La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)
Este texto, un poco más extenso de lo habitual en las entradas del blog, es producto de la reflexión del profesor en Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado sobre el concepto de "utopía" a lo largo de la historia del pensamiento político. Publicada este mes de junio en sendos [(I) y (II)] artículos consecutivos en Revista de Libros, su lectura merece más que sobradamente la pena. Se lo recomiendo encarecidamente.
A propósito del tema sobre el que gira su nueva colección permanente, comienza diciendo el profesor Arias, el Museo Pompidou de Málaga me invitó recientemente a conversar sobre la utopía con el novelista Juan Francisco Ferré. Me ha parecido que, en estos tiempos en los que con tanta fuerza parece retornar lo religioso, dicho sea en sentido amplio, podría traer aquí mis reflexiones sobre este viejo tema sin riesgo de parecer intempestivo, ya que el utopismo no es una inclinación nueva de la especie; por el contrario, nos ha acompañado desde siempre y en distintas formas: parece difícil librarse de ella. Habrá incluso quien juzgue que hacerlo sería desaconsejable, pues la utopía cumple ciertas funciones en el imaginario humano y puede ser políticamente beneficiosa si se administra con cuidado. Algo de eso hay, pero no mucho. Para elucidar cuál haya de ser el lugar de la utopía, si es que debe tener alguno, es necesario aproximarse a ella con la debida cautela.
Se ha definido la utopía como la propuesta de una vida mejor. Sus orígenes etimológicos delimitan con exactitud sus contornos: ou-topia significa «no lugar» y eu-topia, «buen lugar». Está ligada, por tanto, a la esperanza; aunque quizás el problema sea, como veremos, que a menudo termina siendo una variante de la fe. En todo caso, esa definición preliminar se circunscribe a las propuestas utópicas que encontramos en el género literario o filosófico-político correspondiente: de la República de Platón a la Utopía de Moro, pasando por los anarquistas de Ursula K. Le Guin, las fantasías cientifistas de H. G. Wells o el diseño conductista de B. F. Skinner. Aunque ahí podríamos incluir asimismo los falansterios de Fourier, la sociedad sin clases de Marx o incluso el Tercer Reich nazi. Pero existe también una mentalidad utópica de carácter inmemorial, expresada con frecuencia en el sueño de la abundancia: tenemos la Edad de Oro de Hesíodo, el Jardín del Edén de la Biblia, el reino medieval de Cockaigne o la versión hispánica de Jauja. Se han denominado «utopías de huida» o «utopías del cuerpo» a estas ensoñaciones, proyectadas por quienes padecen una realidad miserable. Incluso en Mad Max Fury Road, la película de George Miller, sueñan los habitantes del desierto posapocalíptico en que se desarrolla esta saga fílmica con un verde paraje donde mana el agua. Pero el pensamiento se hace práctica también. Existe así una forma de utopismo que se practica más que se escribe, como sucede con las llamadas «comunidades intencionales», que Lyman Tower Sargent define del siguiente modo: Un grupo de cinco o más adultos y sus hijos, si los tienen, que provienen de más de una familia nuclear y que han elegido vivir juntos para realizar sus valores compartidos o algún otro propósito mutuamente acordado.
Si extendemos el concepto un poco más, de hecho, podríamos incluir las utopías privadas perseguidas por uno o dos individuos. ¿No se ha dicho que el amor es «una revolución a dos»? Con todo, lo característico de la utopía es su naturaleza colectiva: una descripción de la sociedad deseable que contiene la prescripción de convertirla en realidad.
