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lunes, 30 de julio de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La labor de la oposición



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Pocos días después de la llegada de Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, reiteradamente citado en Desde el trópico de Cáncer, reflexionaba en su blog  en Revista de Libros sobre dicho acontecimiento, y siguiendo al famoso politólogo italiano Gianfranco Pasquino, sobre la labor de la oposición en política. 

El éxito de la moción de censura presentada por el PSOE de Pedro Sánchez, comenzaba diciendo, que ha convertido al PP en oposición y al PSOE en gobierno, ha llamado la atención acerca de las capacidades de los partidos que no ostentan el poder. Para explicarla, se ha hablado de la «deselección» teorizada por Pierre Rosanvallon, de las coaliciones negativas que aglutinan el rechazo a un líder o proyecto, e incluso de la «vetocracia» descrita por Francis Fukuyama: estado en que se coloca al sistema político cuando sus actores dejan de cooperar entre sí y emplean las instituciones para vetarse recíprocamente. Por mi parte, quisiera estudiar este asunto a partir de las reflexiones vertidas por el politólogo italiano Gianfranco Pasquino en un breve opúsculo publicado originalmente en 1995 (que aparece en España tres años después, en Alianza Editorial) y titulado sencillamente La oposición. Que el trabajo fuese publicado a mediados de los años noventa no le resta interés, sino quizá lo contrario: es lo bastante cercano para permitirnos apreciar aquello que haya podido cambiar desde entonces.

Irónicamente, una de las cosas que ha pasado en este tiempo es que España ha empezado a parecerse un poco más a Italia, al menos en lo que a su vida parlamentaria (notables diferencias al margen) se refiere. Y eso da actualidad a un librito que, como subraya María Luz Morán en el prólogo, es «profundamente “italiano”», suscitado como está por la peculiar coyuntura política de Italia a comienzos de los años noventa. En este prólogo, redactado en 1997, se añade que Pasquino escribió el libro poco después de la victoria de Forza Italia, es decir, de Berlusconi, tras unas elecciones consideradas el punto culminante de la desintegración del viejo sistema político que había surgido en la reconstrucción de la democracia tras la derrota del fascismo y como el inicio de un nuevo período en el que [...] parecía existir un acuerdo básico de que la principal tarea a abordar era la de la creación de una «nueva política».

¡Vejez de la nueva política! Pasquino escribe así tratando de contribuir al debate acerca de cómo alcanzar ese objetivo regenerador y, de paso, insinuando posibles vías para la renovación de la izquierda en una época posmaterialista (o que entonces lo parecía). No obstante, lo que aquí interesa sobre todo es lo que este ensayo tiene de meditación acerca de la democracia y sus instituciones, en especial la oposición. El politólogo italiano escribe convencido de que la realización de la esencia de la democracia está vinculada con la idea de la alternancia en el gobierno, y sorprendido, en consecuencia, de que el papel de la oposición en regímenes democráticos no haya merecido especial atención por parte de los científicos de la política. Su enfoque, por lo demás, entronca con los planteamientos de la teoría pluralista de la democracia que tuvo en pensadores como Robert Dahl, Seymour Lipset o Arend Lijphart a sus principales exponentes, lo que explica la primacía de la perspectiva institucional en su análisis.

Pero, ¿qué dice Pasquino? Pues, para empezar, que ninguna oposición puede renunciar a su propia piel dejando, sin más, que el gobierno gobierne. O, mejor dicho: la oposición debe impedir que el gobierno malgobierne. Y sugiere que la «buena oposición» será aquella que aplique la enseñanza de Maquiavelo sobre el zorro y el león: combinando la astucia político-parlamentaria y su fuerza político-social. Su misión será contender con el gobierno en materia de reglas y en materia de políticas:

Serán absolutamente intransigentes cuando el gobierno se proponga establecer reglas que destruyan la posibilidad misma de la alternancia. En cuanto a las políticas, las oposiciones serán críticas de los contenidos que propone el gobierno y propositivas de contenidos distintos, pero también conciliadoras cuando existan espacios de intervención, mediación, colaboración y mejoras recíprocas.

En otras palabras, la oposición controla, critica y propone. Tiene así el deber de enfrentarse al gobierno, demostrando ser ella misma un gobierno alternativo. Obsérvese una de las paradojas que aquejan a la función de la oposición: está obligada a enfrentarse al gobierno haga el gobierno lo que haga. Pues si aplaude lo que hace el gobierno, o deja de controlarlo, no ejercerá su función y dejará coja a la propia democracia. Y es que, si resulta inimaginable una democracia sin gobierno, también debe serlo una democracia sin oposición; porque un gobierno que no encuentra oposición puede fácilmente abusar de su poder. En todo caso, Pasquino es perfectamente consciente de que el papel de la oposición puede variar, para empezar, dependiendo del sistema institucional en que se inserte: siguiendo a Lijphardt, no es lo mismo una democracia mayoritaria que una democracia consensual. Si en las primeras la oposición tiene un cometido más difícil y se ve obligada a estructurarse como alternativa, en las segundas la oposición tiene mayor margen de acción, pero menos incentivos para cualificarse como tal alternativa. En ambos supuestos, el arraigo institucional de la oposición será mayor cuanto mayor sea su arraigo social; y viceversa. Pasquino, por cierto, incluye a España y a Alemania entre las democracias mayoritarias.

Nuestro autor advierte de que la oposición no puede ‒o, mejor dicho, no debe‒ limitarse a aplicar la estrategia del «cuanto peor, mejor». Sobre todo, porque eso le impide hacer visible su alternativa de gobierno. La dificultad estriba en que la oposición no puede quedarse al margen del juego de las relaciones con el gobierno, a riesgo de ser culpada de la parálisis institucional, mientras que persigue al tiempo objetivos propios: mantener su pureza ideológica, preservar su identidad política, conservar su cohesión organizativa. Y ello sin olvidar que ninguna oposición puede renunciar a adquirir recursos para quienes la sostienen; recursos que, huelga decirlo, son más abundantes cuando se gobierna. En todo caso, lo que dice Pasquino es que ninguna oposición parlamentaria «puede ni debe ser jamás antagónica por completo [...] si es consistente y responsable». Se trata de un condicional formidable, pues si la oposición es siempre antagónica, ¿será necesariamente castigada por los votantes? Cuando menos, apunta, los representantes de la oposición habrían de colaborar realizando enmiendas, comentarios, críticas y sugerencias durante la formación de leyes, un aspecto central, aunque poco publicitado en los media, de la lógica parlamentaria. Sin embargo, la oposición ha de preparar la alternancia; por esta razón, no puede colaborar demasiado alegremente con el gobierno. Siguiendo en esto a Joseph Schumpeter y Anthony Downs, entre otros, subraya Pasquino que la competición democrática produce vitalidad y es, al mismo tiempo, síntoma de la vitalidad del sistema, precisamente cuando se exterioriza en el paso decisivo de un gobierno a la oposición y de una oposición al gobierno, con una periodicidad ni muy frecuente ni muy rara.

En fin de cuentas, la democracia no es sólo un conjunto de leyes, sino también la encarnación de un conjunto de valores. De manera que la alternancia no es un fin en sí mismo, sino el mejor medio para lograr que se realicen esos valores. Ocurre que, si el buen funcionamiento del régimen democrático depende en buena medida de la calidad de su oposición, las instituciones deben hacer más fácil que la oposición se comporte apropiadamente. Y eso, para Pasquino, pasa por un rediseño de las mismas que las aproxime al llamado «modelo Westminster». Pero el italiano arranca aquí de una premisa algo dudosa, a saber: «El problema en los regímenes democráticos es que hay quizá poca oposición». ¿Poca oposición? ¡Si los gobiernos no encuentran tregua!

