representación y altos cargos locales, regionales o estatales, de quienes presentan condiciones de experiencia o formación que, si en algunas ocasiones resultan manifiestamente mejorables, son en otras sencillamente inconcebibles en una sociedad en la que se exige de forma general acreditar la correspondiente cualificación para realizar cualquier tipo de trabajo. Tal forma disparatada de hacer las cosas es tan poco razonable, tan ilógica desde el punto de vista de la funcionalidad que se espera de los elegidos o nombrados y, en una palabra, tan contraria a lo que el más elemental sentido común parece aconsejar –seleccionar a los mejores para desempeñar puestos de responsabilidad– que resulta necesario dar una explicación plausible del motivo por el cual las cosas se producen de una forma tan contraria a lo que indica la intuición de cualquier persona sensata.

Pues bien, creo que un análisis reflexivo de esa, en principio, sigue diciendo, extraña situación permite muy pronto descubrir el motivo referido, que está a mi juicio directamente conectado con la extremada profesionalización de la política que se ha producido en los modernos sistemas democráticos. Acontece, así, que desde el momento mismo en que los militantes de partido se hacen con un cargo público de elección popular o nombramiento –cargos esos que son quienes controlan, en pirámide ascendente, las puestos dirigentes de las organizaciones políticas en el modelo de partido profesional-electoral que describió en su día Panebianco–, tales militantes pasan a estar dominados por una preocupación fundamental, común, por lo demás, a la de quienes ejercen cualquier otra profesión: dicho sin rodeos, por el futuro de lo que, sin exageración de ningún tipo, debe denominarse su carrera. Tal forma de enfrentarse a la actividad política no sólo afecta, por lo demás, como podría parecer lógico y normal, a quienes, por vivir exclusivamente de ella y carecer de una profesión o trabajo alternativos, se ven constreñidos a tratar de mantenerse en la vida pública el mayor tiempo posible, para evitar, así, quedarse en la calle sin oficio ni beneficio. Lejos de ello, también quienes han desarrollado una vida profesional antes de entrar en la política –que podrían retornar a practicar, con menor o mayor esfuerzo, en caso de dejar la vida pública, o de que sea aquella quien los deje–, suelen quedarse enganchados a sus cargos, en porcentajes que permiten realizar una generalización, por todos los privilegios y ventajas del ejercicio público, es decir, de esa forma de vivir que, no sin cierta frivolidad, suele describirse como la erótica del poder.

De este modo, añade, si, como resulta bastante evidente a partir de un análisis detenido del problema, la principal finalidad que persiguen los políticos profesionales desde la perspectiva de sus estrictos intereses individuales es continuar en sus puestos públicos, sean estos del tipo que sean, el mayor tiempo posible, existen sobradísimos motivos para suponer que esos mismos políticos se comportarán con arreglo a un principio que tienda a asegurarles la consecución de su primordial objetivo personal. ¿Qué principio? El de promocionar a aquellos que por su bajo perfil político y personal están en peor situación para convertirse en sus competidores potenciales y no a los que por tener perfiles más destacados podrían acabar por desplazarlos de sus puestos. Tal tendencia presentará tanta más fuerza cuanto menores sean las ganas o intención de dejar la política y sus privilegios por parte de quienes se dedican a ella, algo que, en buena lógica, dependerá también, aunque no sólo, de las posibilidades reales que tenga el político de que se trate en cada caso de vivir de algo diferente a su dedicación pública. Como resulta fácil de entender, todo ello genera, a la postre, un tan verdadero como perverso círculo vicioso, en el más estricto sentido de ese concepto. Y es que cuantos más sean los dirigentes que vivan de la política sin alternativa profesional posible fuera de ella, más tenderán esos mismos dirigentes a practicar la referida selección inversa, lo que generará a su vez, en un auténtico bucle, políticos dependientes por completo de sus cargos que tenderán a reproducir hasta el infinito tan nociva dinámica interna partidista, que lo es más, ni que decir tiene, en la medida en que son los políticos de partido quienes están presentes en las instituciones representativas y quienes colonizan, mucho más allá de lo razonable, ámbitos públicos en los que los partidos no deberían penetrar jamás. Y es así como el bajo perfil de los seleccionados por espurios intereses personales por parte de quienes se encargan de tal labor en los partidos acaba por afectar, mediante el funcionamiento de las instituciones, a los intereses generales que, con mucho mayor frecuencia de la que sería razonable, se ven servidos por personas que están muy lejos de cumplir las condiciones mínimas exigibles que deberían reunirse para hacer frente a sus importantes responsabilidades públicas.