El atractivo emocional de esa realidad alternativa es indudable: de ahí su éxito. Y de ahí también, claro, sus peligros. Maquiavelo los formuló con toda claridad cuando dijo que le parecía más conveniente ir «a la verdad real de la cosa que a la representación imaginaria de la misma», en razón de la insalvable distancia que existe entre el modo en que se vive y el modo en que se debería vivir. Esta reserva es una de las inspiraciones de la antiutopía, género especular que también se ha alimentado históricamente del fracaso de las utopías realmente existentes: ahí se ubicarían Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, o 1984 de George Orwell. Nótese que el antiutopismo no es lo mismo que el distopismo, pues la distopía puede servir a fines más diversos que la crítica de la utopía; sobre todo, presentando en términos negativos el destino de una comunidad humana en caso de mantenerse intactas las tendencias que se insinúan en ella o de realizarse sus peores posibilidades latentes: pensemos en las distopías ecológicas (Kim Stanley Robinson), feministas (Margaret Atwood) o tecnocapitalistas (J. G. Ballard). Sin duda, en la fascinación por la distopía late el fondo escatológico de la psique humana. Y, sin embargo, la prevalencia de la distopía sobre la utopía en nuestra época tiene una explicación muy sencilla: que vivimos después de la utopía. Es decir, tras el fracaso de las utopías de la modernidad.
Este fracaso tiene una importancia psicopolítica extraordinaria y nos impide tratar de la utopía a la manera tradicional: lo utópico sólo puede ser pensado ya a partir de esa ulterioridad. No puede ignorarse que las utopías, ya fueran progresivas o regresivas, acabaron transformándose en distopías. Entre otras cosas, porque no se deja ignorar: ¿de qué manera podríamos sentir hoy un entusiasmo utópico? Tendríamos que fingir que las utopías modernas no fueron jamás puestas en práctica, o que no se emplearon la violencia y la coacción para instaurarlas. Podrá discutírsela tanto como se quiera, pero la posmodernidad −que, a mi juicio, debe entenderse como una profundización de la modernidad en sí misma tan radical que socava sus propias bases− no se produjo en balde ni por capricho. La crítica de los grandes relatos obedece en buena medida a su fracaso: en Auschwitz y en el Gulag, en la China maoísta y en la Camboya de Pol-Pot. ¿Quién podría seguir creyendo en la potencia benéfica de la mentalidad utópica? Sobre todo si hablamos de la utopía explícita, detallada; de esa utopía ingenua que se estilaba hasta comienzos del siglo XX.
Que las utopías queden ya por detrás y no nos aguarden por delante tiene, al decir de muchos observadores, consecuencias letales para la imaginación política contemporánea. Nos habríamos quedado sin futuro: el presente se habría convertido en una jaula asfixiante. Hasta el punto de que las turbulencias políticas de hoy mismo, cuya manifestación más preocupante serían el ascenso del nacionalpopulismo y el autoritarismo, podrían interpretarse de dos maneras relacionadas con nuestro tema: por un lado, como la consecuencia del derrumbamiento de la utopía liberal anunciada por Francis Fukuyama tras la caída del Muro de Berlín; por otro, como efecto de la frustración que produce la ausencia de alternativas plausibles al modelo liberal-capitalista.
Lo primero fue sugerido hace unos años por el pensador británico John Gray, quien ofrece en Misa negra una variante de la tesis de Theodor Adorno y Max Horkheimer sobre la modernidad. A saber: que el problema de la modernidad consiste en que no ha sido suficientemente moderna. Es decir, que el hiperracionalismo ilustrado no sería sino un mito más que, como tal, se alimenta del anhelo religioso del ser humano. ¿De dónde viene si no la absurda creencia en la perfectibilidad de la especie? Para Gray, confiar en que el ser humano pueda perfeccionarse a sí mismo mediante un acto de voluntad y con la guía de la razón constituye una invitación a la violencia: ¿para qué tomar atajos si pisando el acelerador nos haremos mejores? Los revolucionarios son apocalípticos, milenaristas que imponen la realización de la utopía. Y Gray sentencia: «La política moderna es un capítulo en la historia de la religión». ¡Nunca hemos sido ilustrados! O lo hemos sido en exceso: la Ilustración ha creado su propio monstruo y que no sepamos identificarlo es uno de los puntos ciegos de la conciencia contemporánea. El hegeliano Fukuyama se habría equivocado de pleno con su «fin de la historia» y la aventura romántica de los neoconservadores en Irak habría ratificado la irracionalidad del sueño liberal. Gray escribía esto en 2007: la Gran Recesión desencadenada poco después habría añadido verosimilitud a su tesis.