Pasquino explica esta idea, en primer lugar, cuantitativamente: muchos de los opositores potenciales al gobierno, o incluso al sistema, habrían encontrado nichos gratificantes en su interior, mientras que los oponentes reales (el tercio más pobre de la sociedad, en su formulación) tienen cada vez menos recursos con los que organizarse. En segundo lugar, existiría también un problema cualitativo, derivado de la convergencia ideológica en el centro, que debilita la oposición al sistema y reduce el rango de los desacuerdos a una disputa por la distribución de los recursos económicos estatales; la revolución ya es sólo una pose. Por último, habría «poca» oposición porque a ésta «le faltan los instrumentos institucionales en sentido amplio para “dramatizar” su existencia, para comunicar sus programas, para afirmar lo que tiene de distinto». Se encontraría la oposición enjaulada en un sistema democrático que la convierte en copartícipe y responsable del funcionamiento del sistema y de su administración: un rehén del gobierno. A ello habría que sumar la inevitable fragmentación de la oposición, más visible en los sistemas proporcionales, derivada del aumento de la complejidad social. En este punto, Pasquino dice algo que nos recuerda las tesis de Ernesto Laclau sobre el populismo, así como la urdimbre de la reciente moción de censura en España (la cursiva es mía): la oposición se vería tentada de proporcionar una representación parcelada a todo grupo social que proteste por sentirse insatisfecho con la actividad del gobierno u olvidado y abandonado, prescindiendo de la calidad de los intereses que ha de representar. Si lo hiciera así, la oposición se transformaría en una especie de conglomerado o sumatoria de las insatisfacciones sociales [...]. Naturalmente, sobre tales fundamentos, la oposición no podría desarrollar un programa coherente.

Estas tendencias, sugiere Pasquino, sólo puede contrarrestarlas la oposición tratando de ser más institucional y más previsible: más «gubernamental», podría decirse. Y por eso recomienda, en lo que a la oposición se refiere, generalizar el modelo de shadow cabinet o gobierno en la sombra propio del modelo británico, capaz de proporcionar una respuesta satisfactoria a las necesidades  personalización de la política, vale decir de atribución de responsabilidades personales, visibles y explícitas, controlables y verificables, a los gobiernos en la sombra.

Entre otras virtudes, el gobierno en la sombra convierte a la oposición en aquello que ha de ser: no sólo alternativa, sino programática y propositiva en sentido fuerte. No le bastaría entonces con un no a las iniciativas del gobierno, sino que a ellas habría de contraponer una alternativa de cosecha propia. Sólo así podrá la oposición mejorar la calidad de la democracia, llegue o no al gobierno, mediante su actividad de control, crítica y propuesta.

Finalmente, y esto presenta especial interés, Pasquino añade algunas consideraciones sobre los mecanismos de la democracia mayoritaria. Estas se caracterizarían por la posibilidad de la alternancia o, cuando menos, por la legítima expectativa de la alternancia de partidos y coaliciones. Pensemos en Andalucía o Baviera: no hay alternancia, pero nada impide que la haya. Y en estas democracias, la oposición sustituye al gobierno mediante un episodio electoral decisivo. ¿Siempre? No: la excepción a esta regla viene representada por el cambio de gobierno que se produjo en Alemania en octubre de 1982, cuando los liberales abandonaron a los socialdemócratas de Helmut Schmidt y formaron una coalición con los democristianos de Helmut Kohl por medio de una moción de censura constructiva. En aquella ocasión, el cambio de mayoría se verificó en las urnas en marzo de 1983, cinco meses después del éxito de la moción. Los liberales habían dicho a sus electores que gobernarían con los socialdemócratas, y, al cambiar de criterio, entendieron que debían interrogar al electorado: El cambio de la mayoría, aunque efectuado mediante el instrumento constitucionalmente correcto del voto de censura constructivo, se vería mejor ratificado por el voto popular. Y así fue.

Pero, añade Pasquino, el voto de censura constructivo puede emplearse, en clave de democracia mayoritaria, no para realizar un cambio de mayoría, sino para prepararlo. Y aquí es donde nuestro autor pone de ejemplo a España. No sólo la célebre moción de censura planteada por el joven Felipe González contra Adolfo Suárez en mayo de 1980, que no tenía posibilidad de victoria, pero que sí acreditó la competencia de González como líder de gobierno, sino también el fracasado intento del popular Antonio Hernández Mancha en marzo de 1987, que tuvo el efecto de renovar el liderazgo en el centro-derecha y allanó el camino a una oposición más efectiva. Resulta de aquí una enseñanza para las democracias mayoritarias (la cursiva es, otra vez, mía): Si el gobierno es producto de una victoria en las urnas y, por tanto, se sostiene sobre una mayoría parlamentaria, la oposición no sólo carece por lo general de la posibilidad de sustituirlo durante la legislatura, sino que me atrevería a decir que no debe hacerlo. Con todo, debe continuar actuando para derrotarlo, obligándolo a dimitir.

Bajo esta óptica, la operación relámpago que ha llevado a Pedro Sánchez a la Moncloa, con ser tan legal como legítima ‒si entendemos la legitimidad como una derivación del cumplimiento de la legalidad constitucional‒, presenta algunos problemas conceptuales. O los presenta, si se quiere, a la vista del deseo expresado por el mismo Sánchez de mantenerse en el cargo sin convocar elecciones que validen el cambio operado en el gobierno. Por mucho que se invoquen los principios de la democracia parlamentaria, el sistema español ha desarrollado ‒como tantos otros‒ rasgos presidencialistas. De ahí que la moción no pueda evaluarse únicamente en términos de su ajuste a los procedimientos constitucionales, sino también a la luz de la finalidad de esa singular figura del parlamentarismo racionalizado que es la moción de censura constructiva. Y vaya por delante que eso no excluye que esta última pueda ser empleada instrumentalmente, como hicieron González (con éxito) y Hernández Mancha (sin él). De lo que se trata con la moción es de instaurar un gobierno alternativo, como sucedió en Alemania en 1982, sustituyéndose una coalición formal por otra; pese a lo cual, como se ha dicho, el país celebró prontas elecciones.

En nuestro caso, el problema viene dado ya desde el origen por el hecho de que ninguna coalición formal de gobierno haya gobernado aún en nuestro país, hecho en buena medida atribuible a la renuencia de los partidos-bisagra nacionalistas, que con cada vez mayor desparpajo se desentienden de la gobernabilidad de España influyendo simultáneamente en ella. A veces, como en esta última ocasión, de forma decisiva: cambiando un gobierno por otro tras haber apoyado (en el caso del PNV) los presupuestos generales una semana antes. Pasquino no da ninguna razón por la cual la oposición no deba sustituir al gobierno, pero el hecho de que la moción de censura sea «constructiva» da una pista: el sistema requiere de una estabilidad que sólo una mayoría alternativa puede proporcionar. Es evidente que Sánchez solo ha articulado una coalición de rechazo a Rajoy, como ha señalado, entre muchos otros, Santos Juliá, sin disponer de tal mayoría alternativa: a un gobierno que podía contar con 170 diputados (PP y Ciudadanos tras su acuerdo de legislatura) y mayoría absoluta en el Senado le sustituye otro que goza de 84 diputados y un Senado donde la mayoría absoluta la conserva el partido al que ha desalojado del gobierno. Ciertamente, el escrúpulo de los liberales alemanes, que habían anunciado a sus electores con quién gobernarían, no es aplicable en nuestro caso: nadie dijo con quién pactaría o dejaría de pactar antes de ir a elecciones. Y no parece que las afirmaciones recientes de distintos dirigentes del PSOE, Pedro Sánchez incluido, en el sentido de que con los partidos independentistas no podría siquiera hacerse una moción de censura, cuenten como compromiso preelectoral. Sin embargo, la trascendencia del cambio operado en el gobierno parecería aconsejar la convocatoria de elecciones, dada la precariedad parlamentaria del gobierno entrante. De otro modo, no se ve claro cómo podría juzgarse «constructiva» la moción triunfante, si tenemos en cuenta que la han apoyado partidos que mantienen un contencioso con el Estado de carácter existencial. No hay, así, en la moción problema formal alguno, pero, si tomamos como referencia el escrúpulo de los liberales alemanes, no estaría de más que los votantes pudieran refrendar este súbito cambio de orientación. Todo indica que, si esas elecciones no se celebran, es debido a las malas expectativas electorales del partido que ya gobierna.