Por eso, continúa su análisis, aunque es verdad que, en esta esfera, el comportamiento de los políticos no es muy diferente del de otros profesionales que nada tienen que ver con el ejercicio de la cosa pública, lo es también que el de los políticos resulta sin duda más disfuncional para el funcionamiento conjunto del sistema democrático. La situación, claro, no es alentadora: de un lado, tenemos una clase política de calidad manifiestamente mejorable, si se me permite expresarlo de ese modo; de otro, las posibilidades reales de que tal mejora pueda llegar a producirse son escasas, pues ello no depende de la mejor o peor intención de las personas, sino de la estructura de selección inversa de las elites políticas, estructura que funciona con arreglo a unas leyes que tienden a seleccionar a los políticos con criterios opuestos al de sus capacidades. La profesionalización de los partidos y el proceso de selección de las elites que del mismo se deriva resulta, pues, en conclusión, un motivo más, y a mi juicio muy relevante, de desafección hacia unos partidos cada vez más encerrados en sí mismos, más autistas y, también, por todo lo que acaba de exponerse, más voraces a la hora de lanzarse sobre el botín al que, por su propia naturaleza, aspiran en todas las sociedades democráticas. A ello me referiré a continuación.

Ciertamente, matiza, la profesionalización y los vicios que la misma ha generado ayudan a explicar también, en buenísima medida, la obsesión partidista por ampliar más y más el número de puestos disponibles para colocar a sus dirigentes, es decir, su obsesión por colonizar los poderes e instituciones del Estado democrático, proceso que resulta tanto más significativo cuanto más han ampliado los propios Estados su influencia sobre sus respectivas sociedades, es decir, cuanto mayor es el espacio público y el número de personas que han de servir a los intereses generales desde puestos de selección no estrictamente funcionarial. Peter Mair se refiere a ello cuando pone de relieve que aunque «los partidos pueden proporcionar una plataforma necesaria a los líderes políticos», lo cierto es que la utilidad primordial de tal plataforma es que permite «saltar a otros cargos y posiciones». Y también cuando reconoce los efectos producidos por la aparición y posterior consolidación de los partidos atrapalotodo, es decir, de «partidos que sobre todo buscaban ocupar puestos en la Administración y que pusieron el acceso al gobierno por encima de cualquier integridad en la representación». Y es que «llegar al gobierno era lo importante, lo mismo que el éxito electoral, y la elaboración de los programas, las políticas y las estrategias de partido se ajustaron a este objetivo competitivo supremo». Pero quien describe con tanta claridad la realidad no obtiene, en mi opinión, las lógicas consecuencias que se derivan de ese proceso de colonización del poder desde el punto de vista del fortalecimiento de la influencia social e institucional de los partidos. Como ya se ha apuntado, Panebianco caracteriza al modelo de partido que él mismo denomina profesional electoral como aquel en el que, entre otras cosas, ocupan un lugar preeminente en la organización interna partidista los representantes públicos. Los poderes públicos no pueden prescindir de quienes hacen efectiva en sus diversos niveles la dirección política del Estado, pues «un medio nada despreciable» para llevarla a cabo «reside en la política de personal, es decir en el derecho de las instancias políticas a decidir sobre la provisión de los más altos cargos de la Administración». Ocurre, sin embargo, que una tendencia tan perversa como generalizada de los Estados de partidos consiste en que estos acaban penetrando «en todos los ámbitos de la vida estatal y social», lo que ha dado lugar en la actualidad a un cambio muy significativo: «Que los dirigentes de los partidos no son ya vilipendiados sobre todo, como en Michels, en tanto que burócratas de partido, sino que se les acusa de ser capaces de constituir un cartel que conduce a una acumulación de privilegios y al reforzamiento de su distanciamiento social como clase política» (Klaus von Beyme, La clase política en el Estado de partidos, cit. p. 60).

El propio Von Beyme, dice más adelante, centra su análisis en la colonización partidista sobre la Administración, los medios de comunicación públicos, el sistema educativo y el sector público de la economía y se adentra, además, en un aspecto de la crisis partidista al que hasta ahora apenas se ha hecho referencia, pese a su importancia tan esencial como innegable –la corrupción política– que el politólogo germano considera un caso claro de lo que él mismo denomina «colonización inversa». Aunque se han propuesto diversos sistemas para controlar o, al menos, aminorar los efectos perversos de la colonización de los poderes e instituciones públicas, como los tendentes a controlar al ejecutivo desde el legislativo a través de mecanismos similares al denominado advice and consent of the Senate (consejo y consentimiento del Senado) existente en Estados Unidos, lo cierto es que tales mecanismos han demostrado tener una eficacia limitada tanto desde el punto de vista de la objetivación de los nombramientos –y la consiguiente descolonización partidista del Estado– como, sobre todo, desde la perspectiva de la lucha contra la corrupción, cuyos efectos en el desprestigio de los partidos y en la desafección hacia la política son hoy realmente devastadores. El proceso de colonización partidista al que me refiero se traduce, en fin, no sólo en el desprestigio de los partidos que lo practican, sino en un claro debilitamiento de la calidad de los sistemas democráticos, que se ven afectados por el control partidista de órganos destinados precisamente a garantizar la adecuada división entre los poderes del Estado. Piénsese, sin salir de nuestras fronteras, en el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. O, con una proyección política distinta, en las denominadas Administraciones independientes: el Banco de España, el Consejo de Seguridad Nuclear, la Agencia Española de Protección de Datos y la Comisión Nacional del Mercado de Valores.