En cuanto a lo segundo, ha sido Manuel Cruz quien nos ha entregado la formulación más detallada de esa idea en un libro de reciente publicación: La flecha (sin blanco) de la historia. En él, el filósofo barcelonés sugiere que ahora que hemos dejado de ser «sujetos de la historia», agentes capaces de darle forma mediante nuestra voluntad colectiva, nos hemos convertido en «sujetos pacientes» de la misma: soportamos sus consecuencias sin poder siquiera figurarnos un rumbo alternativo. Desde luego, habría que preguntarse si alguna vez fuimos sujetos de la historia en el sentido marxista, o si, de haberlo sido, se trató de una buena idea. En cualquier caso, el problema radicaría para Cruz en la aparente imposibidad de resistirnos a la tiranía del determinismo neoliberal y tecnológico que, a su manera de ver, marca el rumbo de los acontecimientos desde la caída del comunismo soviético. Es el fracaso comunista lo que explica que la utopía −o, en general, cualquier proyecto con voluntad transformadora− haya adquirido de un tiempo a esta parte una tonalidad nostálgico-melancólica, alojándose su contenido ya no en el futuro, sino en el pasado.
Quizá por eso mismo afirme Cruz que el Estado del bienestar o la democracia se han convertido en bienes a conservar: utopías defensivas en el marco de su desmantelamiento a manos del actual orden económico. A su juicio, por tanto, el futuro puede encontrarse en el pasado: allí están los contenidos utópicos que necesitamos para dar forma al futuro.
Esta nostalgia de la utopía, que es nostalgia de los tiempos en que las utopías servían para orientar el curso de la historia, no es lo que parece, ya que bajo la apariencia de una queja por el estrechamiento de la imaginación política contemporánea no deja de manifestarse una pulsión romántica: el sentimiento de que las cosas deberían ser de otra manera; al menos, deberían poder ser de otro modo. Se añora, en suma, la contingencia; el momento en que distintos caminos se presentaban abiertos ante nosotros. Y se protesta con ello, consciente o inconscientemente, contra el desencantamiento del mundo diagnosticado por Max Weber. Por eso tiene más vigencia el utopismo de los socialistas primitivos que el «socialismo científico» de Marx, quien denigraba a Fourier, Owen y Morris llamándolos «utópicos» con objeto de resaltar el «realismo» de su propia propuesta revolucionaria. Pero hoy, cuando la violencia política carece de legitimación, se nos antojan más razonables las propuestas orgánicas de aquellos pensadores que hablaban de cooperativas y falansterios: formas de vida y organización económica de carácter alternativo que no debían imponerse por la fuerza. Frente al utopismo racionalista, su variante romántica.
El desprestigio del Gran Diseño Utópico, que ha contado, no obstante, con un sorprendente y ambiguo revival a cargo de Fredric Jameson, puede explicar la preferencia contemporánea por la distopía: ésta es pura negatividad sin diseño alternativo. Pero también sirve para dar razón de la moderación de las expectativas utópicas: el periodista alemán Bernd Ulrich llegó a hablar de la Grokotopia para sostener que la Gran Coalición entre conservadores y socialdemócratas no deja de ser una utopía en tiempos de fragmentación y volatilidad parlamentaria; la utopía de la normalidad política. Es obvio que esta modestísima visión de la utopía queda muy lejos de la armonía universal que, como supo ver Isaiah Berlin, constituye el rasgo dominante de este formidable artefacto intelectual y afectivo. Es la aspiración presente en el socialismo y el anarquismo, que en Marx alcanza su culminación con el dibujo de una sociedad sin clases donde no hay necesidad de hacer política y los seres humanos se dedican a la «administración de las cosas». La primacía de lo distópico refleja lo contrario: la convicción de que los seres humanos son incapaces de ponerse de acuerdo entre sí y ese desencuentro conduce al desastre colectivo.