Quienes celebran el cambio de gobierno, en fin, encontrarán sin dificultad argumentos de peso en favor del mantenimiento de la nueva situación: desde la emergencia moral creada por la sentencia del caso Gürtel a la literalidad de los procedimientos parlamentarios. No se trata de discutirlos, sino sólo de señalar de qué modo el acceso al gobierno por esta vía contradice algunos de los postulados de la «buena oposición» formulados por Gianfranco Pasquino. Entre ellos, como vimos más arriba, la inconveniencia de que la oposición se despliegue como sumatorio de insatisfacciones sociales o extraiga su única razón de ser del rechazo a quien gobierna. Es verdad que el caso español expresa igualmente el efecto de cambios sociológicos de amplio espectro con influencia sobre el funcionamiento de las democracias: la mayor fragmentación partidista, que dificulta sobremanera la formación de gobiernos allí donde no existe una cultura consensual o de coalición; la digitalización de la conversación pública, que refuerza la polarización ideológica y alienta las pasiones adversativas de los electores; o el impacto psicopolítico de la Gran Recesión, que ha alentado las actitudes antisistema, con su correspondiente traducción en los sistemas de partidos. Y ello sin entrar a considerar las especificidades de las distintas culturas políticas nacionales.

No hay espacio aquí para seguir ahondando en la delicadísima relación entre democracia, gobierno y oposición. Delicadísima, porque su centro es paradójico: la oposición debe oponerse al gobierno, aunque el gobierno lo haga bien, del mismo modo que ningún gobierno, por mal que lo haga, cederá su lugar a la oposición. Se derivan de aquí unas necesidades escénicas que, en la era de la campaña electoral permanente, convertida la política en una rama del entretenimiento gracias al smartphone, plantea no pocos problemas de orden sistémico. Sobre todo allí donde, como sucede cada vez con mayor frecuencia, no existen mayorías parlamentarias absolutas ni demasiados incentivos ‒remember Nick Clegg‒ para forjar coaliciones de gobierno. En este contexto, sin embargo, hay un criterio de análisis que se mantiene estable, al margen de las modas y los cambios sociales, en el que Pasquino, quizá debido a su vocación constructiva, no pone demasiado énfasis. Y es que, si bien la oposición es una función democrática indispensable, su actor es siempre un partido (o varios). Lo cual no puede dejar de tener consecuencias si tenemos presente que, por muchas funciones que puedan predicarse de los partidos, cualquier partido quiere, ante todo, dos cosas: sobrevivir y alcanzar el poder. Entre otras cosas, porque si no ostenta el poder no podrá jamás realizar su programa ni proveer de recursos a sus miembros. De donde se deduce que hacer oposición no será jamás un fin en sí mismo, sino un medio para lograr esos otros fines: si aplicamos la lógica maquiaveliana, será «buena» la oposición que lleve a un partido al poder y «mala» la que fracase en el intento, con independencia de los efectos que ello pueda tener para el sistema democrático en su conjunto. Sin introducir esta dosis de realismo, ningún análisis será capaz de dar cuenta del modo en que la oposición ‒al margen de las prescripciones normativas que indican el modo en que «debería» comportarse‒ se desenvuelve en la práctica. Y ese rasgo «egoísta» de la oposición no es ni bueno ni malo, sino inevitable: un rasgo consustancial a las democracias.




Rafael Hernando, exportavoz parlamentario del PP en el Congreso



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4530
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jueves, 28 de junio de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] Sobre las utopías



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Este texto, un poco más extenso de lo habitual en las entradas del blog, es producto de la reflexión del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado sobre el concepto de "utopía" a lo largo de la historia del pensamiento político. Publicada este mes de junio en sendos [(I) y (II)] artículos consecutivos en Revista de Libros, su lectura merece más que sobradamente la pena. Se lo recomiendo encarecidamente.

A propósito del tema sobre el que gira su nueva colección permanente, comienza diciendo el profesor Arias, el Museo Pompidou de Málaga me invitó recientemente a conversar sobre la utopía con el novelista Juan Francisco Ferré. Me ha parecido que, en estos tiempos en los que con tanta fuerza parece retornar lo religioso, dicho sea en sentido amplio, podría traer aquí mis reflexiones sobre este viejo tema sin riesgo de parecer intempestivo, ya que el utopismo no es una inclinación nueva de la especie; por el contrario, nos ha acompañado desde siempre y en distintas formas: parece difícil librarse de ella. Habrá incluso quien juzgue que hacerlo sería desaconsejable, pues la utopía cumple ciertas funciones en el imaginario humano y puede ser políticamente beneficiosa si se administra con cuidado. Algo de eso hay, pero no mucho. Para elucidar cuál haya de ser el lugar de la utopía, si es que debe tener alguno, es necesario aproximarse a ella con la debida cautela.

Se ha definido la utopía como la propuesta de una vida mejor. Sus orígenes etimológicos delimitan con exactitud sus contornos: ou-topia significa «no lugar» y eu-topia, «buen lugar». Está ligada, por tanto, a la esperanza; aunque quizás el problema sea, como veremos, que a menudo termina siendo una variante de la fe. En todo caso, esa definición preliminar se circunscribe a las propuestas utópicas que encontramos en el género literario o filosófico-político correspondiente: de la República de Platón a la Utopía de Moro, pasando por los anarquistas de Ursula K. Le Guin, las fantasías cientifistas de H. G. Wells o el diseño conductista de B. F. Skinner. Aunque ahí podríamos incluir asimismo los falansterios de Fourier, la sociedad sin clases de Marx o incluso el Tercer Reich nazi. Pero existe también una mentalidad utópica de carácter inmemorial, expresada con frecuencia en el sueño de la abundancia: tenemos la Edad de Oro de Hesíodo, el Jardín del Edén de la Biblia, el reino medieval de Cockaigne o la versión hispánica de Jauja. Se han denominado «utopías de huida» o «utopías del cuerpo» a estas ensoñaciones, proyectadas por quienes padecen una realidad miserable. Incluso en Mad Max Fury Road, la película de George Miller, sueñan los habitantes del desierto posapocalíptico en que se desarrolla esta saga fílmica con un verde paraje donde mana el agua. Pero el pensamiento se hace práctica también. Existe así una forma de utopismo que se practica más que se escribe, como sucede con las llamadas «comunidades intencionales», que Lyman Tower Sargent define del siguiente modo: Un grupo de cinco o más adultos y sus hijos, si los tienen, que provienen de más de una familia nuclear y que han elegido vivir juntos para realizar sus valores compartidos o algún otro propósito mutuamente acordado.