De todos modos, añade, y subrayada ya la importancia que tiene, a mi juicio, la escasa atención que Peter Mair presta en su análisis sobre la crisis de los partidos a los dos aspectos apuntados (los efectos perversos que se derivan de profesionalización de los partidos y de su voraz obsesión por colonizar las instituciones públicas), lo que más echará de menos el lector de Gobernando el vacío es una reflexión final de su autor respecto al problema que recorre la obra desde el principio hasta el final. Peter Mair es, sin duda, muy convincente al hablar de lo que pasa con los partidos y de por qué pasa lo pasa, pero no ofrece respuesta a la pregunta del millón: ¿podrá pervivir la democracia representativa sin que los partidos actúen como mediadores entre el Estado y la sociedad civil? Esa es la gran cuestión que la innegable crisis partidista pone en primer plano, porque la experiencia hasta el presente indica que los partidos tradicionales son sustituidos, cuando ocurre, bien por otros partidos que, más pronto o más tarde, acaban transformándose en sistémicos (los Verdes alemanes constituyen un ejemplo inmejorable, con su integración en el sistema de partidos de su país a través de las llamadas coaliciones rojiverdes, negroverdes o Kenia: rojo-verde-negro), bien por fuerzas populistas y deslavazadas (movimientos del tipo del impulsado por Beppe Grillo) que suponen un peligro para el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. España, por supuesto, no se escapa de esa lógica perversa.

Mair deja claro, recuerda el profesor Blanco, como ya quedó apuntado más arriba, su convicción de que los partidos resultan cada vez menos necesarios para procesar la representación de intereses, la agregación o la intermediación, de modo que lo más frecuente en la actualidad es que la articulación de los intereses y demandas del pueblo se produzca fuera del mundo de los partidos. Y Mair concluye, en coherencia con la anterior reflexión que «si la democracia, o el gobierno representativo, es impensable salvo en términos de partidos, entonces, quizá, ante las deficiencias de los partidos, esta se vuelva impensable o inviable». Creo que tal idea resulta sencillamente inaceptable, en el sentido de que, frente al pesimismo de la inteligencia, habría que contraponer sin duda, llegado el caso, el gramsciano optimismo de la voluntad. Y es que, aun aceptado que los partidos marchan mal y que las tendencias a través de las cuales se manifiestan sus diferentes perversiones son difícilmente reversibles, ello no puede llevarnos a renunciar a combatirlas. En efecto, los partidos han sido durante los últimos cien años el principal –aunque no único– instrumento a través del cual se la mantenido un alto grado de confianza en las instituciones del sistema y se han constituído, por tanto, en los verdaderos gestores de esa suspensión voluntaria de la incredulidad que se manifiesta cuando los ciudadanos aceptan como reales algunas de las principales ficciones de la democracia: entre otras, y sobre todo, las derivadas de la teoría de la representación y de la que con ella se relaciona de una manera directa, es decir, aquella según la cual los representantes y los gobernantes elegidos por ellos en los sistemas parlamentarias persiguen el interés general del conjunto de la sociedad. Ello quiere decir, ni más ni menos, que en los modernos sistema de democracia de partidos, la capacidad de las organizaciones partidistas y de las instituciones controladas por ellas para mantener la confianza en el sistema dando respuesta a las expectativas de los ciudadanos, muchas veces creadas por los propios partidos, ha entrado en una crisis profunda tanto por razones subjetivas (el creciente predominio de los intereses partidistas sobre los intereses generales) como por las razones objetivas que señala agudamente Peter Mair: la incapacidad de las instituciones democráticas para cumplir lo que prometen quienes las gestionan como consecuencia de la limitación de su poder derivada de los procesos de globalización en la toma de decisiones.