Es verdad que la utopía persiste. Lo hace en formas distintas a las tradicionales, que van desde las «zonas autónomas permanentes» teorizadas por Hakim Bey hasta las ecocomunidades que ensayan la transición hacia una sociedad sostenible. Pero, sobre todo, existe una nostalgia utópica; un lamento por la ausencia de la utopía realizable. Esta añoranza nace de la frustración de que las cosas sean como son y no puedan ser muy diferentes: nos negamos a aceptar que, como cantaba Peggy Lee, «this is all there is». O, también, nos resistimos a aceptar la conclusión que se deduce del fracaso del utopismo megalomaníaco del siglo XX: que el reformismo es el camino más seguro para el cambio social y, por tanto, salvo desvío catastrófico, hemos de explorar cautamente los caminos ya conocidos en lugar de depositar nuestras esperanzas en el estallido repentino del tiempo mesiánico. Se equivocan quienes sostienen que la realidad podría ser de otra manera muy diferente. Pero no porque no pueda serlo, sino porque la realidad no puede organizarse de una manera muy diversa si queremos disfrutar de sociedades prósperas, diversas, libres e iguales, mostrando de paso a las sociedades que no lo son el camino para llegar a serlo. En ese punto, Fukuyama tenía razón: la democracia liberal es un modelo insuperable para las sociedades complejas. Es el mejor, pero no es el único ni recibe el aplauso de todos; como ha escrito él mismo con posterioridad, no todas las sociedades quieren llegar a Dinamarca. Y, sin embargo, ¿no es también posible que la utopía de la modernidad se haya realizado sin que nos percatásemos? ¿Y si ya viviésemos en una utopía realizada?
¿Cómo mantener viva la utopía tras el fracaso de las utopías? O bien: ¿qué función atribuir a este dispositivo teórico una vez conocido su fracaso práctico? Hablamos de las grandes utopías modernas: aquellas que aspiraron a construir una sociedad ideal a gran escala, trayendo al tiempo histórico la vieja promesa de las religiones. Puede tenerse por sorprendente que el fracaso de esas utopías, sobre todo en lo que se refiere a la sociedad sin clases del comunismo, no haya conducido a una recusación general de la forma utópica, sino más bien a la nostalgia: nostalgia por un tiempo en el que las utopías gozaban de buena salud. Podemos entender el entusiasmo de los pioneros que perseguían la utopía colectiva antes de que pudiéramos saber cuál sería su resultado, pero parece descabellado insistir en ella después de que lo hayamos conocido. Sin embargo, insistimos.
Slavoj Žižek, por ejemplo, entiende que el fracaso del comunismo no nos dice nada sobre la deseabilidad del comunismo. Lo que la historia ha dicho sobre el comunismo no vincula al filósofo, quien por eso ha escrito que el comunismo sigue siendo el horizonte, el único horizonte, desde el cual no sólo se puede juzgar, sino incluso analizar adecuadamente lo que ocurre en la actualidad: una especie de indicador inmanente de lo que ha ido mal.
Se sigue de aquí que el impulso revolucionario, que deriva del impulso utópico, no debe detenerse ante la ausencia de un plan viable: semejantes remilgos han de dejarse en manos de los pragmáticos. De ahí que Žižek haya dicho en más de una ocasión que la prioridad es acabar con el capitalismo y sólo después preocuparse por la alternativa: para hacer una tortilla, suele bromear, primero hay que romper los huevos. Es difícil exagerar la frivolidad de una afirmación así, siempre que se entienda en sentido literal como un programa de acción política; si estamos ante un lenguaje figurado, mediante el cual el astuto pensador esloveno sortea las constricciones que impone una realidad históricamente testada, entonces no hay demasiadas razones para tomarlo en serio. Salvo, claro está, que Žižek esté apuntando en la misma dirección que Fredric Jameson, quien ha hablado del «miedo a la utopía»: el que sentiríamos ante el vértigo de una sociedad sin clases donde nuestra libertad se vería ahogada en la colectividad. Por eso mismo, razona Jameson, el pensamiento utópico tiene hoy como primera tarea llevar cabo una «terapia radical contra la distopía». O, lo que es igual, habría de reeducarnos en la creencia utópica: como si hubiéramos superado la fase inicial del pensamiento utópico y ahora estuviéramos preparados para un desarrollo más riguroso del mismo.