Si extendemos el concepto un poco más, de hecho, podríamos incluir las utopías privadas perseguidas por uno o dos individuos. ¿No se ha dicho que el amor es «una revolución a dos»? Con todo, lo característico de la utopía es su naturaleza colectiva: una descripción de la sociedad deseable que contiene la prescripción de convertirla en realidad.

El atractivo emocional de esa realidad alternativa es indudable: de ahí su éxito. Y de ahí también, claro, sus peligros. Maquiavelo los formuló con toda claridad cuando dijo que le parecía más conveniente ir «a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma», en razón de la insalvable distancia que existe entre el modo en que se vive y el modo en que se debería vivir. Esta reserva es una de las inspiraciones de la antiutopía, género especular que también se ha alimentado históricamente del fracaso de las utopías realmente existentes: ahí se ubicarían Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, o 1984 de George Orwell. Nótese que el antiutopismo no es lo mismo que el distopismo, pues la distopía puede servir a fines más diversos que la crítica de la utopía; sobre todo, presentando en términos negativos el destino de una comunidad humana en caso de mantenerse intactas las tendencias que se insinúan en ella o de realizarse sus peores posibilidades latentes: pensemos en las distopías ecológicas (Kim Stanley Robinson), feministas (Margaret Atwood) o tecnocapitalistas (J. G. Ballard). Sin duda, en la fascinación por la distopía late el fondo escatológico de la psique humana. Y, sin embargo, la prevalencia de la distopía sobre la utopía en nuestra época tiene una explicación muy sencilla: que vivimos después de la utopía. Es decir, tras el fracaso de las utopías de la modernidad.

Este fracaso tiene una importancia psicopolítica extraordinaria y nos impide tratar de la utopía a la manera tradicional: lo utópico sólo puede ser pensado ya a partir de esa ulterioridad. No puede ignorarse que las utopías, ya fueran progresivas o regresivas, acabaron transformándose en distopías. Entre otras cosas, porque no se deja ignorar: ¿de qué manera podríamos sentir hoy un entusiasmo utópico? Tendríamos que fingir que las utopías modernas no fueron jamás puestas en práctica, o que no se emplearon la violencia y la coacción para instaurarlas. Podrá discutírsela tanto como se quiera, pero la posmodernidad −que, a mi juicio, debe entenderse como una profundización de la modernidad en sí misma tan radical que socava sus propias bases− no se produjo en balde ni por capricho. La crítica de los grandes relatos obedece en buena medida a su fracaso: en Auschwitz y en el Gulag, en la China maoísta y en la Camboya de Pol-Pot. ¿Quién podría seguir creyendo en la potencia benéfica de la mentalidad utópica? Sobre todo si hablamos de la utopía explícita, detallada; de esa utopía ingenua que se estilaba hasta comienzos del siglo XX.

Que las utopías queden ya por detrás y no nos aguarden por delante tiene, al decir de muchos observadores, consecuencias letales para la imaginación política contemporánea. Nos habríamos quedado sin futuro: el presente se habría convertido en una jaula asfixiante. Hasta el punto de que las turbulencias políticas de hoy mismo, cuya manifestación más preocupante serían el ascenso del nacionalpopulismo y el autoritarismo, podrían interpretarse de dos maneras relacionadas con nuestro tema: por un lado, como la consecuencia del derrumbamiento de la utopía liberal anunciada por Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín; por otro, como efecto de la frustración que produce la ausencia de alternativas plausibles al modelo liberal-capitalista.

Lo primero fue sugerido hace unos años por el pensador británico John Gray, quien ofrece en Misa negra una variante de la tesis de Theodor Adorno y Max Horkheimer sobre la modernidad. A saber: que el problema de la modernidad consiste en que no ha sido suficientemente moderna. Es decir, que el hiperracionalismo ilustrado no sería sino un mito más que, como tal, se alimenta del anhelo religioso del ser humano. ¿De dónde viene si no la absurda creencia en la perfectibilidad de la especie? Para Gray, confiar en que el ser humano pueda perfeccionarse a sí mismo mediante un acto de voluntad y con la guía de la razón constituye una invitación a la violencia: ¿para qué tomar atajos si pisando el acelerador nos haremos mejores? Los revolucionarios son apocalípticos, milenaristas que imponen la realización de la utopía. Y Gray sentencia: «La política moderna es un capítulo en la historia de la religión». ¡Nunca hemos sido ilustrados! O lo hemos sido en exceso: la Ilustración ha creado su propio monstruo y que no sepamos identificarlo es uno de los puntos ciegos de la conciencia contemporánea. El hegeliano Fukuyama se habría equivocado de pleno con su «fin de la historia» y la aventura romántica de los neoconservadores en Irak habría ratificado la irracionalidad del sueño liberal. Gray escribía esto en 2007: la Gran Recesión desencadenada poco después habría añadido verosimilitud a su tesis.

En cuanto a lo segundo, ha sido Manuel Cruz quien nos ha entregado la formulación más detallada de esa idea en un libro de reciente publicación: La flecha (sin blanco) de la historia. En él, el filósofo barcelonés sugiere que ahora que hemos dejado de ser «sujetos de la historia», agentes capaces de darle forma mediante nuestra voluntad colectiva, nos hemos convertido en «sujetos pacientes» de la misma: soportamos sus consecuencias sin poder siquiera figurarnos un rumbo alternativo. Desde luego, habría que preguntarse si alguna vez fuimos sujetos de la historia en el sentido marxista, o si, de haberlo sido, se trató de una buena idea. En cualquier caso, el problema radicaría para Cruz en la aparente imposibidad de resistirnos a la tiranía del determinismo neoliberal y tecnológico que, a su manera de ver, marca el rumbo de los acontecimientos desde la caída del comunismo soviético. Es el fracaso comunista lo que explica que la utopía −o, en general, cualquier proyecto con voluntad transformadora− haya adquirido de un tiempo a esta parte una tonalidad nostálgico-melancólica, alojándose su contenido ya no en el futuro, sino en el pasado.

Quizá por eso mismo afirme Cruz que el Estado del bienestar o la democracia se han convertido en bienes a conservar: utopías defensivas en el marco de su desmantelamiento a manos del actual orden económico. A su juicio, por tanto, el futuro puede encontrarse en el pasado: allí están los contenidos utópicos que necesitamos para dar forma al futuro.

Esta nostalgia de la utopía, que es nostalgia de los tiempos en que las utopías servían para orientar el curso de la historia, no es lo que parece, ya que bajo la apariencia de una queja por el estrechamiento de la imaginación política contemporánea no deja de manifestarse una pulsión romántica: el sentimiento de que las cosas deberían ser de otra manera; al menos, deberían poder ser de otro modo. Se añora, en suma, la contingencia; el momento en que distintos caminos se presentaban abiertos ante nosotros. Y se protesta con ello, consciente o inconscientemente, contra el desencantamiento del mundo diagnosticado por Max Weber. Por eso tiene más vigencia el utopismo de los socialistas primitivos que el «socialismo científico» de Marx, quien denigraba a Fourier, Owen y Morris llamándolos «utópicos» con objeto de resaltar el «realismo» de su propia propuesta revolucionaria. Pero hoy, cuando la violencia política carece de legitimación, se nos antojan más razonables las propuestas orgánicas de aquellos pensadores que hablaban de cooperativas y falansterios: formas de vida y organización económica de carácter alternativo que no debían imponerse por la fuerza. Frente al utopismo racionalista, su variante romántica.