Es verdad, sin duda, concluye diciendo, que la lucha contra la que hoy parece una irrefrenable tendencia a demonizar a los partidos, haciéndolos responsables de todos los males de este mundo, y olvidando que nadie como ellos está obligado a gestionar los conflictos típicos de una sociedad democrática y, por ello mismo, pluralista, depende de cambios sociales que los partidos no pueden controlar, entre otros los que se han producido en el cuerpo electoral, según Mair muestra en su obra de un modo que considero incontestable. Pero no lo es menos que quienes controlan los partidos (pues la voluntad de los partidos es hoy en gran medida la de sus dirigentes) tienen en su mano la decisión última sobre si van a dejarse arrastrar por el vendaval que se cierne sobre ellos o si, por el contrario, están dispuestos a perder poder a cambio de ganar legitimidad. Diversas han sido las propuestas que para lograr tal objetivo algunos hemos puesto desde hace años encima de la mesa: entre otras, las elecciones primarias como método de selección de las elites, la limitación de mandatos internos e institucionales o el establecimiento de sistemas de incompatibilidades entre cargos públicos y partidistas. Su puesta en práctica en diversos lugares, en algunos casos con sincera voluntad de cambiar las cosas y en otros (los más) con la intención, no por disimulada menos evidente, de que algo cambie para que todo siga igual, ha arrojado, ciertamente, resultados desiguales, lo que se traduce no pocas veces en la desconfianza o el escepticismo frente a cualquier intento de mejorar la cercanía de los partidos a la sociedad. Es posible que tal acercamiento sea una aspiración poco menos que imposible en las condiciones actuales de desarrollo de la política democrática. Pero es seguro que la renuncia a introducir cambios confiando tan ciega como estúpidamente en que el sistema representativo aguantará y en que los partidos jamás desaparecerán como elementos de articulación esencial de su funcionamiento deberá hacerse al precio de aceptar que la calidad de los Estados democráticos irá deteriorándose en un proceso quizá lento, pero, a la postre, imparable. Todo parece indicar que, por desgracia, en eso estamos, mientras los partidos –es decir, sus dirigentes– viven pendientes sobre todo del próximo proceso electoral y del próximo reparto de puestos y de cargos, mientras sus respectivas organizaciones y, con ellas, el sistema que administran, se hunden socialmente en un descrédito que no es menos real por el hecho de que cientos de millones de personas sigan votando, como un mal menor, a los partidos en los sistemas democráticos.


Roberto L. Blanco Valdés



Espero que les haya resultado interesante. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 5 de junio de 2016

[A vuelapluma] En campaña electoral: Prometiendo el oro y el moro





Aunque no oficialmente es evidente que vivimos inmersos en una ininterrumpida campaña electoral que dura ya siete meses y que tiene su segunda cita consecutiva con las urnas en apenas tres semanas. En campaña electoral, ya se sabe, casi todo vale, aunque no todo sirva... Sobre la diferencia sibilina entre los conceptos de valer y servir prefiero no entrar. 

Uno de los mantras de más recurso por los partidos políticos -por todos ellos- es el de prometer el oro y el moro a la ciudadanía sin explicar nunca de donde va a salir el dinero para cumplir esas promesas y satisfacer las más que justas reivindicaciones de sus votantes. Y la cuestión, claro está, es que esa es la madre del cordero de las promesas, y por supuesto, un trapo al que ninguno va a entrar voluntariamente...

Un periodista, Antonio Fernández, lo acaba de hacer, entrar al trapo de la cuestión, en un reciente artículo en Revista de Libros titulado "Pancartas del populismo leninista, chavista… o lo que sea. Comparto pocas cosas de lo que en el artículo se dice ni el tono en que lo hace, si acaso, con matices, lo de la inclusión de nuevos derechos sociales y económicos en la Constitución (pancarta 1) y sobre los sueldos de los políticos (pancarta 2), pero desde luego sí que creo que el artículo invita a reflexionar y ponerse en guardia ante muchas promesas electorales que todos intuimos, al menos eso, de difícil, por no decir de imposible cumplimiento. 

Esas "pancartas" a las que se alude en el título son: 1. Detallar en la Constitución los derechos sociales; 2. Endurecer al máximo las incompatibilidades de los políticos y bloquear las puertas giratorias; 3. Para pagar las pensiones, subir impuestos y cotizaciones; 4. Combatir la intolerable y creciente desigualdad que existe en España; y 5. Para crear empleo, subir salarios.

Les invito a leerlo con detenimiento, y luego, quien esté libre de pecado, que le lance el primer pedrusco. A lo peor cojo yo el siguiente...





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 6 de febrero de 2016

[Política] La frustración democrática. ¿Por qué se produce?



José María Ruiz Soroa


El pasado viernes acabé de leer Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016), el libro de Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni del que he venido escribiendo en estos últimos días. La conclusión que yo saco es desoladora: la crisis que nos asola ha venido para quedarse y no se vislumbra solución alguna en el horizonte. Y la razón es que, al contrario de otras ocasiones, esta crisis no es económica ni meramente financiera, es ante todo una crisis política causada por lo que parece el divorcio definitivo, al menos en Occidente, entre Poder y Política, pues el "Poder" (la facultad de hacer) y la "Política" (el decidir que hacer), ya no está en las mismas manos. Y el Poder parece haberse impuesto definitivamente a la Política.

Una perspectiva no muy disimilar es la que plantea el abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010). Este último, a título de anécdota, lo tengo pendiente de lectura desde hace algún tiempo.

Lo hace en un extenso artículo publicado en el último número de Revista de Libros titulado Por qué nos frustra la democracia, en el que reseña el también reciente libro La política en tiempos de indignación (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015), de Daniel Innerarity (1959), filósofo, ensayista, catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco y director de su Instituto de Gobernanza Democrática y de la "Maison des Sciences de l'Homme" de París. Libro, que por cierto, ya he solicitado a mi siempre inapreciable Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, y que añado a mi lista de lecturas inmediatas. He intentado resumir, con seguridad sin excesivo acierto, el artículo de José María Ruiz Soroa, así que en la medida de lo posible, les animo a su lectura completa en el enlace de más arriba.