En buena medida, el truco de la utopía novísima sigue siendo el mismo que practicase Karl Marx: el escamoteo de la concreta forma de la sociedad ideal. Y, más modestamente, el impulso utópico parece reducirse en nuestros días a la expresión de una queja: la queja de que el sistema liberal-capitalista no ofrezca salida o, allí donde haya una, como ocurre con los autoritarismos asiáticos o las teocracias islámicas, no resulte del todo convincente. En su monumental Arqueologías del futuro, Jameson ha escrito que la forma utópica misma es una respuesta a la convicción ideológica universal de que no es posible alternativa alguna, que no hay alternativa al sistema. Pero lo afirma forzándonos a pensar la propia ruptura, en lugar de ofrecernos un dibujo más tradicional de cómo serían las cosas tras la ruptura. Paradójicamente, en consecuencia, la creciente incapacidad para imaginar un futuro distinto aumenta, en vez de disminuir, el atractivo y también la función de la utopía.
Lo que tenemos que pensar, en otras palabras, es cómo romper los huevos sin pensar en la tortilla. Ahora bien, ¿no nos encontramos aquí en realidad con una regresión de la forma utópica, con su infantilización? Incapaces de aceptar con madurez la frustración que se deriva del fracaso de las utopías modernas y la consiguiente dificultad para concebir alternativas viables al sistema liberal-capitalista, dirigimos nuestras energías a representarnos el fin de ese sistema, manteniendo bajo una zona de penumbra cualquier descripción de lo que hubiera de venir después. Se trata de mantener la creencia, sin especificar sus contenidos: de acabar con lo que es afirmando que bajo ningún concepto debe ser, pero encogiendo coquetamente los hombros cuando se trata de describir lo que debería ser.
Vaya por delante que ninguna utopía de nuevo cuño podrá jamás resolver el problema fundamental de la creencia utópica: su convicción de que los seres humanos podrían converger alrededor de las mismas creencias, que habrán de mantenerse, además, alineadas de manera indefinida en el tiempo. La utopía contiene así su propio utopismo: el sueño de la unanimidad humana, la posibilidad de que una sociedad pueda organizarse a partir de un puñado de valores más o menos cerrados inmunes al cambio sobrevenido. ¡La foto fija! Es una visión estática de la especie que se compadece mal con lo que conocemos de la historia humana; no digamos bajo las condiciones de aceleración creadas en la época moderna. Este problema fue observado ya por Isaiah Berlin y no ha escapado a la atención de los pensadores liberales, cuyo escepticismo −si ejercen como verdaderos liberales− milita de manera natural contra el impulso utópico. Algo que, como vimos, habría sido olvidado por aquellos que malinterpretaron a Fukuyama y lo convirtieron en heraldo de una utopía liberal hecha trizas con la Gran Recesión. O, como sostiene John Gray, por quienes pasan por alto la función utópica ejercida por la mismísima razón ilustrada.