El desprestigio del Gran Diseño Utópico, que ha contado, no obstante, con un sorprendente y ambiguo revival a cargo de Fredric Jameson, puede explicar la preferencia contemporánea por la distopía: ésta es pura negatividad sin diseño alternativo. Pero también sirve para dar razón de la moderación de las expectativas utópicas: el periodista alemán Bernd Ulrich  llegó a hablar de la Grokotopia para sostener que la Gran Coalición entre conservadores y socialdemócratas no deja de ser una utopía en tiempos de fragmentación y volatilidad parlamentaria; la utopía de la normalidad política. Es obvio que esta modestísima visión de la utopía queda muy lejos de la armonía universal que, como supo ver Isaiah Berlin, constituye el rasgo dominante de este formidable artefacto intelectual y afectivo. Es la aspiración presente en el socialismo y el anarquismo, que en Marx alcanza su culminación con el dibujo de una sociedad sin clases donde no hay necesidad de hacer política y los seres humanos se dedican a la «administración de las cosas». La primacía de lo distópico refleja lo contrario: la convicción de que los seres humanos son incapaces de ponerse de acuerdo entre sí y ese desencuentro conduce al desastre colectivo.

Es verdad que la utopía persiste. Lo hace en formas distintas a las tradicionales, que van desde las «zonas autónomas permanentes» teorizadas por Hakim Bey hasta las ecocomunidades que ensayan la transición hacia una sociedad sostenible. Pero, sobre todo, existe una nostalgia utópica; un lamento por la ausencia de la utopía realizable. Esta añoranza nace de la frustración de que las cosas sean como son y no puedan ser muy diferentes: nos negamos a aceptar que, como cantaba Peggy Lee, «this is all there is». O, también, nos resistimos a aceptar la conclusión que se deduce del fracaso del utopismo megalomaníaco del siglo XX: que el reformismo es el camino más seguro para el cambio social y, por tanto, salvo desvío catastrófico, hemos de explorar cautamente los caminos ya conocidos en lugar de depositar nuestras esperanzas en el estallido repentino del tiempo mesiánico. Se equivocan quienes sostienen que la realidad podría ser de otra manera muy diferente. Pero no porque no pueda serlo, sino porque la realidad no puede organizarse de una manera muy diversa si queremos disfrutar de sociedades prósperas, diversas, libres e iguales, mostrando de paso a las sociedades que no lo son el camino para llegar a serlo. En ese punto, Fukuyama tenía razón: la democracia liberal es un modelo insuperable para las sociedades complejas. Es el mejor, pero no es el único ni recibe el aplauso de todos; como ha escrito él mismo con posterioridad, no todas las sociedades quieren llegar a Dinamarca. Y, sin embargo, ¿no es también posible que la utopía de la modernidad se haya realizado sin que nos percatásemos? ¿Y si ya viviésemos en una utopía realizada? 

¿Cómo mantener viva la utopía tras el fracaso de las utopías? O bien: ¿qué función atribuir a este dispositivo teórico una vez conocido su fracaso práctico? Hablamos de las grandes utopías modernas: aquellas que aspiraron a construir una sociedad ideal a gran escala, trayendo al tiempo histórico la vieja promesa de las religiones. Puede tenerse por sorprendente que el fracaso de esas utopías, sobre todo en lo que se refiere a la sociedad sin clases del comunismo, no haya conducido a una recusación general de la forma utópica, sino más bien a la nostalgia: nostalgia por un tiempo en el que las utopías gozaban de buena salud. Podemos entender el entusiasmo de los pioneros que perseguían la utopía colectiva antes de que pudiéramos saber cuál sería su resultado, pero parece descabellado insistir en ella después de que lo hayamos conocido. Sin embargo, insistimos.

Slavoj Žižek, por ejemplo, entiende que el fracaso del comunismo no nos dice nada sobre la deseabilidad del comunismo. Lo que la historia ha dicho sobre el comunismo no vincula al filósofo, quien por eso ha escrito que el comunismo sigue siendo el horizonte, el único horizonte, desde el cual no sólo se puede juzgar, sino incluso analizar adecuadamente lo que ocurre en la actualidad: una especie de indicador inmanente de lo que ha ido mal.

Se sigue de aquí que el impulso revolucionario, que deriva del impulso utópico, no debe detenerse ante la ausencia de un plan viable: semejantes remilgos han de dejarse en manos de los pragmáticos. De ahí que Žižek haya dicho en más de una ocasión que la prioridad es acabar con el capitalismo y sólo después preocuparse por la alternativa: para hacer una tortilla, suele bromear, primero hay que romper los huevos. Es difícil exagerar la frivolidad de una afirmación así, siempre que se entienda en sentido literal como un programa de acción política; si estamos ante un lenguaje figurado, mediante el cual el astuto pensador esloveno sortea las constricciones que impone una realidad históricamente testada, entonces no hay demasiadas razones para tomarlo en serio. Salvo, claro está, que Žižek esté apuntando en la misma dirección que Fredric Jameson, quien ha hablado del «miedo a la utopía»: el que sentiríamos ante el vértigo de una sociedad sin clases donde nuestra libertad se vería ahogada en la colectividad. Por eso mismo, razona Jameson, el pensamiento utópico tiene hoy como primera tarea llevar cabo una «terapia radical contra la distopía». O, lo que es igual, habría de reeducarnos en la creencia utópica: como si hubiéramos superado la fase inicial del pensamiento utópico y ahora estuviéramos preparados para un desarrollo más riguroso del mismo.

En buena medida, el truco de la utopía novísima sigue siendo el mismo que practicase Karl Marx: el escamoteo de la concreta forma de la sociedad ideal. Y, más modestamente, el impulso utópico parece reducirse en nuestros días a la expresión de una queja: la queja de que el sistema liberal-capitalista no ofrezca salida o, allí donde haya una, como ocurre con los autoritarismos asiáticos o las teocracias islámicas, no resulte del todo convincente. En su monumental Arqueologías del futuro, Jameson ha escrito que la forma utópica misma es una respuesta a la convicción ideológica universal de que no es posible alternativa alguna, que no hay alternativa al sistema. Pero lo afirma forzándonos a pensar la propia ruptura, en lugar de ofrecernos un dibujo más tradicional de cómo serían las cosas tras la ruptura. Paradójicamente, en consecuencia, la creciente incapacidad para imaginar un futuro distinto aumenta, en vez de disminuir, el atractivo y también la función de la utopía.

Lo que tenemos que pensar, en otras palabras, es cómo romper los huevos sin pensar en la tortilla. Ahora bien, ¿no nos encontramos aquí en realidad con una regresión de la forma utópica, con su infantilización? Incapaces de aceptar con madurez la frustración que se deriva del fracaso de las utopías modernas y la consiguiente dificultad para concebir alternativas viables al sistema liberal-capitalista, dirigimos nuestras energías a representarnos el fin de ese sistema, manteniendo bajo una zona de penumbra cualquier descripción de lo que hubiera de venir después. Se trata de mantener la creencia, sin especificar sus contenidos: de acabar con lo que es afirmando que bajo ningún concepto debe ser, pero encogiendo coquetamente los hombros cuando se trata de describir lo que debería ser.