Escribe Giovanni Sartori en su Teoría de la democracia que es mucho más fácil saber lo que una democracia debería ser que entender lo que puede ser. Y que intentar este concreto entendimiento –el de las posibilidades y límites de la política democrática– es precisamente lo que caracteriza el tipo de reflexión denominada realismo político, por oposición al idealismo o el siempre cómodo normativismo. Pues bien, -dice José María Ruíz Soroa- la teoría política de Daniel Innerarity es, en principio, la de un realista que intenta comprender y contar cuáles son los límites inexorables de la política en la sociedad compleja actual, por mucho que esos límites acaben generando en sus participantes, y también en su intérprete, una cierta decepción: «Conviene que nos vayamos haciendo a esa idea (escribe ya desde hace años y repite ahora): la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción». Y este de la decepción no es un síntoma de algún defecto o carencia de la política democrática, sino precisamente el más claro signo de una buena práctica democrática. Una conclusión realista, y también altamente provocadora en tiempos de indignación.

El esquema básico de comprensión y análisis de la política de Niklas Luhmann, a juicio de Soroa, ha influido sobremanera en Daniel Innerarity. Para él, la política es una actividad limitada y característica, y nunca podrá ser la directora jerárquica de la sociedad o una especie de instancia de provisión de sentido para los ciudadanos. Y lo que sucede, justamente en la sociedad del Estado de bienestar, es que ni la política como actividad organizada, ni los ciudadanos como participantes en ella, aceptan restringir sus capacidades y ámbitos de competencia (la política) o sus demandas y expectativas (los ciudadanos) a lo que es factible obtener de la política, a lo que ésta puede dar, que es poco más que una gestión ordenada de los conflictos derivados de la pluralidad y el disenso sociales para encauzarlos con vistas a su resolución o transformación en otros, y no para agravarlos más. La política sigue presentándose ante la sociedad como la instancia con competencia universal, y el Estado, que es su paladín heroico, como el rector con responsabilidad total. Lo que garantiza de antemano su fracaso. Y precisamente por eso, -añade- cuanto más se resista la política a aceptar su limitación, a admitir que carece de esa pretenciosa competencia universal que proclama enfáticamente para procesar y resolver todo tipo de problemas, peor funcionará y dará lugar a más desafección, decepción, indignación, crítica moralista y, en definitiva, a más inestabilidad.

En esta situación, cabe adoptar dos tipos de reflexión o teoría política: una «expansiva» y otra «restrictiva»: la primera asigna a la política un papel rector en la sociedad, a ella le correspondería velar por la institucionalización de la vida social ajustada a la dignidad humana y, a la vez, determinar lo que esto significa y cómo se alcanza: sería la última instancia de la sociedad, la que dice que «debemos ayudar, intervenir, redirigir incluso si no sabemos si es posible y cómo puede alcanzarse un resultado efectivo». La restrictiva comienza examinando los medios político-administrativos de resolución de problemas de que dispone y vacila antes de afrontar aquellos que no pueden ser resueltos de manera segura o probable. En ella, «en lugar de la buena voluntad jugaría la dura pedagogía de la causalidad».

La concepción de la política como una actividad específica y limitada -continúa diciendo- suele considerarse el rasgo distintivo clave del conservadurismo político. Ser conservador en política (que no conlleva serlo también en las demás actividades intelectuales) no es poseer un determinado tipo de concepción del mundo, de la humanidad o de la historia, o un temperamento peculiar, ni tiene que ver con la religión o la moral, sino que es «creer que la gobernación es una actividad específica y limitada […] la de administrar las reglas vigentes en cada sociedad; una actividad nada gloriosa ni épica». «Nada heroica». 

Lo que Innerarity expone una y otra vez a lo largo de su libro -añade Soroa- es que el tipo de política extensiva (mala política) que todavía hoy se practica en nuestras sociedades democráticas genera constantemente la sobrecarga y el cortocircuito del sistema (del Estado) a causa de la actuación de la pareja «expectativas desmesuradas en la política/fracaso que se traduce en desafección, desilusión, indignación, rechazo, etc.» Ni los ciudadanos ni los partidos aceptan las limitaciones obvias de la política, máxime en tiempos de globalización y crisis, inflan sus expectativas en esos torneos de promesas que son las elecciones, y son llevados inevitablemente a la desilusión. Hay desilusión porque había demasiada ilusión no justificada, no por ningún fallo endógeno del sistema político. Y esto sucederá inevitablemente mientras sigamos depositando en la política una expectativa desmesurada.