Sin embargo, es aquí donde conviene andarse con cuidado. Sostener que la razón es un mito conduce de manera casi natural a la denuncia del progreso: otra falsa creencia que serviría de cebo a los optimistas incurables. Hay que andarse con cuidado porque, siendo cierto que el ideal de progreso tiene sus raíces en la concepción teleológica de la historia propia del cristianismo, es fácil deslizarse hacia una versión infantil de ese ideal; igual que existe una versión infantil, como de catecismo, de la utopía. Se ha hablado de eso ya en este blog, donde se ha reclamado una concepción adulta del progreso que permita reconocer tanto su existencia como sus dificultades y retrocesos. En este contexto, es frecuente que a la visión lineal de la historia −sobre la que se apoya el ideal moderno de progreso− se oponga la concepción cíclica del tiempo característica de las sociedades premodernas. Pero, ¿carecían de todo progreso aquellas sociedades que no «creían» en el progreso? Afirmar tal cosa es lo mismo que no ver ninguna diferencia entre asirios y griegos, o entre romanos y venecianos; ni en sus estándares materiales, ni en el contenido de sus normas sociales o la sofisticación de sus instituciones. ¡Claro que existe el progreso! Sólo que no es absoluto, ni perfecto, ni del todo irreversible; tampoco carece de efectos colaterales ni deja de producir víctimas o contener puntos ciegos. Y, sin embargo, ¿dónde está escrito que sólo un progreso de rasgos pluscuamperfectos ha de valer como progreso?
Hasta tal punto existe el progreso humano, de hecho, que habría motivos para preguntarse si la imperfecta sociedad del siglo XXI no podría considerarse una utopía realizada; y realizada sin necesidad de recurrir a los medios tradicionalmente asignados a la forma utópica. Si atendemos al verdadero estado del mundo, comparando largas series estadísticas, desde el punto de vista de una sociedad premoderna, ¿acaso no habitamos alguna clase de utopía? A saber: la utopía de un mundo en constante mejora material y moral. Es lo que puede colegirse de la lectura de dos trabajos recientes, el publicitado Enlightenment Now,, de Steven Pinker, y el menos conocido Factfulness, , de Hans, Anna y Ola Rosling. No es este el lugar de discutir en profundidad las tesis del llamado «nuevo optimismo», sino de traer a colación un conjunto de datos incontestables que permiten sostener la idea de que la sociedad contemporánea tiene mucho de utopía exitosa si la miramos con los ojos de un pasado anterior a la Revolución Científica y, sobre todo, Industrial. ¿Quién podía pensar que la expectativa de vida, que era de treinta y cinco años en 1750, se situaría globalmente en 71,4 años en 2015? ¿Quién podría suponer que esa mejora general incluye un aumento de diez años entre 2003 y 2013 en un país como Kenia? En Gran Bretaña, los cuarenta y siete años a los que se moría de media en 1845 han pasado a ochenta y uno en 2011. ¿Podría alguien allá por el siglo XIV siquiera concebir que entre 2000 y 2015 descenderían un 60% las muertes causadas por la malaria? ¿O que la malnutrición pasase de afectar a un 50% de los habitantes del planeta en 1947 a un 13% hoy, aun habiendo aumentado la población total? Por no hablar de la evolución del PIB planetario, que se triplica entre 1820 y 1900, y vuelve a triplicarse, a continuación, en veinticinco años primero y treinta y tres después; todo ello mientras la extrema pobreza ha pasado del 90% a sólo el 10% en doscientos años. También han aumentado el gasto social, que corresponde de media al 22% del PIB de los países de la OCDE (mientras que está en el 2,5% en la India y el 7% en China), el número de democracias y la igualdad de género; se ha restringido considerablemente el empleo de la pena de muerte y ha aumentado la tolerancia hacia las minorías. No se trata de logros inmodificables, ni podemos excluir la barbarie o la catástrofe: hacerlo sería incurrir en eso que hemos denominado «concepción infantil» del progreso humano. Pero si la utopía es producto de la insatisfacción con la realidad, el anhelo contemporáneo de utopía tiene algo de desconocimiento de la realidad.