Vaya por delante que ninguna utopía de nuevo cuño podrá jamás resolver el problema fundamental de la creencia utópica: su convicción de que los seres humanos podrían converger alrededor de las mismas creencias, que habrán de mantenerse, además, alineadas de manera indefinida en el tiempo. La utopía contiene así su propio utopismo: el sueño de la unanimidad humana, la posibilidad de que una sociedad pueda organizarse a partir de un puñado de valores más o menos cerrados inmunes al cambio sobrevenido. ¡La foto fija! Es una visión estática de la especie que se compadece mal con lo que conocemos de la historia humana; no digamos bajo las condiciones de aceleración creadas en la época moderna. Este problema fue observado ya por Isaiah Berlin y no ha escapado a la atención de los pensadores liberales, cuyo escepticismo −si ejercen como verdaderos liberales− milita de manera natural contra el impulso utópico. Algo que, como vimos, habría sido olvidado por aquellos que malinterpretaron a Fukuyama y lo convirtieron en heraldo de una utopía liberal hecha trizas con la Gran Recesión. O, como sostiene John Gray, por quienes pasan por alto la función utópica ejercida por la mismísima razón ilustrada.

Sin embargo, es aquí donde conviene andarse con cuidado. Sostener que la razón es un mito conduce de manera casi natural a la denuncia del progreso: otra falsa creencia que serviría de cebo a los optimistas incurables. Hay que andarse con cuidado porque, siendo cierto que el ideal de progreso tiene sus raíces en la concepción teleológica de la historia propia del cristianismo, es fácil deslizarse hacia una versión infantil de ese ideal; igual que existe una versión infantil, como de catecismo, de la utopía. Se ha hablado de eso ya en este blog, donde se ha reclamado una concepción adulta del progreso que permita reconocer tanto su existencia como sus dificultades y retrocesos. En este contexto, es frecuente que a la visión lineal de la historia −sobre la que se apoya el ideal moderno de progreso− se oponga la concepción cíclica del tiempo característica de las sociedades premodernas. Pero, ¿carecían de todo progreso aquellas sociedades que no «creían» en el progreso? Afirmar tal cosa es lo mismo que no ver ninguna diferencia entre asirios y griegos, o entre romanos y venecianos; ni en sus estándares materiales, ni en el contenido de sus normas sociales o la sofisticación de sus instituciones. ¡Claro que existe el progreso! Sólo que no es absoluto, ni perfecto, ni del todo irreversible; tampoco carece de efectos colaterales ni deja de producir víctimas o contener puntos ciegos. Y, sin embargo, ¿dónde está escrito que sólo un progreso de rasgos pluscuamperfectos ha de valer como progreso?

Hasta tal punto existe el progreso humano, de hecho, que habría motivos para preguntarse si la imperfecta sociedad del siglo XXI no podría considerarse una utopía realizada; y realizada sin necesidad de recurrir a los medios tradicionalmente asignados a la forma utópica. Si atendemos al verdadero estado del mundo, comparando largas series estadísticas, desde el punto de vista de una sociedad premoderna, ¿acaso no habitamos alguna clase de utopía? A saber: la utopía de un mundo en constante mejora material y moral. Es lo que puede colegirse de la lectura de dos trabajos recientes, el publicitado Enlightenment Now,, de Steven Pinker, y el menos conocido Factfulness, , de Hans, Anna y Ola Rosling. No es este el lugar de discutir en profundidad las tesis del llamado «nuevo optimismo», sino de traer a colación un conjunto de datos incontestables que permiten sostener la idea de que la sociedad contemporánea tiene mucho de utopía exitosa si la miramos con los ojos de un pasado anterior a la Revolución Científica y, sobre todo, Industrial. ¿Quién podía pensar que la expectativa de vida, que era de treinta y cinco años en 1750, se situaría globalmente en 71,4 años en 2015? ¿Quién podría suponer que esa mejora general incluye un aumento de diez años entre 2003 y 2013 en un país como Kenia? En Gran Bretaña, los cuarenta y siete años a los que se moría de media en 1845 han pasado a ochenta y uno en 2011. ¿Podría alguien allá por el siglo XIV siquiera concebir que entre 2000 y 2015 descenderían un 60% las muertes causadas por la malaria? ¿O que la malnutrición pasase de afectar a un 50% de los habitantes del planeta en 1947 a un 13% hoy, aun habiendo aumentado la población total? Por no hablar de la evolución del PIB planetario, que se triplica entre 1820 y 1900, y vuelve a triplicarse, a continuación, en veinticinco años primero y treinta y tres después; todo ello mientras la extrema pobreza ha pasado del 90% a sólo el 10% en doscientos años. También han aumentado el gasto social, que corresponde de media al 22% del PIB de los países de la OCDE (mientras que está en el 2,5% en la India y el 7% en China), el número de democracias y la igualdad de género; se ha restringido considerablemente el empleo de la pena de muerte y ha aumentado la tolerancia hacia las minorías. No se trata de logros inmodificables, ni podemos excluir la barbarie o la catástrofe: hacerlo sería incurrir en eso que hemos denominado «concepción infantil» del progreso humano. Pero si la utopía es producto de la insatisfacción con la realidad, el anhelo contemporáneo de utopía tiene algo de desconocimiento de la realidad.

¿Significa eso que la utopía, el buen lugar que no existe, carece de lugar en la vida política de las comunidades humanas? No exactamente. Para empezar, las utopías que en el mundo han sido no han dejado de contribuir, siquiera sea indirectamente, al mundo en el que vivimos: han formado parte del debate de ideas y protagonizado luchas políticas, inspirando a revolucionarios y reformistas. Naturalmente, habría sido deseable que las formas más violentas del impulso utópico no se hubieran manifestado jamás; la masa de la historia humana, sin embargo, no se deja manipular de forma tan sencilla. La utopía tiene algo de segregación hiperbólica del ideal: es una expresión inevitable del deseo de mejora propio de las comunidades humanas. Por eso podemos hablar de «necesidad de la utopía». Y hacerlo en en dos sentidos distintos, pero complementarios.

En primer lugar, el anhelo utópico es una necesidad psicológica y emocional del ser humano, se exprese o no como impulso concreto que mueve a la acción. La utopía estructura la realidad como la fantasía según Lacan: para aceptar la realidad, tenemos la fantasía. Representa, ante todo, un horizonte de posibilidad: la posibilidad de la contingencia. Pero la utopía es como el deseo: no puede realizarse sin dejar de ser lo que es. Por eso, la utopía remite a la potencia y no al acto; de ahí que cuando ha intentado llevarse a la práctica su fracaso haya sido disculpado como consecuencia de errores imprevistos de ejecución. Recordemos sus raíces etimológicas: la utopía es un buen lugar a condición de ser un no lugar. En esa medida no puede ser erradicada. Mucho menos, si se alimenta del infortunio, si es el feliz estado con que sueña quien no encuentra motivo alguno para la felicidad.

Pero, en segundo lugar, también puede hablarse de la «necesidad de la utopía» en un sentido distinto. A saber, atribuyéndole una función positiva en el vasto mecanismo del cambio social. En este caso, la utopía tendría por objeto «desnaturalizar» la sociedad en que vivimos, ofreciendo un punto de vista inusual desde el que mirarla con nuevos ojos. Fredric Jameson parece ir en esta dirección cuando habla de la «negatividad crítica» de la utopía, previniendo contra la tentación de albergar expectativas positivas hacia ella; a su modo de ver, las visiones armónicas encuentran mejor acomodo en el idilio o la pastoral. Pero ha sido Lyman Tower Sargent quien más explícitamente ha indicado que las utopías proporcionan un estándar con arreglo al cual juzgar la realidad vigente: La yuxtaposición de la utopía con el presente anima al lector a percibir las contradicciones entre utopía y realidad, a pensar en esas diferencias, a preguntarse si el cambio desde el presente es posible y deseable. De manera que las utopías sirven para distanciar al lector de su presente.