En cualquier caso, el reto político del presente es aceptar la limitación de la política como actividad sometida a la contingencia y a la incertidumbre, pero, al tiempo, no abandonarse por ello a una visión catastrofista o melancólica; que la política sea limitada no implica que deba ser débil. Una cosa es sacar la política de muchos lugares sociales a los que nunca debió llegar y donde sólo genera ineficacias, y otra distinta es reforzarla en aquellos en que de verdad puede producir un resultado estimable: en la reflexión que identifica los conflictos sociales provocados por el pluralismo y el disenso y en la génesis de «compromisos» que permitan ir asimilándolos. 

Esta disfunción consustancial a la mala política (la que tenemos) pretende ser resuelta o superada por diversas vías: el populismo actualmente en boga es uno de los pretendientes y a su análisis y crítica dedica Innerarity la parte más novedosa del libro: la que se refiere a la «indignación» y sus derivados. Volveremos sobre ella. Antes, sin embargo, conviene referirse a otras tentaciones más sólidas propuestas para superar la mala política.

La primera es la tentación del experto, el siempre presente deseo de sustituir el predominio que se considera irreflexivo y caótico de la opinión por el seguro y garantizado mando de la verdad segura y demostrable. La democracia reposa en esencia en las elecciones periódicas de los representantes que van a tomar las decisiones, elección llevada a cabo en un ambiente que puede calificarse como cualquier cosa menos como un marco inteligente. No garantiza en absoluto la selección de los sabios ni los expertos, sino de políticos que, por serlo, son aficionados y generalistas. Más aún, la lógica funcional de la elección termina por hacer que el tipo estándar de político obedezca a criterios de elegibilidad, no de capacidad gubernativa: se descubre así (pero se descubre tarde) que las capacidades necesarias para ser electo no guardan relación con las capacidades precisas para ser gobernante.

Pues bien, para mejorar los resultados de un sistema tan poco serio (que diría Schumpeter), la tentación es la de introducir sustanciales dosis de conocimiento experto en el proceso, lo que puede llevarse a cabo por diversos métodos que buscan su racionalización sustancial de acuerdo con estándares objetivos y externos a la deliberación popular. Es la tendencia tecnocrática, muy de actualidad como una de las propuestas de la llamada epistocracia.

Pero para apaciguar los fervores tecnocráticos -añade- bastan dos reflexiones de entre las varias que Innerarity señala: primero, que la política se enfrenta a aquellos conflictos para los que no existe solución evidente o experta. Al ámbito de lo público es adonde se han relegado precisamente los conflictos de carácter irresoluble, justamente porque eran irresolubles desde la ciencia o desde la economía. 

Y en este punto nos topamos con un principio característico de la democracia: que la democracia no busca la verdad ni el acierto de sus decisiones, o por lo menos no son éstos sus objetivos directos. Lo que busca es que sean los ciudadanos quienes tomen las decisiones, aunque sea indirectamente, y así éstas aparezcan legitimadas ante su sentir. Lo cual garantiza, precisamente, que las decisiones sean en muchos casos equivocadas, por lo menos a corto plazo. La democracia garantiza, antes que nada, el derecho del ciudadano a equivocarse. Quizá la democracia acierta al final, pero lo hace por vías tortuosas y decepcionantes. 

El prestigio que han adquirido en nuestras sociedades desengañadas los procesos judiciales como métodos de resolución de conflictos deriva de esta dificultad de la democracia con el acierto decisional. En efecto, en el proceso judicial se obtiene una solución final, y además con visos de estar motivada en la reflexión pausada y pautada de unos expertos, es decir, lo más parecido que cabe a una verdad. En cambio, en la política no hay sino algarabía y opinión, y las decisiones son siempre revisables y criticables. No es extraño que una de las tentaciones del demócrata cansado sea la de utilizar el modelo del proceso judicial como ideal regulativo del proceso político, aplicándolo incluso en muchos casos (el tribunal constitucional como instancia para aportar acierto democrático). O proponer para la política el ideal deliberativo de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas inspirado en una asamblea de sabios que discute razonablemente sobre la solución más verdadera.

La contrapolítica -añade más adelante- es otra de las escapatorias de una sociedad desconfiada ante una política cada vez más decepcionante: es decir, la de adoptar una posición externa y observadora del proceso político para, desde esa exterioridad, influir en él. ¿Cómo? Mediante el poder negativo de impedir, por ejemplo, unos poderes tan importantes como los de elegir y promover, que son los que aparentemente configuran la democracia, y que son efectivamente ejercidos por la opinión pública en forma de veto incluso preventivo a determinadas decisiones políticas posibles, una anticipación del juicio electoral futuro a la cual los políticos son especialmente sensibles.