¿Significa eso que la utopía, el buen lugar que no existe, carece de lugar en la vida política de las comunidades humanas? No exactamente. Para empezar, las utopías que en el mundo han sido no han dejado de contribuir, siquiera sea indirectamente, al mundo en el que vivimos: han formado parte del debate de ideas y protagonizado luchas políticas, inspirando a revolucionarios y reformistas. Naturalmente, habría sido deseable que las formas más violentas del impulso utópico no se hubieran manifestado jamás; la masa de la historia humana, sin embargo, no se deja manipular de forma tan sencilla. La utopía tiene algo de segregación hiperbólica del ideal: es una expresión inevitable del deseo de mejora propio de las comunidades humanas. Por eso podemos hablar de «necesidad de la utopía». Y hacerlo en en dos sentidos distintos, pero complementarios.
En primer lugar, el anhelo utópico es una necesidad psicológica y emocional del ser humano, se exprese o no como impulso concreto que mueve a la acción. La utopía estructura la realidad como la fantasía según Lacan: para aceptar la realidad, tenemos la fantasía. Representa, ante todo, un horizonte de posibilidad: la posibilidad de la contingencia. Pero la utopía es como el deseo: no puede realizarse sin dejar de ser lo que es. Por eso, la utopía remite a la potencia y no al acto; de ahí que cuando ha intentado llevarse a la práctica su fracaso haya sido disculpado como consecuencia de errores imprevistos de ejecución. Recordemos sus raíces etimológicas: la utopía es un buen lugar a condición de ser un no lugar. En esa medida no puede ser erradicada. Mucho menos, si se alimenta del infortunio, si es el feliz estado con que sueña quien no encuentra motivo alguno para la felicidad.
Pero, en segundo lugar, también puede hablarse de la «necesidad de la utopía» en un sentido distinto. A saber, atribuyéndole una función positiva en el vasto mecanismo del cambio social. En este caso, la utopía tendría por objeto «desnaturalizar» la sociedad en que vivimos, ofreciendo un punto de vista inusual desde el que mirarla con nuevos ojos. Fredric Jameson parece ir en esta dirección cuando habla de la «negatividad crítica» de la utopía, previniendo contra la tentación de albergar expectativas positivas hacia ella; a su modo de ver, las visiones armónicas encuentran mejor acomodo en el idilio o la pastoral. Pero ha sido Lyman Tower Sargent quien más explícitamente ha indicado que las utopías proporcionan un estándar con arreglo al cual juzgar la realidad vigente: La yuxtaposición de la utopía con el presente anima al lector a percibir las contradicciones entre utopía y realidad, a pensar en esas diferencias, a preguntarse si el cambio desde el presente es posible y deseable. De manera que las utopías sirven para distanciar al lector de su presente.
Pensemos en la ciencia ficción de Kim Stanley Robinson, que nos habla del cambio climático y el Antropoceno a partir de una catástrofe ecológica futura, o en la distopía hiperpatriarcal concebida por Margaret Atwood. Pero también en la propuesta que hiciera Peter Sloterdijk hace unos años, consistente en hacer voluntaria la tributación, o en la condonación global de las deudas planteada por David Graeber. No se trata ya de utopías a la manera clásica, concebidas con más o menos detalle, sino de propuestas concretas que llaman la atención sobre algunos de los rasgos definitorios de nuestra organización social. Así que esta modalidad de utopía no nos habla del futuro, sino del presente. Del mismo modo, quienes todavía deseen traer al debate público un borrador detallado para la sociedad futura habrán de hacerlo de manera adulta, sin eludir las desagradables verdades que nos ha suministrado la historia. Tom Moylan ha hablado de «utopías críticas», más concernidas por el procedimiento de cambio que con su objetivo final. Pese a sus deficiencias, la «utopía americana» de Jameson es admirablemente realista en algunos de sus aspectos, como el reconocimiento de que la delincuencia o la envidia no desaparecerían en una sociedad alternativa. Por todas estas razones, en fin, el lugar contemporáneo de la utopía es menos el tratado de filosofía que la obra de ficción; la cultura antes que la política. Y es el lugar que, de manera natural, ha ido ocupando.