Pensemos en la ciencia ficción de Kim Stanley Robinson, que nos habla del cambio climático y el Antropoceno a partir de una catástrofe ecológica futura, o en la distopía hiperpatriarcal concebida por Margaret Atwood. Pero también en la propuesta que hiciera Peter Sloterdijk hace unos años, consistente en hacer voluntaria la tributación, o en la condonación global de las deudas planteada por David Graeber. No se trata ya de utopías a la manera clásica, concebidas con más o menos detalle, sino de propuestas concretas que llaman la atención sobre algunos de los rasgos definitorios de nuestra organización social. Así que esta modalidad de utopía no nos habla del futuro, sino del presente. Del mismo modo, quienes todavía deseen traer al debate público un borrador detallado para la sociedad futura habrán de hacerlo de manera adulta, sin eludir las desagradables verdades que nos ha suministrado la historia. Tom Moylan ha hablado de «utopías críticas», más concernidas por el procedimiento de cambio que con su objetivo final. Pese a sus deficiencias, la «utopía americana» de Jameson es admirablemente realista en algunos de sus aspectos, como el reconocimiento de que la delincuencia o la envidia no desaparecerían en una sociedad alternativa. Por todas estas razones, en fin, el lugar contemporáneo de la utopía es menos el tratado de filosofía que la obra de ficción; la cultura antes que la política. Y es el lugar que, de manera natural, ha ido ocupando.

Ninguna utopía, en suma, podrá jamás conseguir la unanimidad de los deseos humanos. Es posible, claro, que todos podamos ponernos de acuerdo acerca de grandes objetivos generales, tales como la deseabilidad de la máxima prosperidad, igualdad o libertad. Pero no habrá manera de que ese acuerdo se reproduzca a la hora de establecer prioridades entre esos valores, ni cuando se trate de definir los medios a través de los cuales podrán llevarse concretamente a término fines tan genéricos. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que las utopías ensayadas históricamente hayan recurrido a la coerción y la violencia para imponer un ideal de entre los muchos posibles?

Quizá por ser eso dibujase el filósofo Robert Nozick su «blueprint for utopia», o borrador para una utopía, sobre la base proporcionada por el libertarismo: una sociedad libre donde cualquier comunidad puede fundar su propia utopía en amigable coexistencia con las demás. Su punto de partida es la idea de que hay un pluralismo de concepciones del bien que lleva a distintas personas a querer cosas diferentes, aspiración que suele verse frenada por la imposibilidad práctica de realizar simultáneamente todos los bienes sociales y políticos para todos los individuos. En consecuencia, la utopía sería la posibilidad de que todos vivan en el mejor mundo imaginable. La marca de esta utopía liberal es que no será colectiva, sino individual: serán mundos diferentes para distintas personas. De modo que: En este nuestro mundo actual, lo que se corresponde con el modelo de mundos posibles es un conjunto amplio y diverso de comunidades, en los que las personas pueden entrar si son admitidas, de las que pueden salir si quieren, a las que dan forma conforme a sus deseos; una sociedad donde puede probarse la experimentación utópica, en la que pueden vivirse distintos estilos de vida, donde perseguir individualmente o en grupo visiones alternativas del bien.

Para Nozick, la utopía es un marco para el desarrollo de múltiples utopías: una metautopía. La función de la autoridad central será así asegurar el funcionamiento del marco institucional general y los derechos individuales en caso de conflicto. Se trata de un orden cambiante, pues será en cada momento lo que resulte espontáneamente de las elecciones individuales de muchas personas a lo largo del tiempo. Habría comunidades religiosas, ateas, anarquistas, libertarias, maoístas, ecologistas, tecnófilas, tecnófobas, socialistas: las posibilidades son múltiples. Y el marco institucional bajo el que florecería esta diversidad utópica se correspondería con el Estado Mínimo, que era el defendido por Nozick en aquel entonces.

No me interesa estudiar aquí la dudosa viabilidad de esta atractiva propuesta entendida en sentido fuerte, sino tan solo extraer de ella dos enseñanzas elementales. En primer lugar, su acento sobre las comunidades intencionales que constituyen una de las formas del impulso utópico. Vale decir, los grupos humanos, de tamaño variable, constituidos con objeto de realizar concertadamente algún valor o ideario mediante la vida en común: desde la secta Moon hasta los amish. En la metautopía de Nozick, cualquier utopía voluntaria es posible; ninguna utopía obligatoria es legítima. Y esa distinción debería forzarnos a reflexionar sobre uno de los peores aspectos del pensamiento utópico: su tendencia al reclutamiento, cuando no a la imposición violenta, de los demás. Si el anarquista o el socialista quieren vivir de manera anarquista o socialista, es libre de hacerlo sin más límite que el respeto de las leyes que obligan a todos (pues no existe un afuera de la comunidad política). Pero, ¿de dónde viene el empeño por convencer a otros de que así es como hay que vivir? Sea el utópico más modesto y viva conforme a su ideal, sin molestar a nadie. Podrá hacerlo en sociedades que no prescriban una forma oficial de vida, sino que dejen abierto el derecho de cada uno a elegir cómo debe vivir, e incluso asuma como principio la necesidad del pluralismo: aunque sólo sea porque de poco sirve predicar la libertad si uno no tiene manera de ejercerla. Esa sociedad, y ésta es la segunda enseñanza, se parece a la nuestra. O, al menos, a los mejores rasgos de la nuestra: una utopía sin utopía.




Utopía, de Tomás Moro (Universidad de Lovaina, 1516)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 9 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Las emociones nacionales





El artículo en el diario El Mundo del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, sobre las "emociones nacionales", justo un día antes de la votación de censura en el Congreso de los Diputados que abriría las puertas a la presidencia del gobierno de España a Pedro Sánchez, adelanta un debate que se estima necesario entre las concepciones de lo que se denomina "patriotismo cívico", por unos, y "España ciudadana", por otros, o las diferencias, nada semánticas, entre "Nación" y "Estado" o "Estado nación" y "Estado plurinacional". Por el bien de los españoles, convendría aclararlas cuanto antes.

Es sabido que la ciencia-ficción constituye, entre otras cosas, un mecanismo de distanciamiento, comienza diciendo Arias Maldonado. Al presentarnos comunidades humanas imaginarias que conservan rasgos familiares en contextos futuristas, el género nos ofrece la oportunidad de contemplarnos desde fuera. Viene esto a cuento, aunque parezca mentira, de nuestro debate sobre la nación, el nacionalismo y el Estado: un debate que podría encontrar nuevas aplicaciones prácticas si triunfase hoy la moción de censura y un Gobierno de Pedro Sánchez abriera el diálogo con las fuerzas nacionalistas. El candidato socialista apeló ayer a un "patriotismo cívico" capaz de dejar a un lado "las retóricas excluyentes" que dificultan forjar nuevos consensos territoriales. Fue una crítica velada a la "España ciudadana" presentada por Ciudadanos, plataforma insólita en el marco de una historia constitucional caracterizada hasta el momento por la ausencia de todo exceso patriótico. O mejor dicho: una donde los excesos patrióticos han corrido siempre a cargo de los nacionalismos periféricos. Es un debate intrincado, cuya importancia electoral en los próximos meses fue anticipada ayer por Rajoy cuando afirmó misteriosamente que él, en todo caso, "seguiría siendo español". ¿A qué atenerse? La ciencia-ficción proporciona una interesante vía de entrada.