La contrapolítica de este poder de impedir, o la del poder de denunciar, no es, en principio, sino parte integrante de la democracia misma y, por ello, estimable mientras no se convierta en la antipolítica característica del populismo o la tecnocracia. Pero contribuye a oscurecer el proceso democrático y a hacerlo más insoportable aun para el ciudadano que pone sus expectativas muy altas. Cortoplacismo, teatralización, personalización, emotivismo excesivo, moralismo sin freno: todo ello son notas de la mala política producida por la conjunción de unos políticos que están siempre en campaña electoral teatralizando un sobreactuado antagonismo sobre un excelso interés general, por una parte, y una sociedad que utiliza contra ellos medios basados en la desconfianza sistemática, por otra (con el apoyo inestimable de los medios, cuya lógica propia es altamente disfuncional para la buena democracia). No es posible que si la política, como aseguramos, lo está haciendo tan mal, los medios de comunicación y sus consumidores lo estén haciendo todo bien». Y es que hacer lo que sistemáticamente hacen los medios, es decir, «suponer que la calle es necesariamente mejor que las instituciones […] es mucho suponer».

Una de cuyas manifestaciones más ostensibles de la mala democracia -dice- es la de que, cada vez más, habitamos en un momento eterno de campaña electoral, o vivimos la política como si fuera una continua elección entre candidatos. De manera que cada vez es menor el espacio funcional y temporal que queda para la tarea de gobierno. Parece que en el diseño teórico de la democracia el gobierno sería la fase normal de la política, y las elecciones deberían ser sus momentos especiales. Pero si lo que es episódico y momentáneo se convierte en la fase más importante de la política (en su «día de la marmota»), a la cual están dedicados devotamente todos los esfuerzos de los actores y bajo cuya sombra siempre anticipada por los medios se emprenden todas las actuaciones políticas, terminamos por quedarnos sin gobierno. O, como mínimo, nos quedamos con unos gobernantes que exclaman desesperados que «sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo hacer para que nos reelijan después», que viene a ser lo mismo. Al final, someter incluso la gobernación a la lógica funcional de la elección garantiza la casi imposibilidad de tomar decisiones estables a medio y largo plazo, o, de otra forma, provoca la pérdida de estabilidad y gobernabilidad de los sistemas democráticos.

En este punto, -añade Soroa- el profesor Innerarity apunta que está produciéndose, de hecho, un proceso de externalización de las decisiones de gobierno hacia lugares menos sometidos a la atención pública y a la volubilidad electoral, no tanto por intenciones perversas como por la pura lógica funcional que busca remedio a la dificultad creciente de gobernar. Por ejemplo, de los Estados nacionales a la Unión Europea: «Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar un tipo de decisiones a largo plazo o impopulares que eran intratables por procedimientos democráticos nacionales debido, precisamente, a su alta exposición a la volubilidad de la opinión». Y es que la proximidad, la participación, el control, son términos democráticamente prestigiosos pero son factores que pueden actuar en contra de la capacidad de producir gobierno de la propia democracia. La nueva etapa sería la del gobierno de la sociedad por expertos no electos, aunque practicada en interés benevolente de los pueblos y con un control evaluativo técnico por resultados.

Denuncia Innerarity -añade a continuación- que la antipolítica crea una extraña boda de tecnócratas y radicales. Los primeros predican un mundo sin política porque, según ellos, podría ser dirigido espontáneamente por el mercado o por la economía. Los segundos, que son los que ahora nos interesan, porque han proliferado al calor de la crisis económica, de la austeridad y de la globalización, reaccionan de manera negativa hacia la política democrática proponiendo un mundo en el que todo sería sociedad y nada alteridad, y donde no serían necesarias las intermediaciones políticas (ni de los partidos, ni de la casta política, ni de las instituciones), porque la sociedad sería transparente a sí misma.

La afirmación populista parece, en principio, fuertemente política o politizada, pero al final de su argumento termina también con la misma existencia de la política. O, por lo menos, por lo que entendemos por política democrática. Es algo inevitable cuando ya de entrada se define una sociedad como un todo sin divisiones ni conflictos internos (el único conflicto es con un «otro» exterior a la sociedad misma), guiada por un movimiento que gestiona un principio puramente expresivo (el principio del placer) en lugar de un principio transformador (el de realidad), como hace la política. Hay algo de vuelta a la comunidad íntima y pequeña, muy humana y próxima, en estos movimientos populares surgidos al calor de la indignación contra la política tal como es. Pero la nostalgia por la comunidad (sea la del grupo, la etnia, la asamblea o el barrio) esconde siempre un imposible intento de desartificializar un mundo complejo, de polarizar los conflictos resumiéndolos en uno solo, de simplificar hasta la náusea opciones complicadas, de sustituir la reflexión por momentos de gran densidad emocional. Porque en este tipo de movimientos no existe un proyecto alternativo al de la democracia, sino sólo una necesidad de canalizar y expresar un descontento difuso: no son «subversiones desestabilizadoras» sino simples «insurrecciones expresivas» que, en último término, ponen en la antipolítica, o en la alterpolítica, las mismas expectativas desmesuradas que antes otros pusieron en la política.

Innerarity reivindica, con sólidos argumentos y brillante exposición, la necesidad de la intermediación política para que pueda de verdad realizarse, siquiera figurada e incompleta, eso que se denomina voluntad popular. Sólo la democracia representativa es capaz de representar a una sociedad pluralista. Y, -añade provocativo- por otro lado, la tan loada cercanía o proximidad entre representantes y representados conduce normalmente a la teatralización y la personalización de la política, así como a la pérdida de una lejanía entre representantes y ciudadanía que es necesaria para el desarrollo del buen juicio político y de su gestión.