Ninguna utopía, en suma, podrá jamás conseguir la unanimidad de los deseos humanos. Es posible, claro, que todos podamos ponernos de acuerdo acerca de grandes objetivos generales, tales como la deseabilidad de la máxima prosperidad, igualdad o libertad. Pero no habrá manera de que ese acuerdo se reproduzca a la hora de establecer prioridades entre esos valores, ni cuando se trate de definir los medios a través de los cuales podrán llevarse concretamente a término fines tan genéricos. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que las utopías ensayadas históricamente hayan recurrido a la coerción y la violencia para imponer un ideal de entre los muchos posibles?
Quizá por ser eso dibujase el filósofo Robert Nozick su «blueprint for utopia», o borrador para una utopía, sobre la base proporcionada por el libertarismo: una sociedad libre donde cualquier comunidad puede fundar su propia utopía en amigable coexistencia con las demás. Su punto de partida es la idea de que hay un pluralismo de concepciones del bien que lleva a distintas personas a querer cosas diferentes, aspiración que suele verse frenada por la imposibilidad práctica de realizar simultáneamente todos los bienes sociales y políticos para todos los individuos. En consecuencia, la utopía sería la posibilidad de que todos vivan en el mejor mundo imaginable. La marca de esta utopía liberal es que no será colectiva, sino individual: serán mundos diferentes para distintas personas. De modo que: En este nuestro mundo actual, lo que se corresponde con el modelo de mundos posibles es un conjunto amplio y diverso de comunidades, en los que las personas pueden entrar si son admitidas, de las que pueden salir si quieren, a las que dan forma conforme a sus deseos; una sociedad donde puede probarse la experimentación utópica, en la que pueden vivirse distintos estilos de vida, donde perseguir individualmente o en grupo visiones alternativas del bien.
Para Nozick, la utopía es un marco para el desarrollo de múltiples utopías: una metautopía. La función de la autoridad central será así asegurar el funcionamiento del marco institucional general y los derechos individuales en caso de conflicto. Se trata de un orden cambiante, pues será en cada momento lo que resulte espontáneamente de las elecciones individuales de muchas personas a lo largo del tiempo. Habría comunidades religiosas, ateas, anarquistas, libertarias, maoístas, ecologistas, tecnófilas, tecnófobas, socialistas: las posibilidades son múltiples. Y el marco institucional bajo el que florecería esta diversidad utópica se correspondería con el Estado Mínimo, que era el defendido por Nozick en aquel entonces.
No me interesa estudiar aquí la dudosa viabilidad de esta atractiva propuesta entendida en sentido fuerte, sino tan solo extraer de ella dos enseñanzas elementales. En primer lugar, su acento sobre las comunidades intencionales que constituyen una de las formas del impulso utópico. Vale decir, los grupos humanos, de tamaño variable, constituidos con objeto de realizar concertadamente algún valor o ideario mediante la vida en común: desde la secta Moon hasta los amish. En la metautopía de Nozick, cualquier utopía voluntaria es posible; ninguna utopía obligatoria es legítima. Y esa distinción debería forzarnos a reflexionar sobre uno de los peores aspectos del pensamiento utópico: su tendencia al reclutamiento, cuando no a la imposición violenta, de los demás. Si el anarquista o el socialista quieren vivir de manera anarquista o socialista, es libre de hacerlo sin más límite que el respeto de las leyes que obligan a todos (pues no existe un afuera de la comunidad política). Pero, ¿de dónde viene el empeño por convencer a otros de que así es como hay que vivir? Sea el utópico más modesto y viva conforme a su ideal, sin molestar a nadie. Podrá hacerlo en sociedades que no prescriban una forma oficial de vida, sino que dejen abierto el derecho de cada uno a elegir cómo debe vivir, e incluso asuma como principio la necesidad del pluralismo: aunque sólo sea porque de poco sirve predicar la libertad si uno no tiene manera de ejercerla. Esa sociedad, y ésta es la segunda enseñanza, se parece a la nuestra. O, al menos, a los mejores rasgos de la nuestra: una utopía sin utopía.
Utopía, de Tomás Moro (Universidad de Lovaina, 1516)
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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