Pensemos en Star Trek o cualquier narración que nos muestre naciones radicadas en otros planetas. Todas despliegan los símbolos a los que estamos acostumbrados en éste: banderas, himnos, mitos. Sus habitantes tienen nombres imposibles y un aspecto a menudo chocante, pero no difieren tanto de nosotros. Y de eso se trata: de reconocer en esa otredad imaginaria algo que creíamos propio y exclusivo, viéndonos a nosotros mismos como otros. Situados a prudente distancia, comprobamos que no hay diferencias sustanciales entre las naciones de la imaginación y las naciones reales en las que vivimos: todas se basan en algún sentimiento de pertenencia articulado en torno a una simbología común. La ciencia-ficción nos convierte a todos en antropólogos.

Sin embargo, la lección fundamental es que no existe comunidad que pueda prescindir por completo de la parafernalia sentimental. Banderas, himnos, historia: las encarnaciones simbólicas de una nación. ¡Ni en el espacio exterior! Y lo mismo vale para ese artefacto hiperracional que es el Estado: en paralelo a su legitimación instrumental (ser una institución que nos permite alcanzar determinados fines colectivos, como la igualdad o la libertad) existe una adhesión emocional que facilita su existencia y remite a la idea de nación. Nos lo enseña la Historia: los nacionalismos se convirtieron en religiones laicas sobre las que se apoyó el Estado moderno, que se dedicó a fomentar emociones nacionales mediante la escuela, el discurso público, la enseñanza de la historia o el servicio postal. Apoyándose, claro, en la base psicobiológica que proporciona el gregarismo del animal humano.

Nótese que hablo de realidades fácticas, no de prescripciones normativas sobre lo deseable. Si atendemos a la turbulenta historia de las naciones, de hecho, lo deseable sería lo contrario: una fundamentación puramente racional del Estado. El mismo Habermas se ha referido alguna vez al hecho de que, si bien las nuevas naciones del XIX sirvieron, en alianza coyuntural con el liberalismo, como instrumento emancipador frente al Antiguo Régimen y los Imperios, la historia del siglo XX mostró su sangrienta cara B y con ello la necesidad de desactivar afectivamente la peligrosa idea de nación. De ahí el desarrollo de conceptos como el patriotismo constitucional, o la exitosa construcción de la Unión Europea. O sea: el Estado, cuanto más frío más hermoso.

Que esto sea deseable no significa que sea realizable, o que pueda realizarse siempre y en toda ocasión. Sin duda, hay quienes defienden la fundamentación racional del aparato estatal; me cuento entre ellos. Pero eso no significa que el número de ciudadanos que concibe así el Estado sea suficiente cuando éste padece la amenaza de un nacionalismo interior: los kantianos no se bastan contra los herderianos. Dicho de otra manera, ha sido imposible prescindir por completo de la nación en la vida del Estado; dado que ambos nacieron a la vez, es algo que no debería extrañarnos demasiado. Y bajo esta luz, ¿cuál debería ser la apuesta de la democracia española? ¿El "patriotismo cívico" de Sánchez o la "España ciudadana" de Rivera? ¿Es esta última expresión de un siniestro nacionalismo español, o su letra no se diferencia tanto del patriotismo constitucional defendido por el líder socialista? Es un terreno resbaladizo. Acusar a la plataforma presentada por Ciudadanos de "joseantoniana" constituye un exceso retórico solo comprensible en el marco de un debate público dominado por la hipérbole. No hay duda de que la puesta en escena adoleció de una estética mejorable: ni la bienintencionada Marta Sánchez puede concitar el entusiasmo generalizado, ni todos se reconocen en «el orgullo de ser españoles» invocado por Rivera. Se deja ver aquí que las sociedades plurales carecen de símbolos unánimes y que la ironía posmoderna corroe -¿felizmente?- cualquier conato de solemnidad: si los defensores del patriotismo cívico sacaran a escena a Ana Belén, el resultado sería igualmente divisivo. Pero se trató de un acto fallido, sobre todo, porque no supo comunicar con claridad la defensa de un modelo constitucional que reconoce de iure la diversidad española. Si uno dice ver ciudadanos españoles que también son gallegos o catalanes o andaluces, el discurso adopta de inmediato otro aire. Es algo que también podría decir un patriota constitucional, aunque el patriotismo constitucional en España apenas haya dicho eso.

Habrá que ver en qué se traducirá el "patriotismo cívico" de Sánchez, así como la orientación que dará Ciudadanos a su plataforma. Si unos pueden depender de los votos nacionalistas para sostener el Gobierno y sentirse por ello tentados a rescatar la confusa "España plurinacional", los otros podrían reforzar los aspectos más identitarios de su propuesta buscando aumentar su base electoral. No son procesos incompatibles, sino todo lo contrario: en la medida en que Sánchez insista en la idea expresada ayer en el Congreso, conforme a la cual España estaría compuesta de varias naciones, la formación liderada por Rivera encontraría beneficios electorales en el énfasis sobre una españolidad unidimensional. Pero Sánchez también dijo durante el debate que cree en la nación española; queda por aclarar si cual mero contenedor de sus regiones y nacionalidades, como entidad en pie de igualdad con esos "territorios que se sienten naciones" a los que hizo referencia o como nación con rasgos propios. Tal vez su partido sea el primero que demande, llegado el caso, esa aclaración.

Sobre el papel, el patriotismo cívico y la "España ciudadana" podrían converger sin mucho esfuerzo: atenerse a la letra del 78 supone afirmar un nacionalismo cívico sobre el que sostener al Estado con un mínimo de sentimentalidad y un máximo de eficacia. Huelga decir que esa tarea solo podrá acometerse cuando el nacionalismo se avenga a reconocer la ilegitimidad de una empresa de ruptura acometida contra la mayoría de los catalanes. Y acepte, de paso, que no ostenta monopolio alguno sobre la sociedad catalana, tan diversa y plural en su interior como el conjunto del país. Algo que también se hará necesario aclarar en el País Vasco, donde se discute un nuevo estatuto que habla de la "nacionalidad vasca" como algo separado de la "ciudadanía española". Ningún patriotismo cívico, por generoso que sea, puede ir tan lejos sin vaciar por el camino de contenido a la nación de la que ese patriotismo se predica.

Estamos ante un debate incómodo. Durante mucho tiempo, los símbolos nacionales han jugado en nuestro país el deseable papel secundario que les atribuyen las mejores versiones de la nación cívica: un repertorio afectivo más o menos banal que se mantiene en segundo plano, sin que sea obligatorio para nadie profesarle devoción alguna. ¡Algo que no puede decirse de las regiones gobernadas por el nacionalismo! Pero, por incómodo que sea el debate, ¿podemos prescindir de la nación para legitimar el Estado? Si no podemos, máxime en situaciones de crisis, ¿no será preferible que una «comunidad imaginada» se imagine a sí misma como nación cívica antes que como nación etnocultural?

Tiene razón Daniel Gascón cuando escribe que "deslizarse del nacionalismo cívico al étnico es más fácil de lo que parece". Sin embargo, la conversación que estamos manteniendo es inevitable en las actuales circunstancias y puede tener la virtud de aclarar qué relación debamos mantener con los símbolos nacionales. Ya veremos si es también una oportunidad para renovar el consenso sobre la legitimidad del modelo constitucional, o se convierte en la ocasión que aprovechan sus enemigos para dinamitarlo. Ese modelo, recordémoslo, hace de la diversidad el elemento consustancial de la moderna nación española y dota de legitimidad al Estado, de inspiración federal, sobre la base de una lealtad común hoy ausente. Y la verdad, díganla el capitán Kirk o su porquero, es que no hay otro lugar donde podamos encontrarnos. Más vale que todos, sin excepción, lo vayamos asumiendo.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






Entrada núm. 4471
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