En cuanto la los partidos políticos, y por muy severamente afectados que estén por una cierta esclerotización de sus comportamientos, siguen siendo necesarios como aglutinantes de unas propuestas ideológicas que permitan orientarse cognitivamente al público democrático. Las ideologías son al final atajos cognitivos que «permiten aflojar la contradicción entre la obligación de opinar a que se somete al ciudadano y la incapacidad de opinar que le aqueja, inmerso como está en el aluvión de datos que recibe de un mundo cada vez más complejo». Y los partidos son los gestores de los paquetes ideológicos. Pensar que pueden ser sustituidos por movimientos sociales altamente emocionales no es serio: «Apelar al pueblo, como a todo lo que es evidente, sirve casi siempre para bloquear la discusión», no para hacerla avanzar. En conclusión, que «la indignación, el compromiso genérico, el altermundialismo utópico o el insurreccionalismo expresivo no deben ser entendidos como la antesala de cambios radicales, sino como el síntoma de que todo esto ya no es posible fuera de la mediocre normalidad democrática y del modesto reformismo».

¿Y qué queda del eje de identificación «izquierda/derecha»?, se pregunta Soroa. Pues parece que se mantiene, pero muy distinto. Queda el eje, pero hay que trazarlo de otra forma o sobre otras coordenadas: y el esfuerzo de resituación recae sobre todo, según Innerarity, sobre la izquierda que es la que más acomodos tiene que hacer si quiere ser efectiva para transformar algo. En primer lugar, debe abandonar la concepción heroica de la política como actividad total y aceptar una limitada de más corto alcance. Y, en segundo, debe cambiar el eje de confrontación con la derecha conservadora, que no puede ser ya el de «Estado/mercado», o el de «intervención/desregulación», o el de «soberanía/globalización». La izquierda debe abandonar su rechazo moral al mercado, al que percibe como si fuera sólo un promotor de la desigualdad o una realidad antisocial. Igualmente debería dejar de percibir la globalización como un agente de desorden y, en su lugar, debería ser consciente de las posibilidades que encierra. El mercado, según Innerarity, es el mecanismo que puede utilizarse para conseguir el bien común y emprender la lucha contra las desigualdades, siempre que el Estado consiga realizar el ideal de mercado libre de interferencias y posiciones de dominio que estuvo en la base clásica de la idea liberal: «Es habitual considerar que la dominación económica se debe a una excesiva libertad de mercado, cuando ocurre más bien lo contrario: la prepotencia económica es causada por la falta de libertad económica». Más mercado, pero mejor mercado; menos Estado, pero mejor Estado. Una tercera vía «socioliberal» que no está suficientemente concretada por su autor -añade-como para discutir sus condiciones reales de posibilidad. 

Pero Soroa achaca al profesor Innerarity en la reseña de su libro algunas inconcreciones llamativas. Por ejemplo, que no aporte la más mínima indicación de qué tipo de cambios institucionales o modificación de reglas podría acercarnos a conseguir un objetivo definido en términos de regeneración democrática; que antes valorara la indiferencia política como actitud subjetiva del ciudadano moderno como algo perfectamente congruente (incluso conveniente para una política tranquila y estable), mientras que ahora parece recaer en el sobado tópico del "idiotes" pericleo como ser humano incompleto; o que considerase el disenso como una situación natural y propia de una sociedad democrática, que ahora esté a favor de una superior valoración del compromiso como método de avance del proceso político.

Pero la más importante, y que se refiere el propio esquema básico subyacente al análisis de la realidad democrática que efectúa Innerarity, es la falta de explicación de una aparente paradoja: en concreto, el hecho de que, si bien, por un lado, tenemos que nunca en la historia ha habido para la ciudadanía tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad como ahora, porque nunca ha existido tal nivel de conocimiento y competencia individual y social sobre lo político y su funcionamiento, sucede, por otro, que nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. O expuesto de otra forma, -dice- que el mayor conocimiento de que la política es una actividad en sí misma limitada no ha hecho que desciendan para nada las expectativas sociales en torno a su posible rendimiento, de lo que se sigue un creciente nivel de frustración y descontento. Esta es una aparente contradicción que merecería ser tratada y, en su caso, explicada; de lo contrario, el análisis mismo parece quedar un tanto cojo: ¿por qué el ser humano contemporáneo sigue frustrándose una y otra vez al comprobar los límites contingentes de la política cuando ya debiera saber por experiencia y educación que están ahí inevitablemente? Pero una cosa es -concluye diciendo- es describir una disfunción y otra es enderezarla. ¿Estarán las democracias condenadas a vivir en la frustración? ¿O llegarán a autodestruirse de pura frustración?




Daniel Innerarity


Disfruten de su lectura. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos míos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 2601
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